viernes, 28 de enero de 2011

Marramiáu

Por Federico Bello Landrove
     Si Galdós escribió Miau (1888), ¿por qué no puede titularse Marramiáu este cuento, que completa a la novela en un punto muy llamativo? ¿Desoiremos  la presente historia porque la narre un camarero?

      Dicen que España es un país de ladrones. Eso será, entre otros, por los políticos y los tenderos. Yo, como veterano camarero del Café de las Columnas, en la madrileña Puerta del Sol, me he encontrado de todo: desde quien trataba de apañar la cartera de un cliente embarazado por paraguas y abrigo, hasta aquel buenazo de Zacarías, que nos entregó el collar de perlas que se le había desabrochado a la amiga de don S., y había quedado medio oculto en los pliegues de la tapicería del diván. En lo que a mí respecta, llevo veintisiete años en la casa y todavía está por la primera vez que sise en unas vueltas o me quede con una moneda caída. Tampoco voy a presumir de ello, como el pobre señor Villaamil, que en gloria esté, aunque difícil lo va a tener. Digo yo que lo menos que puede ser un funcionario o, para el caso, un camarero es honrado y trabajador. La gloria está en hacer bien el trabajo de cada uno. Si no, sería como aquello que contó un día don Dimas, el dentista, que había dicho el ministro de no sé qué:
-          Un director general tiene que ser apuesto, tener buena voz y brillar en los salones. Si, además, sabe algo de lo suyo, le será muy útil.
     ¿Por qué habré traído a colación al bueno de don Ramón? Va para un mes, el próximo 18, que lo enterraron y todavía me parece estarlo viendo, sentado en la mesa bajo el reloj, con el señor Rubín y don Leopoldo Montes, jugando los jueves su partida de tresillo, con Zacarías de zángano; o discutiendo acaloradamente con el señor Pantoja sobre las ventajas y posibilidades del incontás[1]. Claro que desde aquellos buenos días, de cafetito, bollo y chinchón, ya ha llovido. Últimamente venía poco por aquí, solo y con prisas. Se tomaba un café con leche huérfano, a la carrera y rezongando. Ignoro si los demás le hacían el vacío, o era por evitar sus sablazos. Para mí que el mismo don Víctor dejó de venir por aquí para no verlo y tener que aguantar sus quejas y monsergas desde que se llevó al nieto a casa de su tía. Pero, ¿a dónde iba? ¡Ah, ya! Es que se me agolpan las personas y atraviesan las ideas. Lo que quería decir es que puse a don Ramón como ejemplo de persona honrada y trabajadora, que se creía por eso con derecho a seguir en el ministerio contra viento y marea. Claro que se le volvieron las tornas en mal momento: viejo y a punto de casar a su hija. Pero, de eso a pegarse un tiro…
     ¡Menudo sofoco me llevé cuando me lo dijo Matías, el limpia. Porque todos tenemos que morirnos, pero así… Y no es sólo lo mal que lo pasa la familia con el escándalo: es la pérdida de la esperanza, la condenación eterna –que dicen-, y no sepultarle en sagrado. Me supo mal no asistir al entierro, porque dicen que hubo cuatro gatos, pero el jefe no me dio permiso: que si para mí era un cliente más, que los periódicos no daban noticia del sitio ni de la hora… ¡Pamplinas! Que es un negrero y sólo se hace de miel con su sobrino y con la ayudante de la cocinera, por lo que yo me sé. Pero mira tú por dónde tenía que pasarme a mí lo que les quiero contar, porque tiene lo suyo. Ahí es nada la pajolera mala suerte, que quizá pude haber salvado la vida al señor Villaamil, si yo hubiera sido más curioso o menos honrado. Para que digan que la virtud siempre tiene premio. Y luego, haber sido presentado a todo un director general de verdad. En fin, o me calmo, o ustedes no van a entender nada. El caso es que todo empezó por un sobre extraviado.
***
     Lo vi cuando, terminada mi jornada, me encaminaba al vestidor para cambiarme de ropa; en el pasillo en penumbra, junto a la puerta del escusado. Era un sobre cerrado, tamaño tercio de folio, de color beis, bastante abultado. Carecía de franqueo y de remite. Iba dirigido A la atención del Excmo. Señor Ministro de Hacienda, nada más y nada menos. La letra era clara y elegante, aunque un poco temblona.
     En ocasiones parecidas, yo habría entregado el hallazgo a mi jefe y aquí paz y después gloria. No obstante, la alusión a la Hacienda y el formato y grosor del contenido, me hicieron suponer que pudiera tratarse de una fuerte suma de dinero en billetes de banco. Mi confianza en el susodicho –de cuyo nombre no quiero acordarme- no era lo bastante firme como para fiarle encargo tan apetitoso. Así que, bajo mi responsabilidad, decidí guardar el sobre y esperar a que alguien lo reclamara. No se me ocurrió mejor cosa que andar llevándolo del trabajo a casa y de casa al trabajo, pues no era capaz de imaginar escondrijo que me pareciese lo suficientemente seguro.
