sábado, 31 de diciembre de 2011

EL PELUCHE DE CALOR NATURAL



El peluche de calor natural

Por Federico Bello Landrove

     Los ancianos no son tan niños ni tan tontos como pretenden algunos negociantes, pero su corazón atesora recuerdos y sentimientos que un simple muñeco de peluche puede catalizar y avivar. Este cuento trata de ponerlo de manifiesto, con lo que podría denominarse realismo mágico senil, en el mejor sentido de este último adjetivo.




    1.  La compra


           No es noticia que vendan peluches con forma de animal en las jugueterías, como no lo es que un perro muerda a un niño. Lo que sí le resultó llamativo a Pilar es que estuviese en el escaparate de una tienda llamada El descanso del abuelo, que era poco más que una ortopedia de tipo geriátrico. Intrigada y con mucho tiempo libre, entró a preguntar.

      -          ¡Ah!, se refiere usted a las mascotas de calor natural, corrigió oficioso el dependiente. Son unos nuevos y revolucionarios peluches, fabricados con semillas de trigo tratado y un toque de perfume de flor de lavanda para…

      -          No, si yo entraba solo por curiosidad–intentó cortar la verborrea comercial-. Me intrigaba ver un patito en el expositor de una tienda como esta.

      -          Pues no se sorprenda señora. Como le decía, están bañados en aceite esencial de lavanda relajante. Calentándolos apenas dos minutos al microondas, conservan el calor más de una hora, para aliviar dolores y molestias de otitis, artrosis, artritis, de la menstruación y otros muchos.

      -          ¡Jesús!, exclamó la buena de Pilar, que no sabía si asombrarse más de los poderes casi mágicos del pato, de tenerlo que meter en el microondas vivo y emplumado, o de que se lo aconsejaran para la dismenorrea a sus sesenta y cinco primaveras.

      -          Bueno –concedió el vendedor, batiéndose un poco en retirada-, no hace falta que le duela nada: es estupendo para dormir caliente por la noche.

           Pilar estaba al borde de la carcajada. No obstante, decidió mantener la compostura, huir de las escabrosidades y hacerse la antigua:

      -          Yo, a tales efectos, suelo usar la bolsa de agua de toda la vida.

      -          ¡Huy, donde va a parar! –replicó el dependiente mirándola compasivamente-. No sabe los riesgos que corre con ese método, desde escaldarse, a mojar la cama, si no tapa bien. Además, agregó con aire triunfal, también puede usarse como bolsa de hielo, ideal para torceduras, chichones, hematomas, contusiones… Y, por supuesto, sin riesgo de deterioro o de humedad, si lo mete en el congelador unas tres horas, protegido por una bolsa de plástico.

      -          Claro, concedió Pilar, pobre patito. ¡Qué menos que taparlo un poco si lo vamos a poner a quince grados bajo cero, y durante tanto tiempo!  

           El mancebo tuvo la vaga sensación de que la señora quería tomarle el pelo, pero mantuvo la compostura y concluyó su alegato:

      -          Es un artículo de alta calidad, refrendado por las normas de seguridad más exigentes. Y este adorable peluche puede convertirse en el compañero ideal para las noches frías de invierno, los paseos al aire libre, etcétera.

           Pilar no daba crédito a lo que oía. Por un momento le pareció regresar a su infancia y a la Mariquita Pérez del vestido a listas blancas y rojas, con lacitos en el pelo, compañera inseparable de sus tardes en el parque. Miró por las cristaleras del comercio y sus ojos se toparon con los magnolios y prunos de la plaza aledaña. Entre los árboles, su imaginación colocaba la fuente de sus mojaduras infantiles, los patos del estanque (tal vez, bisabuelos del peluche), a su madre haciendo ganchillo, con las gafas sobre la punta de la nariz. Comprendió que estaba derrotada:

      -          ¿Y cuanto vale esta maravilla?

      -          Está a muy buen precio: veintinueve con cincuenta, IVA incluido.

      -          ¡Uf, qué caro! No sé si tendré. Como no pensaba comprarlo…

          El vendedor comprendió que era una pensionista a fin de mes y se sinceró:

      -          También tenemos una monada de peluche, de una segunda marca, por diecinueve ochenta, de similar calidad y tamaño. Claro que no podrá elegir entre once modelos, como en el caso del patito.  Pero mire, observe qué preciosidad de osito.

           El paciente empleado se dirigió a las estanterías del fondo y regresó con un encantador plantígrado de color pardo, sentado y sonriente, mostrando de forma notoria los dedos de las patas traseras. Colocado en su trono de cartón, parecía el rey de la tienda. Pilar, con su capacidad innata para hallar parecidos, pensó que, salvo en las gafas, era clavado a Bernardo, el vecino del segundo, que ejercía sobre ella una moderada persecución, al haber quedado viudo tres años atrás. La voz del dependiente la volvió a la realidad:

      -          Entonces, señora, ¿se lo lleva?

