viernes, 25 de febrero de 2011

El final de Pigmalión

Por Federico Bello Landrove
    
     Pocas veces me permito aplicar directamente a los cuentos mi conocimiento profesional del mundillo de la Justicia. Esta es una de esas excepciones. Del Pygmalion de Shaw (1913), al corazón de un juez de instrucción cualquiera, pasando por la actualización del mito en el ambiente universitario español casi contemporáneo. O sea, una forma razonablemente digna de apoderarse de personajes ajenos, dando –como ahora se dice- otra vuelta de tuerca al argumento.
                                                                                
   De la página 13 de “Nuestro Diario”, correspondiente al día 16 de junio de 19…:
  “En la mañana de ayer falleció, a los 75 años de edad, el profesor Enrique de Azcárate, que fue durante muchos años catedrático de nuestra Universidad. Su muerte ha sido repentina, si bien el señor Azcárate llevaba varios años aquejado de una grave enfermedad. El funeral por su eterno descanso se celebrará a las 12 horas del día de hoy en la capilla de la residencia de ancianos La Trinidad. Seguidamente, se llevará a cabo la conducción del cadáver al cementerio de esta ciudad”.
     El informe médico-forense, redactado en la misma fecha, a la atención del juzgado de guardia, presentaba unas conclusiones del siguiente tenor literal: “1ª. Don Enrique de Azcárate Martín ha fallecido a resultas de una ingestión de tranquilizantes, en cantidad suficiente para causarle la muerte. 2ª. Las evidencias son firmes y coincidentes, en el sentido de que se ha tratado de un episodio suicida, sin intervención de terceras personas. 3ª. No se consideran necesarias ulteriores pruebas o análisis médicos para el esclarecimiento del caso”.
                                                                              ***
     Como juez de guardia, yo tenía que resolver sobre el asunto. Y tengo el criterio de no archivar un suicidio sin hacerme una idea clara de los motivos de la víctima. Me parece la mejor forma de evitar errores y, por otra parte, no suele resultar difícil de averiguar. Así que llamé a mi secretaria judicial y le pregunté –como buena conocedora de la sociedad local- si sabía de la existencia de parientes próximos de Azcárate. Nuria me respondió:
-          Que yo sepa, don Enrique era soltero y sin parientes próximos. De hecho,  todos los trámites se gestionaron con el personal de la residencia en que estaba ingresado y nadie ha venido por el juzgado a reclamar las pertenencias del difunto.
-          Pues entonces tendremos que pasarnos por La Trinidad cuando terminemos la guardia.
-          ¿Me vas a necesitar o se trata de gestiones informales?
-          Mejor vamos los dos. Haremos inventario y recogida de bienes y, de paso, averiguaremos lo que podamos sobre las causas del suicidio.
     Tres días después de esta conversación, nos desplazamos hasta La Trinidad, previa cita con su director, al que informé sobre el objeto de nuestra presencia. Se trataba de echar un vistazo a las pertenencias del difunto, por si hubiera de adoptarse alguna medida legal de custodia. Le gasté una broma, según mi costumbre:
-          Y, si encontramos una buena pasta y no hay herederos, nos la repartimos a medias.
     Ayudados por dos empleados de la residencia, Nuria y yo estuvimos cosa de un par de horas haciendo inventario de las pertenencias del finado Azcárate y apartando aquellas que nos parecieron dignas de examen más detenido. “Desgraciadamente”, el dinero encontrado no pasaba de 3.725  pesetas, pero los papeles y documentos bancarios abundaban.  Así que ordené que mantuvieran cerrada la habitación durante unos días más, bajo precinto judicial, y de todo lo incautado decidí llevarme a casa, para lectura inmediata,  una vieja carpeta de cartón y gomas elásticas, tamaño folio, que me llamó la atención por su epígrafe: “Testamentos”.

     Por lo demás, la indagación sobre los motivos del suicidio resultó muy sencilla. El historial médico de Azcárate recogía “enfermedad de Alzheimer” desde seis años antes. Dos asilados de su entera confianza le habían oído decir más de una vez:

-          El día en que no recuerde la fórmula de la urea, me tiro por la ventana.
     Se ve que al pobre profesor le resultó más fácil hacerse con unos somníferos en una farmacia conocida, que intentar volar, y perdonen ustedes el chiste de mal gusto.

     Terminé de redactar una sentencia, cené lo frugalmente que suelo y, a eso de las diez de la noche, me arrellané en el diván de mi apartamento de lobo solitario, abrí la carpeta de “Testamentos” y empecé a husmear.

     “Los testamentos” eran dos. Uno de ellos, de seis años atrás y ante notario, disponía del patrimonio del señor Azcárate de un modo que no es del caso relatar: de hecho, yo sólo lo hojeé y aparté seguidamente, para leerlo con calma en el juzgado. El otro, escrito a máquina clásica, en folios con membrete de “El Catedrático de Química Orgánica”,  me interesó vivamente. Se trataba de una carta de hacía quince años, enviada por el ahora difunto a una profesora de la Universidad de …, a la que llamaré Elisa, y que había sido devuelta sin abrir (y así había seguido, hasta este día) como “rehusada por su destinatario”. No la reproduzco literalmente, pues infringiría mis deberes. Trasladada de memoria, con nombres y datos supuestos, no veo que sea reprochable, sino ejemplar. ¡Y han pasado tantos años!


***

     Querida Elisa:

     He tenido conocimiento, hace unos días, de que has obtenido la cátedra de nuestra especialidad en las oposiciones recientemente celebradas. No puedo menos que felicitarte de corazón, pues siento tus éxitos como míos y tus merecimientos son evidentes. No obstante, tu contrincante de aquí, compañero tuyo de tantos años, Ernesto, me ha contado ciertos episodios de los exámenes, que me han producido viva tristeza. Supongo que en su relato habrá bastante de amargura y decepción, pero el resto es aún suficiente para poder llegar, él y yo, a la misma consecuencia: “Elisa ya no es la misma”. Sólo que él puede decirlo sin culpa, en tanto que yo siento en ello una profunda responsabilidad.
     No voy a recordarte lo que tú bien conoces. Tu valioso trabajo como alumna becaria, realizando para el departamento toda clase de tareas agotadoras y subalternas. Los trabajos en mi línea de investigación, absorbiendo lo mejor de mí, sin parar mentes en horarios ni sacrificios. Tu espléndida tesis doctoral, en cuya defensa te oí decir algo muy exagerado, pero que a mí me llenó de orgullo: “debo al profesor Azcárate todo cuanto soy”. Tus clases magníficas (la dulce exigente te llamaba Fabio, uno de tus primeros alumnos). La colaboración desinteresada en el laboratorio, cuando abandonabas tus experimentos para paliar mi torpeza con los aparatos medidores modernos. En fin, nuestra asistencia a cursos y congresos, en los que descubrimos lo hermoso que era estar juntos y lo difícil que era disimular ciertas cosas cuando volvíamos a la Facultad.

     Fuiste para mí –y para todos tus compañeros y alumnos- una fuente de cariño y generosidad, que yo llegué a valorar, pero no supe retener. Aún recuerdo aquel nefasto día en que, ante la oportunidad académica de tu vida, me preguntaste: “Enrique, ¿qué crees que debo hacer?”. Y mi estúpida respuesta que, queriendo ser generosa, era simplemente para no comprometerme: “Aceptar la plaza, por supuesto. Para eso te he preparado durante tantos años”. ¡Si al menos hubiera empleado la segunda persona!

