viernes, 3 de diciembre de 2010

El patrón de los leprosos

   

 Un escarceo histórico en la figura de San Lázaro, patrono medieval de los leprosos, con el Camino de Santiago al fondo, pone de manifiesto que casi nada es lo que parece y que la divina providencia pocas veces trae la felicidad ni la desgracia sin su parte de lo contrario.

1.      Un error y un Camino
     Mi inveterada osadía andariega me había llevado, aquel 9 de octubre, a la hospedería de San Giraldo de Aurillac, en El Cebrero, dispuesto a coronar en Compostela la tentativa iniciada en Ponferrada, tres días antes. No había tenido ganas, o suerte, de incorporarme a grupo alguno de peregrinos, ni siquiera de entablar conversación con ninguno de ellos. No obstante, sentado a la vera del citado albergue, agobiado de fatiga y arrobado por la puesta de sol, escuché con agrado la voz de un caballero, ya mayor para aquella empresa, que, con evidente acento francés, me decía:
-          Entre tantos jóvenes, no quedan mal un par de viejos garbosos que demuestren cómo se sube una cuestecita como ésta.
     Ahora no recuerdo mi así mismo irónica contestación, pero el caso es que, en cinco minutos, habíamos hecho las presentaciones y empezábamos a romper el hielo de nuestra respectiva intimidad. Resultó que mi interlocutor era un dominico de Toulouse y que yo tenía algunas afinidades con su Orden y, aún más, con la ciudad rosa. Platicamos una media hora y, deseosos de asearnos a fondo y dejar en orden nuestro reducido equipaje, quedamos citados para cenar juntos, en unión de otros dos compañeros suyos de peregrinaje.
     Durante la frugal comida, la conversación giró en torno al Cebrero y sus pasadas grandezas. Sin dejar de recordar el milagro eucarístico de casi todos conocido, fijamos nuestra atención en el hecho de que la hospedería que nos albergaba había acogido en tiempos ya muy lejanos el hospital de peregrinos y una leprosería, naturalmente confiada al patronazgo de San Lázaro. Y, siguiendo el hilo del patrocinio, dimos con el ovillo de la confusión medieval en torno a la figura del amigo del Señor. Muy dado a destacar los errores ajenos, fui yo quien comenzó la breve crítica:
-          Anda que menuda confusión se produjo entre la figura histórica del Lázaro resucitado y la puramente imaginaria del mendigo del mismo nombre de la parábola del rico Epulón.
-          Cierto, apostilló mi dominico. Y eso no es nada, comparado con lo que vino después. Se inventó para Lázaro y su familia una genealogía y un patrimonio casi áulicos. Se le ubicó como obispo en Larnaca o en Marsella. Se inventaron tumbas y traslados de su cuerpo. En fin, confundiéndolo incluso con el casi legendario San Roque, se dotó a su iconografía de perro y llagas, más propias de apestado que de leproso.
-           Bueno, bueno, terció su compañero de convento más joven. Quedémonos con lo positivo. Gracias a leyendas y confusiones, tenemos una espléndida catedral de San Lázaro en Autun y los leprosos pudieron incorporarse al universo de los peregrinos, con la fe y esperanza de curación que ello suponía.
     El tercero de los comensales franceses, al parecer, vendedor de coches y primo del que se me presentó primero, concluyó, no sin agudeza:
-          Creo que François acaba de dar en el clavo. Las peregrinaciones no serían nada sin la fe y el anhelo de encontrar algo nuevo. Para las precisiones históricas, ya tenemos en nuestra casa todo el tiempo del mundo.
     Alargamos un poco la velada, considerando que podríamos no volver a vernos, ya que mis compañeros de cena iban a coger la desviación hacia Lugo, en tanto yo seguiría el camino más recto, por Portomarín. Aún volvimos esporádicamente sobre el tema de la lepra y las malaterías del Camino. Luego, los dominicos fueron a rezar sus últimas oraciones del día a la iglesia de Santa María la Real, mientras su compañero laico y un servidor nos acogíamos al descanso tibio y reparador del saco de dormir y la modesta litera. Mañana sería otro día.