      -          Déjeme ver un momento.

           El tacto era tan grato, que sintió deseos de rozar su mejilla con la barriga de la mascota. Además, percibió un grato olor a lavanda. Nuevamente, el empleado:

      -          Aspire, aspire. Es un aroma de propiedades relajantes. Y, según vaya evaporándose, puede reavivarlo con unas gotas de aceite de aromaterapia.

           Ya iba el servicial caballero camino de la sección de aromas, cuando Pilar lo paró en   seco:

      -          Deje, deje. Yo uso colonia con olor a lavanda. Ya sabe, la Lavanda inglesa de toda la vida.

           Faltaban solo los últimos toques:

      -          ¿Se lo envuelvo para regalo?

      -          No hace falta; va a ser para mí.

      -          Siendo así, le iría mejor el tamaño grande, mucho más apropiado para adultos. Y solo cuesta treinta y ocho con sesenta.

      -          Claro, el doble –aunque había sido profesora de otras cosas, a Pilar siempre se le había dado bien el cálculo mental-. No gracias, me llevo este. Es suficiente.

           Pagó, recogió y salió. En la misma puerta, se tropezó con una conocida:

      -          Vengo por una contera para el bastón.

      -          Pues yo he comprado un peluche… para mi nieta Aurora. Le encantan.

           No le gustaba mentir, ni siquiera a medias. Se enfadó un poco consigo misma:

      -          Soy tonta. Ni que hubiera comprado un artículo erótico, musitó.





        2.  La pérdida


               Le llamaban Bin Laden por su prodigiosa habilidad para escapar y esconderse. A falta de droga y de dinero para comprarla, se hallaba acechando por la zona del mercado. Esa señora que acababa de salir de la tienda con un paquete de notables dimensiones, había metido el billetero en la misma bolsa de plástico. Aún lucía garbosa pero, desde luego, no iba a ponerse a correr. Además, había entrado por la zona ajardinada y paseaba soñadora entre los árboles. Nadie parecía aproximarse. Era el momento.

               Del tirón, arrancó un asa de la bolsa y la señora cayó de lado contra un banco. Desapareció con el botín por una bocacalle, antes que la buena mujer hubiese abierto la boca en demanda de ayuda. De hecho, fue el dolor en el costado lo que le hizo gritar. Diez minutos después, se hallaba en la camilla de una ambulancia que aullaba camino del hospital. Le pusieron un calmante y perdió paulatinamente el conocimiento.

               Tenía rotas tres costillas y una fea fractura del radio. Los traumatólogos, después de operar, aconsejaron dos o tres días de estancia en el hospital. La ingresaron en una habitación triple, con una anciana operada de cadera y una chica con politraumatismo por caída de la terraza. Le correspondió el box junto a la puerta; corrieron la cortina de separación y quedó sumida en un dulce sopor, fruto de la acción conjunta de anestesia y analgésicos. Percibió que su hijo mayor hacía guardia, entre el butacón extensible y los goteros.

               Por la tarde, ya despierta y dolorida, recibió la visita de dos policías, que tomaron nota de su declaración. La nuera gruñó de forma perfectamente audible:

          -          Ya podían dejarla en paz. Total, para lo que va a servir…

          -          No crea usted –replicó el policía más joven, un poco molesto-. Tenemos idea de quién ha sido y, con algo encima tan poco corriente como un peluche ortopédico, podemos pillar a quien le haya vendido la droga.

          -          Pero mamá, censuró el hijo, ¿para qué querías tú un peluche ortopédico?

          -          No era para mí, balbuceó Pilar; lo había comprado a Aurorita, para cuando se queda en casa a dormir conmigo.

               En el diario de la mañana siguiente, fue noticia preferente entre los sucesos: Delincuente habitual lesiona gravemente a una señora para robarle un peluche. ¡Menuda publicidad para El descanso del abuelo!

               A mediodía, apareció una auxiliar con un espectacular ramo de rosas rojas en un búcaro dorado y verde. La paciente se puso a tono con las flores cuando leyó la tarjeta que las acompañaba: el vecino del segundo no perdía ocasión de hacerse notar. Menos mal que no había en aquel momento nadie de su familia para tener que dar explicaciones. Rogó a la portadora:

          -          Lléveselo, por favor, al control. Aquí hay poco sitio y me marea la fragancia de las rosas.