     Han pasado casi diez años de aquello, pero parece que fue ayer. Aunque, al partir de aquí, tácitamente decidieras no verme más,  yo lo he aceptado como una reacción lógica y, sobre todo, porque nuestra relación de tantos años había sido justa. Tú habías tomado de mí la fuerza maravillosa del conocimiento y me habías dado a cambio la llave mágica para abrir el corazón. Nos habíamos privado de la felicidad juntos (ahora lo comprendo), pero éramos más completos y mejores, para nosotros y para los demás. Yo, al menos, he vivido desde entonces más intensa y plenamente, a pesar del dolor de haberte perdido.

     Ahora me dicen que esa mente privilegiada que yo descubrí, que esos conocimientos inagotables que yo infundí en tu espíritu se han puesto al servicio del egoísmo y del ascenso sin normas; que no distingues entre amistad y sana rivalidad; que tu palabra es cortante, tu gesto duro, tu sentimientos secos. ¡Por Dios, Elisa!: dime que todo eso no son sino mentiras o errores de Ernesto. O, si no quieres contestarme, al menos rectifica cuanto sea preciso, a fin de no perder lo mejor de tu personalidad (lo tuyo de siempre) para ganar lo que de nada vale, si te falta (como a mí antaño) la capacidad de amar o, al menos, la cordialidad.  


***

      ¡Hola! Soy Nuria, la secretaria judicial de Guillermo y, aunque mala narradora, intentaré acabar el cuento de su vida, que él ha dejado incompleto. Así que, al día siguiente de leer esa carta, estaba exultante. Todo se le volvía decir algo que yo no entendía, hasta que me lo explicó:

-          Vamos a ver, Guillermo, ¿qué diablos quieres decir con eso de Pigmalión?
-          Pero, Nuria, ¿no has leído la obra teatral de Shaw o, al menos, visto My fair lady?
-          Eres un carroza, señoría, pero, en fin, sí que vi en video la película, con Audrey Hepburn. Muy musical y muy colorista, pero un poco cursi.
-          Tú sí que eres cursi, Nuria. Pero, de todas formas, esta historia de Enrique y Elisa es clavadita al Pigmalión. Tengo que saber como acaba, cosa que Shaw nunca dejó clara.

El pavo real

Por Federico Bello Landrove
     Hay algunos relatos que apenas necesitan de introducción. Desde luego, para un buen amigo de los animales –y de las paradojas- este es uno de ellos.
                                                                              
La ilustre profesora, artista famosa allende el océano, aprovechaba la mañana que precedía al gran momento en su ciudad natal. No era caprichosa, pero sorprendió un tanto a sus anfitriones cuando, al iniciar el recorrido que la llevaría desde el hotel a la Universidad, solicitó:
-          Vamos a llegarnos un momento al Campo, que quiero hacer unas fotos.
     El programa de actos no estaba muy cargado y apenas eran las diez y media. De hecho, la doctora C. madrugaba bastante, para lo que se acostumbraba en Castellar. Es obvio que la mañanada era más agradable bajo el sol del trópico que entre la neblina mesetaria. El cortejo de hispanos –tres o cuatro, no más- se detuvo un momento y cambió de ruta, calle de Santiago adelante. La homenajeada aclaró:
-          Me han dicho que hay una fuente racionalista, algo seca y escondida, que mandó levantar mi abuelo, en homenaje al poeta N. Quiero fotografiarme ante ella. No tendré ya muchas más oportunidades.
-          Por Dios, profesora –replicó el acompañante de mayor graduación académica-, le queda todavía mucha vida por delante.
-          Nunca se sabe, sentenció la escritora, abriendo el bolso para comprobar que llevaba la cámara.
***
     No era largo el camino, pero tenía poco de que hablar con aquellos improvisados acompañantes matutinos. Mentalmente, la retornada repasaba aquellos días entrañables, que estaban a punto de culminar con su nombramiento de doctora honoris causa, apenas hora y media después. Los muchos años transcurridos no habían enfriado, ni el afecto que despertaba entre sus conocidos, ni el respeto sentido hacia su familia. Parientes, amigos, compañeros de estudios, colegas habían coincidido en hacerle muy gratos los momentos de su regreso, que había temido tanto como anhelado. La calle, solemne y amplia, se abrió a la plaza, ajardinada y luminosa, con su fuente y su estatua, sobre pedestal con musa tañedora. Involuntariamente, la mirada de nuestra fotógrafa se le fue a la izquierda, a aquella vía recta y arbolada en que él había vivido cuando se amaron. Adivinaba, en lontananza, la casa de los siete balcones, la máscara dormida que coronaba el portal, las arduas escaleras que subió de niña, con el corazón acelerado por los sentimientos. Ni siquiera había preguntado por él, pero sabía lo bastante como para imaginar que no habría de verlo, ni falta que hacía: bastantes complicaciones le había traído la vida por su culpa.
     Tuvo que ser ella quien dirigiese la marcha por los enarenados paseos, apenas sombreados por el incipiente follaje de primeros de marzo, hacia la pajarera y más allá. El monumento, que de fuente solo tenía la pátina enmohecida y un hilillo de caudal, apenas se dejaba ver, entre las férreas arcadas que soportaban los troncos nudosos de la rosaleda.
     La profesora contempló unos instantes la blanca estructura geométrica, rematada por el busto del vate. Imaginó a su antepasado inaugurando el monumento, conforme a la fotografía que del acto conservaba su familia. Sus ojos recorrieron las estrías verticales, a modo de lira. Luego, con cierto dejo placentero, abrió el bolso y tendió la cámara al más cercano de sus acompañantes, dispuesta a posar ante el granito trabajado por Emiliano Barral [1].
     Y, en ese mismo momento, sucedió.
***
     Un atrevido pavo real, de los varios que merodeaban por el parque en busca de alimento, se acercó, altivo pero amistoso, al grupo. La doctora C., que no tenía muy buenas experiencias con las gallináceas, reculó precipitadamente, rompiendo su compuesta figura, y se adosó al improvisado fotógrafo. El pavo, lento e impertérrito, acercóse al pétreo cerco de la fuente y allí se quedó inmóvil, justo donde hacía unos segundos había iniciado su pose la escritora.
-          Doctora, no tenga reparo, que parece muy sociable. ¿Por qué no aprovecha y se hace la foto con él? Quedaría preciosa.
-          Si por lo menos hiciera la rueda…, replicó ella dubitativa.
     ¡Que no se diga que una catedrática ejerce de timorata!, pensó. Lentamente, avanzó hasta colocarse junto al pavo real. Un clic. ¡Ha quedado soberbia!
     Perdido el miedo, y casi el respeto, la profesora rozó con sus dedos el moño del pavo. Otro disparo. Luego, se sentó en el suelo y pasó su brazo sobre las cálidas y suaves plumas de las alas del ave. Nuevo chasquido del disparador. Muy animada por la acogida, impulsada por una fuerza interior, acercó los labios a la cabeza del pavo y esbozó un beso.
     En el visor de la cámara brotó una instantánea increíble: Una pava haciendo arrumacos a un macho que, ahora así, empezaba a abrir espectacularmente la cola.



