sábado, 1 de enero de 2011

El fiscal fiscalizado

Por Federico Bello Landrove
A todos aquellos para los que la Justicia es algo más que una estatua
   
 Hace algún tiempo que soplan malos vientos para quienes pensamos que la sociedad no necesita más Derecho Penal, sino mejor Derecho Penal o, tal vez, algo mejor que el Derecho Penal. Este relato fustiga a quienes  opinan lo contrario, sobre todo, si a ellos no les afecta, es decir, si no se produce la quevediana situación del alguacil alguacilado. Y, por si fuera poco la referencia a Quevedo, otra a Dante y sus siete círculos infernales. Tal vez, demasiado para exponer una simple opinión personal: y es que creo que, en estas cuestiones, estamos tocando el fondo, como decía Gabriel Celaya.


     El fiscal Francisco Calabrés estaba en la cima de su carrera. A sus cuarenta y cinco años de edad, había sido nombrado para el Tribunal Supremo. Aunque él consideraba justísima su promoción, lo cierto es que cualquiera que lo conociese habría puesto la decisión en duda. Calabrés no tenía más virtud profesional que la del equilibrio: ni duro ni blando, ni simpático ni adusto, ni trabajador ni vago, ni conservador ni progresista, ni… ni… Sólo dos intensas cualidades adornaban a su persona: era tremendamente contemporizador, es decir, acomodaticio y tenía una notable facilidad de palabra. Tal vez por ello, su jefe le había encomendado “una tarea de gran lucimiento y compromiso”: dar la conferencia inaugural de las III Jornadas de Fiscales Generales Latinoamericanos. El tema, de rabiosa actualidad, cortaba el aliento: Seguridad absoluta, tolerancia cero y Derecho penal del enemigo.
     Calabrés pasaba aquella tarde en su despacho, dando los últimos toques al texto y reproduciendo en voz alta sus pasajes más relevantes. Las horas volaban y la oscuridad cayó sobre el gran edificio, escasamente iluminado. En un reloj cercano sonaron las nueve. Era el momento de regresar a casa, pues el dolor de cabeza amenazaba de cerca y los ojos empezaban a ver chiribitas en la pantalla del ordenador. Guardó, pues, el texto de la conferencia en su portafolio y dirigió sus pasos hacia la escalera que llevaba al enorme vestíbulo del Tribunal.
     A la altura del rellano en que los dos tiros de las gradas se reducían a uno amplísimo, el fiscal pareció escuchar un siseo apagado a su espalda. Se giró y no vio otra cosa que la bella estatua de la Justicia, de tamaño más que natural, que presidía la escalinata. Sonrió, dijo un “buenas noches” de apariencia sincera e inició el descenso del último tramo de escalones. Pero… sí, esta vez un chist perfectamente audible detuvo nuevamente su bajada. Calabrés volvió a mirar hacia atrás y –cosa insólita- le pareció que la fisonomía de la Justicia era ahora más afable. Retrocedió hasta el descansillo y su sorpresa no tuvo límites: la escultura había bajado de su pedestal, de forma que apenas rebasaba en una cabeza su propia estatura. Lívido, atónito, sin acertar a dar un solo paso, vio acercarse suavemente a la estatua y una voz profunda y dulce a la vez regaló sus oídos:
-          Señor fiscal, eres  el único amigo que tengo en este edificio, en el que llevo casi cien años. No creas que no he notado que, cada vez que pasas junto a mí, acaricias disimuladamente mi túnica o me haces un gesto de saludo. Seguramente, se tratará de una superstición, o de un tributo a mi belleza física pero, en cualquier caso, nadie sino tú me muestra algún afecto, aunque sea modesto y aun equívoco. Por esta causa, he obtenido del Dios de todas las virtudes el don de dirigirme a ti esta noche, por primera y única vez, para mostrarte la verdad sobre tu profesión y permitirte así convertir tu vida. Estás ante tu gran momento mundano, lo sé, pero ni todo el mundo vale lo que un instante de luz divina, es decir, de verdad.
***
     Como en un sueño, Calabrés se dejó coger de la mano por la estatua y, flotando por sobre la escalera y los pasillos, y atravesando puertas y paramentos, descendieron hasta los sótanos y se encontraron ante las recónditas dependencias  en que se guardaban los pleitos y expedientes archivados, conclusos o sobreseídos. Sólo que, en esta ocasión y como grabada a fuego, cada puerta presentaba la alusión a alguna de las profesiones relacionadas con la justicia, o a ciertos tipos de delincuentes. La estatua soltó su mano y le explicó:
-          He aquí el infierno de cuantos han sido condenados por faltar a la virtud que yo simbolizo. De entre los antros de eterna perdición, es seguramente el más concurrido. No te mostraré todos los cuartos ni, menos aún, su interior. Habrás de creerme sobre mi palabra de Virtud.
     Seguidamente, la Justicia avanzó unos pasos y Calabrés tras ella. La escultura señaló la primera puerta y dijo:
-          He ahí el infierno de los políticos que niegan a la Justicia la paz y los medios que ella necesita, y se prevalen de su poder y superioridad para promulgar leyes inicuas y sortear cualquier juicio justo por sus cohechos y prevaricaciones.
     Pasando junto a la segunda puerta, la imagen acusó:
-          ¡Oh jueces, que ofendéis y prostituís vuestra sagrada misión! Este es vuestro infierno, al que os han traído, no tanto las concusiones –como antaño-, sino la cobardía, la inactividad o la vana presunción.