               Por la tarde, apareció corriendo y chillando ¡abuela! su nieta Aurora. La niña trató de trepar a la cama, antes de que su madre lograse alcanzarla. Pilar protestó:

          -          Pero, hija, ¿cómo vienes con Aurorita al hospital? A ver si se coge alguna infección.

          -          No paraba de llorar y suplicar que la trajésemos. Ya sabes, desde que se enteró de lo del peluche y que era para ella…

          -          Abuela, quiero dormir contigo cuando vuelva el osito a tu casa, farfulló la pequeña.

          -          No te apures, cielo –replicó Pilar-, seguro que vuelve con nosotras; pero antes la abuela tiene que curarse para regresar a casa y poder cuidar del osito y jugar contigo.

               Se hizo de noche. Pilar no consintió que se quedase nadie con ella. Las horas pasaban interminables, en un duermevela sosegado. De los otros dos compartimentos de la habitación le llegaban, simultáneos y lejanos, quejas y ronquidos. Su escaso nivel de consciencia le permitía recordar las palabras de su nuera: nada de irte a Málaga con Pilarita; te quedas en nuestra casa hasta que te recuperes y puedas valerte bien. Cuando se sumergía en la niebla del sopor, un oso gigante la tomaba en brazos y se empeñaba una y otra vez, infructuosamente, en subirla por la escalera hasta su antiguo despacho del Instituto; un oso con gafas, como Bernardo, el pesado del segundo. Estaba a punto de poner, por fin, los pies en el seminario de Historia cuando entró la enfermera con el termómetro. Su voz sonaba forzadamente alegre:

          -          ¡Buenos días! ¿Cómo estamos esta mañana?

               Pilar volvió repentinamente en sí:

          -          Estupendamente. Por eso estamos aquí.    



            3.  El retorno



                   El médico estaba muy contento. Con las radiografías al trasluz, comentó:

              -          Ha quedado usted magníficamente, pese a su edad. Ahora, a rehabilitación. Aunque sea molesta, ponga todo de su parte para que la recuperación sea completa.

                  Pilar, libre por fin de la escayola, colocó el brazo en un cabestrillo. Le parecía ingrávido. Pese a las insistentes protestas de su nuera, a la mañana siguiente, retornó a su casa. No admitió réplica:

              -          Tengo que empezar a hacer vida normal. He apalabrado a la asistenta para que eche más horas.  Ya os he molestado bastante.

                   Su hijo cogió la maleta y un bolso de mano, de momento con lo más imprescindible. Aurora apareció corriendo por el pasillo, con un peluche en la mano:

              -          ¡Abuela, abuela, que te dejas a Bernardo!

              -          Déjalo aquí, para que juegue contigo.

              -          No, no, llévalo para no estar sola. Cuando vaya a dormir contigo, lo meteremos en mi cama.

                   Pilar cogió el osito con el brazo malo y, con el bueno, dio a su nieta un abrazo propio de Bernardo que, según dicen los etimólogos, significa oso fuerte o valiente. Así lo había llamado, cuando se lo devolvió la Policía, ya que había perdido un ojo y le faltaba un trozo de oreja, señal inequívoca de que se las había tenido tiesas con ladrones y traficantes. Le preguntaron los agentes si aquel oso era el suyo. Pilar replicó tajante:

              -          No tengo la menor duda pero, si a juicio me llevan, juraré que no puedo asegurarlo. No soy buena fisonomista para los osos.

                   Su hijo le había reprochado aceptar el peluche, por lo que podía suponer de incordio y falta de higiene. Con el apoyo entusiasta de Aurora, impidió que acabase en la basura, con un argumento aplastante:

              -          Me rompieron cuatro huesos por defenderlo. No voy a tirarlo ahora, que lo hemos recobrado.

                   Ya en casa, recibió la llamada del vecino del segundo:

              -          Te he sentido llegar. Supongo que estarás muy cansada para recibir visitas pero, si necesitas algo, no tienes más que llamarme.

              -          Gracias, Bernardo. Estoy colocando el equipaje y haciéndome a la casa, de lo extraña que se me ha vuelto después de casi dos meses fuera.

              -          Entonces, lo dicho. Dentro de un par de días, subiré para ver cómo sigues.

                   Pilar suspiró aliviada. No le habría extrañado nada que, a la primera, se hubiese presentado en el umbral, sin avisar.

                   Terminó de colocar sus cosas. Le había llegado el turno al peluche térmico. Tras unos momentos de vacilación, lo posó en su cama, reclinado sobre la almohada. Pese a los múltiples intentos de recuperar su prestancia, el animal daba pena, en especial, aquel ojo remedado con un botón de azabache. Cogió de la mesilla unas gafas graduadas obsoletas y, mal que bien, se las encajó al pobre animal, para disimular su evidente defecto ocular. El resultado fue tal, que no pudo evitar la carcajada:

              -          ¡Santo cielo! Ahora sí que es clavadito al pretendiente. Quién me iba a decir que dormiría hoy con Bernardo.

