sábado, 8 de enero de 2011

La dignidad

Por Federico Bello Landrove

     La dignidad, revela la ruptura familiar y la degradación personal vividas por los luego llamados “topos”, es decir, quienes tenían que desaparecer de la faz de la sociedad para conservar precariamente su vida; ello, a través de un miembro de uno de los colectivos masacrados por la guerra y el desprecio de su entorno profesional: el de los maestros y profesores. Basado en hechos reales, el relato fue publicado por vez primera en la web represionfranquistaenvalladolid.com. Un lector aseveró que le había parecido “blando”. Aprovecho la ocasión para contestar, respetuosamente, “y a mucha honra”.




  1. Prólogo

     Era una clase de Ética para alumnos de Secundaria, con edades alrededor de los dieciséis años. El profesor explicaba los derechos fundamentales de la persona y, en concreto, el derecho a la dignidad. En un momento dado, argumentó que puede ser muy importante que los demás respeten la dignidad ajena, pero que lo primero y principal es que uno se respete a sí propio. “La dignidad bien entendida empieza por uno mismo”, concluyó.

     En esto que uno de los muchachos levantó la mano y formuló la siguiente pregunta:

-          Pero, ¿qué es la dignidad?

     El profesor interpelado trató de improvisar mentalmente una definición de andar por casa, fácilmente comprensible, pero percibió que no era cosa sencilla. Así que decidió salir del paso por la socorrida vía del ejemplo. Si lo consiguió o no, será algo que ustedes tendrán que responderse, al concluir la lectura de este relato.

***

     Yo no puedo definir la dignidad –comenzó el profesor-, porque cada uno la cifra y resume en realidades o anhelos personales y diversos. Aspiran algunos a lo que otros consideran nimio o superfluo. Otros ya tienen conseguido lo que para los demás es un objetivo. Influyen tiempos, circunstancias, edades. De modo que voy a contaros un cuento titulado El maestro y el discípulo y, al final, vosotros mismos tendréis que plantearos la pregunta de vuestro compañero y darle respuesta. Ahora bien, esto que voy a relataros como una historia, o una parábola, fue básicamente real, allá por los años de nuestra Guerra Civil. Yo voy a fundir varios episodios en uno y, por supuesto, evitaré toda alusión a identidades personales y bandos políticos de los personajes. No es esta una clase de Historia, sino de Ética.



  1. El maestro (Primera parte)

     Don Aurelio Simón era un vocacional de la enseñanza, aunque tal aseveración os pueda hoy parecer inverosímil. Maestro nacional a los veinte años, había proseguido sus estudios a la luz del carburo y de las velas, hasta licenciarse en Exactas y sacar cátedras de Instituto a los veintiocho. Cuando, con gran pena por ambas partes, se despidió de sus alumnos del pueblecito norteño de Arenales, acudió al acto el alcalde, quien pronunció estas sentidas palabras:

-          Don Aurelio ya será para siempre uno de nosotros. ¡Si hasta lleva en su ropa el olor a vaca!

     A lo que el maestro apostilló:

-          Y a mucha honra. El trabajo siempre dignifica y, por cierto, no es de los más sencillos el de ordeñar el ganado.

     En la pequeña ciudad de Umbría, ser catedrático del Instituto (¡y de Matemáticas!) era todo un destino. Don Aurelio tenía bastante con desempeñar su cátedra y buscar novia. Con todo, le fue inevitable asumir, a poco de llegar, la secretaría del Centro y la docencia de su asignatura en las clases para adultos. Afortunadamente, esta gratuita ocupación le permitió conocer a Silvina, una encantadora maestra, que daba clase de música en la misma escuela nocturna. Al cabo de tres meses de acompañarla hasta su casa, por supuestos motivos de nocturnidad, Don Aurelio le preguntó:

-          Silvina, creo haber ejercido grata y respetablemente las funciones de sereno. ¿Te importaría que extendiera la protección y compañía al resto de la jornada?
-          ¿Me estás pidiendo relaciones, Aurelio?
-          Eso es lo que quería decir con mi proposición anterior.
-          Pues acabáramos, hijo. Los matemáticos sois a veces difíciles de entender.