[1]  Notable escultor sepulvedano, nacido en 1896 y fallecido en Madrid, en acción de guerra, el 22 de diciembre de 1936 (otros dicen que el 21 de noviembre de dicho año).

viernes, 18 de febrero de 2011

Los botones mágicos

Por Federico Bello Landrove

     En este relato, la Guerra Civil zumba en torno de un modesto taller familiar de costura de uniformes, del que brotará el milagro. ¿Por qué y por quién? ¿Es posible mudar el mal en bien, hacer del dolor pureza, elevarse por cima de la venganza y el odio? El cuento, ambientado en el Castellar-Valladolid de aquellos tiempos miserables y encanallados, fue publicado por vez primera en la página web represionfranquistaenvalladolid.com. Guardaré en el corazón la identidad de mi querida camisera: sólo diré aquello de “inspirado en hechos reales”



1.   En el frente de Gandesa...

     En el hospital de sangre de Gandesa, se celebraba una insólita sesión clínica. Sobre la mesa en torno a la que se sentaban nueve oficiales médicos, una guerrera de campaña. Eran las ocho de la tarde del 22 de agosto de 1938, el día antes de que, en el bando contrario, se ordenase la retirada de las Brigadas Internacionales.

     Un teniente coronel de Sanidad inició el debate:

-          Compañeros, curiosamente he convocado esta reunión, no para tratar de cómo mejorar la situación de nuestros heridos, sino para encontrar una explicación a un hecho extraordinario, que está ahorrando muchas vidas. Yo ya llevo contabilizadas dieciocho, desde que empezó la batalla, hace un mes.

     La mayoría de los asistentes se miraron muy sorprendidos. El jefe prosiguió:

-          Algunos de vosotros sabéis bien a qué me refiero. Otros no habréis tenido ningún caso así. Aludo a la insólita cantidad de heridos en el pecho, que están salvando su vida gracias a que las balas que los hirieron quedaron detenidas, o resultaron casi inocuas, por el impacto contra los botones de la guerrera del uniforme.

     Un capitán médico objetó:

-           Pero, señor, eso es de lo más normal. Todos hemos conocido, u oído hablar, de casos similares. Aunque no deja de ser extraña una frecuencia tal...

     El teniente coronel sonrió y dijo:

-          No les hubiera hecho llamar si el asunto fuera tan nimio, como que un obstáculo de metal se hubiera interpuesto entre la bala y el cuerpo. Así sucedió en los primeros casos. Pero es que los cinco últimos tienen algo muy particular. Vean, vean.

     Y, tomando la guerrera de sobre la mesa, la entregó al comandante sanitario que tenía a su derecha:

-          Vayan pasándosela y observando el tercer botón, contando a partir del cuello de la prenda.

     La chaqueta militar circuló lentamente por las manos de todos los asistentes. Éstos empezaron a mirarse unos a otros, con estupor. Un botón semiesférico de madera, de unos dos centímetros de diámetro presentaba un hundimiento en su centro y una pequeña pérdida de material en el borde. Cuando la guerrera hubo terminado la ronda, el teniente coronel volvió a colocarla sobre la mesa y aclaró:

-          El portador de esta prenda recibió en ese botón el impacto de una bala de fusil, disparada a unos cincuenta metros de distancia. Resultado: herida inciso-contusa en el pecho y ligero astillamiento del esternón.

     Breve silencio, en espera infructuosa de comentarios. Finalmente:

-          Señores, lo malo del asunto es que los soldados han empezado a hacer comentarios y bromas sobre el carácter presuntamente mágico de los botones de sus guerreras. Algunos han cruzado apuestas y se han puesto a pecho descubierto frente al enemigo. No voy a tener más remedio que informar de estas incidencias al general Yagüe. En cuanto a ustedes, no comenten el tema y ténganme informado si vuelven a producirse nuevos episodios de esta inexplicable guerra de los botones.

***

     En el mismo día y hora, muy lejos de Gandesa, otra reunión se producía, como todas las tardes, en torno a una mesa, pero sobre ésta no había una sola guerrera, sino cinco o seis, que hábil y afanosamente manipulaban cuatro mujeres. Dos de ellas, verdaderas matronas por su edad y complexión, eran la dueña de la casa, doña Leonor, y la vecina del piso de arriba, doña Herminia. Las otras dos féminas, muy distintas en apariencia, aunque no en edad ni en aire de familia, eran hijas de la primera de las susodichas y respondían a los nombres –por lo demás muy comunes- de Pilar y Antonia.

     Sin apenas intercambiar palabra y con un perfecto y armónico ritmo, las dos señoras iban cortando y pegando los cuellos y múltiples bolsillos de las prendas militares, que debían de llegarles ya cortadas y cosidas en lo esencial, de talleres más amplios y mecanizados. Antonia, acto seguido, se dedicaba a la tarea de hacer los ojales que, en número de trece, precisaba cada guerrera. Finalmente, Pilar tomaba de un amplio cajón los botones, metálicos, de madera o pasta, grandes y pequeños, que encajarían en los ojales franqueados por su hermana.

     Por el balcón entreabierto penetraba el aire, todavía bochornoso, de aquella tarde veraniega. Las mujeres apuraban las últimas claridades vespertinas, tratando de ahorrar electricidad, aunque fuese a costa de sus ojos. De pronto, Antonia dio un chillido, llevándose un dedo a la boca, en busca de alivio.

-          ¿Damos la luz, mamá?, preguntó Pilar. Ya no se ve bien y Toñi se ha pinchado.
-          No es cuestión de luz, sino de tener más cuidado, replicó la interpelada, con cierta acritud.
-          ¿Y qué noticias hay del frente?, saltó doña Herminia, tratando de evitar una posible réplica de la víctima de la aguja. ¿Han tenido carta de Rafael?
-          Nada, desde la semana pasada, respondió doña Leonor. Aunque no pueda explayarse en las cartas o se las censuren, parece que la cosa se ha puesto fea por Extremadura.
-          ¡Pues anda que en el Ebro! Se ha debido armar una muy gorda, porque la lista de bajas es enorme. Me ha dicho un teniente del Gobierno Militar que…

     Pilar, que había prestado atención mientras hablaban de su hermano, volvió a poner los cinco sentidos en sus botones. Uno a uno quedaban prendidos como por ensalmo. Y no es que no los asegurase, no: hilo doble; tres puntadas por el revés; media docena de pases por cada par de orificios o por el arete de los botones metálicos; tirabuzón a conciencia; doble remate por el envés de la prenda; y así, una y otra vez, con atención y firmeza. Su madre solía reprenderla, hasta que la dejaba por imposible:

-          Pili, hija, date más aire, que el tiempo apremia y gastas demasiado hilo.
     Pero ella, impertérrita. El poco pan que entraba en aquella casa lóbrega de Castellar, martirizada por la guerra, dependía del pago por obra de sus improvisadas costureras. Pero eso no era motivo para hacer las cosas mal. Y, cuando las manos se le agarrotaban o era vencida del sueño, hacía por imaginar a su hermano arrebujándose en la guerrera, o desfilando gallardo con ella. ¿Por qué no puede llegarle a Rafa esta chaqueta, o ésta, o ésta quizá? Y el reloj de péndulo, de lo poco salvado de la incautación, seguía marcando, imperturbable, los cuartos, las medias, las horas, lentas y trágicas, de sus dieciséis años.



2.   Una extraña comisión

     El general Yagüe estuvo a punto de echar a puntapiés de su despacho de campaña al teniente coronel médico que le vino con la embajada de los botones. Mas ese 31 de agosto estaba de buen humor, por haber recibido de refuerzo la  1ª División de Navarra, y prestó una mínima atención al tema:

-          Así que los botones paran las balas. ¡Pues mira qué bien! Ya no tendrán que llevar nuestro hombres imágenes, escapularios o detente-balas. ¿Y qué se le ocurre que haga, amigo matasanos, tachonar de botones las guerreras de los soldados?
-          Perdone, mi general. No sé si me he explicado bien. No son todos los botones, sino los de determinadas guerreras. Si fuera de otro modo, no tendríamos bajas.
-           Cierto, y no pocas. Está bien, hablaré con los de Intendencia. Y usted, chitón, no vaya a ser que nos tomen por locos.