     Aquello fue hacia el día 10 del mes pasado; vamos, una semana antes de que don Ramón se pegase un tiro. Nadie preguntó por el sobre, ni yo fui capaz entonces de adivinar quién pudiera ser su dueño. Sólo se me pasó por la imaginación cuando en la esquela mortuoria del señor Villaamil leí lo de funcionario cesante del Ministerio de Hacienda. Pero para entonces era demasiado tarde. Decidí conservar el pliego en mi poder hasta que apareciese por el café el yerno del interfecto, a ver si él identificaba al autor de la letra del sobre. En último extremo, estaba dispuesto a quemarlo, antes que hurgar en la intimidad de un muerto.
     No me fue necesario llegar a tanto. Hace una semana, apareció por el café el señor Cadalso, acompañado de don Leopoldo Montes y de otros dos caballeros que nunca habían ido hasta entonces por allí. Uno de ellos debía ser un capitoste, pues los demás no paraban de hacerle zalemas y de acomodarle la silla, ya que no quiso sentarse en el diván. Era un sujeto moreno, joven aún, corpulento y con un gran mostacho. Yo, dudando todavía sobre lo que hacer y qué decir, empecé a revolotear en torno a su mesa. Oí que le llamaban don Raimundo y, también, diputado.
     Por fin, sacando el sobre del bolso interior de la chaquetilla, donde a duras penas cabía, me dirigí a don Víctor y ceremoniosamente le pregunté:
-          Perdone usía pero he pensado si este sobre, que lleva algún tiempo olvidado en el café, pudiera ser de su suegro, el señor Villaamil.
     El interpelado, molesto por la interrupción, echó un vistazo a lo escrito en la envuelta y, dando un respingo, pareció súbitamente interesado por lo que veía:
-          ¡Cáspita, claro que sí! Es la letra del viejo, digo, de mi suegro.
     Pidió perdón a sus acompañantes y, como si fuera dueño y señor de las cosas del pobre difunto, rasgó sin contemplaciones el sobre y sacó a la luz su contenido. Se trataba de dos o tres folios, doblados apretadamente, escritos por la misma mano que había puesto el destinatario. Apenas se percató del objeto del texto, rompió a reír a carcajadas, aunque en seguida se sosegó:
-          ¡Demonio de hombre! No, si genio y figura…
     Y, como si todos estuviesen en su magín, mostró el primer folio a los contertulios. Acerté a ver, en letras de buen tamaño y subrayada, la siguiente leyenda:
Principios, desarrollo técnico y ventajas prácticas de la implantación del Income tax en la Hacienda española, seguido de un proyecto de progresividad.
     El tal don Raimundo pareció interesado en los folios. Los tomó delicadamente de manos del señor Cadalso y dijo algo parecido a esto:
-          ¡Qué curioso! También a mi me ronda por la cabeza algo así. Claro que Orovio[2] y compañía son demasiado conservadores para aceptarlo.
     Empezó a leer el contenido de lo escrito por don Ramón, mostrando un interés creciente. En un momento dado, debió de darse cuenta que podrían tomarlo a descortesía. Dobló nuevamente los folios y dijo a don Víctor:
-          Perdona, Cadalso, pero lo que he empezado a leer me parece muy clarito y con fundamento. Déjamelo, que lo paladee en casa con tiempo. Así que dices que lo ha escrito un pariente tuyo.
-          En efecto. Mi suegro. Fue funcionario durante muchos años en Hacienda. Incluso trabajó en Filipinas. Quedó cesante cuando el señor ministro actual decidió librarse de la gente de la vieja época y colocar personal de su confianza.
-          ¡No me digas! ¿Y cómo no me habías comentado nada, siendo un pariente tan allegado y, por lo que se ve, valioso? Eres demasiado prudente.
     Don Víctor, por una vez, parecía encogido y sonreía ratonilmente. Quizá por cambiar de conversación, sin tener que dar más detalles, se acordó de mí e hizo una ridícula presentación, dado lo importante del cliente y lo mísero del empleado:
-          Por cierto, señor Villaverde, le voy a presentar a la persona que ha rescatado esos papeles de mi suegro y, al mismo tiempo, alma de este café: Pepote Alcalde. Pepote, este señor es don Raimundo Fernández Villaverde[3], diputado y alto cargo en el Ministerio de Hacienda.
     Don Raimundo me sonrió afablemente, pero volvió a la carga:
-          Dile a tu suegro que vaya el lunes a verme al Ministerio. Si no es en otra dependencia, le haré un hueco en la Intervención.
    Así que don Víctor, corrido y enrojeciendo, no tuvo más remedio que cantar, aunque sin dar detalles:
-          Gracias, pero es demasiado tarde. Falleció el mes pasado.


