viernes, 21 de enero de 2011

La esquina rosada

Por Federico Bello Landrove


     El famoso cuento borgiano Hombre de la esquina rosada y su nada despreciable conversión cinematográfica (Hombre de la esquina rosada, de René Múgica, 1962) desencadena esta –espero- divertida historia, sobre un Georgie adolescente, tratando de hacer sus primeras armas de amor. Lo que vino después, según mi relato,  tiene muchos visos de verosimilitud.

                                                                                                              

1.  Un encuentro inesperado

     Era junio de 1964. Acababa de superar los exámenes de acceso a la Universidad (llamados entonces el Preu) y me disponía a programar las vacaciones de verano, cuando recibí una llamada de mi amigo Pepe, desde Madrid:

-          Oye, que Félix M. necesita ayuda para cubrir el Festival de San Sebastián, y como tú sueles pasar parte del verano en un pueblo próximo…
-          Pero, Pepe, que yo no sé de cine más que lo poco que aprendo en los cine-fórum y con vuestra revista.
-          No te preocupes. No se trata de enviar crónicas de relumbrón, que para eso ya van los expertos. Sería ayudar con la logística y hacer alguna entrevista. No olvides que hay entradas gratis y vienen Deborah Kerr y Audrey Hepburn.
-          Ya, ¿y dinero para invitarlas a comer?
-          De eso nada, amigo. Una ayudilla para gastos y suscripción gratuita a Film Ideal por un año.
-          De acuerdo. Hablaré con mis tíos, a ver si me acogen un par de semanas antes de lo previsto.

***

      Me pasé los días del XII Festival, del María Cristina, al hotel San Martín (sede de los idealistas), y del hotel, a la estación de RENFE. Como experiencia, fue lo más parecido al suplicio de Tántalo: ¡la gloria al alcance de la mano, pero sin poder tocarla! Estuve a dos pasos de la Kerr los instantes precisos para que un guardaespaldas interpusiera sus fornidos hombros entre ella y yo (fue la frustración de mi vida, hasta que logré resarcirme en Oviedo, veinte años después, cruzando tres frases y una sonrisa con la gran señora). Pero, a punto de concluir el evento, Félix me dijo:

-          Fede, vete en un vuelo al Hotel de Londres y haz una entrevista al director argentino René Múgica, pues se rumorea que van a dar algún premio a su película.
-          Caramba, Félix, ¿y qué rayos le pregunto?
-          Cualquier cosa. Ya sabes que su película va de cárceles de mujeres y que, hace un par de años, hizo una buena versión cinematográfica de un cuento de matones de Borges.
Tuve la suerte de que el señor Múgica estuviera en el hotel, tomando el vermú en la cristalera. La tarjeta de Film Ideal hizo el milagro de que me atendiera ipso facto, cosa que quedó inmediatamente explicada:

-          Así que de Film Ideal, che. Es todo un honor. Hace tres años dedicasteis un número al cine argentino y a sus problemas después del peronismo y su censura. No es muy frecuente que los gallegos nos toméis en consideración. Pero, ¡si sos un pibe! Supongo que no serás el director de la revista.
-          Claro que no. Soy un estudiante cinéfilo que está ayudando a cubrir el Festival.
-          ¿Ya comiste? ¿No? Pues acompáñame, que la brisa de La Concha me ha abierto el apetito. Mientras almorzamos, me puedes preguntar lo que quieras.

     Entre el vinito de la comida y no haber tomado notas, la verdad es que la transcripción de la entrevista resultó un poco chunga, pero no por culpa de René, que era todo un tipo. Alto, de mirada penetrante, nariz aguileña, boca fina con un bigotito a juego. No abundaba el cabello, pero aún era suficiente como para un correcto peinado hacia atrás. En fin, su voz tenía la precisa modulación de quien había sido actor durante muchos años, antes de pasarse a la parte técnica y la dirección. Las reseñas le atribuían una edad de 55 años, inmensa para mis diecisiete de entonces, pero ¡quién los pillara ahora!