     Renovales, el comandante de Intendencia, era concienzudo por demás. Toda la indiferencia con que le habían hecho el encargo la convirtió él en tema del máximo interés. ¡Por una vez se iba a dar a los intendentes el valor que su trabajo tenía en la buena marcha de la guerra! Se informó a fondo de la cuestión clave, a saber, si había alguna forma de localizar el origen de las guerreras milagrosas. La respuesta llegó en forma de nota informativa de la empresa “Textiles del Moral”, de Béjar:

     El acabado de los uniformes corre a cargo de pequeños talleres y grupos familiares, contratados a través de las fábricas que producen el tejido o confeccionan sobre patrones lo más básico de las prendas. Es obligatorio que, para cualquier reclamación, figuren unas iniciales o algún signo en el revés de guerreras, tabardos y pantalones. En cuanto a la labor final del pegado de los botones, a que usted se refiere, es costumbre que las costureras hagan una pequeña marca, para cobrar en su momento por el número de prendas trabajadas.

     Renovales respiró aliviado. Cuando menos, podía estar seguro de la procedencia de las chaquetas militares, siempre que pudiera recuperarlas de manos de sus usuarios, o de los hospitalillos donde hubieran sido curados. A partir de ahí, la cosa podía complicarse. Con lo que no contaba nuestro comandante es con que las incidencias viniesen del clero:

-          Comandante –dijo, abordándole por sorpresa el capellán de uno de los regimientos de la 50ª División-, ¿qué es eso que oigo de que está usted investigando un posible milagro y los expertos estamos siendo dejados de lado?
-          Disculpe, pater, pero a mí me ordenaron discreción. Por otra parte, podría tratarse de una casualidad, o de una partida de botones de calidad excelente.
-          Sí, sí… O de botones dotados de fuerza magnética –bromeó el sacerdote-. No se hable más. Cuénteme todo lo que vaya sabiendo y yo daré parte, en su caso, a mis superiores. Aunque, si lo prefiere, puedo pedirle al general que se lo ordene.
-          No es preciso –gruñó Renovales-. Le iré informando de lo que averigüe.

***

     Antonia y Pilar no tenían dedicación exclusiva a las tareas de costura. La mayor, a sus diecinueve años, había logrado colocarse por horas en una perfumería de los soportales, muy cerca de la Plaza Mayor. Aunque no era hermosa, suplía con labia y agrado cuanto los clientes esperaban encontrar en una tienda que anunciaba perfumes de París. Tonteaba con un apuesto joven, bastante mayor que ella, de cabello inflexiblemente peinado hacia atrás y bigotito a lo Clark Gable. El chico pertenecía a una familia de transportistas de economía saneada, aunque, como Toñi comentó uno de los contados días en que se sinceraba con su hermana:

-          A buenas horas se habría atrevido a cortejarme, antes de la guerra. Si viviera papá…

     Pero, obviamente, papá había sido violentamente expulsado de este mundo por sus adversarios políticos, llevándose, junto al corazón de sus deudos, las llaves de la despensa. Luego, las incautaciones, multas y desprecios habían acabado por hundir a la familia. Poco o nada de esa penuria le llegaba al alma a Pilar, salvo dos cosas: haber pasado, de una casa grata y alegre, a un tugurio destartalado y oscuro, aunque céntrico, y el desprecio de sus profesoras y compañeras de colegio.

     Porque Pili agotaba sus últimos tiempos de colegiala, en desesperado esfuerzo por acabar el bachillerato. Un año más y la señorita podría poner el doña delante de su hermoso nombre y del funesto, aunque sonoro, apellido compuesto. El apellido que la obligaba a entrar en el colegio –de monjas- por la puerta de servicio, como si el ser becaria e hija de un rojo fusilado la estigmatizara. El apellido que despreciaban sus antiguas amigas, ridiculizaban sus enemigas y acompañaban de ofensivos epítetos sus rivales. Y eso que Pilar, aunque triste, poco alimentada y con una mala salud de hierro, se había convertido en una jovencita estilizada y bella, que los mozos de bombachos –y aún de más edad- se volvían a mirar cuando pasaba. En fin, como suele decirse, Dios aprieta, pero no ahoga.

     Y aquella tarde del 31 de agosto de 1938 (miércoles), Pili, agotada de tanto coser desde las ocho de la mañana, recibió el insólito beneplácito de su madre:

-          Está bien, hija, ve a buscar a Toñi a la salida de la perfumería, pero venid enseguida para casa. Mañana es primer día de mes y tiene que quedar toda la obra acabada esta noche, si queremos cobrar de forma inmediata.

     Aunque era bastante presumida, se arregló en un santiamén y se echó a la calle, que la recibió con una bofetada de calor insoportable. Pili corrió a refugiarse en la sombra de los acogedores arcos de la acera opuesta. En su precipitación, casi choca con un sujeto uniformado, de cojera ostensible. La chica se disculpó y el teniente sonrió y dijo apenas tres palabras:

-          Descuide, señorita Alvarado.

     Al llegar al reclamo de los perfumes de París, todavía iba dando vueltas a dónde habría podido conocer al militar, o coincidir con él, para que la hubiese identificado. Pronto la sacó de su ejercicio de memoria la voz, un tanto destemplada, de su hermana:

-          Vaya, mujer, ¿qué se te ha perdido hoy por aquí?

     Y es que, en la terraza del café del Norte, un joven de bigotito había hecho un ademán de saludo, pronto abortado. Toñi comprendió que no había remedio: esa tarde le tocaría pasear con carabina.


3.   La investigación llega a Castellar

     Los esfuerzos del comandante Renovales dieron su fruto. Tras rescatar y examinar once de las dieciocho guerreras mágicas, las marcas de confección le llevaron indefectiblemente a Castellar, cuna de la sublevación militar. Así que, por ahí, todo aclarado. La cosa, sin embargo, se complicaba a la hora de hallar e identificar las mínimas señales de las costureras o modistas que habían cosido los botones. Pero eso era ya cosa a pesquisar sobre el terreno, es decir, en la  ciudad castellarense. Así que remitió prendas e investigación a la unidad de Intendencia que en aquella urbe radicaba, no sin antes dar cuenta al metomentodo del pater. Éste se mostró encantado:

-          ¡Hombre, Castellar! Precisamente yo estudié en su seminario. No, si tenía que ser algo así. Es tierra de santos y de gran fe.

     Renovales lo miró con escepticismo. Y es que un intendente es un técnico y un contable, que no puede dejarse dominar por la metafísica.

     Cuando llegó al Gobierno Militar de Castellar el informe Renovales, el capitán secretario casi se parte de risa. Tampoco corrió mejor suerte la cuestión entre la Intendencia de la ciudad. Escurrieron el bulto y, con unas u otras excusas, se remitieron a lo que Renovales había averiguado desde el frente. El Gobernador, que era hombre ilustrado, comentó:

-          No me parece una cuestión muy militar, pero si Yagüe la apoya… Dicen que puede haber algo excepcional o milagroso en el asunto. Bien, lo pondremos en conocimiento de la Auditoría, para que investigue sus aspectos terrenos, y que pida cooperación a la Capellanía general de la región, si entiende que hay en juego fuerzas sobrenaturales.