[1]  Con toda probabilidad, el camarero alude al income tax, o impuesto general sobre la renta.
[2]  Alusión a Manuel Orovio Echagüe (1817-1883), ministro de Hacienda entre 1877 y 1880, tiempo durante el cual se desarrolla la historia de nuestro camarero, datada muy probablemente en 1878.
[3]  Al fin queda claro quién era el capitoste. Se trataba de don Raimundo Fernández Villaverde (1848-1905), gran figura de la política y la ciencia financiera de su época. A la sazón (1878) era diputado por la circunscripción de Caldas de Reis (Pontevedra) e Interventor General del Ministerio de Hacienda, con consideración de Director General. En 1880, sería nombrado Subsecretario de dicho Ministerio.

La Sinfonía de la Reforma

Por Federico Bello Landrove
     La Sinfonía de la Reforma, incide en la trascendencia de la religión para dividir artificiosa e injustamente a los ciudadanos, convirtiendo en víctimas a quienes pueden haberse significado en su defensa. Inspirado en el caso de un pastor anglicano ajusticiado en Salamanca, conecta el ambiente prebélico español con el del nazismo alemán, a través del judío alemán, Félix Mendelssohn (1809-1847), a quien se le ocurrió glorificar o, al menos, solemnizar el tercer centenario de la Confesión de Augsburgo (1530) con una hermosa sinfonía


1.      La tierra

     Los últimos fríos del invierno parecían condensar el airecillo afilado que atravesaba las tapias del cementerio de Castellar y hacía susurrar los cipreses. Y no es el mal gusto, ni el romanticismo, lo que nos hace detener en tan inhóspito lugar para los vivos, sino la circunstancia de que, en aquel día de marzo de 1932, la actualidad informativa estaba, por unos instantes, en el denominado Cementerio del Carmen.

     La extensa huerta del desamortizado convento de carmelitas descalzos de extramuros, convertida desde hacía muchas décadas en el Cementerio Católico, estaba experimentando en aquellos momentos una llamativa transformación. Por obra y gracia de una ley aprobada el mes anterior en medio de considerable polémica, el rótulo primitivo había mudado de epíteto. Ahora lucía, recién pintado, el apelativo de Cementerio Municipal. Y, aún más importante, la piqueta acababa de asestar los últimos golpes al muro que hasta entonces separaba las zonas católica y civil, de manera que ya no había fronteras para los muertos. Es probable que estos no tuvieran mucho interés en tal mudanza, pero para las nuevas generaciones la cosa resultaba trascendental: unos lo llamarían dignidad; otros, política. A fin de cuentas, se derribaban vallas físicas y se levantaban reductos espirituales. No se trata de juzgar conductas, sino de constatar hechos.

     Concluida la labor de albañilería, el señor alcalde –que presidía el acto- pronunció unas breves palabras de enaltecimiento y justificación del evento, aplaudidas por casi todos los asistentes al mismo. Entre ellos, un apuesto caballero, de treinta y tantos años de edad, estrictamente vestido de negro, con la nota impoluta de un níveo alzacuello. Se trataba de D. Manuel Gajate, presbítero de la Iglesia Española Reformada Episcopal (para entendernos en breve, Anglicana), párroco de la muy noble y Antigua Iglesia de los Mártires de Castellar, fundada en 1870 y que, a la sazón, fungía su sagrado y docente ministerio en la calle Democracia.
Los reporteros del Noticiero, de Radio Castellar y de otros medios informativos de la ciudad no dejaron de interpelar a los más notables individuos presentes. El señor alcalde apenas se detuvo:

-          Ya han escuchado mis palabras. Este es un acto de justicia, no sólo por la laicidad de la República, sino por la dignidad de los difuntos no creyentes y de sus deudos.
-          … Por no hablar de quienes, aun siendo creyentes, han sido sistemáticamente marginados en España, vivos y muertos, al no profesar la religión católica romana –osó apostillar el reverendo Gajate-.

