sábado, 15 de enero de 2011

La locura de Caspar Friedrich

Por Federico Bello Landrove

   Ignoro si, como es posible, el gran poeta Hölderlin y el notable pintor Friedrich llegarían a conocerse. De haber sucedido tal cosa, bien pudo desarrollarse de la forma, naturalmente romántica, que refiere este cuento.
    

     Me llamo Caspar David Friedrich y soy pintor. Hubo un tiempo en que mis obras se cotizaban caras y  traté a los grandes espíritus de la época: Goethe,  Kleist,  Arnim,… y al pobre Novalis, que murió tan joven. Abrí estudio en Dresde y me casé con Karoline, una joven deliciosa. ¡Hasta el zarevitch de Rusia compró dos de mis paisajes! Porque yo soy paisajista, como tal vez sepan. Amo a la Naturaleza y, en cuanto puedo (¡podía!) cojo mis trebejos y recorro los caminos de Sajonia y Pomerania, desde el Erzgebirge hasta el Báltico. Sí, amo a la Naturaleza, aunque bien sé que de nada valen sus encantos si no los hacemos nuestros. Como digo muchas veces a mis amigos, la pintura no viene de fuera, sino del alma; de no ser así, un cuadro no es un cuadro: es un biombo que decora y, en ocasiones, oculta  la desnudez o la muerte.

     Tuve una buena época, como les decía. Bien sé que todo debe llegar a su fin, pero el de lo mío tardó muy poco en producirse. Primero fueron los críticos: que si mis colores eran extraños y ácidos; que si mis paisajes eran fruto de la incomunicación y el delirio; que pintaba las figuras de espaldas o de medio perfil porque no sabía reproducir el rostro humano... ¡Dios mío, lo que tuve que escuchar! Bueno, escuchar, lo que se dice escuchar... La verdad es que no les hice ni caso. Ni siquiera en lo de tener que firmar mis lienzos. No deja de ser una terca ocurrencia, pero siempre me he negado a ello. Un cuadro debe evidenciar su origen por el estilo y la técnica de su autor, como un hijo tiene que parecerse a su padre, sin necesidad de llevar en la chaqueta el nombre de su progenitor. ¡Si hasta pretendieron hacerme de menos porque no pintaba retratos, como mi colega Philipp Runge, que en gloria esté!

     Lo cierto es que, a los críticos, les siguieron los clientes y las pinacotecas. Los primeros dejaron de hacerme encargos. Las segundas me fueron  cerrando sus puertas. La pobreza rondaba mi casa, otrora opulenta, y  un molesto hormigueo me recorría en ocasiones el brazo derecho. Años más tarde, sufrí un ataque y perdí casi del todo su uso. Pero no es eso lo que quiero contarles, que  desgracias probablemente tengan ustedes bastantes. De lo que quiero hablarles es de mi encuentro con el poeta Hölderlin, porque considero que es  lo más curioso que me ha sucedido nunca... Sí, debió de ser allá por el año 1822, cuando la gente del arte y de mundo empezaba a darme la espalda y yo tuve la ilusa veleidad de parecerme a Runge y hacer un gran retrato.


     No sé cómo se me ocurrió. Lo cierto es que preparé un pequeño equipaje con lo más preciso, me despedí de Karoline y me puse en camino a Tubinga. ¡Cielo santo, de Dresde a Tubinga! Claro que la cosa lo merecía: retratar a un gran poeta; para mí, el mejor, aunque me consta que muchos no lo creen así y cada vez está más olvidado. Un hombre grande, un alma nobilísima... y loco. ¡Qué reto para un pintor! De poder retratarlo con acierto, mis desgracias profesionales podían darse por concluidas. Así que no lo dudé y tomé la diligencia de Chemnitz, primera gran etapa de mi viaje. Del resto del itinerario les haré gracia, pues no quiero ser pesado, ni ocurrió en él cosa digna de mencionarse.