     Dos años después, felizmente casado y con un rorro en la cuna, nuestro catedrático recibió una proposición muy honrosa, que era algo así como le declaración de hijo adoptivo de la ciudad.

-          Profesor –le preguntó un día el alcalde- ¿querría incorporarse al Ayuntamiento como concejal representante en el Consejo Local de Enseñanza?
-          La verdad, no sé qué decirle. Me gusta servir a la ciudad pero me da miedo la política.
-          Descuide, don Aurelio, quedará claro que viene en nuestra lista como independiente.

***

     Y así fue como nuestro catedrático debutó en un mundo que, cual agujero negro, le abdujo cada vez más irreversiblemente: teniente de alcalde, consejero de Instrucción Pública... La República lo halló ya padre de tres hijos y director de un Instituto con otros trescientos más. Porque la verdad es que don Aurelio era un padrazo, aunque no regalara ni mucho menos el aprobado y pechara con la docencia del coco del currículo. Muy a tono con los tiempos que corrían, el diálogo favorito del profesor era el siguiente:

-          Vamos a ver, Eliseo, ¿a qué venimos a clase?
-         
-          No, no. Aquí se viene a trabajar.

     Y en verdad trabajaban toda la hora, mientras don Aurelio paseaba arriba y abajo por el aula, dialogando, corrigiendo, exhortando… Y los alumnos lo percibían:

-          ¿Quién te ha tocado de mates este año?
-          Don Aurelio.
-          Es un hueso, pero se aprende mucho con él.

     Un buen día, en clase de nueve, sorprendió a un estudiante de cuarto echándose un sueñecito. Don Aurelio lo despertó suavemente y le llamó la atención:

-          Pero, señor Prieto, ¿cómo deja usted que le sorprenda “el abominable hombre de las nueve”?
-          Perdone, don Aurelio, pero ayer estuve hasta las dos de la mañana descargando un camión de carbón.
-          Disculpe, hijo, lo suyo no es vagancia sino justo descanso. Continúe, si lo necesita.

     El chico se emocionó bastante, aunque el incidente le costara darse de trompadas con los bromistas que empezaban a apodarle Justo Descanso. También se emocionó –aunque de muy otra manera- el padre del durmiente, cuando el profesor le citó al siguiente día, después de clase:

-          Mientras su hijo sea alumno mío –y bastante bueno, además-, se servirá permitirle que descanse ocho horas todas las noches. ¿O es que va a negar a su hijo lo que concede a sus empleados de la carbonería?
-          Nunca toleré que nadie me dijera cómo tenía que llevar mi familia y mi negocio, ni voy a consentirlo ahora.
-          Pues va a tener que permitirlo o le denunciaré al Consejo Local de Enseñanza. Donde no llega el respeto de la ley y los menores, alcanzarán las sanciones de la Autoridad.

     La sangre no llegó al río y el joven Prieto no tuvo que volver a dormirse en clase. Es más, acabó el bachiller y se matriculó en la Normal.  Tal vez sería la fuerza del ejemplo.

     Otro día, siendo ya primer teniente de alcalde, lo llamaron del Ministerio de Instrucción Pública. Don Aurelio, un poco preocupado, cogió el teléfono:

-          Aquí el Ministro. Tengo inmejorables referencias de usted. ¿Querría colaborar con nosotros desde el cargo de Subdirector General de Segunda Enseñanza?
-          Verá, señor Ministro, soy feliz aquí en Umbría, con mi trabajo y mi familia. Yo no puedo permitirme el lujo de marchar a Madrid, con un cometido que no sé si me gusta, ni lo que permaneceré en él.
-          Señor Simón, bastará con que pase en esta capital tres o cuatro días a la semana y, por supuesto, se le respetará la plaza docente que viene ocupando. Anímese, necesitamos gente como usted.
-          Está bien, señor: probaremos. Y, a propósito, antes de marchar de aquí, querría dejar resuelto el problema de la calefacción.
-          Concedido, siempre que no exceda el presupuesto de lo que yo puedo disponer.