     Múgica habló y habló, sin apenas interrupciones o preguntas de mi parte: yo me dejaba acunar por su labia y por su acento. Ya casi a los postres, me acordé de las sugerencias de Félix y pregunté:

-          ¿Qué tal resultó Hombre de la esquina rosada? ¿Le gustó al gran Borges?
-          Macanuda, che. Fue un taquillazo, le dieron varios premios y al escritor le gustó muchísimo, aunque ya sabes –me guiñó, irónico- que el pobre casi no ve. ¡Como que dijo que le había parecido un film en la línea de los westerns!
-          Me alegro. A ver si la estrenan por aquí, aunque no creo…
-          Y lo curioso es que me permití ciertas licencias –prosiguió, sin atender a mi interrupción-, que bien creí iban a molestarle. Sobre todo, lo del Oriental.
-          ¿El Oriental? ¿Un chino, o qué?
-          Dejá, pibe. Por ahora no puedo contarte más. Pero, cuando Borges y yo estemos criando malvas, te haré llegar un relato que lo aclarará todo.
-          ¿Tan largo me lo fías?
-          Soy un hombre de palabra. Y tú tienes edad como para esperar el tiempo que haga falta. Vale la pena que no te mueras antes, porque la cosa es muy interesante.

***

     No volví a comunicarme con Múgica hasta 1989. Para entonces, Borges ya criaba flores, pero él seguía en este mundo. Tanto es así, que el Gobierno argentino había cesado a René como Presidente de la Academia de Cine, a los tres meses de ser nombrado. Le escribí una carta de solidaridad y, en un post scriptum, le recordé su consabida promesa. Me contestó a vuelta de correo y en forma manuscrita. Aún conservo su brevísima misiva:

     ¿Qué tal pibe? ¿Digeriste ya la copa de helado especial de la casa? ¡Qué tiempos y qué ciudad, San Sebastián! Veo que te has situado y que gozas de buena memoria. Yo también: ya te está esperando (quiera Dios que muchos años) el relato que te prometí. ¡Duro y a por la vida! Ah, y gracias por el “pésame”. Ya sabes que a uno lo definen los enemigos, tanto y mejor que los amigos. Abrazos, René.

     René falleció en el año 1998,  con 88 de edad. A los dos meses del óbito, me llegó un sobre tamaño folio, con membrete de una notaría bonaerense. Lo abrí emocionado. Contenía una nota manuscrita (Perdona que me haya retrasado tanto y hasta más ver) y cinco folios, mecanografiados con bastante pulcritud. Traslado a continuación su contenido, con la única licencia de corregir algunas erratas y suavizar los argentinismos más chocantes para mis atentos lectores del País de las Hespérides.


2.  Un futuro escritor en apuros

     Hombre de la esquina rosada fue mi segunda película como director. La primera había ido muy bien y hasta la habían seleccionado en Cannes, pero meterme con un cuento de Borges me daba pánico. El tío te dejaba actuar, no quería saber nada de lo que el cine hacía con sus obras, hasta que las veía (o se las contaban). Entonces solía entrar a degüello. Yo le di muchas vueltas al guión y –como han señalado los críticos- me permití dos licencias y una precisión. Una de aquellas, sin duda muy personal, fue presentar el suceso y la aparente cobardía de Rosendo como fruto de una traición entre compañeros de celda de la cárcel. La precisión fue un poco oportunista: ambientar temporalmente el film en las celebraciones del Centenario de la Independencia. Pero la segunda gran idea original (dar identidad y motivos al matador del Corralero) fue puro fruto de la casualidad. Bueno, de la casualidad y del trabajo bien hecho, modestia aparte.