     Dicho y hecho. Dejemos por ahora a los capellanes en su lugar y acompañemos el oficio del Gobernador hasta la calle del León, en donde radicaba la Justicia militar en esos trágicos tiempos. El comandante auditor, entre consejo y consejo de guerra, recibió y leyó la comunicación y enseguida tomó la resolución oportuna, que notificó a su remitente:

     Pongo en conocimiento de Vuecencia que, para la investigación que ha ordenado, he designado como instructor al Teniente Provisional, D. Gerardo Lafuente del Campo, licenciado en Derecho.- Castellar, a 15 de septiembre de 1938.

     Y, de forma asimismo lacónica, informó al interesado:

-          Lafuente, ya que no le agradan a usted los juicios sumarísimos, le voy a dar con qué entretenerse durante un par de semanas. Léase usted este expediente, investigue cuanto sea preciso y deme cuenta. ¡Ah! y no se le ocurra ponerse en contacto con los curas sin mi permiso. Esos señores son capaces de exorcizar los uniformes antes de mandarlos para el frente.

     El teniente salió del despacho, tras intentar infructuosamente un taconazo, y se perdió por los pasillos de la Auditoría, leyendo ya sobre la marcha la media docena de papeles que comprendía el dossier que le habían confiado. Su comandante se quedó gruñendo:

-          Este teniente tiene más voluntad que acierto. ¡A quién se le ocurre pretender dar un taconazo, siendo más cojo que el demonio!

***

     En la tarde de aquel mismo día, en torno a la mesa de costura, la conversación era más animada que de costumbre. El detonante había sido la fuga de una de las hijas de los inquilinos del piso principal con un teniente italiano del CTV [1]. Doña Herminia estaba escandalizada.

-          Pues no sé de qué se sorprende usted –respondió doña Leonor-. Esta guerra ha trastocado todo. Los hijos adquieren en el frente las peores costumbres. Las hijas, en la retaguardia, se vuelven díscolas y escogen a sus amigos entre lo poco y malo que queda. La moral, la cultura, la buena familia no valen nada ante el dinero y el relajo. En fin, para qué seguir, y más, estando presentes jovencitas.
-          No se quejará usted, Leonor, que tiene dos hijas que son unas joyas: obedientes, trabajadoras, sin dar nunca que hablar…
-          Bueno, bueno, dejémoslo estar. Nunca puede ponerse la mano en el fuego por los jóvenes. Hasta que les llega la edad de asentarse, trabajo y control.
-          Y que termine pronto esta guerra. Por malo que haya de ser lo que venga después, por lo menos, estar todos juntos y en paz.
-          Todos… los que queden, concluyó doña Leonor, con un tono solemne y severo, que puso fin al diálogo.

     Mientras éste se producía, Toñi bajaba cada vez más la cabeza, más roja que un tomate. El pie de Pili fue más de una vez contra la pantorrilla de su hermana, en seña de aviso y discreción. Y es que una y otra habían creído interpretar las palabras de su madre como una crítica y una advertencia al incipiente noviazgo de su primogénita con aquel camionero del barrio de San Andrés. Antonia estaba indignada:

-          Pero, ¿quién se cree mamá que somos nosotras? –preguntó retóricamente a su hermana, en el dormitorio aquella noche-. Paco será un camionero, como ella dice, pero es una buena persona y tiene el suficiente dinero como para que pudiéramos casarnos y convertirme en un ama de casa, no en una burra de carga. Y no tendrá estudios, pero es educado y sabe perfectamente cómo comportarse.

     Pili soportó el chaparrón sin contestar. En el fondo de su corazón, comprendía que su hermana estaba en lo cierto. También a ella le parecía Paco un chico majo, aunque un poco mayor. Alejándose cada vez más de aquellas cuatro paredes, oyendo el monólogo de su hermana como un eco distante, quería imaginarse a ella misma, vestida con su primer traje sastre, confeccionado amorosamente de retales, junto a un novio imaginario, que –también hecho a retazos- tenía rasgos de diversos amigos y vecinos. ¿Qué le depararía el destino?, o, por mejor decir, ¿a quién? Su madre parecía despreciar de antemano a muchos pretendientes para sus hijas. Ella, Pilar Alvarado de la Plaza Menéndez, lo veía completamente al revés: ¿Quién se acercaría a ella con buen fin? ¿Quién tendría el valor de no despreciarla, la hombría de tenderle una mano amorosa, el fuego de susurrarle al oído dulces palabras, más allá de izquierdas y derechas, buenos y malos, vivos y muertos? ¿Quién…?

-          Pero, bueno, ¿vas a echarme una mano o no?

     Era Toñi que, imperiosamente, reclamaba su ayuda para no sé qué cita o encuentro con Paco. Pili suspiró, dio un beso a su hermana, desde la cercanía de su cama de matrimonio común, y le deseó buenas noches, con un estoy muy cansada; mañana hablaremos. Unos minutos después, soñaba angustiosamente que, en las guerreras que acababa de coser, los botones se desprendían al llegar al almacén.


4.   La casa de la calle del Tinte

     Cojo o no, Gerardo Lafuente actuaba con rapidez. Había acabado segundo de Derecho cuando estalló la guerra. Se alistó voluntario, más por mimetismo y sugerencias familiares, que por otra cosa. Siguió el curso de formación de alférez provisional y, a finales del 36, se hallaba mandando una sección de fusileros en el frente de Madrid. Siete meses más tarde, una granada de obús casi lo deja sin pierna en la batalla de Brunete. Salvó el pie, pero la articulación del tobillo quedó destrozada. En fin, vuelta a casa, con la medalla militar individual prendida en la guerrera, y una oferta generosa del Gobernador Militar de Castellar:

-          Lafuente, es usted un héroe. Elija un buen destino hasta que termine la guerra. Luego ya veremos qué pueda hacerse.
-          Mi coronel, antes de la guerra estudiaba Derecho, pero trabajaré en lo que mande usía.
-          ¿Derecho, eh? Pues nada mejor que el Juzgado militar.

     No había sido una tarea fácil. Gerardo era tibio, prudente y disciplinado. Ascendido a teniente por méritos de guerra, le nombraron secretario del juzgado y le tocó trabajar de lo lindo, instruyendo causas y asistiendo a los consejos de guerra. Hacía el menor daño posible, cumplía órdenes, se iba curtiendo y acostumbrando a todo. A todo, menos a presenciar y levantar acta de las ejecuciones, cuando le tocaba hacerlo. Guardaba muchas cosas en su almario pero la más impresionante había sido documentar el fusilamiento de don Vicente Alvarado, el presidente de la Diputación de Castellar, en octubre haría un año. Era un hombre bueno, como decía su madre, y, además, Gerardo era compañero de estudios de Rafael, el hijo mayor del prócer, de lo mejorcito del curso.

     Menos mal que la cosecha de sangre parecía ir a menos, aunque trabajo no faltaba. Por eso, le supo a gloria el encargo de los botones. Era tarea para quince días, si no menos, pero le encantó liberarse del llamado despacho ordinario. Además, no dejaba el asunto de tener cierto encanto para quien, como él, era religioso y no excluía la existencia de milagros.

     La cosa había ido como la seda. Recogió en el taller general y almacén de costura al encargado y al pagador y, los tres juntos, se desplazaron en aquella hermosa y todavía cálida mañana del 22 de septiembre, Campo Grande adelante, hasta el cuartel de Intendencia. Una vez allí, el teniente pidió que les enseñaran las guerreras mágicas. Sus acompañantes revolvieron entre los forros y las vueltas de los bolsillos, dando hábilmente con la marca de costurera: dos puntadas en aspa, azul la una, la otra roja. Gerardo pensó que no era una mala metáfora gráfica de la guerra. El pagador aseguró:

-          Es la marca de la viuda de Alvarado, la del obrador de la calle del Tinte.