                   Cenó pronto y aprisa las viandas que Jacinta le había dejado preparadas en la nevera. Sentóse en el saloncito, sin más luz que la de las farolas, que dejaba entrar la ventana. Entre lo temprano para acostarse y la insistente molestia de los huesos, le dio por pasear y sentarse, alternativamente, meditando en voz alta. Total, lo de siempre: su matrimonio fracasado; los hijos, desperdigados; los nietos, cada vez menos apegados a ella; la magra pensión; el vecino impertinente, que había venido a poner pimienta en su tranquila vida habitual. Entró, por fin, bullente y desvelada, en el dormitorio. Encendió la luz y se sobresaltó ante la vista novedosa de Bernardo. Mientras se desvestía, seguía musitando cosas y ocurrencias sobre Aurorita, los excompañeros del Instituto, los preparativos de la rehabilitación. Cada vez miraba más el peluche, como si dirigiese a él la perorata, cual si le inspirara locuacidad y nuevas ideas. Se desnudó y metió en la cama, apartando el osito y sentándolo cortés en la calzadora. Antes de volverse del otro lado, le deseó las buenas noches. Habría jurado que la correspondía con un hasta mañana.

                   La habitación se llenó de un sutil olor a lavanda. Pilar cayó entonces en la cuenta de que los dos tenían el mismo perfume favorito. Tal vez estuviesen hechos el uno para el otro. Tal vez…

                  

                  


              sábado, 24 de diciembre de 2011

              EL MITO DEL AMOR ETERNO

              El mito del amor eterno

              Por Federico Bello Landrove

               ¿Está completa la mitología griega? Yo creo que, aunque mucho peores, siguen existiendo cerebros que pueden inventar nuevos mitos, a partir de los mismos personajes. En este relato, un psicólogo, para salir del paso, descubre a una pobre señora el mito del amor eterno y sus graves limitaciones y consecuencias. Lean y sabrán en qué consiste.



                   Hace muchos milenios, el padre Zeus concedió audiencia a Deucalión y Pirra, padres de todos los hombres posteriores al Diluvio. Habían solicitado ser recibidos por el Dios supremo, desde su morada en los infiernos, para lo cual fueron transportados al Olimpo bajo celosa vigilancia de los esbirros de Hades. Una vez ante el mayor de los dioses, este les preguntó benévolo:

              -          ¿Qué os preocupa hasta el extremo de abandonar los Prados Asfódelos y reclamar mi atención?

              -          Señor, queremos hablaros en nombre de nuestros hijos, los hombres, y pediros para ellos un gran favor –contestó Deucalión-.

              -          ¿Qué es ello? ¿Qué beneficio queréis obtener para los mortales? No creo que merezcan mucho más de cuanto actualmente les ha sido dado.

              -          De eso, precisamente, se trata –repuso Pirra-. Ciertamente, los hijos que brotaron de las piedras, y sus descendientes desde entonces, se han entregado a todos los vicios y, como castigo, soportado los mayores sufrimientos. Mi esposo y yo creemos que tales cosas han sucedido porque no hay suficiente amor en el mundo o, por mejor decir, no es del todo perfecto.

              -          ¿Perfecto? –tronó Zeus-. ¿Cómo queréis que sea perfecto el sentimiento de unos seres inferiores? Y, por otra parte, ¿qué es lo que encontráis de imperfecto al amor humano?

                   Pirra miró suplicante a Deucalión y hubo de ser este quien respondiese:

              -          Señor, entendemos que los males del amor vienen de que el mismo no dura toda la vida de los mortales. De ahí brotan la ligereza, el hastío, la concupiscencia, los adulterios y la mayor parte de los celos, que quitan el sueño, hacen brotar la lascivia y aguijonean la violencia.

              -          Y, por otra parte, gran Dios –agregó Pirra-, nada pedimos que no sea propio de las más humildes criaturas. El lobo y la lechuza, el ganso y el delfín, el cisne y la cigüeña, se guardan fidelidad y amor eternos; sus congéneres lo respetan y, así, viven felices, confiados y sin lúbricas ambiciones.