2.      El sueño todo lo iguala
     Me pasé toda la jornada siguiente, del Cebrero a Triacastela, rumiando en el orballo y la neblina el sueño que tuve durante la noche anterior. Los altibajos de la ruta y su finalmente decidido descenso parecían adaptarse al ritmo de mis pensamientos. Descarté la opción arriesgada por el albergue de peregrinos y me acogí al encanto de una casa rural del siglo XVII –de cuyo nombre no voy a acordarme-. Allí, sentado en un sólido banco corrido adosado a la pared pétrea, redacté precipitadamente un esbozo de mi sueño, antes que el tiempo y el cansancio erosionaran su recuerdo. Si puse algo, o mucho, de mi ulterior consciencia, o si lo retoqué después en casa, al pasar a limpio los breves apuntes de mi peregrinación, es cosa de poca importancia, salvo que ustedes den a los sueños un valor de revelación de lo ignoto, tesis que, desde luego, yo estoy muy lejos de aceptar. En cualquier caso, he aquí lo que dejé escrito un día de 1999, en mis Memorias de un peregrino fracasado.
     “Despertó Lázaro a la vida, tan deslumbrado por la radiante luz del sol, que sus ojos fueron incapaces de abrirse durante unos minutos. La gente que había ido a dar el pésame a su familia arremolinábase en torno suyo y  lo sujetaban y trataban de librarle de las vendas que cubrían su cuerpo. Los oídos, menos torpes que  la vista, empezaban a percibir los sonidos del llanto de sus hermanas y los gritos y bendiciones de los amigos y vecinos. La cabeza le daba vueltas y era incapaz de hilar recuerdos y reanudar la senda de su vida. Resurgía como de un sueño, pero le extrañaba no hallarse en la horizontalidad de su lecho, ni sentir la fatiga y el dolor de su grave enfermedad…
     “La evangélica familia de Betania lucía de punta en blanco. El amplio comedor de su casa brillaba, no tanto de los cuidados y sapiencia culinaria de Marta, cuanto de la presencia de Jesús. No obstante, la atracción era, por esta vez, Lázaro, el bueno de Lázaro, callado y como desdibujado en el mundo femenil de sus hermanas. Una y otra vez tenía que responder a las preguntas que se le hacían. La respuesta no podía ser otra que no sé o no recuerdo. Bien querría él contar lo que podía haber visto y oído en el seno de Abraham y, muy especialmente, si era cierto que estuvo allí y no en la gehenna. Aunque, después de todo, él se consideraba buena persona y amigo del Señor. María le habría dicho ya: Él es la resurrección y la vida. ¿De qué otra forma habrías podido tú retornar del más allá?...
     “Comparecía Lázaro ante el Sanedrín. Los fariseos no se habían salido con la suya de matarlo para que no diera tan palpable testimonio de la grandeza de Jesús Nazareno. No había sido necesario llegar tan lejos, pues su Amigo había sido ya juzgado y ejecutado. No obstante, había que borrar las huellas de su presencia milagrosa; los discípulos de Cristo difundían la noticia de su resurrección. Lázaro, sencillo y humanamente torpe, decía a los setenta y uno: ¿Cómo puedo yo ahuyentar vuestros recelos, si predico la buena nueva de Dios con sólo vivir?...
     Los fariseos, en rigurosa y excesiva ejecución de la sentencia del Sanedrín, habían forzado a Lázaro a acogerse al valle de Hinnón, entre los leprosos, y a pedir ayuda y limosna en la Puerta de la Basura, donde una vez a la semana Marta le traía de comer y María lavaba sus miembros y perfumaba sus cabellos. Insensiblemente, en el sueño, el proscrito, inspirado por el ejemplo del Maestro, compartía con los leprosos la fraternidad del alimento y el consuelo espiritual, hasta hacerse uno de ellos…
     Lázaro comparecía en la escalinata del Templo que da acceso a la puerta de Nicanor, ante el escándalo de los sacerdotes. No quiero que comprobéis mi pureza, sino mi enfermedad. Que ella caiga sobre vosotros, pues sois sus causantes. Luego, sin cuidarse de gritos y pedradas, se alejaba, franqueaba las murallas por un ojo de aguja y se perdía en un laberinto de cuevas naturales, dejando un rastro de sanies. Marta y María se empeñaban en alcanzarle para asistirlo, pero el dédalo se cerraba ante ellas, cuando sus dedos iban a asir los harapos que vestía su hermano…
     El amigo del Señor vagaba por las callejuelas de Jerusalén y, en el tibio raciocinio de mi subconsciente en duermevela, interpretaba el rictus de su rostro y la penosidad de su marcha. ¡Señor, resucitarme para esto! ¿No era mil veces preferible la muerte ya sufrida, que esta enfermedad que me atormenta y sepulta en vida? Un perrillo salía de la tienda de un talabartero y se empeñaba en seguir a Lázaro, saltando y jugueteando en derredor. Él levantaba su bastón en ademán agresivo, pero cejaba y sonreía. El can había elegido su destino, lamía, entre curioso y apiadado, sus llagas y lo precedía, como marcando el camino…
     Lázaro estaba sentado en un banzo, con el perro echado a los pies. Un portón entreabierto quedaba tras él y la música escapaba por la rendija. Criados iban y venían, sin  mirar al lazrado, cual si fuese transparente, o indigno de toda atención. Por un instante, un hombre elegante y corpulento se asomaba al zaguán, incapaz también de ver, desde su preeminencia, al mendigo. Miró hacia abajo al desgaire y Lázaro se conmovió. “Al menos, me echará”, pensaba para sí, en mi imaginación dormida. “Arrojad un hueso a ese perro y ahuyentadlo, que ya me aburre su presencia”, fue cuanto dijo quien debía ser epulón, si no de nombre, cuando menos de costumbres…
     Me despertó la mañana con la inmensa y perpetua sonrisa de Lázaro en mis ojos del alma. Por mucho que le quedase por penar, al fin había captado el arcano de su destino, que ni la muerte le había revelado. Él era también el Lázaro de la parábola del Maestro. En ella estaba escrito su eterno futuro. También para él era la enseñanza: la salvación estaba en la Ley y los profetas, no en la milagrosa resurrección de algún muerto.

3.      Epílogo
     Con mi felicitación navideña, envié aquel año al padre Bernard, mi precaria y poco fiable versión del sueño del Cebrero. Acababa con una breve consideración: Así que, tal vez, los sencillos creyentes del Medievo estaban en lo cierto. El dominico tolosano se limitó a contestar: Tal vez. ¡Ah! y lamento que los pies no te llevaran más allá de Portomarín. De todas formas, rezamos por ti en Compostela. Y recuerda que 2004 vuelve a ser año santo jacobeo.

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