     Redactó al punto la declaración consiguiente y volvió solo, dando un paseo, con la carpeta bajo el brazo. Varios soldados le saludaron al cruzarse, pero él casi no reparaba en lo externo. Una y otra vez volvían a su mente el rostro de su condiscípulo y el cadáver del padre. Una y otra vez se planteaba cómo abordar la investigación como siempre, cauto, profesional, sin causar innecesarias molestias. Se sentó a reflexionar junto a la pajarera pero el pensamiento se le fue a aquella tarde, unas semanas atrás, en que casi se da materialmente de manos a boca con la hermana pequeña de Rafael. ¡Cuánto había crecido y hermoseado! ¿Cómo se llamaría? ¿Tendría algo que ver ella con los botones? Decididamente, estaba escrito: nunca en la vida le iban a encargar un asunto tranquilo.

***

     La mañana de aquél mismo día de San Mauricio no estaba siendo precisamente muy feliz en casa de doña Leonor. Una carta había traído la triste noticia:

     Lamentamos comunicarle que, por dificultades económicas de este Colegio, nos vemos precisadas a retirar a su hija, Pilar Alvarado de la Plaza Menéndez, la beca de la que venía disfrutando en cursos anteriores. Esperamos que ello no le impida continuar sus estudios y concluir el bachillerato, pues se trata de una buena alumna que cuenta con  nuestro afecto…

     Doña Leonor leyó entre líneas y apretó los puños con indignación. ¡Y habían esperado para dar la noticia, al último momento, cuando ya estaba cerrado el plazo de matrícula en otros centros! ¿Cuál sería el próximo golpe? La matrona fue a sentarse, aún con la carta en las manos, al saloncito del fondo, previniendo cualquier aparición de su hija. Fijó los ojos en el retrato de su marido, que presidía la estancia, y fue tragándose poco a poco su ira. Rafael estaba vivo y ellas tenían qué comer. Después de todo lo pasado y de lo que podía acaecer, ¿qué importaba un título más o menos? Total, Toñi era bachillera y andaba vendiendo perfumes y haciendo ojales. Tal vez lo hiciera Dios por lo mejor y así Pili trabajaría más en la casa y, en acabando la guerra, podría concluir los estudios y colocarse. Pero había que darle la noticia y, cuanto antes, mejor:

-          Niña, lee esta carta, que acaba de llegar.

     Por un momento, Pilar creyó que podría tratarse de una misiva de su hermano. La impaciencia fue tornándose en estupor y abatimiento. Los ojos le brillaban:

-          ¿Qué vamos a hacer ahora, mamá?
-          ¡Pues qué vamos a hacer! Aprovechar la oportunidad que se nos brinda. Trabajarás más en casa, que bien que necesito tu ayuda. Luego, cuando termine la guerra, si mejora nuestra situación, podrás acabar tus estudios y colocarte lo mejor que sepas.
-          Pero, ¿no podría examinarme por libre? De ese modo, la matrícula no es muy cara.
-          Imposible. Necesitarías profesores particulares, libros, material escolar. ¿De dónde vamos a sacar para todo eso?
-          Tal vez podría…
-          Bien, ya pensaremos. Ahora, al trabajo. Y que no se te caiga el mundo encima. Yo no tengo estudios y me he valido siempre en la vida. En cambio, tu padre, ¡ya ves para qué le sirvió ser una lumbrera!

     Pilar estuvo a punto de invertir la comparación y hablarle de Toñi y del camionero, pero se contuvo. Mejor dicho, no tuvo fuerzas para replicar. Desanduvo el interminable pasillo, camino del cuarto de costura. Al llegar al retrete, hizo como si necesitara aliviarse. Cerró la puerta, se sentó en la taza y rompió a llorar inconteniblemente. ¡Menos mal que había un lugar de la casa donde podía ser ella misma!


5.   Los buenos sentimientos

     Con gran sorpresa de las inquilinas del caserón de la calle del Tinte, el teniente Lafuente, debidamente introducido y hechas las oportunas presentaciones, manifestó a doña Leonor la presunta razón de su visita:

-          He recibido el encargo, de parte de la Intendencia militar, de recorrer los pequeños talleres en que se confeccionan los uniformes, a fin de comprobar las condiciones laborales. En su caso, hay un motivo adicional: la calidad del trabajo. Se han recibido felicitaciones por su acabado y cabe la posibilidad de que les encarguen más tarea y de que les suban un poco el salario por la misma.
-          Pues, si van a darnos más obra, tendrán que avisarnos con algún tiempo, para buscar quien nos ayude. En cuanto a una paga mejor, ojalá sea así porque nos estamos dejando la salud mañana, tarde y, a veces, noche, para sacar justamente para comer.
-          Sobre todo –continuó Gerardo, asombrado de su propia desfachatez-, se ha comprobado la gran calidad de los ojales y del pegado de los botones. ¿Es usted quien lo hace?
-          No, son mis hijas. Yo me dedico, con una vecina, a coser los cuellos y los bolsillos.
-          ¿Y están ellas aquí? Tendría que tomar sus nombres y hacerles algunas preguntas.
-          En este momento sólo está en casa la pequeña. Voy a llamarla.

     Gerardo sudaba, buscando una salida lo menos comprometida posible a su superchería y anhelando que la chica presente fuera quien cosía los botones. Empezaba a pensar que no había sido una buena idea la de transformar una encuesta oficial en una charla amistosa.

     Pilar apareció en el umbral de la sala, acompañada de su madre. Al ver al teniente, le dio un vuelco el corazón. ¡Otra vez ese rostro conocido, que no era capaz de identificar! Lafuente, procurando encontrarse lo menos posible con los ojos de la chica, sacó de su cartera lápiz y un par de folios de papel de oficio y, con toda parsimonia, comenzó el interrogatorio, como si simplemente tomara unas notas mnemotécnicas. Un vistazo a las mismas nos puede ayudar a abreviar el relato:

     Pilar Alvarado de la Plaza Menéndez. 16 años (10 de julio de 1922). Estudiante (lo va a dejar a partir del próximo curso). Ella es la botonera. Ayuda también con los ojales y, en los meses de vacaciones escolares, con los bolsillos. Completa diariamente unas diez o doce guerreras, más un número muy superior de camisas. Los botones los cose siempre ella. La seña identificativa de las prendas que terminan es, en efecto, un aspa bicolor.

     Doña Leonor echaba humo, de impaciencia, aunque todo lo toleraba con la esperanza de la subida de emolumentos. Gerardo sugirió:

-          Señora, todavía nos queda materia, porque esos de Intendencia son muy puntillosos. Vaya a sus ocupaciones, si lo desea, pues a usted no voy a preguntarle nada más.

     Dubitativamente, la matrona salió, camino del cuarto de costura. El teniente se lanzó:

-          Vamos a ver, señorita Pilar, ¿qué la mueve a usted a ser tan perfeccionista al coser los botones? ¿En qué piensa cuando lo hace?

     Pilar se ruborizó a ojos vistas y bajó la cabeza, sin contestar. Gerardo insistió.

-          Supongo –le contestó finalmente- que lo hago lo mejor que puedo por respeto a quienes van a usar las chaquetas. Ya sabe, todos tenemos en el frente a alguien. Yo tengo a mi hermano.
-          Sí, ya lo sé: Rafael. Lo conozco.
-          ¿Es usted amigo suyo?
-          Compañero de Facultad. Un gran tipo, serio y muy trabajador. Ahora que lo pienso, de casta le viene al galgo.
-          No sé lo que quiere decir.
-          Pues que todos los de esta familia deben de ser muy responsables. Apuesto a que usted pega los botones tan bien como hace todo lo demás.