                   Zeus se echó a reír y sus carcajadas hacían retemblar el Olimpo:

              -          Así que vuestra ambición es pareceros a las ballenas, cuya mole asombra los mares, o a los pingüinos, que tiemblan entre los hielos. ¿Es esa la perfección que pedís para los seres pretenciosos que hicisteis nacer de las piedras? Sois unos insensatos. A imagen y semejanza de los dioses, los hombres han llevado hasta ahora una vida variada y divertida. Su curiosidad es insaciable; agudísima su astucia; incorregible el anhelo de mudanzas y la posibilidad de rectificar sus yerros. Por otra parte, ¿qué les impide ser monógamos si les place? Con un poco de dulzura y algo más de celo, sabrán conservar a su pareja hasta el fin de sus días, y hasta contemplar eternamente unidos las ondas de la laguna Estigia, si es su voluntad.

              -          Razón tienes, ¡oh Zeus!, aunque no toda, replicó Pirra. Recuerda que los angelotes que sirven a la diosa nacida de la espuma, disparan sus dardos, juguetones y enceguecidos, de modo que nadie herido pueda sustraerse al amor, por absurdo o inmoral que él sea. Y así, hombres y mujeres se juntan y separan, se aman y odian, se casan y se descasan al vaivén, caprichoso y constante, de los deseos de Eros y sus hermanos, no del corazón sensato y constante de los hombres.

                   Zeus quedó pensativo unos momentos. Luego, preguntó:

              -          ¿Quién os ha asegurado que la decisión de cada mujer y cada hombre ha de ser más sabia o generar más felicidad que la del alado mensajero de Afrodita? ¿No habréis estado intrigando con Pandora, ni visitado en el Tártaro al necio de Prometeo?

              -          ¡Jamás osaríamos tal cosa!, repusieron los dos esposos al unísono. Sencillamente, señor –puntualizó Deucalión-, queremos que consideréis nuestra sugerencia, nacida del deber que sentimos hacia nuestros descendientes y del deseo de contribuir a que sigan ellos vuestros mandatos, libres de cuitas innecesarias y de excesiva concupiscencia.

              -          Está bien, concluyó Zeus, reflexionaré sobre vuestra petición y la atenderé, si la encontrare útil y justa. Podéis volver a los infiernos y dejar en adelante el gobierno del Cosmos para los dioses, cuya sabiduría es infinita, por más que, según vuestro punto de vista, su moral deje bastante que desear.



              ***



                   Afrodita estuvo realmente indignada ante la moción de Pirra y de su esposo; su rostro se crispó hasta la fealdad –si esta fuese en ella posible-. Abroncó a Zeus:



              -          ¿Quién te ha autorizado a inmiscuirte en mis exclusivas competencias? ¿Qué quejas pueden tener los comunes mortales acerca de mi influjo sobre ellos? El amor mueve su mundo, constituye lo mayor de su felicidad y la fuente de la vida. Hace su existencia frágil, pero variada; ilógica, pero sensible; agitada, mas apasionante. La reina yace con el porquero, el general compone dísticos para la mendiga, el anciano suspira por la virgen y el filósofo se deja cabalgar por la hetaira. No digo que los dardos no sean a veces caprichosos en exceso, rompiendo barreras de especie, de sexo, de rango inmortal. Bah, futesas, comparado con la monotonía, el hastío y la tibieza que el amor sin fin generaría. Absurda petición y reflexión más absurda todavía.



                   Hera, que pasaba por allí y, por si acaso, viendo juntos a Zeus y Afrodita, se había quedado cabe la puerta, terció con firmeza:



              -          No te dejes cegar, esposo mío, por la convicción y ligereza con que Afrodita defiende su punto de vista. A fin de cuentas, so capa de variedad y diversión, pretende colar dolor y luchas sin cuento. Troya y la Hélade se desangran. Odiseo ha de defender sus derechos con el arco que solo él doma. Medea da muerte a sus hijos y Clitemnestra aúna adulterio y parricidio. Es posible que los dioses podamos vivir con la carga del amor breve y sin tasa, aunque bien pesada que se hace para algunos, entre los que me cuento. ¡Qué decir, pues, de los mortales, que carecen de nuestra flexibilidad y nuestra gracia! Considera mis palabras y no resuelvas sin consejo sobre lo que te ha sido pedido.



                   Afrodita y Hera quedaron frente a frente, mirándose de forma tan amenazadora, que Zeus decidió impartir justicia al modo que dicen salomónico. Decretó:



              -          Haya, pues, amores eternos, como Deucalión y Pirra suplicaron y mi esposa apoya con un entusiasmo, que llega a serme molesto. Pero no sea ello sin tasa y sin condiciones. Afrodita es la diosa del amor. Que ella resuelva sobre la una y las otras.



              ***



                   Estas fueron las condiciones de Afrodita, que Atenea redactó y Zeus sancionó en sesión plenaria del Panteón olímpico:



                   Primera. Nadie sabrá nunca a priori si es candidato al amor eterno, el cual solo podrá brotar entre el hombre y la mujer que hayan sido heridos por Cupido y sus hermanos con una y la misma flecha.



