viernes, 25 de febrero de 2011

El pavo real

Por Federico Bello Landrove
     Hay algunos relatos que apenas necesitan de introducción. Desde luego, para un buen amigo de los animales –y de las paradojas- este es uno de ellos.
                                                                              
La ilustre profesora, artista famosa allende el océano, aprovechaba la mañana que precedía al gran momento en su ciudad natal. No era caprichosa, pero sorprendió un tanto a sus anfitriones cuando, al iniciar el recorrido que la llevaría desde el hotel a la Universidad, solicitó:
-          Vamos a llegarnos un momento al Campo, que quiero hacer unas fotos.
     El programa de actos no estaba muy cargado y apenas eran las diez y media. De hecho, la doctora C. madrugaba bastante, para lo que se acostumbraba en Castellar. Es obvio que la mañanada era más agradable bajo el sol del trópico que entre la neblina mesetaria. El cortejo de hispanos –tres o cuatro, no más- se detuvo un momento y cambió de ruta, calle de Santiago adelante. La homenajeada aclaró:
-          Me han dicho que hay una fuente racionalista, algo seca y escondida, que mandó levantar mi abuelo, en homenaje al poeta N. Quiero fotografiarme ante ella. No tendré ya muchas más oportunidades.
-          Por Dios, profesora –replicó el acompañante de mayor graduación académica-, le queda todavía mucha vida por delante.
-          Nunca se sabe, sentenció la escritora, abriendo el bolso para comprobar que llevaba la cámara.
***
     No era largo el camino, pero tenía poco de que hablar con aquellos improvisados acompañantes matutinos. Mentalmente, la retornada repasaba aquellos días entrañables, que estaban a punto de culminar con su nombramiento de doctora honoris causa, apenas hora y media después. Los muchos años transcurridos no habían enfriado, ni el afecto que despertaba entre sus conocidos, ni el respeto sentido hacia su familia. Parientes, amigos, compañeros de estudios, colegas habían coincidido en hacerle muy gratos los momentos de su regreso, que había temido tanto como anhelado. La calle, solemne y amplia, se abrió a la plaza, ajardinada y luminosa, con su fuente y su estatua, sobre pedestal con musa tañedora. Involuntariamente, la mirada de nuestra fotógrafa se le fue a la izquierda, a aquella vía recta y arbolada en que él había vivido cuando se amaron. Adivinaba, en lontananza, la casa de los siete balcones, la máscara dormida que coronaba el portal, las arduas escaleras que subió de niña, con el corazón acelerado por los sentimientos. Ni siquiera había preguntado por él, pero sabía lo bastante como para imaginar que no habría de verlo, ni falta que hacía: bastantes complicaciones le había traído la vida por su culpa.
     Tuvo que ser ella quien dirigiese la marcha por los enarenados paseos, apenas sombreados por el incipiente follaje de primeros de marzo, hacia la pajarera y más allá. El monumento, que de fuente solo tenía la pátina enmohecida y un hilillo de caudal, apenas se dejaba ver, entre las férreas arcadas que soportaban los troncos nudosos de la rosaleda.
     La profesora contempló unos instantes la blanca estructura geométrica, rematada por el busto del vate. Imaginó a su antepasado inaugurando el monumento, conforme a la fotografía que del acto conservaba su familia. Sus ojos recorrieron las estrías verticales, a modo de lira. Luego, con cierto dejo placentero, abrió el bolso y tendió la cámara al más cercano de sus acompañantes, dispuesta a posar ante el granito trabajado por Emiliano Barral [1].
     Y, en ese mismo momento, sucedió.
***
     Un atrevido pavo real, de los varios que merodeaban por el parque en busca de alimento, se acercó, altivo pero amistoso, al grupo. La doctora C., que no tenía muy buenas experiencias con las gallináceas, reculó precipitadamente, rompiendo su compuesta figura, y se adosó al improvisado fotógrafo. El pavo, lento e impertérrito, acercóse al pétreo cerco de la fuente y allí se quedó inmóvil, justo donde hacía unos segundos había iniciado su pose la escritora.
-          Doctora, no tenga reparo, que parece muy sociable. ¿Por qué no aprovecha y se hace la foto con él? Quedaría preciosa.
-          Si por lo menos hiciera la rueda…, replicó ella dubitativa.
     ¡Que no se diga que una catedrática ejerce de timorata!, pensó. Lentamente, avanzó hasta colocarse junto al pavo real. Un clic. ¡Ha quedado soberbia!
     Perdido el miedo, y casi el respeto, la profesora rozó con sus dedos el moño del pavo. Otro disparo. Luego, se sentó en el suelo y pasó su brazo sobre las cálidas y suaves plumas de las alas del ave. Nuevo chasquido del disparador. Muy animada por la acogida, impulsada por una fuerza interior, acercó los labios a la cabeza del pavo y esbozó un beso.
     En el visor de la cámara brotó una instantánea increíble: Una pava haciendo arrumacos a un macho que, ahora así, empezaba a abrir espectacularmente la cola.



[1]  Notable escultor sepulvedano, nacido en 1896 y fallecido en Madrid, en acción de guerra, el 22 de diciembre de 1936 (otros dicen que el 21 de noviembre de dicho año).

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