     El ambiente de reñidero y de malevos en las orillas de Buenos Aires a principios de siglo no me era muy conocido. Por otra parte, el lunfardo del cuento me parecía de indispensable trasposición al guión. Así que pedí al guionista, Joaquín Gómez Bas, que me buscara una especie de “asesor de malevaje”, algún compadrito que todavía quedara de aquella época. Al cabo de una semana, me apareció con un tipo bajo y huesudo, tieso aún como un palo, con la cara de pura arruga y los ojos negros como el carbón. Un par de cicatrices y un dedo de menos completaban las señas físicas del vejete, cuya indumentaria parecía sacada del atrezo de una película de tangos. Con todo, el sujeto me cayó bien: hablaba bajito y sentencioso y sus ojos vivarachos transmitían seriedad.

-          René, te presento a Carlos Rancaño. Le he contado lo que queremos y, por un precio módico, está dispuesto a echarnos una mano.
-          ¿Y está usted capacitado para lo que se pretende?
-          ¡Hombre, René –terció Joaquín, ante el silencio del viejo-. Estás hablando con el Oriental!

     Tú me preguntaste en San Sebastián si es que era chino, y yo me reí para mis adentros. No, hombre, era uruguayo, de Punta del Este y, por una u otra cosa, le apodaron así. El caso es que Joaquín dio la estocada, cuando concluyó:

-          El Oriental fue proxeneta y hombre de orden, durante muchos años, del burdel La esquina rosada, que estuvo en la calle Miranda, esquina a Luján.

     Oír yo el nombre del prostíbulo y dar un salto en el sillón fue todo uno. Pero esa era sólo la primera sorpresa que me iba a llevar con el Oriental en las tres semanas que duró su asesoramiento. No te voy a venir con vainas e iré al grano. Pero sí te diré que Rancaño marchó como vino, sin avisar y recién haber cobrado su platita por un mes de laburo. No volví a saber de él.

***

     De las muchas historias que me contó el Oriental, así que me fue cogiendo confianza, te narraré sólo la que hace al caso de mi promesa. Si es o no cierta, o si la alteró el alcohol, es cosa que nunca se sabrá. Desde luego, la relató con tal lujo de detalles, que bien podría decirse aquello de se non è vero, è ben trovato.

     Corría el año de 1914, “el de la Gran Guerra europea”. Una tarde de otoño (primavera, para vosotros), se presentó en La esquina rosada una pareja de chicos, bien trajeados y poco corridos. El mayor –como de unos dieciocho años- era ya algo conocido del lugar y trataba al otro de primo. Este, un adolescente moreno y larguirucho, era evidente que se estrenaba en el lance. Rancaño estuvo a punto de ponerle nuevamente en la calle, dada su edad, pero la madame, llamada la Lujanera (seguramente, por la calle en que vivía), se mostró condescendiente con el pibe, pues “a fin de cuentas, todos tenemos que estrenarnos”. El chaval de más edad quedó en el salón tomando una copa, en tanto la gobernanta encaminaba al quinceañero a una de las habitaciones del primer piso, donde bisbiseó unas palabras al oído de la rabiza y lo dejó a solas con ella.

     Cosa de diez minutos más tarde, sonó un grito agudísimo y, momentos después, demudado y a medio vestir, bajó desalado la escalera interior el muchachito, todavía gritando como un poseso. Su acompañante sólo acertó a decir “¿qué te sucede, Jorge?”, cuando este pasó como una exhalación a su lado camino de la salida. El presunto primo lo siguió, con la lógica precipitación y sin que nadie se moviera ni dijera una palabra, paralizados por el susto. El Oriental me comentaba:

-          Yo había salido por tabaco. Si no, a buenas horas se largan sin pagar.

     Las cosas se aclararon cuando la moza del partido, llamada Chelo, se repuso y contó lo sucedido dentro de la habitación. Resultó que el muchachito estaba bastante frío y parecía ponerle a tono el tacto de los pechos de la mujer. En fin, que de uno a otro, del sujetador a la carne en vivo, y pasó lo que nunca había consentido Chelito que pasara, antes de ese día, ni con hombres curtidos.