                   Segunda. Los hombres y mujeres que, siendo llamados al amor eterno, no respondan a su voz, serán condenados a ser siempre infelices en sus relaciones amorosas o a no ser amados por nadie, como repulsa divina al desprecio mostrado hacia su maravilloso destino.



              -          ¿Tenéis alguna aclaración que pedirme?, preguntó Zeus, tras leer las dos normas susodichas.

                   Apolo, siempre proclive a las puntualizaciones, sugirió:



              -          Duro es que, quien estuvo llamado a la mayor felicidad, sufra el mayor de los castigos. Propongo, Zeus, que la pena solo alcance a quien rechace su condición casi divina por desprecio, no con error o inadvertencia.

              -          Rechazado, gruñó Zeus. El hombre se considera muy listo. A él compete ser prudente y discernir las inevitables señales del amor eterno.

              -          Pues, al menos –insistió el hijo de Leto-, no sea perpetua la condena.

              -          Breve es la vida de la mujer y del hombre, por más que la sientan insoportable los que viven en el dolor y la infelicidad. En cualquier caso, tendré en cuenta tu sugerencia en el supuesto de que autorice en algún momento la reencarnación. Si así fuere, veré de conceder a los desafortunados una nueva oportunidad.



                   Se hizo el silencio. Zeus se secó el sudor de la frente y dijo a Hermes:



              -          Ve a comunicar mi decisión a Deucalión y Pirra, y diles que la próxima vez que me importunen con una petición inocente, irán a hacer compañía a Tántalo.



              ***



                   El psicólogo de familia concluyó su exposición mitológica con estas palabras:



              -          Así pues, señora mía, no se sienta tan desdichada porque los dioses no la hayan escogido para protagonizar uno de los contados episodios de amor eterno, que mis colegas llaman irreverentemente síndrome del hombre, o de la mujer, de mi vida. Acepte de buen grado la ruptura y procure las mejores condiciones para usted y sus hijos, sin hundir por ello a su pareja en la miseria de cualquier tipo.

              -          Pero –insistió la señora-, ¿y si, efectivamente, hemos sido elegidos pero él no se ha dado cuenta de lo que va a perderse, que es lo más probable?



                   El psicólogo también se secó el sudor de la frente y contestó:



              -          Le aconsejo que lo piense bien y reserve sus fuerzas para la próxima reencarnación. Es una oportunidad inmejorable.



                   La señora se retiró dubitativa. Tan pronto traspuso la puerta, el estudioso de la psique murmuró:



              -          Verdaderamente, a quien los dioses quieren perder le hacen creer que es un ser especial,… o le impulsan a estudiar Psicología.




                

              viernes, 16 de diciembre de 2011

              MEMORIAS DE UN RELOJ


              Memorias de un reloj



              Por Federico Bello Landrove



                   Ninguna máquina es más viva ni más humana que un reloj. ¿Qué pasa por su corazón cuando les cumple la relevante tarea de dar la hora para las citas de los enamorados? Vean la respuesta de un viejo Eterna, que recibió la inspiración de una hermosísima canción de mi admirado (y ya recordado en otro relato) Luigi Tenco.




               

                   Siempre he creído que la aristocracia de los relojes no viene determinada por la marca que ostentan ni, menos aún, por el oro o los rubíes que los enriquecen, sino por su exactitud y funcionalidad. Desde este punto de vista, creo que puedo enorgullecerme de mi prosapia y del destino que me ha cabido en suerte. He sido un reloj afortunado.



                   Empleo el pasado, no sólo porque mi vida útil concluyó hace mucho tiempo, sino también porque cualquier día de estos iré a parar a un basurero o a algún desguace. Y es que los relojes, máquinas de medir el tiempo, no tenemos privilegio alguno a la hora de que aquel pase por nosotros. Aquí me tienen a mí que, tras veinte años de puntualidad en la era de los automáticos, hube de dejar mi puesto a un descendiente de mi propia familia, cuyo corazón batía a impulsos electrónicos. Sucedió, sin embargo, que entonces aún regentaban el comercio los hermanos Cofiño, quienes llevaban el negocio en la sangre:



              -          Desmontadlo cuidadosamente y llevadlo al almacén –ordenó don Alonso-. Se merece una buena jubilación y, andando el tiempo, una plaza en el museo.