     Afortunadamente para él, duró poco en el cargo. Se le atravesó una justísima sanción a una maestra que era esposa de no sé qué cargo de un Partido en el Gobierno. Don Aurelio, que sí y el Subsecretario, que no. El Ministro tuvo que decidir:

-          Pero Simón, ¿qué se le da por una maestra mediocre más o menos?
-          Mediocre, no, señor ministro, sino incumplidora de su deber. Y se me da tanto o más que a las niñas afectadas y a sus padres.
-          Pues tendrá que transigir y no sancionarla. Usted no es parte, sino juez y, como tal, tiene que ver las cosas con distanciamiento.
-          En efecto, señor. Con tanto distanciamiento, que me voy a doscientos kilómetros de distancia. Mañana tendrá usted sobre la mesa mi dimisión irrevocable.

     Al salir, todavía tuvo que oír don Aurelio algo relacionado con lo cuadriculados que eran los matemáticos. Y tanto: Silvinita y los tres niños, el cuadrado perfecto para su vida futura. Una y no más. Y en estas estaba el señor Simón, cuando advino nuestra guerra incivil. Él debía de ser corto de vista, pero su mujer lo veía venir; tanto que, sospechando que se iban a hacer con la zona los del bando opuesto, preparó las cosas de antemano y dijo a su marido:

-          Aurelio, si las cosas se ponen feas, te vas inmediatamente a casa de mi prima Encarna. Ya lo tengo hablado con ella.
-          Ya, como que voy a dejarte sola con los niños. ¿Qué he hecho yo para tener que esconderme como un criminal?
-          O haces lo que te digo o no volveremos a verte. Que lo sé yo, que he nacido en este poblachón rencoroso.
-          Esta bien, mujer. Cuando llegue el momento, resolveremos.

***

     Estalló la contienda en un bochornoso sábado de julio, a la caída de la tarde. La radio había difundido la noticia de la sublevación en Marruecos y, a eso de las cinco, empezaron a escucharse en Umbría disparos y ruido de camiones. Grupos de uno y otro signo se iban concentrando en los lugares céntricos y junto a las instalaciones militares. Silvina no esperó más: puso una pequeña maleta en las manos de Aurelio y le llevó a empujones pasillo adelante. El matemático, bastante asustado con los tiros, no resistió más. Besó por enésima vez a los tres pequeños y a su esposa y  abrió la puerta de la calle. Una última mirada al hogar, mientras Silvina ponía una gabardina en su antebrazo, ocultando la maleta:

-          Cálate bien el sombrero. Vete dando un rodeo por calles de poco tránsito y no entres de golpe en la casa. Cerciórate desde un portal próximo de que no te ve nadie.
-          Adiós, cariño. Cuídate. Y llama cuanto antes a tu madre, para que venga a echarte una mano con los niños, por lo menos, cuando empiece el curso.
-          Descuida, que no nos va a faltar nada, no siendo tú.
-          ¡Hasta pronto!, dijo Aurelio, para dar ánimos.
-          ¡Dios te oiga!, replicó Silvina, con poca convicción.

***

     La prima Encarna era un alma cándida, bondadosa y de cortas luces, que sacaba la vida adelante cosiendo y planchando la ropa ajena. Vivía en el último piso abuhardillado de una casa de tres plantas en el barrio proletario de San Ginés, con vistas delanteras a la calle y traseras al patio interior del inmueble, al que se abría amplia galería, con acceso al retrete. Una ventaja de la modesta vivienda –hasta entonces poco o nada aprovechada- era su comunicación interior con la carbonera aneja. Se trataba de una insólita peculiaridad, tal vez, fruto de haberse tratado inicialmente de una casa de portera. Encarna había condenado el paso directo con un armario ropero, utilizando exclusivamente la entrada que daba al descansillo. Pero Silvina, preparando la estrategia de guerra, había bendecido aquel pasaje escondido, por razones de fácil comprensión.

     Silvina y Encarna, aunque con cierta diferencia de edad, habían sido uña y carne de pequeñas, razón por la cual aquella conocía tan a fondo los secretos de la casa de esta. Luego, la vida las fue distanciando, sin perder por ello el trato ni el cariño. Cuando Silvina iba a casarse, Encarna le dijo:

-          Silvinita, tendrás que venir a verme a casa, porque yo no me atreveré a ir a la tuya.
-          ¡Qué tontería, Encarna! ¿Y por qué?, si puede saberse.
-          Me da mucho respeto del catedátrico.