     El alcalde, con su acostumbrada gentileza, sonrió al pastor y le saludó con una leve inclinación de cabeza.

-          ¿Quién es el tipo que ha interrumpido al alcalde?, preguntó displicentemente un periodista a otro colega.
-          Soy el párroco de la iglesia anglicana de Los Mártires, en la calle Democracia, contestó el propio Gajate que, a lo que se ve, tenía buen oído.

     El grupo se fue disolviendo, como lo hacía el propio sol de membrillo del atardecer. El párroco aligeró la marcha, con paso elástico, desandando el Paseo del Cementerio. En la mente y entre los dientes, le rondaba el mismo pensamiento que lo atenazaba desde que, tres años atrás, se había hecho cargo de su feligresía:

-          Una parroquia, tres escuelas, una congregación excelente, aunque reducida, pero seguimos siendo poco operantes y desconocidos en la ciudad. ¡Tengo que dar un golpe de efecto!

***

     En realidad, el golpe de efecto se venía cociendo desde que, el año anterior, nuestro reverendo había escuchado en casa de su amigo, el concejal Lasheras, la sinfonía de la Reforma de Mendelssohn, en versión de la orquesta de la Gewandhaus de Léipzig, bajo la dirección de su titular, Bruno Walter. El párroco se había quedado extasiado con la calidad de sonido de los discos de la Deutsche Grammophon, que hacían justicia a la belleza y energía de la obra. Lasheras, melómano impenitente, le comentó:

-          Pues esto no es nada, comparado con  la audición en la propia sala. Es algo sublime. No en vano Mendelssohn dirigió esa orquesta hace casi un siglo y Walter ha ensayado a fondo la obra para conmemorar su centenario. Es un director mágico, tan ardiente como el que más y, a la vez, comunicativo y nada tiránico.

     En el colmo del atrevimiento, Gajate imaginó lo que sería traer a Castellar una orquesta de nivel mundial y a un maestro, como Walter, que nunca había dirigido en España. No era, sólo, problema de dinero, sino de fechas y de política de la sociedad que gobernaba la orquesta. A través de amigos británicos de Walter y de hermanos masones complacientes, el párroco de Los Mártires hizo llegar al gran director una carta recomendada, que trataba de tocarle el corazón: que si la nueva España democrática y republicana; que si la laicidad e igualdad entre confesiones religiosas, tan propicia a un renacimiento de las iglesias evangélicas; que si el centenario de la Sinfonía; y, como coronación de todo el argumento,

     No sé si usted sabe que, hace unos cuatrocientos años, en Castellar se llevó a cabo una terrible represión, con autos de fe, de judíos y de los llamados protestantes, en que decenas de ellos pagaron con la vida la fidelidad a sus ideas y se cegó definitivamente el Renacimiento religioso español. ¿Será demasiado pedir que en Castellar pueda volver a brotar la luz que, en pleno siglo XX, recupere la dignidad de los fieles y la fuerza de la razón?”

     En honor a la verdad, es de reconocer que Walter le contestó muy cordialmente, sin ocultar la emoción que la misiva había producido en su corazón de judío. No obstante, los compromisos de la orquesta le impedían atender la petición de viajar a Castellar, al tener conciertos contratados para los siguientes tres años. “Tal vez, entonces…”

     De modo que, a pesar de recomendaciones y de grandes esfuerzos para acopiar el numerario preciso, Gajate tuvo que abandonar temporalmente su anhelo y seguir pensando en algo grande para honor de Dios y de su iglesia. Y así le sorprendió el mes de marzo de 1932, como acabamos de comprobar.
***

      La primavera llegó y, con ella, una carta. Era la víspera del Primero de Mayo y se notaba en los pasquines y la tensión de las calles. Gajate fue a cambiar impresiones con su colega, el párroco de Cigales. Al regreso, su mujer le dijo:

-          Manuel, tienes un telegrama, nada menos que de Alemania.

     Con la sorpresa y el nerviosismo que son de suponer, nuestro párroco abrió el despacho. Utilizaba el francés como lengua de comunicación internacional y su contenido era, sustancialmente, el que sigue:

     Circunstancias especiales permiten esta orquesta desplazamiento Castellar próximo octubre. Comunique mismo medio si persiste interés concierto. Saludos, Schlesinger.”

