sábado, 8 de enero de 2011

El profesor de Salamanca

    

      Del Estudiante de Salamanca de Espronceda (1808-1842), a un viejo profesor que reverdece sus laureles sentimentales, tras captar -¿demasiado tarde?- la lección vital del autor tantas veces explicado. La premonitoria visión del entierro remarca el paralelismo entre estudiante y profesor, en esta Salamanca de mis entretelas.


     El ilustre y veterano catedrático de Literatura, don Félix de Asúa, estaba a punto de terminar su última conferencia a los alumnos de los cursos de verano de la Universidad de Salamanca. Como siempre, la intervención versaba sobre El estudiante de Salamanca de Espronceda y, como casi siempre, era 31 de julio. De tantos años pasados con la misma costumbre, esta se había convertido en una tradición.

     Aunque el profesor no se servía de texto escrito, sus palabras finales fueron las mismas de años anteriores: En la conjunción de los dos amantes, encontramos la visión romántica del conflicto entre la nostalgia de la felicidad inocente y la insaciable y rebelde sed de experiencia que impulsa a los humanos. Espronceda, vital, nostálgico, desengañado, trató de alcanzar ambas cosas. Yo les deseo a ustedes, más bien, que elijan uno de los dos caminos y que lo hagan con acierto y en libertad. Muchas gracias y hasta más ver. Acto seguido, don Félix dio la mano a cuantos alumnos se acercaron a despedirse y, finalmente, quedó solo en el aula.

     Este era uno de los momentos del año que más emocionaban al viejo profesor. Otro curso quedaba atrás y, con él, alumnos, ilusiones y recuerdos. Precisamente, acababa de cumplir los sesenta y, tal vez por ello, el escalofrío emocional fue más intenso que en años anteriores. Trató de imaginarse a sí mismo, al día siguiente, en la estación de autobuses, camino del balneario de Lobios, para disfrutar de las merecidas vacaciones de agosto. No le sirvió de nada. Las últimas palabras de su discurso seguían resonando en su cabeza: candidez o experiencia, eros o tánatos. ¡Qué demonio de Espronceda! Él bien que disfrutó de todo. Pero yo, Félix de Asúa, ¿cuál de los dos caminos he seguido, en qué mundo he vivido, qué placeres son los que pudo escoger mi corazón?

     Las preguntas eran retóricas, pues bien sabía él las respuestas. Por fas o por nefas, se había quedado siempre en tierra de nadie. Desde luego, el camino de la vida intensa y egoísta, llena de experiencia y placer, estaba muy lejos de haber sido el suyo y, por supuesto, no era cosa de emprenderlo ahora (el profesor sonrió con sólo pensarlo). Pero, ¿y la vida sencilla, cándida y dulce del amor? ¿Por qué la había marginado de su existencia, si parecía hecha para él, por más que su temperamento tímido y en exceso cerebral le habría suscitado ciertas dificultades?

      La respuesta a esta segunda tanda de preguntas (las de todos los años, por otra parte), tenía nombre y rostro. El de una mocita de catorce o quince años, vitoriana como él, con la que Felisín había tonteado allá por los finales de su bachillerato. Bueno, tontear era el decir de ambas familias –conocidas y afines políticamente, durante generaciones-. La verdad es que él había estado coladito por Elvira y creía recordar que ella también por él. Pero el muchacho tuvo que irse a Valladolid a estudiar (de Deusto, ni hablar: caro, elitista ¡y de curas!) y allí naufragó todo. Sí, algunos intentos hizo de reanudar las relaciones, pero la jovencita no estuvo por la labor. ¿Por qué? Don Félix tenía algunas hipótesis, pero sólo una conclusión: él había sido un estúpido y un torpe, que no había sabido ver lo que luego amargó su vida.

     A lo que el profesor se refería es a que, cuando una mujer le llega a uno al alma –y más, si es el primer amor y con ingredientes histórico-emocionales añadidos-, no vale decir que ya vendrán otras, que hay muchas mujeres y que todo amor tiene un principio y un final. Efectivamente, todo eso valía para el común de los mortales, pero no para don Félix, que era muy suyo y que ya estaba viendo cómo –bien a su pesar- no se libraría de Elvirita ni en las próximas tres reencarnaciones.

     Un bedel asomó por la puerta del aula y el pensador comprendió que era hora de salir al mundo. Cogió, pues, sus cosas, las metió en su inseparable cartera y se zambulló en el sol de justicia de la Plaza de Anaya.


***


     Pese a lo bochornoso del calor, don Félix tomó el camino más largo hasta la Plaza Mayor. Tal vez sentía necesidad de relajarse, o bien, de seguir la senda literaria. El hecho es que bajó hasta coger la calle de San Pablo a la altura de San Esteban y, acto seguido, inició la subida de esa vía, verdadero y variopinto compendio de cuatro siglos de arquitectura. Muy poco después, alcanzó la bocacalle de Jesús, donde es tradición que el Estudiante de Salamanca vio pasar premonitoriamente su propio entierro.