     Silvina se retorcía de risa. Haciendo una aplicación homeopática, fue con Aurelio a buscarla y vieron juntos El maquinista de la General.  Luego, leche helada en un aguaducho del parque y paseo por la calle de Espartero. Encarna estaba radiante. Al despedirse, le sopló a su prima al oído:

-          Ya puedes darte maña con él, no sea que te lo quite.

     Por supuesto que no se lo quitó, pero fue dama de honor en la boda y madrina de su segundo hijo. Vamos, como si Silvina hubiera tenido un presentimiento. Por su parte, Aurelio la trataba un poco como a sus alumnos de primero:

-          Encarnita, cuando quieras te enseño quebrados y regla de tres.
-          ¡Huy, quite por Dios, Aurelio! Yo con las cuatro reglas tengo bastante.

     No había habido manera, hasta entonces, de apearla del usted.

     Así que, cuando Silvina le planteó el problema, Encarna no lo dudó:

-          Si las cosas se ponen tan mal como me dices, que venga a casa, que lo escondo. A buenas horas van a dejar huérfano a mi Miguelín.
-          Muchas gracias, prima, y ya sabes. Si llega el momento, chitón con todo el mundo, incluida la familia.
-          Descuida, que soy cortita pero desconfiada como yo sola.
-          Y cuenta con que te pagaremos todos los gastos.
-          Vuelve a hablarme de dinero y te tiro del pelo.

     En fin, así estaban –a grandes rasgos- las cosas, cuando Aurelio entró a escondidas en casa de Encarna. Afuera la situación era cada vez más favorable a los enemigos del profesor, es decir, a quienes se tenían por sus enemigos.

***

     En este punto, sonó el timbre que anunciaba el final de la clase. El profesor de Ética constató que sus alumnos habían seguido aquella con más atención de la habitual. De modo que concluyó con estas palabras:

-          Veo que la historia no os ha resultado indiferente. Continuaremos el próximo día. Entre tanto, id pensando en hacer vosotros un cuento sobre la dignidad. Podéis aprovechar, si queréis, los personajes del mío, pero dando una vuelta al argumento. Luego, elegiréis a cuatro compañeros que, junto conmigo, formarán el jurado que proclamará el mejor cuento. El premio será un ejemplar del libro más famoso sobre la guerra civil española. ¿Sabéis de qué obra se trata?
-          Soldados de Salamina, dijo una voz al fondo del aula.
-          Yo habría dicho Por quien doblan las campanas, pero vale, y hasta tiene mayor relación con lo que os contaré en la próxima clase.



  1. El maestro (Segunda parte)

     Pasaron cuatro meses. La sublevación militar se había convertido en una guerra que rugía en torno a la guardilla del barrio de San Ginés. Don Aurelio había visto partir las golondrinas desde la ventana de su improvisado cuarto  a la que, afortunadamente, tenía el permiso de Encarna para asomarse con la contraventana cerrada, dado que las casas de enfrente tenían un piso menos. A cierta distancia del hueco, la vista se perdía en un mar de tejas, del que emergía, de trecho en trecho, la línea esbelta y sutil de los pararrayos. Pero, sentado en la silla de anea, el espacio visual se llenaba de nubes, de pájaros o de estrellas. Como cualquier recluso, el profesor soñaba con pedir prestadas las alas a las palomas y envidiaba a los gorriones: por lo menos, ellos se querellaban a título individual y las guerras de los hombres les eran por completo indiferentes.

Su segundo enlace con la vida fue un aparato de radio Telefunken que, por cierto, le habían regalado ellos a Encarna por su cuadragésimo cumpleaños. La homenajeada lo había colocado sobre un chiffonier en el cuarto de estar, encima de un tapete de ganchillo, y apenas había intentado conectarlo; tanto era su temor reverencial a la técnica. Aurelio bromeó entonces:

-          Chica, Encarna, si le pusieras delante un jarroncito de flores y dos velas, podría pasar por la Virgen de la Chispa.