      Gajate se sentó en la mecedora, acunando con su vaivén el torbellino de la emoción y la relectura insistente del telegrama. Cuando logró calmarse, entregó el documento a su mujer y pasó a la iglesia, aneja a la casa rectoral, a dar gracias a Dios por tan señalado favor. Como no dejaba de ser curioso, se preguntó por el camino:

-          Schlesinger, Schlesinger, ¿quién será? Tal vez, alguien de la administración de la orquesta.

     Pues no, reverendo, era el propio Bruno Walter que, tal vez como afirmación de su identidad judía, había utilizado insólitamente su verdadero apellido de origen.

    Despejemos incógnitas. ¿Circunstancias especiales? ¿Autoafirmación judía? ¿Qué había sucedido?

     En los meses anteriores, la orquesta de la Gewandhaus había realizado una gira por el sur de Alemania, con la sinfonía de la Reforma como pieza central, como cumplía a su centenario. En Núremberg, primero, y después, en Múnich, los nazis habían hecho de las suyas y los conciertos habían sido interrumpidos. Compositor y director judíos eran demasiado para su creciente fuerza y entusiasmo. La tournée hubo de suspenderse y todo hacía presagiar que el otoño no fuera más propicio. Anticipando lo que luego sería un hecho, el alcalde de la propia Léipzig había sugerido retirar la estatua de Mendelssohn de la escalinata de la Gewandhaus. Walter rugió:

-          Está aquí, no sólo como un grande de la música, sino como director de esta orquesta durante doce años. Si él se va, me voy yo.

     Los músicos, en general, le apoyaron. Claro que todavía no había llegado Hitler a la cancillería. La directiva de la sociedad musical lipsiense decidió cancelar las salidas previstas para el otoño por el país. Y aquí fue donde, providencialmente para Castellar y sus anglicanos, Walter recordó la carta de Gajate. Lo imaginó como un desagravio a Mendelssohn y a su hermosa quinta sinfonía. Intrigó, movió peones, como si fuera cosa propia, y logró la aceptación de la sugerencia:

-          ¿España? ¿Castellar? Pero estará usted seguro de que hay sala y condiciones económicas adecuadas –inquirió preocupado Herr Lutweg, director de la sociedad-.
-          Descuide: nunca, en ningún lugar, fue Mendelssohn tan anhelado. Aunque sea, tocaremos en el templete de la banda de música.
-          ¡Qué cosas tiene, señor director!, replicó Lutweg entre risas.

     Hasta aquí, un breve resumen del prólogo del prodigio. Un proemio completamente innecesario para el hombre que lo había desencadenado. Con toda sencillez, dijo a su esposa, cuando esta lo abordó al regreso de su dación de gracias:

-          Querida, es la buena tierra. Castellar es terreno fértil para la Palabra y, por lo que se ve, en Léipzig sucede otro tanto.



2.      La siembra

      Para finales de junio, la fecha y el lugar del concierto quedaron apalabrados en firme. La prevista afluencia de público hacía aconsejable alquilar el Gran Teatro, por más que su acústica no fuera excelente. La fecha vino impuesta por exigencias de la agenda orquestal: sería el viernes, 14 de octubre.

     El reverendo estaba exultante y cuidaba a conciencia  todos los detalles, con la inestimable ayuda de Lasheras y de varios miembros destacados de su feligresía. Particularmente fructífera fue la entrevista con el alcalde quien, decidiendo considerar el acto esencialmente cultural, no religioso, confirmó su asistencia y prometió subvencionar el mismo, pagando con fondos municipales la mitad del precio de arriendo del teatro. Por su parte, la Iglesia Anglicana Española resolvió financiar la publicidad del concierto, mediante carteles y octavillas de bella ejecución. Si el señor Gajate pretendía un golpe de efecto, estaba en vías de conseguirlo.

     Para septiembre, los preparativos alcanzaron el punto de ebullición. Los pasquines del concierto compartían vallas y tapiales con los carteles feriales del Circo Krone y de las corridas de toros, con Maravilla, Fortuna, Fuentes Bejarano y Pepe Bienvenida.  Si se hubiese enterado Bruno Walter, no creemos le hubiese parecido mala vecindad.