     Pili empezaba a recelar. Gerardo lo comprendió y le dijo:

-          Señorita, esta investigación es mucho más importante y con más fondo que el de que les paguen más, o les encarguen más obra. No quería darle trascendencia, para no inquietarla, pero tampoco quiero esconder lo que para usted puede ser de gran valor y motivo de orgullo: la grandeza de su trabajo y lo que está significando para muchos.

     Ante la sorpresa del teniente, la joven lo miró con sus ojos infinitos y replicó:

-          Yo tampoco respondería a su gentileza, si no le revelase que para mí el pegar botones es el trasunto de mi vida. Pero por qué es ello así permanecerá en el fondo de mi corazón.

     Gerardo se levantó, tomó respetuosamente la mano de Pilar en gesto de despedida y ella llamó a su madre:

-          Señora, concluyó Lafuente, ya me marcho, pero su hija tendrá que ir a la Auditoría militar para leer y firmar la declaración, una vez  la pase yo a limpio. Digamos que pasado mañana, hacia las once.
-          ¿La Auditoría?, protestó doña Leonor. ¿Hay algo fuera de lo normal?
-          En absoluto, señora. Es que los temas económicos precisan el refrendo jurídico.

***

     Eran las once menos diez del miércoles, 28 de septiembre de 1938. Gerardo hizo pasar a Pilar a su despacho de secretario del Tribunal militar. Con su traje sastre sobre blusa con chorrera y zapatos de medio tacón,  la muchacha iluminaba el penumbroso recinto con una luz que deslumbró al teniente. Ni siquiera cayó en la idea de que el color del traje era muy similar al suyo: ¡como que los recortes, transfigurados por las manos de doña Leonor, eran de tela militar!

     Gerardo quiso ser gentil; ya se sabe, que si un cafetito, que si un poco de conversación, pero la joven parecía concentrada y distante. Por un momento, Lafuente se acordó de su tobillo, anquilosado y tumefacto; bajó los ojos, maldiciendo su suerte. En fin, a lo que iban. Sacó de un cajón la declaración de Pilar, la leyó y le entregó el documento y pluma para que lo firmase. Luego, en una masoquista afirmación de su claudicante personalidad, recorrió toda la estancia, con el pretexto de subir un poco la persiana, y regresó a su sillón, sin el menor disimulo de su bamboleo. La chica ni se inmutó.

-          Bien, Pilar, ya que hemos cumplido con el objeto de tu visita (el tuteo le brotó con espontaneidad y fue bien recibido), ha llegado el momento de que te explique la razón de esta investigación y de que, finalmente, no haya querido ocultarte el verdadero motivo de ella.

     Y, de forma precisa y detallada, le fue relatando todo lo que nosotros ya sabemos, desde la reunión de sanitarios en Gandesa, hasta la comisión ordenada a la Auditoría por el Gobierno Militar de Castellar. Pilar escuchó sin mostrar emoción alguna. Al concluir la exposición, preguntó a Gerardo:

-          ¿Por qué nos ocultaste todo eso en un principio? ¿Y a ton de qué te has sentido obligado a revelarme finalmente la verdad?

     Gerardo resumió, no sin sentimiento:

-          Sé lo que habéis pasado en vuestra familia y quería –y quiero- que se os cause la menor perturbación y daño posible, pero no hasta el punto de que tú no conozcas las maravillas que obran tus manos y el valor milagroso de tus sentimientos.

-          Y ahora, ¿qué va a ser de mí? ¿Hasta dónde van a llevar esta investigación?

     El teniente rasgó en varios pedazos la declaración de Pilar, guardándolos en un bolsillo. Luego, tomó un nuevo folio, lo metió en el carro de su Underwood y, durante unos minutos, tecleó una versión mendaz y no comprometida del milagro de los botones: Que todas las mujeres de la casa los cosían indistintamente; que algunas tardes rezaban el rosario mientras cosían; que no tenían en mente otro objetivo que el de hacer bien su trabajo… Terminada la impersonal redacción, preguntó a Pilar:

-          ¿Qué tal se te da imitar la firma de tu madre?
-          Supongo que no del todo mal. Nunca lo he intentado.
-          Pues firma por ella, ya que he puesto esta declaración en su boca.
-          No nos buscaremos un problema serio…
-          Yo respondo. Y, además, les tiene sin cuidado el tema. Se trata de cubrir el expediente.

     Pilar le sonrió con dulzura. Mientras se despedía dijo:

-          Ahora sí que me tomaría con gusto el café, pero mi madre estará intranquila. Ya te puedes figurar: los botones no han de esperar, y menos ahora, que sé todo lo que sé.
-          Entonces…
-          Si lo deseas, el próximo domingo iré a misa de nueve a San Miguel. Puedes esperarme a la salida.


6.   Los malos sentimientos
Al final de la misa, se quedaron rezagados, hasta que la iglesia se vació. Luego, Pilar se encaminó hacia la salida, siendo abordada por Gerardo, que había seguido la eucaristía desde los pies del templo. La chica lo miró sorprendida: no recordaba haberlo visto nunca de paisano.

-          Antes de salir, le sugirió, vamos un momento a la capilla del Cristo de la Buena Muerte. Tiene mucho que ver con lo que luego te contaré.

     La joven se arrodilló ante el Yacente de Gregorio Fernández, con signos evidentes de profunda devoción. Gerardo quedó de pie, tras ella, absorto en el dibujo de su velo.

     Se encaminaron hacia Las Moreras. Gerardo se empeñó en que, antes de nada, tomara un desayuno, toda vez que la había visto comulgar. Café con churros. El galán se imaginaba a su amiga almorzando toda la vida junto a quien hubiera de llegar a ser su marido. ¡Quién fuera el afortunado!

     Ya en el parque de junto al río, tomaron asiento en un banco del paseo bajo, pese a la fresca humedad matinal de aquel segundo día de octubre. Pilar contó:

-          Tú eres bueno y, por cómo me miras, intuyo que opinas lo mismo de mí. Estás equivocado. Es muy probable que, si yo hubiera seguido siendo la muñequina que mimaba y adoraba mi padre, mi corazón no hubiera descubierto el mal pero, como sabes, desde mis trece años, no he conocido sino maltratos y sinsabores. Mi mundo se disolvió en niebla y sangre. La familia, las amigas, el colegio, ¡todo!, todo ha ido convirtiéndose en dolor y desprecio. Sólo he tenido un consuelo para mi presente: el de que el mañana habría de ser aún peor.

Sucedió hace algo más de año y medio. Al salir del colegio una tarde de invierno, entre la oscuridad de la plaza, se me acercaron dos jóvenes, poco mayores que yo, con no sé qué requiebros y requerimientos. Apresuré el paso, corrida y miedosa, hasta alcanzar a un grupo de condiscípulas, en quienes esperaba hallar compañía y apoyo. Debían haber visto lo acaecido porque me recibieron con ironía y desprecio. Una de ellas, a media voz, comentó a las demás: mira tú la puta, ahora viene a pedir ayuda. La coreó una carcajada general. La palabra de las cuatro letras me fue martillando en la cabeza durante todo el camino hasta casa, que –como puedes suponer- recorrí desalada y presa del pánico.

