domingo, 26 de diciembre de 2010

El guardia de corps


    Federico II de Prusia, o Federico el Grande (1712-1786) tuvo una juventud sumamente problemática, debida a los enfrentamientos con su padre, el Rey Sargento. En un momento dado (noviembre de 1730), estuvo a punto de perder la vida y sufrió un terrible quebranto moral. Esta es la historia anovelada de aquellos terribles momentos.

     Mi nombre es Ludwig von Lützow, si bien tengo que aclarar desde un principio que no tengo nada que ver con el héroe homónimo de la gran guerra nacional contra Napoleón. Aunque, por trabajos diplomáticos de mi padre, yo nací en Berlín, soy ciudadano de Mecklenburgo, de donde llegué a ser el primer ministro durante diez años. Ahora, por desavenencias con el Gran Duque, estoy retirado de la política en mis posesiones rurales de Boddin y me dedico a recordar y escribir. No puedo hacer mucho más, con casi setenta años de edad y abundantes achaques de salud.
     Dicen que cuando el diablo no sabe qué hacer… El hecho es que, aunque yo no sea prusiano ni pertenezca a la familia del héroe susodicho, me enfrasqué, va para dos años, en la lectura de una biografía del teniente general Ludwig Adolf Wilhelm von Lützow. Sus primeras páginas iban dedicadas, como es natural, a tratar del origen de la familia y de sus antepasados próximos. Se decía que su bisabuelo, Albert Lützow, había pertenecido a la guardia personal del Rey Sargento, Federico Guillermo I, y había sido ennoblecido por el gran Federico II, tras morir en la batalla de Hohenfriedberg. Yo, que soy naturalmente suspicaz, me extrañé de que un simple teniente de la Guardia, de extracción humilde, hubiera sido designado freiherr (o, como dicen los franceses, barón), por el simple hecho de que hubiera acabado con él una bala perdida, aunque se disparara en tan alta ocasión. Así que, buscando respuestas, acabé enfrascado en una investigación cuasi-policiaca, que me deparó varias y gratas sorpresas. Eso es lo que les quiero contar a ustedes, esperando que encuentren en ello cierto deleite o, al menos, una lección de esa virtud tan necesaria, que solemos denominar piedad.
***
     En uno de los tomos publicados con la extensa correspondencia de Federico el Grande, puede leerse la siguiente carta, datada en Friedberg, a 4 de junio de 1745, y dirigida a Georgina, viuda de Albert Lützow:
     Apreciada señora: Lamento comunicarle la muerte de su esposo, teniente de la Guardia, Albert Lützow, producida en la mañana de hoy, durante la batalla victoriosa desarrollada en este lugar, entre nuestro ejército y el de la coalición austro-sajona. La muerte de su marido se produjo al adelantarse con un destacamento, en previsión de que mi seguridad fuese puesta en peligro por la carga de la caballería imperial, realizada hacia las siete y media de la mañana. Una bala perdida acabó instantáneamente con su vida, sin que tuviera, por tanto, dolor ni conocimiento de su final. Es mi voluntad premiar los constantes y abnegados servicios de su esposo para con mi persona, ascendiéndole a capitán a título póstumo, con los efectos económicos consiguientes, y ennobleciendo a su familia, cuyos miembros adquieren desde hoy la condición de freiherren und freifrauen, y el derecho a usar el apellido von Lützow. Reciba, señora, el testimonio de mi más sincera condolencia. Federico.
    Esta carta despertó mi curiosidad, al menos, en dos aspectos. Primero, era insólito que el rey en persona comunicara a la familia el fallecimiento en acción de guerra de un oficial de rango inferior. Segundo, si Lützow era un veterano de la Guardia con treinta años de servicios, ¿por qué la alusión exclusiva a los prestados a Federico, y “abnegados”, por más señas? Aquí había algo extraño, que traté de indagar por diversos medios. Para no cansarles a ustedes, me referiré tan sólo al que tuvo éxito, a saber, la consulta del expediente personal del capitán Albert von Lützow, en los archivos de la Guardia de Postdam. Bueno, en realidad, la copia que manejé me la hicieron llegar, desde su casa solariega de Schöneiche, los descendientes del capitán.
***
     El citado expediente abarcaba los años de 1718 a 1745, y tenía el carácter burocrático y nimio propio de tales documentos. Por ejemplo –y como correspondía a las exigencias físicas impuestas por el Rey Sargento-, se hacía constar que el bisoño aspirante tenía, en el momento de su ingreso en la Guardia, una estatura de seis pies y cuatro pulgadas, y un peso de ciento noventa y tres libras. También se reflejaba su ascenso, relativamente rápido, a sargento, en 1729, y a teniente, en 1740, coincidiendo con la elevación de Federico al trono. La última anotación era, por supuesto, la relativa a su muerte en acción de guerra y la promoción subsiguiente y a título póstumo al grado de capitán.
     Había algo, no obstante, que se salía de lo corriente. Me refiero a la sanción impuesta al sargento Lützow el día 8 de noviembre de 1730, por desobediencia a las órdenes recibidas, consistente en suspensión de empleo durante seis meses y pérdida de su destino en la escolta del príncipe heredero. Cumplida que fue la sanción, una orden de su teniente coronel lo destinó a las caballerizas de la Guardia en Pankow. Nada se hacía constar sobre el contenido de la desobediencia, ni parecía que hubiera existido ningún tipo de proceso para aplicar la sanción: esta figuraba como impuesta de plano por el general Buddenbrock, comandante de la plaza y fortaleza de Küstrin…, por más que el mismo no perteneciera a la Guardia ni –en consecuencia- tuviera aparentemente ninguna autoridad inmediata sobre el sancionado.