                   Pero ha llegado mi hora. Se ha cumplido el conocido vaticinio de que los negocios familiares los crea la primera generación, los mantiene o engrandece la segunda y los arruina la tercera. Después de mucho jugar con el objeto de sus ventas (de las joyas de cuatro o cinco cifras en euros, a las ridículas bisuterías de marca) y de vivir opíparamente de las rentas, los descendientes arruinaron el negocio. Hoy han venido por el almacén sus nuevos dueños –creo que chinos en vías de instalar un enésimo bazar- y han urgido a los anteriores propietarios para que desalojen cuanto antes las instalaciones. De modo que, aunque mis agujas carecen de su antiguo vigor, he decidido escribir a toda prisa mis memorias, para que sirvan de recuerdo a quienes no me hayan conocido. Para los amigos de antaño –todos los que alguna vez miraron la hora en mi doble cara luminosa-, seguro que, aun no necesitando recordación, les harán suspirar y mirar al infinito, que es lo que hacerse suele por aquellos que tienen bastante más pasado que futuro.



                   Desconozco el tiempo del que voy a disponer. En consecuencia, escribiré un prólogo o presentación y narraré una anécdota que compendie de algún modo mi manera de ser y de sentir. Luego, si los chinos no empujan –que empujarán-, tiempo habrá de seguir contando mi vida y la de los demás a través de mí. Así que no perdamos más tiempo.



              ***



                   Encabezo estas páginas reconociéndome un reloj callejero; uno de tantos como, en una época menos abundante en buenos relojes individuales, salpicaban las aceras céntricas de las ciudades, dando la hora y llamando la atención de los transeúntes hacia los escaparates inferiores. Me cupo en suerte la situación más conspicua de toda la población, en la esquina de la Plaza del León con la calle de San Diego. De día, era constante la afluencia de ciudadanos que se afanaban a sus trabajos, compras o gestiones. De noche, grupos y parejas de jóvenes paseaban o se citaban al pie de mi caja. Me conocían por el nombre:



                   - Quedamos en el Eterna.



                   En efecto, soy un Eterna Matic o, al menos, así vine anunciando esos históricos relojes de pulsera, primos carnales míos, que nacieron en 1948 y fueron pasando a peor vida a partir de 1970, cuando los desbancaron los electrónicos. Mi vida pública fue bastante más corta pues, si la memoria no me falla, vine al mundo de la calle allá por el año sesenta y estuve marcando la hora durante veinte años, hasta que me desbancó un descendiente de cuarzo de nuestra familia. Conste que no me pareció mal: siempre he creído en el relevo generacional, en cuanto conlleve una mayor precisión, vale decir, perfección. Un día de mayo me apearon de la fachada y fui sustituido, sin que casi nadie se diese cuenta. El nuevo se me parecía muchísimo por fuera pero, en cuanto al corazón, ¡dónde iba a parar!



                   Hablemos del corazón. ¡Qué manía la de los enamorados de citarse al pie de un reloj! Mira que hay jardines, estatuas de poetas y fuentes, donde el tiempo se hace aroma, metáfora, canción. ¡Pues no! Tiene que ser en consonancia con nuestras manecillas y, si somos sonoros, mejor que mejor. Las consecuencias no se hacen esperar, a diferencia del enamorado impuntual: los ojos se fijan en la esfera; la mente, en los minutos de retraso; el corazón palpita con fuerza a cada silueta que se parece a la amada, o por las voces que resultan familiares. Pasan los años y los protagonistas, pero la costumbre permanece: poner en brazos del tiempo la criatura menos dada a mecerse con el tictac de los segundos. ¿No sería mejor contar los latidos de nuestro corazón y sentarse, relajado y soñador, a imaginar placeres y mitigar angustias?



                   Los relojes podemos hacer filosofía, pero también tenemos sentimientos. ¿Qué se nos da de que el marido abronque a su esposa en demora, o de que una amiga no espere más a otra, que parece darle plantón? Cosa distinta son los amores que nacen, las primeras citas, los fuegos –tantas veces fatuos- del primer amor. Ahí, una dilación indeseada, el enfado por el retraso, la negativa a esperar un poco más, pueden torcer una vida, hundir un sueño, romper un destino. No me pregunten cómo llegué a discernir a unos de otros. La edad, el ser la primera espera, el nivel de angustia o la mirada de soslayo, como queriendo disimular la ocasión y el sentimiento: he ahí algunos de los motivos de mi sabiduría y, por ende, de mi ferviente deseo, en esos casos, de apagar la luz de mi rostro o de detener mi movimiento inexorable. Pero, evidentemente, ello no era posible: ¿qué reloj iba a ser yo, y Eterna, además? No me ha quedado sino sufrir y darme el dudoso consuelo de pensar que, cuando el tiempo vencía al amor, este era mendaz e indigno de tal nombre.  