     Precisamente el día de San Mateo, en la Iglesia Antigua de Los Mártires se recibió una llamada del obispado católico de Castellar. El señor obispo rogaba la presencia en palacio del presbítero Gajate, para un asunto del mayor interés. El caso es que, por grande que considerase la importancia del caso, fue su secretario particular quien lo despachó:

-          Verá, señor Gajate, seguramente por ignorancia, han hecho ustedes coincidir su concierto con la celebración solemne de la gran vigilia teresiana. Ya sabe que se va a desarrollar la tarde del 14 de octubre en la catedral, dentro de los actos del trescientos cincuenta aniversario de la muerte de la gran santa de Ávila.
-          Pues, efectivamente, tiene usted razón, no había caído en la coincidencia, pero, en cualquier caso, la prioridad temporal es nuestra. Así que mejor diríamos que la ignorancia ha sido de ustedes.
-          ¡Hombre, no me irá a decir que la organización del Año Teresiano no viene de mucho tiempo atrás, o que la celebración de Santa Teresa el día 15 de octubre es de ayer por la mañana!
-          Sosiéguese, hermano. Insisto en que su vigilia se ha hecho pública con posterioridad a nuestro concierto. De todas formas, no veo por ninguna parte la inconveniencia de que coincidan en el tiempo una celebración religiosa y un concierto de música clásica.
-          Concierto que promueven ustedes y que tiene como obra central la sinfonía de la Reforma. Además, concédame que muchos católicos son también melómanos y, como tales, puede surgir un conflicto en cuanto a qué acto asistir. ¡Y las autoridades! No creo que puedan desdoblarse.
-          Mire, señor secretario, si un creyente duda entre acudir a un acto religioso o a un concierto, es que no merece ese nombre. Y, en cuanto a nuestras autoridades, es obvio que no pueden ir como tales a un acto particular de culto. Si acuden a él, o al concierto, será a título exclusivamente privado. Así que déjelas que opten libremente por uno u otro.
-          Veo, señor Gajate, que no está dispuesto a ceder, ni aun contando con la evidente prioridad de nuestra Iglesia en España y entre los ciudadanos de Castellar…
-          Efectivamente, señor secretario. Hágaselo saber así al señor obispo, con mi más respetuosa consideración.

     Por su parte, el señor obispo le hizo llegar la suya unos días más tarde. Un grupo variopinto de jóvenes, de connotaciones políticas y religiosas sobradamente conocidas, se concentró frente a la iglesia anglicana lanzando consignas antibritánicas y algunas piedras. En verdad,  Monseñor Torróntegui desautorizó a los provocadores del incidente y, a partir de entonces, embridó a la Acción Católica diocesana, pero muchos violentos habían focalizado su indeseada atención hacia el reverendo Gajate y ese hecho ya no tenía reversión posible.

***

     Como suponía el pastor, los actos simultáneos de la tarde del 14 de octubre fueron ambos un éxito. La catedral lució cuanto podía templo tan poco agraciado, gracias a la multitud que se congregó en su seno y a la extensa y brillante homilía del señor obispo, quien no dejó de destacar la ausencia de las primeras autoridades, “que dicen estar comprometidas con nuestra tierra y con la cultura, pero vuelven la espalda a una santa castellana y gran escritora”.

En cuanto al concierto, ¡qué decir!, sino que el Gran Teatro registró un lleno absoluto, brillando como ascua de oro. Los asistentes recibieron a la entrada un programa de mano, firmado M.G., del que fue muy comentada la presentación de la sinfonía de la Reforma como una obra programática que, pasaje a pasaje y movimiento a movimiento, reflejaba el espíritu y la evolución de Lutero y de la sociedad alemana de su tiempo. El resultado musical fue así mismo brillante y el público acogió apoteósicamente todas y cada una de las ejecuciones musicales de la tarde –al decir del Noticiero-, obligando al señor Walter a pronunciar unas palabras de agradecimiento, traducidas por el cónsul alemán en Madrid, y a ofrecer dos bises. Chapurreando el inglés, el gran director de orquesta y el modesto párroco anglicano sostuvieron un afectuoso diálogo en el hotel, antes del concierto. Gajate recordaría tiempo después el núcleo de la conversación, por lo premonitorio del mismo:

-          Espero, señor director que encuentre todo a su satisfacción y que disculpe lo que flojee. Castellar no está acostumbrado a estos fastos y los organizadores, menos aún.
-          Descuide, con tal que no nos tiren piedras… Día llegará –y no está lejos- en que ya no se tratará de mejores o peores condiciones acústicas, sino de tocar o no tocar, y quién sabe si de huir o morir.