     Poco duró aquel mensajero de contradicciones, en función de la emisora que se sintonizara. A finales de agosto, una variopinta patrulla de perros de presa irrumpió en la casa, a eso de las cinco de la tarde. Apenas tuvo tiempo Aurelio de esconderse en el trastero y recolocar con ayuda de Encarna el armario protector. Los sabuesos revolvieron toda la casa, aunque sin excesos ni ensañamiento. Uno de ellos resultó ser conocido de la inquilina y, medio en broma, se sinceró:

-          ¿No tendrás aquí al marido de tu primita Silvina?
-          ¡Anda ya! A buenas horas voy a meter en casa a un hombre, sea el que sea, viviendo sola.
-          Pues mira, no había pensado este aspecto del asunto. Pero no se te ocurra divertirte con ese: sería muy peligroso, porque, como lo cojamos, acaba en el cementerio. En cambio, yo…
-          ¡Serás golfante! Venga, diles a tus amigos que no revuelvan más, que aquí hay ropa de gente importante.
-          ¡Vamos, muchachos, andando! Yo respondo por esta moza.

     Los muchachos partieron, no sin antes decomisar la radio y, de paso, un par de piezas de servicio de mesa en plata, que adornaban el aparador desde los tiempos de sus padres. Encarna gruñó entre dientes:

-          Así revienten, los muy ladrones.

***

     El tercer lazo de Aurelio con el mundo exterior hubo de ser la buena de Encarna. Sólo el 25 de octubre, día de su cumpleaños, recibió la visita de Silvina. Era su primer encuentro desde el inicio de la guerra y decidieron correr ese riesgo. Como domingo, y a hora temprana, no era probable encontrar conocidos por la calle. No obstante y por medida protectora, la visitante se tocó con un sombrero que le velaba el rostro. Su marido la encontró “preciosa”.

     Silvina no sabía bien qué hacer, habida cuenta de que su prima le había advertido  que encontraba últimamente a Aurelio muy decaído y convendría que le animase todo lo que pudiera. Pese a lo limitado del tiempo disponible y a lo triste de la situación, la esposa se dejó ir y ambos disfrutaron del modesto, aunque confortable, dormitorio. Dulcemente abrazados, las confidencias parecían más íntimas y las verdades, menos crueles. Así pues, tras pasar revista a los progresos y diabluras de los chicos y a las remotas esperanzas de una pronta victoria de su bando, Silvina puntualizó:

-          Querido, no tienes por qué preocuparte. Mi madre se ha venido a vivir temporalmente con nosotros y a mí me han permitido reincorporarme a la escuela. Así que no tenemos más que pedir, no siendo que tú pudieras escapar al otro lado o que acabara esta maldita guerra.
-          Pero, ¿qué posibilidades reales hay de ello? Desde que nos quitaron la radio, no tengo más información que la escasísima que me filtra Encarna y no me parece muy tranquilizadora. Aquí se ha armado una guerra civil en toda regla y no sabemos lo que pueda durar. Y, en cuanto a fugarse, ¿con quién contamos para que se juegue el cuello, estando además el frente, según creo, a no menos de cien kilómetros de acá?
-          No sé, cuando menos se espera… ¿No te he contado lo de tu compañero Dositeo? El mismo 18 de julio se escondió en casa de su amigo, el dentista Izquierdo, y, días más tarde, unos familiares lo sacaron vestido de mujer y lo llevaron en coche hasta Comportas. Allí se refugió en casa de su hermano y, seguidamente, lo embarcaron de matute para América. Fíjate, recorrer media España y no detenerle en ningún control.
-          Me alegro por él, pero yo no tengo familiares con tantos recursos. Así que, en el mejor de los casos, me veo aquí escondido por los siglos de los siglos. Y gracias.
-          Mientras hay vida, hay esperanza. Cariño, no te vengas abajo, que los niños y yo te necesitamos y a Encarna le caería un paquete tremendo.
-          Descuida, Silvina, pero ¡es tan duro! Si al menos pudiera ver a los chicos y tú vinieras por aquí de vez en cuando.
-          Sabes que es imposible. En cuanto tengamos un desliz, nos descubren y te matan. No han perdonado a nadie de tus colegas del ayuntamiento. Procuraré mandarte alguna nota por Encarna y venirte a ver en Navidades.
-          ¡Navidades…!, suspiró Aurelio. ¡Qué felices los que puedan cantar la Nochebuena se viene, la Nochebuena se va! Yo no me atrevo a esperar ni el día de los Santos. Por cierto, que no se queden los niños sin huesos y buñuelos.
-          Sigues siendo un lamerón. ¡Mira de lo que te acuerdas!, suspiró Silvina, no sabiendo si reír o llorar.

