sábado, 15 de enero de 2011

Ansias de maternidad

Por Federico Bello Landrove

     Fortunata y Jacinta termina donde y cuando quiso Galdós, pero aún puede saber a poco para algunos. Este cuento retoma la peripecia en 1902 y especula con un tremendo error –tal vez, sólo aparente- sobre la paternidad del hijo de Fortunata adoptado por la familia Santa Cruz. ¡Qué pena que las pruebas de ADN sólo fuesen practicables mucho después!

  1. El crimen de la calle de la Bolsa

     No ocupó espacios destacados en los diarios de la época, ni fue tema para pliegos de cordel o coplas de ciego, pero haberlo, lo hubo. Me refiero al asesinato de doña Hortensia Santa Fe (como era conocida, por el apellido de su difunto esposo, cual si ella careciese de personalidad propia), acaecido el 15 de mayo de 1902, en su casa del número 12 de la madrileña calle de la Bolsa, cuando se disponía a acostarse. Hasta para morir hay que tener suerte. Digo esto porque los fastos de la mayoría de edad y entronización de don Alfonso XIII, en pleno desarrollo en aquellos momentos, robaron a doña Hortensia la atención mediática y popular que, en otro caso, sin duda hubiera concitado al ser despenada.

     Tal vez se pregunten qué relación puede existir entre un crimen de principios del siglo XX y un servidor. La cosa se aclara, al saber que, allá por 1995, en vísperas de restaurarse el Jurado en España, yo era un Juez en prácticas, en la Audiencia de Madrid. Mi tutor, deseoso de que me familiarizara en lo posible con el funcionamiento de la nueva institución procesal, me dijo:

-          Alfredo, coge en la biblioteca cualquiera de los libros de sentencias de jurado de su primera época y haz un seguimiento de uno cualquiera de los casos. Ya sabes que los autos completos los encontrarás en el Archivo Histórico Provincial, en el supuesto de que el asunto se haya considerado merecedor de su indefinida custodia.

     Dicho y hecho. Los numerosísimos tomos de sentencias, con el año correspondiente grabado en el lomo, estaban colocados en los dos anaqueles superiores de varias estanterías. Me decidí por el volumen segundo del año 1904, un poco al tuntún, simplemente porque me resultó más fácil de alcanzar sin necesidad de escalera. Y ¡oh casualidad!, la primera resolución, de fecha 6 de julio del citado año, era, precisamente, la relativa al que yo denominé desde el primer momento el crimen de la calle de la Bolsa, por analogía con otros famosos, como el de la calle Fuencarral, que historió Galdós, o el muy similar de la calle Bordadores, excelente película dirigida por Edgar Neville, como se sabe.

     La suerte debía de acompañarme por aquellas calendas, pues resultó que dicho asesinato había sido considerado digno de archivo y la amable empleada dio con el legajo a la primera de cambio. Hasta quitó el polvo al cartapacio, sin duda impresionada por mi condición judicial. Por hablar de algo, recuerdo que le pregunté:

-          ¿Que encontrarían de interesante los archiveros de antaño, para conservar precisamente estos autos?
-          Seguro que usted lo averigua en cuanto los examine, respondió muy meliflua.
-          ¿Y no podría hacer eso en mi casa, con todo cuidado y diligencia?, dije tratando de aprovechar su ánimo favorable.
-          Lo siento, lo tenemos prohibido, pero sí se lo reservaré todo el tiempo que lo necesite. Nadie se lo quitará, concluyó muy sonriente.

***

     No resulta fácil resumir un montón de folios forenses que, a su vez, son el pálido reflejo de un tremendo fragmento de vida o, por mejor decir en este caso, de muerte. Ignoro hasta dónde llegará la paciencia de ustedes, o su formación jurídica, o su interés por el tema. Así que tiraré por la calle de en medio y les haré un esquema, al modo de los escritos de conclusiones de las partes procesales. Luego podremos insistir o recalcar algunos aspectos relevantes.