     Mas, por entonces, el golpe de efecto tenía muy poco de material y negativo. Antes al contrario, la notoriedad del reverendo y su emotiva presentación de la sinfonía movieron al director del Instituto de Enseñanza Media Don Juan a proponerle una idea muy original, para aquel tiempo. El profesor Gil-Fuentes le sugirió:

-          Verá, señor Gajate, la cultura musical de nuestros alumnos deja mucho que desear. ¿Qué le parecería dar unas charlas, por ejemplo, de periodicidad mensual, presentando alguna obra musical relevante, que se preste a ser entendida en términos de programa concreto? Algo así como lo que usted hizo por escrito con la de Mendelssohn en el concierto del Gran Teatro.
-          No tengo inconveniente, siempre que ustedes pongan el gramófono y los discos. Para abrir boca, podríamos empezar, precisamente, con la sinfonía de la Reforma.

     Y así fue como, a las siete de la tarde del viernes, 16 de diciembre de 1932, el salón de actos del Instituto Don Juan estaba de bote en bote, para escuchar la amena conferencia-audición de la sinfonía de la Reforma de Félix Mendelsson, a cargo de D. Manuel Gajate, pastor anglicano de Castellar, a la que están invitados los alumnos de los tres últimos cursos, padres y profesores.

     Claro que ese era el tenor casi literal del anuncio del acto. De muy otro contenido habían sido las reacciones previas (y lo serían las ulteriores) que despertó la iniciativa. Si los nazis habían juzgado insoportable el judaísmo coincidente de Mendelssohn y Bruno Walter, muchos castellarenses opinaron que sinfonía y párroco reformados era pasarse de la raya. Monseñor Torróntegui y la Asociación de Padres de Familia presentaron sendas protestas en la Inspección provincial educativa, que sólo divergían en las firmas al pie. Diario Provincial puso el grito en el cielo ante “la expulsión de los Crucifijos y la recepción de Lutero y Enrique VIII”. En una carta al director en el más templado Noticiero, el presidente de la Sociedad Anónima de Enseñanza Libre animaba a los padres de izquierdas a llevar a sus hijos a los centros por ella controlados, “pues es evidente que somos nosotros los únicos obligados a cumplir el mandato constitucional de la laicidad, mientras que en los Institutos, por lo visto, el catolicismo sale por la puerta y el protestantismo se cuela por la ventana”.

     Todo eso no fue nada, comparado con la bronca que se formó a la entrada de la conferencia-audición, que retrasó esta una media hora. Un numeroso grupo de padres increpó al señor Gil-Fuentes y trató de impedir el acceso al salón del reverendo Gajate. La voz cantante la llevaba un caballero, que decía ser padre de sendos alumnos de sexto y cuarto cursos. El director no salía, una y otra vez, del mismo tópico:

-          A nadie se obliga. No entren si no quieren. Es un acto cultural y voluntario.

     A Gajate, tolerante y paciente que era, empezaban a crispársele los puños. Afortunadamente, tuvo una idea que le pareció genial:

-          Vamos a ver, señores, si no quieren que sea yo el conferenciante, no lo seré, y, si les parece mal la sinfonía de la Reforma, probaremos con la Italiana, al gusto de Mussolini. Pero lo que no podemos es mandar para casa de vacío a más de doscientas personas.

     Cogió amable aunque vigorosamente del brazo al opositor más radical, y se llegó con él hasta el estrado presidencial. Se hizo en la sala un silencio absoluto. Gajate abrió el acto:

-          Señoras y señores; queridos escolares. Yo venía dispuesto a hablarles de la quinta sinfonía de Mendelssohn, pero hete aquí que este caballero se ofrece voluntario para darme un descanso. Así que tiene el uso de la palabra, para presentar la sinfonía de Mendelssohn que quiera.

     Silencio completo.

-          Bueno, tal vez con la quinta de Beethoven…

     Algunas risitas de burla, procedentes de la parte de atrás de la sala, con predominio de alumnos.

-          En fin, ¿qué tal Mozart? Tenemos por aquí la sinfonía Júpiter.

     Regocijo cada vez más sonoro y general.

-          ¡Por Dios! Pero ¿qué sabe usted que pueda transmitirnos? ¿La Verbena de la Paloma, tal vez?

     Los sonoros silbidos y abucheos hicieron finalmente mella en el caballero espontáneo, que inició una tímida retirada. Aún pudo oír, antes de salir del paraninfo, una nueva andanada del pastor:

-          ¡Queda usted para septiembre!