***

     Con Encarna, la vida era un tanto monótona. Ella se pasaba todo el día de aquí para allá, en la compra y llevando y trayendo ropa para planchar y arreglar. En casa, no paraba, de la cocina al cuarto de costura y viceversa. Aurelio, por el contrario, tenía todo el tiempo del mundo pero casi ningún lugar ni ocupación donde gastarlo. Su prima era inexorable en eso de las medidas cautelares:

-          Aurelio, no andes por la casa cuando yo no esté, que los de abajo sospecharían. Y siempre en zapatillas o  calcetines.
-          Aurelio, háblame muy bajito y lo menos que puedas.
-          No abras la ventana de tu cuarto más que para ventilar.
-          No te asomes a las ventanas ni vengas por la cocina ni la galería, que pueden verte desde enfrente.
-          Aurelio, abrígate bien, no vayas a enfermar ahora.

     El profesor tenía complejo de alumno de colegio de curas. Un día, se atrevió a sugerir a “su carcelera”:

-          Encarnita, ¿no podrías hacerte con un gato? Así los vecinos de abajo confundirían las pisadas.
-          ¡Claro! Y, cuando vinieran a buscarte, el gato empezaría a restregarse contra la puerta escusada, maullando para llamarte.
-          Chica, ¡qué pesquis! No se te escapa nada.

     Otro día, se le ocurrió al matemático entretenerse haciendo unos apuntes de cálculo para los últimos cursos del bachillerato. Le pidió unos cuadernos nuevos y varios libros que tenía en su casa. Encarna no tuvo más remedio que confesar:

-          Podría comparte algún cuaderno, pero tus libros los ha requisado esa gente.
-          ¿Se llevaron muchas cosas? –Aurelio empezaba a comprender-.
-          ¡Bah!, lo que te he dicho y el piano de Silvinita. De todas formas, no creo que esté de humor para tocar.

     De manera que Aurelio, aparte de hacerse la cama y limpiar el polvo, tenía muy poco en que ocuparse, como no fuera pensar. Una noche, después de cenar, Encarna sacó la baraja, dispuesta a hacer unos solitarios. Su primo la sorprendió en flagrante delito.

-          No conocía yo ese vicio tuyo…
-          Me enseñó mi madre, aunque la verdad es que me entretengo con ello de ciento en viento. No sabrás tú jugar a la brisca.
-          A la brisca y al tute. Para eso fui maestro en un pueblecito.
-          Pues vamos a ello. Nos jugaremos la limpieza de la cristalería del aparador.
-          Hecho. En el casino se juega de dinero, pero aquí la apuesta es el trabajo, que es el mayor castigo.

     Y así, la convivencia iba generando confianza. Una tarde, Aurelio se sorprendió a sí mismo contemplando con interés el busto de Encarnita. Se indignó consigo mismo y hasta se consideró un monstruo de depravación. Pero, por la noche, en la soledad de su cuarto, se mezclaban los rasgos de ambas primas y los anhelos de su imaginación iban hacia la habitación de Encarna, donde esta roncaba sonora y plácidamente. Por cierto, habían pasado las Navidades y Silvina no había venido. Aurelio se malició algo serio, ante el gesto sombrío de Encarna. No andaba descaminado: su esposa había sido desterrada a cincuenta kilómetros de Umbría, donde en adelante habría de ejercer su magisterio. Debía de ser que los hijos de los labriegos estaban inmunizados a los virus de la Antiespaña, de cualquier color que esta fuera.

***

     De todas las prohibiciones de Encarna, la que más fastidiaba a Aurelio era, no obstante, la más obvia. Se trataba de no usar el retrete, bajo ningún pretexto y a ninguna hora. Y es que dicho habitáculo daba al patio de vecindad, con entrada por la galería exterior. En consecuencia, el confinado tenía que hacer toda clase de aguas en un perico, que Encarna vaciaba dos veces al día o a requerimiento de Aurelio. Este, que todo lo soportaba e, incluso, le iba pareciendo normal, llevaba cada vez peor la olorosa dependencia, santo y seña de su infrahumana condición. Y así, agobiado por lo indefinido de su reclusión, había llegado a obsesionarse por la prohibición de aliviarse a su albedrío, como nuestros primeros padres se obcecaron con la de no comer del fruto del Árbol del Bien y del Mal.