     Releyendo el expediente, me pareció asimismo curiosa la coincidencia de fechas del ascenso a teniente y la entronización de Federico. Tanto más, cuanto que dicho ascenso era acompañado del destino del nuevo teniente a la escolta personal del monarca. De forma que, sin tener apenas tiempo de quitarse el olor a caballo, Lützow se convertía en favorito de la fortuna. ¿Por qué?
     He de confesar que soy poco intuitivo. No obstante, la coincidencia de fecha y lugar de la sanción me hizo recordar el terrible trago por el que Federico hubo de pasar, dos días antes de aquella, cuando se vio obligado a presenciar la decapitación de su amigo, confidente y, tal vez, algo más, Hans Hermann von Katte, por haber colaborado con él en su intento de fuga a Inglaterra. Les supongo a ustedes al corriente de este suceso y, por tanto, no insistiré en las causas y circunstancias del mismo: queden, en consecuencia, implícitas –como sabidas- la brutalidad e injerencias de Federico Guillermo I y la obcecación y ligereza de su hijo y sucesor. Sigamos, pues, con la misteriosa sanción y sus motivos.
     Abusando de la confianza nacida de mi alta condición de expolítico y de la coincidencia de apellido (que quizá significara lejanos e ignotos lazos de familia), volví a requerir la ayuda de mis homónimos prusianos. Tras un par de meses de espera, recibí la respuesta anhelada; por cierto, con todo el detalle y la fundamentación que eran de desear. Recojo a continuación el contenido sustancial de la misiva en cuestión.
***
     Como se sabe, Federico Guillermo I, desoyendo el veredicto emitido en dos ocasiones por el consejo de guerra, así como las peticiones de clemencia de su presidente y del príncipe heredero, decidió la muerte de von Katte, a fin de doblegar la voluntad de Federico y demostrarle lo serio y tremendo de sus designios. A tal efecto, ordenó que la ejecución se realizara en el patio de la fortaleza al que daban las ventanas de la celda de su hijo, quien quedaba obligado a presenciar la ejecución, la cual se llevaría a cabo mediante decapitación a espada. El cadáver permanecería en el lugar durante varias horas, para mayor contemplación y escarmiento del príncipe, que a la sazón contaba dieciocho años de edad.
     Albert Lützow fue el encargado de despertar ese día a Federico a las cinco y media de la mañana, sin darle ninguna razón de ello. No obstante, el joven prisionero comprendió de qué se trataba; empezó a temblar y las lágrimas afloraron a sus ojos. A eso de las seis y cuarto, compareció el comandante de la fortaleza, acompañado de otras autoridades militares y del pastor Müller, e hizo explícito lo que el príncipe ya recelaba, indicándole que –de orden expresa y tajante de su padre- había de presenciar la ejecución desde un lugar en que le fuera visible con todos los detalles. Hacia las siete de la mañana, tras una torturante espera, se iniciaron los trámites de la ejecución. Finalmente, ante los ojos de Federico, apareció el cortejo (al que se había incorporado Müller, como ayuda espiritual para Katte) y, por unos momentos, condenado y testigo mantuvieron un sentido diálogo desde sus respectivos puestos, que a todos emocionó por la grandeza de los sentimientos de ambos y por la serenidad de Katte. Finalmente, rezando en voz alta, este se quitó la peluca, recogió sus cabellos con un ligero gorro, abrió el cuello de la camisa y se arrodilló ante el montón de arena que hacía de apoyo para su cabeza.
     En ese momento, el sargento Lützow apartó de la ventana a Federico con un firme ademán e interpuso su fornida y gigantesca anatomía entre la minúscula del príncipe y la reja de la ventana. Simultáneamente, la espada del verdugo se alzó y cayó sobre el cuello de su víctima, que rebanó de un solo tajo.
     El teniente coronel segundo jefe de la fortaleza fue el primero en darse cuenta de la maniobra del sargento y trató de apartarlo del primer plano de un empellón, musitando al tiempo palabras de amenaza; intento vano, pues la humanidad y voluntad de Lützow resistieron sus acometidas. Finalmente, entre varios de los militares presentes, consiguieron retirarlo, mientras el general Buddenbrock le gritaba:
-          ¿Sabe usted lo que ha hecho? ¡Ha desobedecido las órdenes expresas de Su Majestad!
-          Está bien, general. Si por inadvertencia o por piedad he estropeado el espectáculo al príncipe, pueden repetirlo. Ejecútenme a mí.
     Como se sabe, no llegó a tanto, ni mucho menos, la sanción del sargento, entre otras cosas, porque los presentes acordaron no dar cuenta al rey de lo sucedido. No obstante, había que seguir adelante con lo ordenado; así que empujaron nuevamente a Federico hacia las rejas, con tiempo suficiente para que lo contemplado le hiciera perder el conocimiento. Cuando lo recuperó, en un gesto de afirmación e inconsciencia a la vez, no se apartó de la ventana ni un solo momento hasta que, a primera hora de la tarde, retiraron el cuerpo de Katte y lo colocaron en un ataúd. Para entonces, Federico ya había visto lo bastante, incluso en opinión de su padre y señor.
***
     Cuentan en la familia von Lützow (y así me lo hicieron saber) que, cuando Federico quiso entregar personalmente a Albert su credencial de teniente, le mandó sentar, para así abrazarle más fácilmente desde sus cinco pies y dos pulgadas de estatura. El flamante oficial y el futuro Grande, intercambiaron estas breves palabras:
-          Lamento la molestia, Majestad, pero es bien sabido que a los hombres no se les mide por su estatura.
-          A usted, sí, teniente, porque su tamaño corre parejo con su capacidad para amparar al rey.




No hay comentarios:

Publicar un comentario