     Doña Hortensia, señora de cincuenta y cinco años de edad, era viuda de don Juan Santa Fe–como ya se ha dicho-, fallecido en Cuba, de fiebre amarilla, allá por 1.894. Vivía en Madrid, en el número 12 de la calle de la Bolsa, en la casa familiar de su esposo, vetusto edificio de dos plantas que se había respetado cuando la reforma urbanística de la Plazuela de la Leña, debido a su carácter casi monumental. Eran también moradores de la casa el hijo, Juanito, de veintiséis años, sin ocupación alguna, y la servidumbre, compuesta habitualmente por una criada, Ernestina, y un portero, llamado Ananías. La casa tuvo tiempos mejores y más amplia nómina de empleados, pero la crisis del sector textil y el traspaso del negocio familiar de telas al por mayor habían pasado una importante factura.

     Sobre las diez de la noche del 15 de mayo de 1902, habiéndose retirado sin novedad doña Hortensia a sus habitaciones del primer piso, Ernestina y Ananías estaban cenando en la cocina de la planta baja. Juan se había ausentado de la casa hacia las siete de la tarde y aún no había regresado, cosa que era frecuente, dado que el señorito solía alternar con amistades hasta altas horas de la noche –o de la madrugada-. En tales circunstancias, los sirvientes oyeron un grito sofocado de mujer, procedente del piso superior, seguido a los pocos momentos de un golpe sordo contra el suelo (techo, para ellos), simultáneo al estrépito de caída de un mueble y rotura de porcelana. Tras dudar sobre qué hacer cosa de un minuto, tiempo en que se hizo nuevamente el silencio, Ernestina decidió finalmente subir a la antecámara de su señora, pareciéndole ver salir una figura masculina de dicha habitación, según ella subía los primeros peldaños del segundo tramo de la escalera interior. La citada antecámara se encontraba ordenada y en penumbra. No así el dormitorio, que tenía la luz encendida y en el que Ernestina se encontró con un espectáculo que estuvo a punto de provocar su desmayo.

     Sobre la alfombra, con la cabeza aún apoyada en el ancho larguero de la cama, yacía el cuerpo de doña Hortensia, en bata y camisón. La cama presentaba la ropa ligeramente desordenada, pero no estaba abierta. La mesita velador, que hacía las veces de mesilla de noche, estaba volcada y rotas varias de las figuritas de fina loza, así como la jofaina. La señora no daba señales de vida. Ernestina logró reponerse, pasado un breve tiempo, que podría cifrarse entre tres y cinco minutos, y, saliendo al pasillo de la escalera, gritó a Ananías para que subiera a auxiliarla. El portero subió a toda prisa, contempló en el dormitorio cuanto hemos descrito y salió inmediatamente a llamar al médico y al sereno. Junto al portón de la calle se encontró con Juanito y, entrecortadamente, le puso al corriente de lo sucedido.

     El médico de cabecera, don Sebastián, llegó a casa de los Santa Fe a eso de las once menos cuarto de la noche, no pudiendo hacer otra cosa que certificar la muerte de doña Hortensia, por estrangulamiento. Las marcas indicaban que había sido asfixiada manualmente y por detrás. Por su parte, el sereno, localizado en la calle de Carretas, a unos trescientos metros del lugar del crimen, llegó a éste sobre las diez y veinte, manifestando que no había observado la presencia de ningún sospechoso al iniciar su ronda, ni se había cruzado con Juan poco antes.

     Finalmente, recojamos que el susodicho Juanito hubo de ser atendido in situ por don Sebastián de un síncope, que le obligó a guardar cama durante dos días. Al abrirse y leerse el testamento de doña Hortensia, se constató que nombraba a su único hijo heredero universal de todos sus bienes, asignando una manda importante al Convento de las Adoratrices de Madrid.


  1. Instrucción y juicio

     El inspector de policía Anacleto Renovales, llevó la dirección de las investigaciones, bajo la supervisión del magistrado-juez instructor, don Manuel Pereira. Los autos daban una pálida y recortada imagen de las causas por las que Renovales centró sus sospechas, y sus pesquisas, en Juan Santa Fe. Ahora que ya soy un juez experimentado, puedo suponer los motivos que tuvo. Naturalmente, he contado con las reseñas de prensa obrantes en las hemerotecas, que he consultado para preparar este relato:

-          Primero. Juanito era un sujeto de mal vivir, manirroto impenitente y de genio un tanto descontrolado, que ya había tenido algunas denuncias por malos tratos y agresiones, archivadas por ser vos quien sois, previa generosa compensación económica a cargo de su madre.
-          Segundo. Con puertas y balcones cerrados, se hacía difícil suponer que el crimen fuese perpetrado por alguien ajeno a la casa, siendo así que no se apreciaba fuerza en las cosas, ni doña Hortensia se había prevenido ni gritado hasta sentirse asfixiar.
-          Tercero. Ernestina había creído ver una sombra masculina deslizándose por el pasillo, hacia otras habitaciones de la casa. Nadie parecía haber salido de ella. Ananías había visto a Juan aparentando entrar en la casa pero, en realidad, ya dentro del zaguán. El sereno no se había cruzado con el hijo de la finada, al hacer la ronda de su vereda, inmediatamente antes del crimen.
-          Cuarto. Las relaciones de Juan con su madre llevaban años siendo tensas, declarando diversos testigos haber presenciado riñas y discusiones por problemas de dinero. El joven podía solucionar su crónica escasez de pecunia gracias al fallecimiento de su madre, por ser su heredero forzoso y, con toda probabilidad, también testamentario. Doña Hortensia, aún de buena edad y salud, era un insalvable obstáculo, no sólo para heredarla a ella, sino para entrar en el disfrute de la herencia de su difunto marido, de la que era usufructuaria vitalicia y universal. En suma, pensaría el policía, ¿a quién aprovecha la desaparición de la difunta?
-          Quinto. Todo cuanto había en la casa estaba en su lugar y en orden, a no ser lo derribado o roto en la resistencia de doña Hortensia a ser estrangulada. Eso parecía descartar la más probable hipótesis a priori, a saber, la del robo.
-          Y sexto. Los informes de don Sebastián y de otras personas próximas coincidían en que los síncopes y otras alteraciones psíquicas eran bastante frecuentes en Juan, que tenía que recurrir a fuertes calmantes y a recluirse en su habitación, a oscuras, en silencio y aliviado mediante compresas en la frente y el cuello. En consecuencia, su reacción a la muerte de su madre no tenía por qué ser fruto de la sorpresa o de la pena, sino de la tensión o del temor.

     El hecho es que, gracias a la perspicacia de la policía y a la insistencia del instructor, Juan acabó por confesar que había matado a su madre, en medio de una de esas crisis mentales que lo aquejaban de vez en cuando y en las cuales era incapaz de controlarse ni de recordar después con detalle lo efectivamente sucedido.

***

     Con esa confesión, pocas dudas parecían caber sobre el destino que esperaba a Juan, al menos, en los siguientes treinta años. Fue puesto en prisión preventiva en la cárcel de hombres de Madrid, para pasar seguidamente (¿por influencias?) al manicomio de Leganés, donde se le practicaron diversos estudios psiquiátricos. Se suspendió la entrega de la herencia, ante la probabilidad de una automática desheredación por indignidad. Se formuló la acusación fiscal y se designó el jurado para el enjuiciamiento del caso.

     Ni yo mismo fui capaz de entender con precisión las disquisiciones y diagnósticos que los peritos médicos hicieron sobre la mente de Juan. ¡Cuánto menos podría yo transmitirles sus conclusiones! Términos como paranoia, esquizofrenia, locura maniaco-depresiva, epilepsia o, incluso, oligofrenia surgían, se entrecruzaban, enfrentábanse y ocasionaban una inextricable maraña de eximentes  completas o incompletas, de atenuantes ordinarias y cualificadas, de afectaciones menores o irrelevantes del entendimiento o la voluntad, que nadie podía imaginar cómo iban a ser digeridas y valoradas por un tribunal de legos en Derecho y, por supuesto, en Medicina. Me entretuve en hacer un diagrama de palotes con los once expertos por cuyas sabias manos fue pasando Juan, a lo largo de ocho meses: para tres de ellos, era una persona cuerda o, al menos, mentalmente normal dentro de los modestos parámetros del Derecho penal. Otros seis peritos se inclinaban por valorarlo como un sujeto afectado significativamente por la enfermedad mental, en más o en menos. Dos médicos, finalmente, lo juzgaban clínicamente inimputable.