              ***



                   Unos años después de instalarme, abrieron junto a mi joyería-relojería una tienda de discos y otras fuentes o reproductores de sonido. El gerente era hombre de iniciativa y buen amigo de los Cofiño. De algún modo consiguió el plácet de estos a fin de contar con respaldo cronométrico para encender y apagar la iluminación de sus escaparates. En un segundo intento, logró lo nunca visto hasta entonces en la ciudad: a cada cuarto de hora que pasaba, se disparaba el dispositivo eléctrico que lanzaba al aire los acordes de una canción de éxito. Y, aunque nadie me pidió permiso para ello, fueron mis agujas las que daban la entrada al disco, como si de de una batuta se tratara.



                   Yo me sentía feliz, no tanto por el espectáculo, cuanto por la distracción que podía suponer para los enamorados impacientes a la espera de su pareja. No era poca cosa que cada cuarto de hora durase solo doce minutos, o menos, si la canción era de las que hacía soñar. Con todo, la clave es que el programa cambiaba a cada quincena, alternándose media docena de canciones, al compás del reloj o, como diríamos con un tema famoso, según pasaba el tiempo.



                   En aquellos meses de 1965, recuerdo un poco confusamente algunas de las canciones que se repetían al ritmo de mis manecillas: Satisfaction, de los Rolling Stones; Like a rolling stone, de Bob Dylan; In my life, de los Beatles; la movida Yenka, por los hermanos Kurt; tal vez, Borracho, de los Brincos, y, naturalmente, He sabido que te amaba, traducción de Ho capito che ti amo, tal vez en la versión española de los Mustang. No era una mala selección, aunque seguramente no todas sonasen precisamente en las mismas fechas. Estoy ya tan viejo…



              ***



                   Llegó una tarde de mediados de septiembre, unos minutos antes de las siete. Yo no creía haberlo visto nunca y, desde luego, en ciertos signos evidenciaba lo primerizo de la cita o, cuando menos, su timidez: escrutaba los expositores de la relojería, como el más afanoso comprador; recorría con la vista los anaqueles de la tienda de discos parsimoniosamente, pero de reojo su atención se iba, soportales adelante, en la dirección de su esperada. Las siete: suena la Yenka. Pasea arriba y abajo, agotado el interés por los escaparates, lentamente, acortando deliberadamente los pasos. Confronta su reloj de pulsera con la hora que yo marco. Se ajusta el nudo de la corbata, utilizando como espejo el cristal de un anuncio de película –yo diría que Doctor Zhivago-; estira los puños de su camisa, que no se ajusta a la elevada temperatura ambiente. Las siete y cuarto: los Brincos pregonan a los cuatro vientos que quieren estar borrachos otra vez. El mohín de disgusto del mozalbete no sé si se debe a que sea abstemio o a que su mocita se está pasando de la raya. Empiezo a estar nervioso y trato de ir más despacio, aprovechando los cortos márgenes que me da la teoría relativista. Al chico parece molestarle el pelo sobre la frente; da un repaso a los cordones de los zapatos. Vuelve a indagar el precio de los anillos –quién sabe si de pedida-, el hit parade musical. Alarga el recorrido de su vaivén y se asoma incipientemente a la calle perpendicular, por si las moscas. Las siete y media: He sabido que te amaba, ¡al fin! El jovencito debe de ser romántico, a juzgar por el tarareo que adivino en sus labios, por el interés con que sigue el vuelo de las palomas que juegan a perseguirse. La canción acaba, las palomas picotean entre los veladores de la terraza contigua, pero el esperador (¿se dice así?) cumple con su deber: manos en los bolsillos; repaso del dinero en su monedero; paseos fuera de las columnas, a fin de aumentar su campo visual. Las ocho menos cuarto: ¡qué más da la canción! El muchacho suspira, sonríe, avanza resuelto hacia alguien que yo no puedo ver. ¡Tendré mal fario! ¡Pues no ha ido a su encuentro, sin dejar que ella llegue a mis pies!



                   Tuve suerte. Cosa de cuarenta y siete segundos después, la parejita pasó por mi vertical. Sin duda, novatos pero enamorados. Hombro con hombro, mirada con mirada, palabra con palabra. Apenas pude oír lo que decían, inconcreto, fragmentado:



              -          Mi madre no abrió el buzón del correo hasta esta tarde…

              -          … no importa. Merece la pena esperarte.



                   Y se perdieron en aquel atardecer, que amanecía solo para ellos.



                   No los volví a ver. ¿O sí? Total, yo soy un viejo reloj romántico y, desde entonces he dado la hora para todos los enamorados con el mismo sentimiento:



              He sabido que te amaba

              Cuando he visto que tardabas en llegar…