     Un día, comentó con Encarna:

-          Encarnita, prenda, ¿no podría salir al retrete a oscuras, por la noche? Me harías tan feliz.
-          ¡Mira el zalamero! ¿Quieres buscarnos la ruina? ¿Es que no sabes quién vive enfrente?
-          Mujer, no van a pasarse la vida espiando.
-          No tienes ni idea de cómo están las cosas.

     La última semana de enero, algo debió de sentarle mal, porque Aurelio cogió una diarrea de cuidado. Encarna no daba abasto a vaciar el perico y la casa hedía. Arrebujado entre las mantas y con un calentador en la barriga, nuestro profesor repasaba las miserias de su existencia, en caótico duermevela. Su prima, agotada, se retiró a descansar a eso de la medianoche, no sin antes advertirle:

-          Avísame si necesitas algo o te pones peor.
-          Descuida, ya va pasando.

     El cólico apretó un rato más tarde. Aurelio sintió la voz de la dignidad llamándole desde la galería de la casa. Miró despectivamente el continente de sus miserias, echó una manta por los hombros, calóse el sombrero que, en tiempos mejores, había cubierto su incipiente calvicie y salió a terreno abierto.

     En ese mismo momento, encendió la luz el vecino de enfrente, seguramente asaltado de parecidas urgencias, y se cruzaron fugazmente sus miradas. El profesor, aterrado, identificó al sorprendido testigo de su presencia: el torpe e inencontrable ex calefactor del Instituto.

***

     No era todavía la hora, pero el profesor de Ética interrumpió la narración, como Sheherezade[1] al amanecer. De la mayoría de los alumnos podría decirse, con Virgilio,

Conticuere omnes intentique ora tenebant[2].

-          Amigos, dedicaremos la próxima clase a contar el episodio del Discípulo, con el que acaba esta -a lo que veo- interesante historia. Ahora sacad un trozo de papel y escribir en él cuatro nombres de compañeros. Vais a elegir al jurado del premio que os anuncié.


4.  El discípulo.

     Enrique Prieto (antes, Justo Descanso) cursaba primero del “Plan profesional” en la Normal de Umbría cuando estalló la guerra. Cumpliría los dieciocho en noviembre; de modo que, de entrada, no le llamaron a filas. Poco proclive a la violencia, ni pensaba en alistarse voluntario. En consecuencia, su padre, de cuyos pocos escrúpulos ya hemos tenido noticia, le exhortó:

-          Apúntate a las Juventudes Combatientes y búscate algún chollo. Esto puede ir para largo y lo mismo te libras de ir al frente.
-          Pero, papá, lo mío es estudiar y ayudarte en la carbonería.
-          Nada, nada. De la carbonería, me ocupo yo. En cuanto a estudiar, ya veremos si abren la Normal en octubre.

     Enrique comprendió que su padre estaba en lo cierto y, de todos modos, sabía ser muy persuasivo. Así que se apuntó a las Juventudes y le dijeron:

-          ¿Qué sabes hacer? ¿Qué estabas estudiando?
-          Voy para maestro y se me dan muy bien las matemáticas.
-          Pues ponte a las órdenes del camarada que lleva los libros de cuentas. Y todos los fines de semana, a practicar tiro y tácticas de combate, que cada vez hace falta más gente entrenada.

     El chico le cayó bien al responsable de las cuentas: era honrado y calculaba como una máquina. Le nombró vicetesorero de las Juventudes, con derecho a llevar un galón en el uniforme paramilitar. La formación bélica le costaba más, pero resultó que tenía una puntería infalible.

-          Pero, chaval, ¿cómo te las arreglas para graduar tan exactamente el alza del fusil?
-          Cuestión de trigonometría, mi instructor.
-          Nunca me había figurado que esa cosa sirviera para algo.