     En aquel mismo instante, el lento deambular del profesor fue frenado por una fila de vehículos que arrancaban de la iglesia de San Pablo y que, a juzgar por las coronas de flores, eran el cortejo de un sepelio. La lenta marcha del coche fúnebre le permitió leer un trozo de la cinta de una de las coronas: “… sus compañeros y alumnos”. Intrigado y algo inquieto, se acercó al atrio de la iglesia y preguntó a los integrantes de un corrillo de indudables asistentes al funeral recién terminado:
-          ¿Quién era la persona por la que se ha celebrado la ceremonia fúnebre?
-          El profesor Vilches, el catedrático de Farmacología.

     Nuestro profesor se retiró atónito. Había conocido a Vilches hacía casi treinta años, cuando uno y otro juraron el mismo día su cargo en el rectorado. Aún recordaba vagamente la fisonomía de su colega y la breve conversación que intercambiaron, en especial, la coincidencia de que ambos habían estudiado en Valladolid y tenían la misma y casi juvenil edad. Luego, apenas había vuelto a verle: eran de muy diversas Facultades y Asúa no se distinguía por su presencia en los actos académicos masivos o solemnes. Por tanto, todavía tenía de Vilches la imagen de un treintañero delgado y vital. Razón de más para que su muerte le impresionara vivamente.
     La mente de don Félix empezó a carburar a la velocidad y con el poder de relación que otrora le hicieron famoso entre sus pocos amigos. Al llegar a la Plaza Mayor estaba en ebullición. Tanto es así, que no se detuvo en la terraza de costumbre a tomar el refresco proyectado. Antes bien, acelerando el paso, embocó la calle de Toro y no paró hasta llegar a su domicilio. Nadie lo hubiera dicho pero, en aquellos breves quince minutos, el profesor de Salamanca no sólo había cogido un sofoco de época, sino que había resuelto dar un giro a su destino.

     La verdad es que, bien mirado, dicho giro era sencillo, y hasta esperado. Lo raro es que hubiera tardado veintiocho conferencias esproncedianas en decidirlo. Bueno, tampoco entraba dentro de lo fácil el que nuestro hombre decidiera el giro copernicano, iniciada ya la séptima década de su vida. Pero el hecho era este: don Félix había decidido emprender el camino de la felicidad inocente, aunque sin nostalgia, dado que tal felicidad apenas había quedado insinuada en su cerebro, muchos, muchos años atrás.

     Una buena ducha, una reflexión peripatética en voz alta y unos bocados de la comida preparada por Encarna, su sirvienta de toda la vida, permitieron al profesor alcanzar lo único que para él fue verdaderamente difícil siempre: aplicar la teoría a la praxis. Pero esta vez disponía del auxilio de la técnica. De la técnica y de la maravillosa coincidencia de que Elvira tuviera unos rotundos y poco corrientes apellidos de raigambre vasca.

     Antes de consultar por internet la lista general de usuarios telefónicos de España, Félix había completado su proceso genuinamente racional con el ingrediente aleatorio, vale decir, de realismo mágico, que caracterizaba lo más profundo y poco comprometido de su mentalidad. “Si Elvira figura en la lista, con su propio nombre y apellidos, ello significará que está soltera o, por lo menos, libre; luego la llamaré. Si no, el teléfono lógicamente figurará a nombre de su marido o compañero; en consecuencia, me ahorraré el esfuerzo”.

     Con el corazón batiéndole como un tambor, el profesor metió los datos en el ordenador y esperó el resultado. ¡Oh destino glorioso! ¡Gracias, Dios mío! “Iradier Zabaleta, Elvira.- Calle… número….- Logroño”.

     Logroño, Logroño… No tenía ni idea de que se hubiera mudado a Logroño. Lo último conocido por don Félix era que Elvirita se había casado, muchísimos años atrás, con un ingeniero y se había ido a vivir a Bilbao: hasta tuvo su familia la gentileza de invitarle a la boda, a la que hubo de asistir por presiones de sus propios padres, haciendo el papelón que cualquiera puede imaginar. ¿Logroño?

     Hora y media después, Félix se decidió. Utilizando el móvil, para mayor anonimato, marcó el número del  probable paraíso riojano e hizo uso de toda su astucia (que, la verdad, nunca había sido su fuerte).

-          ¿Casa de doña Elvira Iradier?
-          Sí, al aparato (el eterno amante fue incapaz de reconocer la voz de su amada, como parecía suceder también con Elvirita).
-          ¿Podría hablar con D. Facundo Béistegui (aún recordaba, por la participación de boda, el nombre del afortunado marido).
-          Lo siento, el señor Béistegui no vive aquí. ¿Quién le llama?

     El profesor colgó, para no tentar más a la providencia y para no desmayarse de emoción. Tras reservar habitación en un hotel de Logroño, pasó el resto de la tarde preparando el equipaje y la noche, imaginando la más detenida estrategia para los días siguientes y para los próximos veinticinco años. El destino había hablado y ya nada podría detener al viajero en busca del tiempo perdido.

***

     El tren partía a las 10:30 de la mañana. En la estación, unos estudiantes de los cursos de verano reconocieron a su profesor y le saludaron afectuosamente. A don Félix le pareció que salían de la noche de los tiempos, por más que no hubieran pasado ni veinticuatro horas desde su última clase.

-          ¿Qué, profesor, de vacaciones?
-          Sí, replicó con una sonrisa de complicidad. Voy a hacer la Ruta de Espronceda.

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