     Por cuanto puede significar para el devenir del proceso, recordaré lo que lúcidamente afirmaba el doctor Cifuentes, vicedirector del manicomio leganense, como una consideración incidental, en el folio 387 vuelto del tomo segundo del sumario especial: El sujeto examinado por mí, a requerimiento del señor magistrado instructor, presenta un gran parecido externo, de comportamiento y actitudes con otro individuo, ingresado por primera vez en esta Institución en 1876 y que, tras numerosas altas y reingresos, permanece ininterrumpidamente en ella desde finales del año 1899. Se llama Emerenciano Lavín. Si hago este excurso en el presente dictamen es debido a que, desde que don Juan Santa Fe está en este Hospital, habiendo coincidido casualmente con el susodicho Emerenciano, entabló con él una gran amistad, permaneciendo juntos la mayor parte de su tiempo libre, comiendo en la misma mesa y, en suma, comportándose ambos como viejos conocidos, sin sombra de discusión o desacuerdo. Y eso que existe una gran diferencia de edad entre ellos, pues el citado Lavín no tendrá menos de sesenta años.

     Para concluir con la fase instructora, me limitaré a indicar que, además de la discrepancia sobre el estado mental del acusado, habría de debatirse en el juicio una cuestión no menor: si concurría en el parricidio la agravante de alevosía, por lo imprevisto de la agresión por la espalda, o si debería descartarse dado que, no actuando el acusado de manera plenamente voluntaria y consciente, no tendría que responder por lo artero y proditorio de su ataque. Y digo cuestión no menor, porque de ella podía depender la imposición de la pena de muerte.

***

      De vez en cuando, los juicios orales sirven de mucho o, dicho al refranesco modo, el hombre propone y Dios dispone. Cuando todos los protagonistas –a excepción del acusado- se prometían unas sesiones tranquilas, reducidas a discutir los temas ya indicados, de la imputabilidad y la alevosía, he aquí que el abogado defensor propuso como testigo a un tal Eleuterio Simón, persona que no había declarado antes en la causa y que nadie más sabía de quien podía tratarse. Resultó ser un sacerdote de setenta y tres años de edad, párroco de San Ginés. Ante las preguntas del defensor, declaró:

-          Pues sí señor. En 1876 yo era coadjutor en mi misma parroquia actual. El día…, no lo recuerdo de memoria, pero aquí traigo la partida, bauticé a un niño, como hijo de Emerenciano y Liberata, al que se puso los nombres de Juan Evaristo Segismundo Delfín. Cosa de un mes después, me consta que una señora muy bien acompañada vino por la iglesia y pidió hablar con el párroco de entonces, don Emeterio. Por lo que éste me contó, venían con la peregrina intención de que se cambiaran en el libro de bautismo los nombres de los padres de la criatura. Don Segismundo les preguntó el porqué y ellos salieron con no sé qué de que la madre había muerto y que el padre no era, en verdad, el padre. ¡Bueno era don Segis! Los despidió con cajas destempladas, pues parece que trataron de ganárselo, primero con dádivas y luego, con amenazas de presionar en el arzobispado.
-          ¿Y hubo más?
-          Desde luego. Convocaron a don Segismundo a Toledo, de cuya archidiócesis dependía Madrid entonces. El dio sus explicaciones y las autoridades eclesiásticas dejaron estar el bautismo como estaba…, que es como consta en la certificación que traigo aquí…

     Como no se trata de contar el juicio, sino de conectar con la insuperable novela galdosiana que ustedes ya se imaginan (sobre todo, si han leído la introducción a este relato), sólo diré que se armó en la sala de audiencia un buen bochinche. El acusado gritaba como un poseso que él era más Santa Fe que la fundada por los Reyes Católicos. El fiscal trataba de impugnar la prueba, porque no se había presentado en tiempo oportuno. El defensor enarbolaba la partida de bautismo, que casi había arrancado de las manos del cura. Éste se persignaba y miraba en derredor, como no creyendo cierto lo que sucedía. Los jurados se encogían en sus escaños, ante tamaño desacato. Al fin, tras innúmeros campanillazos, se hizo oír el presidente del tribunal:

-          Señores, haya paz y orden, que estamos en juicio plenario. Considero lo sucedido como una revelación inesperada y abro un periodo de quince días para que las partes puedan preparar y aportar nuevas pruebas y alegaciones sobre el asunto.