     Por fin, decidieron abrir la Normal, aunque la de maestros brillaba por la ausencia de alumnos y ambas, por la de profesores. Las clases iban como Dios daba a entender y Enrique estudiaba poco y por su cuenta. Revolviendo sus textos de bachiller, dio con los apuntes y cuadernos de clase de don Aurelio. El chico se emocionó un poco:

-          Este sí que era un profesor de una pieza –se dijo en voz alta-. ¿Qué habrá sido de él? Con los cargos que tenía, vete a saber si no lo estará pasando mal.

***

     Era el 27 de febrero de 1937. Su jefe puso a Enrique una mano en el hombro y le dijo:

-          Anda, deja las cuentas  y vete a casa, que mañana temprano vas a tener un trabajito.
-          ¿De qué se trata, Orencio?
-          Hay que dar el pasaporte a unos condenados a muerte y te ha tocado la china. Se ve que no hay bastantes voluntarios.
-          ¡Maldita sea!, yo no soy de esos que andan paseando a la gente.
-          ¡Eh, eh! Ojito con lo que dices. Y no se trata de una ejecución irregular, sino de condenados como mandan las leyes. Así que tranquilo y a obedecer, que la guerra no es para melindrosos.

     Se pasó media noche desvelado y la otra media, con pesadillas. A las seis de la mañana llegó un camión a recogerle. En el interior, un teniente de guardias, media docena de irregulares tan somnolientos como él y las armas reglamentarias. Se sentó en el banco longitudinal, al lado de un conocido de las maniobras.

-          No te había visto nunca por aquí. ¿Te dedicas a esto?
-          Es mi primera vez. Me dieron la orden ayer.
-          Claro, como disparas tan bien. Pues hoy vamos a tener trabajo. Dicen que hay siete ejecuciones.

     A Enrique se le revolvió el estómago. El camión le bazucaba a cada bache, a cada curva, y además, apestaba a gasolina. No obstante, deseaba que aquel viaje no tuviera fin. Sin embargo, el vehículo paró en un amplio descampado, que el novato identificó enseguida: el campo de San Leandro. Preparativos, formación, indicaciones del teniente y, a la mortecina luz del recinto y la difusa de la aurora, apareció al fondo, conducido por hombres de armas, el primer reo de muerte. Era apenas una sombra susurrante, cuya silueta era lo único bien perfilado. ¡Carguen, apunten, fuego! Hasta resultaba fácil. No había tiempo de pensar y el pelotón actuaba al unísono, tan impersonal –pensó- como las bocas de fuego de Goya o de Manet (para algo había de servirle el haber estudiado bachillerato).

     Las ejecuciones iban adelante y la luz solar con ellas. Enrique ya había perdido la cuenta, pero el fusilero de su izquierda comentó:

-          Ahí viene el último.

     El último tenía unos rasgos familiares. Esa forma de andar… Esas gafas… El condenado se las quitó y las entregó a uno de sus acompañantes oficiales, con una frase perfectamente audible:

-          Por favor, déselas a mi mujer, con todo lo demás.

     El sol se hizo en el rostro del reo y la consciencia en la mente de Enrique. ¡Era don Aurelio y él, el señor Prieto, el justo durmiente!

     Salió de la fila y se acercó al teniente. La voz le temblaba, de frío y de emoción:

-          Perdone, mi teniente, pero no puedo. Este señor es el mejor maestro que he tenido. Pase el fusil a uno de los que lo han custodiado.
-          ¿Cómo se atreve? Vuelva inmediatamente a la fila o, por mi madre, que lo fusilo a usted acto seguido.
-          Pero, señor, ¿no ha tenido usted maestros?

     La contestación no le vino del teniente, muy ocupado en sacar la pistola de la funda, sino del profesor de Matemáticas:

-          Seguro que sí, hijo, pero lo ha olvidado. Anda, vuelve a la fila y cumple con tu deber de vivir.

***

     No fue fácil la guerra para Enrique, a partir de entonces, pero vivió para contarlo. Después de todo, su maestro le había impuesto un deber y ¿quién era él para llevarle la contraria?




[1]  Nombre de la narradora de los relatos de “Las mil y una noches”. Utilizo la grafía empleada en la conocida suite orquestal de Rimski-Korsakov. Al parecer, con base en su origen persa, el nombre tendría una mejor transcripción como Shahrazad.
[2]  Famosísimo primer verso del Libro Segundo de la Eneida, traducible así: Callaron todos y mantenían los rostros atentos.

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