***

     Llegué a Tubinga –por fin- el primero de mayo, me alojé en una modesta posada cercana a la Universidad y comencé, rauda y prudentemente, mis indagaciones, a fin de hallar al poeta en un ambiente lo más pictórico posible. No me fue difícil la tarea, pues muchos estudiantes merodeaban por curiosidad en torno a Hyperión (mote que le habían puesto, por razones obvias) y –según creí entender- no eran pocos los que le molestaban durante sus paseos, y hasta se reían de él.
También obtuve, casualmente, una referencia que me fue de gran utilidad, como verán ustedes enseguida. Me dijeron era frecuente que acometiesen a Hölderlin ataques de ira, si bien habían ido a menos con el tratamiento que un tal doctor Autenrieth le había aplicado durante meses en su clínica. Luego he llegado a saber que dicho galeno es considerado una eminencia en la curación de los males del espíritu, si bien la causa mayor de su fama es haber inventado una máscara de cuero rígido, que se ajusta como un guante al rostro de sus pacientes, impidiéndoles gritar en sus accesos de furia. ¡Otro que parece no tener en mucho el rostro humano!


     En resumen, un ocho de mayo, a eso de las tres de la tarde (me acuerdo como si fuera hoy), cogí un cuaderno de láminas, lápices, sanguinas y carboncillo; hice con todo ello un hato, merienda incluida, y emprendí el camino por el delicioso paseo que bordea el río Neckar, hasta divisar entre los sauces la inconfundible torrecilla de la casa del carpintero Zimmer, lo que me puso en guardia, advirtiéndome de la posible presencia de su ilustre huésped.

     Con el corazón galopando en el pecho, me aproximé al seto de madreselva que cubría el murete divisorio de la propiedad, y supe que todos mis esfuerzos no habían sido en vano. Un hombre corpulento, sin ser grueso, vestido de negro, de pelo entrecano y edad no muy diferente de la mía, iba y venía por entre los árboles del jardín recogiendo ramitas, que seguidamente chascaba con muestras de vivo interés. De cuando en cuando, se agachaba para recoger flores silvestres, de las que, tan pronto deshojaba los pétalos con movimientos convulsos, como hacía un ramito que depositaba en el alféizar de una ventana de la casa.
     Medio escondido entre la vegetación, saqué el cuaderno de dibujo y comencé mi tarea. Poco a poco, como a saltos, fui perfilando los rasgos de su figura, alta y firme, de su severa indumentaria, de sus manos nerviosas. En fin, no sé si por descuido mío o por suspicacia suya, es lo cierto que el poeta se percató de mi curiosidad  y, a grandes zancadas y con destempladas voces, se dirigió adonde yo estaba. Juraría que hasta cogió del suelo alguna piedra, o una pella de barro, con aviesas intenciones. Por un momento, pensé en huir, pero mi mente fue más ágil que mis piernas. Posé el material sobre la tapia, me mantuve estático y, con mi mejor cortesía, hice una reverencia. Seguidamente, le dije:

-      Señor, permita que me presente. Soy un vecino de usted, como involuntario inquilino de la clínica del doctor Autenrieth.

     Como si le hubiera hablado un ángel, el poeta se paró en seco y el rictus indignado de su rostro se convirtió en una mueca de sorpresa. Durante unos momentos pareció esforzarse por recordar. Dejó caer el objeto contundente de su mano, limpió cuidadosamente esta con el faldón de la levita y se fue acercando a mí con pasos mesurados.

-      Estoy en el segundo grado del tratamiento –proseguí-. Ya no suelen ponerme la máscara y me autorizan a dar un paseo vespertino una vez a la semana.

      Según concluía yo la frase, Hölderlin había llegado al muro, de modo que sólo nos separaba el grueso de sus piedras cubiertas de vegetación. Su cara revelaba un interés por el tema que me impulsó a dar el golpe de gracia, con la esperanza de que la suerte estuviera de mi lado.