     Al llegar a la tercera puerta, la Justicia tomó protectoramente la mano de Calabrés y musitó:
-          Aquí, pobre amigo, yacen eternamente infelices tus compañeros fiscales, que arrancan con sus uñas la carne de los débiles para acallar a la sociedad, mientras son miopes y tolerantes con las perversidades de los fuertes, pretextando en ocasiones la sagrada obediencia, que ni es sacra ni concuerda con el respeto que deben a las leyes.
     El cuarto círculo estaba dedicado a los “empleados”. La guía explicó:
-          He ahí el lugar donde penan aquellos que, lejos de trabajar y servir a quienes piden justicia, los extorsionan, confunden o desprecian, aprovechando la torpeza y el dolor ajenos para hacer de ellos burla o negocio.
     La quinta puerta rotulábase “abogados”, y la estatua pareció iniciar una mayor pausa, pero luego rectificó y sólo dijo:
-          ¡Para qué detenerse con los leguleyos! Todos conocéis y aún exageráis sus vicios, por difícil que ello sea. Sábete, hijo, que muchos pecan por defender causas injustas, o por hacerlo con toda clase de falsedades. Otros mueven pleitos inútiles por afán de enriquecimiento, o los alargan hasta el infinito.  En fin, defienden a la ligera y de mala gana a los pobres y hacen casi inmunes a los ricos y poderosos.
     La sexta dependencia estaba asignada a los delincuentes y litigantes ricos, inteligentes o poderosos, que salían con bien de todas sus desmanes y tropelías, gracias a sus dádivas y cualidades puestas al servicio del mal; de tal suerte –ironizó la Virtud- que logran no pisar un tribunal penal o una cárcel, hasta que su mala muerte les trae aquí, muy a su pesar.
     La séptima y última habitación estaba reservada a los violentos. La Justicia resumió así:
-          Este último rincón del infierno que te muestro, es el reservado a los peores de los malvados: aquellos que, despreciando a sus hermanos y abusando de la fuerza, destruyen nonatos, golpean a los débiles, maltratan a sus deudos y esposas, aterrorizan a los inocentes o, de cualquier otra manera, olvidan que la paz es la mayor obra y deseo de nuestro Señor.
     La diosa togada se volvió con una sonrisa al fiscal, como dando por terminados recorrido y explicación, pero Calabrés se atrevió a preguntar:
-          Virtud cardinal a la que destino mi existencia, ¿dónde se encuentran los malhechores que ante nosotros comparecen todos los días, los agobiados de antecedentes penales, los multirreincidentes que llenan las cárceles, los azotes de nuestra seguridad ciudadana?
-          Querido hijo, ¿no has comprendido mi mensaje y mi objetivo? Esos que tú persigues con saña, a los que no toleras en absoluto, a quienes tratas como enemigos, Dios ciertamente no los disculpa, pero no los condena. Ellos nacieron en hogares rotos, carecieron de trabajo y de cultura, fueron pobres, cayeron en las garras de la droga, en suma, no tuvieron apenas oportunidades en su vida. En el purgatorio limpiarán sus almas, hasta que el buen Padre los acoja en su seno.
     Apenas había acabado de oír esas palabras, Calabrés se encontró en la cancela de salida del Tribunal. Recibió el saludo del guardia de vigilancia y salió a la plaza ajardinada que tan bien conocía. Sólo que esa noche, la cabeza le daba vueltas y no acertaba a separar lo real de lo imaginario. Mecánicamente miró la hora: las once y veinte. Luego habían transcurrido más de dos horas desde que abandonara su despacho. Ergo, veritas est!, masculló en latín, tratando de dar a lo sucedido un carácter sagrado, casi sacerdotal.
***
      La hora de llegada a su casa fue tan tardía, que ya no tenía sentido contestar el mensaje que su jefe le había dejado mucho tiempo antes: Paco, duro con ellos y demuéstrales lo que valemos. Por cierto, te llamo para que no te extiendas demasiado: treinta minutos, no más. Con los saludos y bienvenidas, será más que suficiente. Chao.
     Paco volvió a colgar el teléfono y se dijo: Treinta minutos… Me parece que van a sobrar veintinueve.
     A la mañana siguiente, en presencia de las máximas autoridades de lo que se llamaba Justicia en más de veinte países, Calabrés rompió para siempre su equilibrio y su carrera:
-          Señoras y señores. Tienen ustedes toda la razón: tolerancia cero. Así que levántense todos y encaminémonos a la cárcel más próxima. Nadie más que ustedes, y otros tales como ustedes, merecen el trato de enemigos, ni son un mayor peligro para la seguridad de nuestras sociedades.
     Grandes carcajadas y aplausos recibieron la cortísima perorata. Todos la habían entendido como una broma, preámbulo del cóctel y de la recepción por Su Majestad. Bueno, todos no. Dos meses después, el fiscal Francisco Calabrés reanudaba su ejercicio profesional en una remota ciudad de provincias, cuyo Tribunal –destartalado y lleno de desconchones- no presidía, desde luego, una estatua alegórica. Pero eso no parecía importarle a nuestro protagonista. Después de todo, a él ya le había hablado la Justicia y esas palabras iluminarían –debilidades aparte- toda su vida.

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