     Por fin, prosperó la busca de la verdad sobre la defensa numantina de la opinión. Se oyó a nuevos testigos, entre ellos, a un tal Edmundo Bachiller, presencial del bautizo y conocedor de los entresijos del caso. El doctor Cifuentes, del manicomio de Leganés, tuvo ocasión de lucir sus habilidades a la hora de encontrar afinidades psiquiátricas entre Emerenciano Lavín y Juan Santa Fe. El inspector Renovales, aplicando las últimas técnicas antropométricas, concluyó, con un margen de error de no más del cinco por ciento, que Lavín y Santa Fe tenían tantas medidas iguales o proporcionales, que deberían ser padre e hijo.  Uno de los jurados, no obstante, pidió formalmente que trajesen al tal Lavín a la sala, para que pudieran contrastar directamente el parecido, sin ayuda de reglas, compases de puntas y goniómetros. El presidente lo fulminó tajantemente:

-          Ya está bien de circo. Resuelvan ustedes con lo que tienen.

     Con lo que tenían, el jurado declaró a Juan Evaristo Segismundo y algunos más (como bromea Galdós) culpable de asesinato de su madre meramente adoptiva, con la circunstancia constitutiva de alevosía, la agravante de parentesco por adopción y la atenuante analógica de enfermedad mental, a la pena de treinta años de reclusión mayor, con las accesorias correspondientes, incluyendo la de indignidad para suceder a los finados don Juan Santa Fe y doña Hortensia. Tenía cierta gracia, dentro de lo dramático de la situación, el contenido de la última palabra del acusado:

-          Si han de condenarme por lo que he hecho, que me encierren en Leganés, para así residir en las estrellas.

     Más claro…



  1. Últimas indagaciones

     Al tomo cuarto de la causa –que comprendía la ejecutoria-, folio 805, figuraba una partida de defunción, correspondiente al reo, Juan Santa Fe, producida en el manicomio de Leganés, a las 8 horas del día 30 de mayo de 1906, por ahorcamiento de etiología suicida. En su virtud, se declaraba la extinción de su responsabilidad criminal y el archivo definitivo de las actuaciones.

     Un tanto extrañado de que el residente en las estrellas hubiese durado tan poco tiempo como morador de ellas, acudí a las hemerotecas, por ver si ampliaban la noticia. Parece ser que el crimen de la calle de la Bolsa tenía mala suerte mediática y siempre se le adelantaba don Alfonso XIII; esta vez, con su espectacular boda, celebrada al día siguiente, 31 de mayo, y su terrible y sonoro remate, en forma de atentado con bomba en la calle Mayor, del que todos ustedes sin duda habrán oído hablar. Así que, como si hubiese recibido una inspiración de lo alto, sustituí las oficinas de la prensa por la sección de defunciones del Registro Civil leganense. Y allí estaba: el día 28 de mayo de 1906 figuraba el fallecimiento por muerte natural (colapso cardiaco) de Emerenciano Lavín, acogido al manicomio, de sesenta y siete años de edad. Así que el hijo no se había juzgado capaz de sobrevivir en las estrellas sin el padre. Nadie habría imaginado mejor prueba del lazo paternofilial.

***

     Pero yo necesitaba algo más. ¿Qué sentido tendría conectar el crimen de marras con la inmensa novela, si no pasaba de las coincidencias, los parecidos y los nombres de similar sonido? Hacía falta algo más, mucho más, para –dicho de una vez- que Liberata se convirtiese en Fortunata y doña Hortensia, en Jacinta.

     Esta vez no me puedo apuntar el tanto. Fue mi tutor, del que estoy obligado a ocultar la identidad, para no atentar contra su paz exterior, quien me dio la idea luminosa:

-          ¿Dónde estarán enterrados los orates, padre e hijo?
-          ¿Quién sabe? Seguramente en el cementerio de Leganés, en una fosa común.
-          ¿Por qué no lo compruebas? Por intentarlo…

     Obedecí al magistrado. De no muy buen humor, me presenté en las oficinas del camposanto y, mediante propina, conseguí que evacuaran mi consulta. ¡Pues sí! Hay una sepultura de segunda, en el cuadro veintiséis, de propiedad perpetua, en la que figuran  enterrados únicamente Emerenciano Lavín y Juan Santa Fe, en la misma fecha, el 24 de junio de 1906.

     Se abrió la fuente de mi inspiración y osé preguntar:

-          Si no es mucha molestia, ¿quién pagó la sepultura?
-          Aquí figura a nombre de José Hurtado de Mendoza [1].
-          ¡Acabáramos!



[1]  Cuñado de Benito Pérez Galdós, como casado con su hermana Carmen.

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