Con todo, la apoteosis del reverendo melómano fue relativa. El claustro del Instituto estaba dividido y hubo rumores de que numerosos padres y alumnos mayores boicotearían ediciones ulteriores de las charlas musicales. De hecho, sólo llegó a celebrarse la del viernes, 24 de enero de 1933, con la Sinfonía Fantástica de Berlioz como obra a comentar. Apenas treinta personas tomaron asiento en la sala. Gajate sugirió a Gil-Fuentes:

-          He leído que, en los Estados Unidos, se cultivan simultáneamente las facultades de la música y el dibujo, realizando clases de pintura con fondo musical evocador. Tal vez, podría darse ese nuevo sentido a las audiciones, sin necesidad de mi presentación.
-          Le agradezco mucho su valor y sus ideas. Las tendré en cuenta pero, por ahora, será mejor suspender la iniciativa. Quedo a su disposición, en lo que pueda necesitar  para sus escuelas.
-          Muchas gracias, pero nos defendemos bastante bien por ahora y –aunque me esté mal el decirlo- la cultura musical de nuestros niños es excelente… y la de los padres también.

     Gil-Fuentes sonrió. Por unas causas u otras, sería la última vez que se hablaran.



3.      La siega

     Con  golpes de efecto o sin ellos, el lunes, 20 de julio de 1936, una pareja de guardias de asalto se presentó en la casa rectoral anglicana de Castellar y, sin mayores explicaciones, se llevaron al reverendo. Tampoco se libraría, dos días más tarde, de seguir el mismo camino su colega, el párroco de Cigales, si bien en este caso el acompañamiento fue de la Guardia Civil. Siguiendo el ejemplo del Sanedrín con el Maestro –en opinión de D. Manuel Gajate-, no se ponían de acuerdo acerca de la acusación: que si propalar rumores falsos, que si adscripción a la masonería, que si simpatizante de partidos y asociaciones del Frente Popular… Pero mientras los cargos se concretaban, los papeles iban y venían, los interrogatorios eran cada vez más minuciosos y el reverendo seguía en la prisión provincial, ardiente, sucia y masificada. Su esposa y algunas almas caritativas de su deshecha congregación le socorrían con alimentos, visitas y gestiones para su liberación. Él agradecía y aconsejaba. Fiaba en su inocencia, por más que los jueces militares fueran muy rigurosos, pero lo que sucedía muchas noches era inaudito: los funcionarios llamaban a ciertos presos, los sacaban de las celdas y no se les volvía a ver. Gajate aconsejó a su esposa:

-          Orientad vuestras gestiones en el sentido de que me juzguen pronto. Por duros que sean, no pueden encontrarme nada grave. Lo malo es seguir aquí expuesto al capricho o la venganza de los malvados, que matan por placer. De todas formas, no te agobies por mí. Dios proveerá.

     Todos los esfuerzos eran en vano. Como le confesó un capitán de artillería vecino suyo:

-          El tribunal militar no da abasto y, además, con su marido hay un problema serio: la reacción del Gobierno inglés, si se le condenara a pena grave.
-          Pues que lo pongan en libertad hasta que lo juzguen. No va a intentar escapar siendo como es él y teniéndonos aquí a las dos niñas y a mí.
-          Imposible. Tal y como están las cosas, todos los que esperan juicio tienen que estar en la cárcel. Sería peor para ellos si los dejáramos sueltos.

     En fin, parece que los militares tenían cierto respeto por la Gran Bretaña, pero otros de su cuerda eran más decididos. En la noche del 8 de diciembre llegó a la prisión provincial la enésima escuadra del amanecer. Al mando, el camarada Renovales, aquél de la pelotera de la conferencia-audición, a quien Gajate había citado para septiembre. Se ve que llegó un poco tarde, pero llegó.

-          ¡Caramba!, el famoso Manuel Gajate –dijo, pasando la vista por el registro de presos-. Pues no le tenía yo ganas. A ver si le gusta la música de percusión.

     El sol estaba aún lejos del orto. El suelo, helado; cerrada la niebla; el aire, gélido. Los cinco infelices de la cosecha de aquella madrugada fueron bajados a empujones y culatazos de los dos coches fúnebres. Los colocaron junto a la tapia del cementerio, conminándolos a no moverse ni gritar. Una descarga de fusilería y varios tiros de gracia. Motores en marcha y hasta la próxima. Cinco bultos sin vida y manchas de sangre sobre la tierra helada.

      Media hora más tarde, dos enterradores abrieron la puerta del cementerio, empujando una carreta mediana a la que echaron los cuerpos como fardos. Entraron y volvieron a cerrar la puerta. Sobre ella, aún figuraba el texto paradigma de justicia e igualdad, cantado años atrás por el alcalde, quien no tardaría en seguir el camino del pastor:

Cementerio Municipal

     Tal vez, le hubiera cuadrado mejor la denominación de Campo Santo. Aunque no todos los muertos lo sean.