Pasó el tiempo, pero no el recuerdo. Sola, despreciada, miserable, no encontraba en parte alguna comprensión y consuelo. La guerra a todos endurece: a los verdugos, para matar; a las víctimas, para sobrevivir. Mi madre es una de esas personas. Bien sé por lo que ha pasado, como también que no podemos permitirnos el lujo de ceder ni de llorar. ¡Pero entre nosotras…! Todo es rigor, exigencia, silencio, olvido. ¡Dios mío! Ahora lo entiendo, aunque no lo comparta. Ahora tengo cien años de experiencia, pero, no hace mucho, estuve a punto de entregarme al odio, de tirarlo todo por la borda; ¡sí!, hasta de hacer honor a aquella palabra maldita. Soy hermosa, ya te habrás dado cuenta, como se la han dado el panadero, y el vecino del principal, y el profesor de Religión del colegio; hermosa y famosa: una Alvarado, hija de un rojo de postín, de un fusilado a quien volver a profanar en el cuerpo de su niña. Total, ¿qué era peor, un abrazo rápido y furtivo, o una interminable velada de frío y de trabajo?

Nos entreabrieron la puerta de una ocupación de miseria: coser uniformes para los enemigos, para los que habían acabado con mi padre y llevado a mi hermano al matadero. ¡Y mi madre tan feliz! De mi hermana, nada digo, porque a ella le da todo lo mismo, con tal que tenga alguien con quien hablar y algún chico al que darle achares. Yo habría querido, en vez de botones, pegar a los uniformes lenguas de fuego o granadas a punto de explotar. Me di a la venganza y al hastío. Ofrecía la belleza de mi cuerpo al espejo y éste me devolvía la imagen sórdida de mi corazón.

Una tarde, al regresar parsimoniosamente del colegio para retrasar el comienzo de la tarea de aguja, me sorprendió un torrencial chubasco de primavera. Eché a correr en busca del refugio más cercano. Resultó ser la iglesia de San Miguel. Me divirtió la idea: el santo arcángel y el ángel caído, luchando a brazo partido en la primera guerra civil de la Historia. ¡Apostaba por el demonio, aunque supiera el desenlace! Esa batalla se jugaba en mi alma y yo tenía ganas de que sonriera el triunfo a Luzbel.

Dejó de repiquetear el granizo en el tejado. Iba a escampar. Rodeé despaciosamente el lado izquierdo de la iglesia, que yo apenas conocía. Y allí estaba, ese Yacente del que nos habían hablado en clase de Arte. Me acerqué por pura curiosidad estética y mis ojos tropezaron con la Dolorosa del retablo. Debía estar loca pues, en medio de la oscuridad y la indiferencia, creí ver en ella el rostro de mi madre. Era el completo, la representación en la iglesia de la historia de mi vida: San Miguel y el dragón; Cristo muerto y su Madre dolorosa. Nada me decían, ni me imponían nada. Sólo contemplar y pensar. Llegué a casa y me enfrasqué en la costura. Cada vez que miraba de soslayo a mi madre, me imaginaba a la Dolorosa. A cada puntada, Miguel asestaba una lanzada al diablo. Cada botón tenía el rostro de mi hermano. Cada hora en el reloj era un paso más hacia el fin de la guerra. Cada lección estudiada de madrugada, una caricia a quien hubiera de ser mi amado. ¡Estaba loca, rematadamente loca, pero era cada vez un poco más feliz, o por mejor decir, menos desgraciada!

Esa es, Gerardo, mi historia. Si hay milagro, será a cuenta de otros, del cielo, de la oración, de la buena suerte. ¡Qué sé yo! A mí me basta con la magia de cada día, de la paz conmigo misma, de estar aquí esta mañana contigo. De haber superado los malos sentimientos. De haber vencido, en fin, a quienes podrán haberme impuesto la época, el dolor, la opresión, pero ya no -¡nunca!- el ser como ellos.

     No hubo ni una palabra más en toda la mañana. Tan sólo, durante el trayecto por el parque solitario, Pilar se agarró del brazo de Gerardo. También éste debía estar loco, contagiosamente loco, porque le pareció que caminaba con la firmeza y equilibrio de antaño.


7.   La ronda

     El informe oficial de los botones salió por correo confidencial, rumbo al frente del Ebro, donde aún se combatía ferozmente. Es de suponer que unos cuantos soldados más habrían salvado su vida gracias a la magia o al milagro. En cualquier caso, Pilar seguía su agotadora tarea, aunque ahora el brillo metálico de los botones repujados tenía los rasgos del rostro de Gerardo.

     Castellar era una ciudad pequeña y todo el mundo sabía la vida y milagros de cada cual. Como testigo presencial y por referencias, doña Leonor se vio obligada a intervenir:

-          ¿Qué es eso de que estás saliendo con un chico, precisamente el militar cojo que vino por casa el otro día?
-          Era estudiante de Derecho en el mismo curso de Rafa. Lo hirieron en la guerra y le han buscado un destino de retaguardia pero, cuando esto acabe, volverá a la Universidad para licenciarse.
-          Esto terminará para él, pero no para nosotras. ¿O cómo te imaginas que vamos a vivir cuando termine la guerra y regrese  Rafael?  Si no son uniformes, serán camisas, o pantalones de vestir. Tu hermana Toñi nos dejará, porque de ésa no soy capaz de hacer carrera, pero tú y yo tendremos que sacar adelante la casa y costear los estudios de tu hermano, hasta que empiece a ganar como abogado.
-          Pero mamá, ¿qué importa todo eso que me dices, para las relaciones entre Gerardo y yo? No voy a estar trabajando las veinticuatro horas del día, ni quedarme para vestir santos.
-          Alma cándida, voy a hablarte con claridad. Tú eres muy guapa y nuestra familia ha sido y sigue siendo alguien en Castellar, pese a todo lo sucedido. ¿A dónde vas a ir con un lisiado quien, por lo que me han dicho, es hijo de un carbonero y anda por ahí participando en los consejos de guerra y levantando los cadáveres de los fusilados?

     Aunque pueda parecer mentira, Pilar se echó a reír:

-          ¿Sabes algo más, mamá? Además de lisiado, hijo de carbonero y enterrador (Dios me perdone), tiene algo de terreno en las afueras. Las flores que recibí por mi santo eran cultivadas por su madre.

     Doña Leonor gruñó y fingió como que no oía, pero esa misma noche, en un aparte, comentó con doña Herminia:

-          Pues el muchacho no está descalzo. Además de la carbonería y de la pensión de mutilado funcional, tiene algunas tierras. Y, además, piensa terminar la carrera de abogado.

     Y es que, incluso para doña Leonor, los duelos con pan son menos. Mucho pueden los valores, pero también hace lo suyo el hambre.

***

     Concluyó la batalla del Ebro. Los estudiantes recompusieron la tuna para conseguir dinero, alegría y amores. Gerardo sorprendió a Pilar:

-          Pili, estate atenta esta noche, que va a pasar Boccherini.
-          ¿Boccherini? En la rondalla del colegio tocábamos algo de él.
-          Justamente. Ya va siendo hora de devolverte un poco de la magia que tú has derramado sobre nuestro pequeño mundo.

     El reloj del vestíbulo dio las once y media. Un pasacalles garboso puso en pie a las dos hermanas. La rondalla se agrupó en la calle, frente al balcón del cuarto de costura, y las notas de la Música nocturna de las calles de Madrid brotó melodiosa, variada, alegre. Y Pilar supo que había algo eterno, más allá de la calle del Tinte, por encima de la experiencia y del tiempo: la vida y el arte. En suma, el amor.
      





[1]  Siglas del Corpo Truppe Volontarie, enviado por Mussolini a España para combatir en el bando franquista. Dichas siglas, para los españoles de buen humor que no compartían tal presencia, significaban Cuándo Te Vas.