-      En fin, señor, que, como soy algo pintor, el doctor me ha impuesto como terapia hacer unos dibujos todas las tardes que me permite salir. Incluso, para estimularme, me da tanto mejor de cenar, cuanto más le gustan mis trabajos.

     Nunca olvidaré los instantes que siguieron. Los grandes ojos azules del poeta irradiaron una dulzura infinita y sus labios, casi femeninos, sonrieron con ternura. Puso la mano derecha sobre mi hombro y esbozó el gesto de encaminarme hacia la cancela de acceso a la finca. Como en una nube, recogí mis pertenencias y avanzamos a la par, sintiendo el calor de sus dedos, sin una palabra.

***

     De cuanto pasó entre Hölderlin y yo aquella bendita tarde, mi alma sólo dará cuenta a su Creador. Ustedes me perdonarán, pero tengo la manía –una más- de velar los momentos más íntimos de mi vida, cuando no soy capaz de expresarlos mediante la pintura. Tan sólo les diré que tuve la ocasión de saludar al señor Zimmer quien, seguramente ayunas de mi artimaña y creyéndome un pintor autorizado, me comentó:

-      No sabe usted la suerte que ha tenido, cogiendo tan de buenas al señor Hölderlin, pues rara vez consiente ni que le miren directamente a la cara. ¡Cuánto menos charlar y posar durante un  buen rato! Tal vez se deba al día que es hoy.
-      Pues, ¿de qué día se trata? –pregunté, sorprendido-.
-      Hoy es el aniversario de su último encuentro con la dama de Frankfurt, ya sabe, la Diótima de sus obras. Siempre se encierra en su habitación por las tardes y pasea sin pausa arriba y abajo, como si midiera el cuarto. Pero hoy le ha dado, a lo que se ve, por no estar solo. En fin, tal vez esté menos desorientado de lo que parece…

     El sol estaba a punto de ponerse y yo de llegar a las primeras casas del recinto de Tubinga. Una vez más, me detuve a contemplar el boceto del retrato. ¡Verdaderamente era hermoso! No tenía, desde luego, la lozanía del famoso de su juventud, pero emanaba amor y generosidad. Sólo que, esta vez, no eran mis sentimientos los que hablaban por boca de la Naturaleza: eran la grandeza y la bondad del poeta las que se habían transmitido a mis manos. Mis ojos se  humedecieron y un leve desfallecimiento me aconsejó hacer un alto en el camino. Sentéme en una piedra junto al río y rememoré las horas precedentes. Todo era bello, dulce, fraterno. Todo, menos mi indisculpable argucia inicial. Sí, es cierto; sin el engaño, es seguro que nada de aquello habría sucedido. Pero ¿el fin justifica los medios? O, más claramente, ¿era yo mejor, por ser artista, que los estudiantes que abusaban de la locura de Holder, o que los amigos que nunca más volvieron a ocuparse de él ni de sus obras?

     Ya no sé si fue conciencia o demencia. El hecho es que tomé entre mis manos el maravilloso boceto, desgarré en pedacitos el papel de pergamino y los dejé caer, uno a uno, al Neckar. Y, conforme se alejaban camino del sagrado Rhin, sentía ensancharse mi pecho y desaparecer la angustia de mi corazón. Aunque no es menos cierto que, al llegar poco después a la posada, arrebolado y alegre como un muchacho, me atenazó el cepo del remordimiento. ¿Qué diría a Karoline, cuando regresara a Dresde? ¿Y cómo pagaría las deudas que empezaban a agobiarnos? Pero eso es cosa menuda, que a ustedes les trae sin cuidado. Algo más sí les diré, por si les interesa: nunca volví a intentar retrato alguno y no he vuelto a ver a Hölderlin. O, por mejor decir, le veo constantemente en mis ensueños, claro y afable, como aquel ocho de mayo. Y espero verle en el Uno y el Todo, junto al Padre Éter, como un poco rebuscadamente ha escrito. Entre tanto, rezo por él, como si fuera uno más de mi familia. Después de todo, somos hermanos de locura.

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