-          Pero, hija, ¡a quién se le ocurre! –le apostrofó la Lujanera. ¡Dejarte tocar el pecho después de la operación! No me extraña el espanto del chico. ¡Menudo chasco al ver que sólo tenías uno!

     Tras un momento de vacilación, todos se echaron a reír, incluso la mutilada. Pero lo cortés no quitaba lo valiente:

-          Bueno, olvidemos el asunto. Pero como vuelvas a dejarte ver enterita al natural ya puedes ir buscando otra casa. ¡Ah!, y te descontaré la consumición del acompañante, gruñó la jefa.
-          Y como vuelva a ver a uno de esos pibes por aquí, se van a enterar de quién es el Oriental, concluyó el cuchillero. ¡Mira que írseme sin pagar, aunque sólo catara!

***

     Al mes de este sucedido, estando el Oriental fuera del prostíbulo, volvieron a presentarse en él los dos mocitos, ante la estupefacción de las trabajadoras del sexo. El mayor, que llevaba la voz cantante, se disculpó en nombre “de su primo Yoryi”, o séase, Georgie, por lo acaecido la vez anterior. Al parecer, los pibes llevaban prisa, pues la familia del más joven iba a partir rumbo a Europa, llevándolo consigo. Y nada más urgente, antes de embarcarse para el Viejo Mundo, que probar las excelencias del Nuevo.

     La Lujanera, no sin antes cobrar lo pasado y lo futuro, perdonó la chiquillada y escogió para el servicio a una mocita completa y cariñosona, en tanto el jefe de la expedición iniciática tomaba asiento en el salón con su copita de espera, igual que un mes atrás. En esto que el Oriental entró por la puerta y acertó a ver a su burlador escaleras arriba, muy amartelado con la Morritos. Ciego de ira y sin encomendarse a nadie ni pedir explicación, sacó el cuchillo de la manga, salvó en dos saltos los peldaños ya subidos por la parejita, cogió al Yoryi por el pescuezo y, si no lo remedian los gritos de la concurrencia y los brazos de la Morritos, lo degüella como al cordero pascual.

     Aclaradas las cosas, el Oriental –según me contó- se disculpó con el pibito, que estaba al borde del desmayo, blanco como la nieve y balbuciendo constantemente “madre mía, madre mía”. Su pantalón presentaba una humedad que escurría perneras abajo y desprendía un aroma poco grato. En fin, colgado de los brazos de su primo, el bueno de Georgie tomó presumiblemente el camino de su casa, para nunca más volver. En efecto, si se trataba de quien tú y yo suponemos, no regresó a la Argentina hasta 1921, siendo así que La esquina rosada cerró sus puertas por derribo “el año que entraron en la guerra los Estados Unidos”.

     En fin, amigo Bello, yo creo que esta historia aclara algunas cosas, como por ejemplo, la obsesión de Borges por el cuento que yo convertí en película. Piensa que Hombre de la esquina rosada era la cuarta versión (!) de la misma historia. Y también explica la fijación del escritor por el cáncer en el pecho, que es la número trece (vaya numerito) de las visiones que captó de El Áleph. Bien sé que la trapacera de Estela Canto ofrece otros motivos de las peculiares limitaciones de don Jorge con las mujeres, en su recientísimo libro Borges a contraluz. Pero, a fin de cuentas, no son incompatibles con lo sucedido según el Oriental. Y, desde luego, puesto a escoger, yo me quedo con la sinceridad del malevo y el pintoresquismo de su relato. ¿O no es verdad?

***

     Yo no me atrevo a contestar ni sí ni no a esa pregunta con que René me sigue punzando desde el otro mundo. Ni siquiera puedo asegurar que el Jorge de los esfínteres flojos fuera el gran Borges. Sólo afirmo que, de haberse frustrado nuestra iniciación sentimental, a ninguno de nosotros nos habría gustado que fuera por culpa de Carlos Rancaño, el Oriental.

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