domingo, 26 de diciembre de 2010

El guardia de corps


    Federico II de Prusia, o Federico el Grande (1712-1786) tuvo una juventud sumamente problemática, debida a los enfrentamientos con su padre, el Rey Sargento. En un momento dado (noviembre de 1730), estuvo a punto de perder la vida y sufrió un terrible quebranto moral. Esta es la historia anovelada de aquellos terribles momentos.

     Mi nombre es Ludwig von Lützow, si bien tengo que aclarar desde un principio que no tengo nada que ver con el héroe homónimo de la gran guerra nacional contra Napoleón. Aunque, por trabajos diplomáticos de mi padre, yo nací en Berlín, soy ciudadano de Mecklenburgo, de donde llegué a ser el primer ministro durante diez años. Ahora, por desavenencias con el Gran Duque, estoy retirado de la política en mis posesiones rurales de Boddin y me dedico a recordar y escribir. No puedo hacer mucho más, con casi setenta años de edad y abundantes achaques de salud.
     Dicen que cuando el diablo no sabe qué hacer… El hecho es que, aunque yo no sea prusiano ni pertenezca a la familia del héroe susodicho, me enfrasqué, va para dos años, en la lectura de una biografía del teniente general Ludwig Adolf Wilhelm von Lützow. Sus primeras páginas iban dedicadas, como es natural, a tratar del origen de la familia y de sus antepasados próximos. Se decía que su bisabuelo, Albert Lützow, había pertenecido a la guardia personal del Rey Sargento, Federico Guillermo I, y había sido ennoblecido por el gran Federico II, tras morir en la batalla de Hohenfriedberg. Yo, que soy naturalmente suspicaz, me extrañé de que un simple teniente de la Guardia, de extracción humilde, hubiera sido designado freiherr (o, como dicen los franceses, barón), por el simple hecho de que hubiera acabado con él una bala perdida, aunque se disparara en tan alta ocasión. Así que, buscando respuestas, acabé enfrascado en una investigación cuasi-policiaca, que me deparó varias y gratas sorpresas. Eso es lo que les quiero contar a ustedes, esperando que encuentren en ello cierto deleite o, al menos, una lección de esa virtud tan necesaria, que solemos denominar piedad.
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     En uno de los tomos publicados con la extensa correspondencia de Federico el Grande, puede leerse la siguiente carta, datada en Friedberg, a 4 de junio de 1745, y dirigida a Georgina, viuda de Albert Lützow:
     Apreciada señora: Lamento comunicarle la muerte de su esposo, teniente de la Guardia, Albert Lützow, producida en la mañana de hoy, durante la batalla victoriosa desarrollada en este lugar, entre nuestro ejército y el de la coalición austro-sajona. La muerte de su marido se produjo al adelantarse con un destacamento, en previsión de que mi seguridad fuese puesta en peligro por la carga de la caballería imperial, realizada hacia las siete y media de la mañana. Una bala perdida acabó instantáneamente con su vida, sin que tuviera, por tanto, dolor ni conocimiento de su final. Es mi voluntad premiar los constantes y abnegados servicios de su esposo para con mi persona, ascendiéndole a capitán a título póstumo, con los efectos económicos consiguientes, y ennobleciendo a su familia, cuyos miembros adquieren desde hoy la condición de freiherren und freifrauen, y el derecho a usar el apellido von Lützow. Reciba, señora, el testimonio de mi más sincera condolencia. Federico.
    Esta carta despertó mi curiosidad, al menos, en dos aspectos. Primero, era insólito que el rey en persona comunicara a la familia el fallecimiento en acción de guerra de un oficial de rango inferior. Segundo, si Lützow era un veterano de la Guardia con treinta años de servicios, ¿por qué la alusión exclusiva a los prestados a Federico, y “abnegados”, por más señas? Aquí había algo extraño, que traté de indagar por diversos medios. Para no cansarles a ustedes, me referiré tan sólo al que tuvo éxito, a saber, la consulta del expediente personal del capitán Albert von Lützow, en los archivos de la Guardia de Postdam. Bueno, en realidad, la copia que manejé me la hicieron llegar, desde su casa solariega de Schöneiche, los descendientes del capitán.
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     El citado expediente abarcaba los años de 1718 a 1745, y tenía el carácter burocrático y nimio propio de tales documentos. Por ejemplo –y como correspondía a las exigencias físicas impuestas por el Rey Sargento-, se hacía constar que el bisoño aspirante tenía, en el momento de su ingreso en la Guardia, una estatura de seis pies y cuatro pulgadas, y un peso de ciento noventa y tres libras. También se reflejaba su ascenso, relativamente rápido, a sargento, en 1729, y a teniente, en 1740, coincidiendo con la elevación de Federico al trono. La última anotación era, por supuesto, la relativa a su muerte en acción de guerra y la promoción subsiguiente y a título póstumo al grado de capitán.
     Había algo, no obstante, que se salía de lo corriente. Me refiero a la sanción impuesta al sargento Lützow el día 8 de noviembre de 1730, por desobediencia a las órdenes recibidas, consistente en suspensión de empleo durante seis meses y pérdida de su destino en la escolta del príncipe heredero. Cumplida que fue la sanción, una orden de su teniente coronel lo destinó a las caballerizas de la Guardia en Pankow. Nada se hacía constar sobre el contenido de la desobediencia, ni parecía que hubiera existido ningún tipo de proceso para aplicar la sanción: esta figuraba como impuesta de plano por el general Buddenbrock, comandante de la plaza y fortaleza de Küstrin…, por más que el mismo no perteneciera a la Guardia ni –en consecuencia- tuviera aparentemente ninguna autoridad inmediata sobre el sancionado.
     Releyendo el expediente, me pareció asimismo curiosa la coincidencia de fechas del ascenso a teniente y la entronización de Federico. Tanto más, cuanto que dicho ascenso era acompañado del destino del nuevo teniente a la escolta personal del monarca. De forma que, sin tener apenas tiempo de quitarse el olor a caballo, Lützow se convertía en favorito de la fortuna. ¿Por qué?
     He de confesar que soy poco intuitivo. No obstante, la coincidencia de fecha y lugar de la sanción me hizo recordar el terrible trago por el que Federico hubo de pasar, dos días antes de aquella, cuando se vio obligado a presenciar la decapitación de su amigo, confidente y, tal vez, algo más, Hans Hermann von Katte, por haber colaborado con él en su intento de fuga a Inglaterra. Les supongo a ustedes al corriente de este suceso y, por tanto, no insistiré en las causas y circunstancias del mismo: queden, en consecuencia, implícitas –como sabidas- la brutalidad e injerencias de Federico Guillermo I y la obcecación y ligereza de su hijo y sucesor. Sigamos, pues, con la misteriosa sanción y sus motivos.
     Abusando de la confianza nacida de mi alta condición de expolítico y de la coincidencia de apellido (que quizá significara lejanos e ignotos lazos de familia), volví a requerir la ayuda de mis homónimos prusianos. Tras un par de meses de espera, recibí la respuesta anhelada; por cierto, con todo el detalle y la fundamentación que eran de desear. Recojo a continuación el contenido sustancial de la misiva en cuestión.
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     Como se sabe, Federico Guillermo I, desoyendo el veredicto emitido en dos ocasiones por el consejo de guerra, así como las peticiones de clemencia de su presidente y del príncipe heredero, decidió la muerte de von Katte, a fin de doblegar la voluntad de Federico y demostrarle lo serio y tremendo de sus designios. A tal efecto, ordenó que la ejecución se realizara en el patio de la fortaleza al que daban las ventanas de la celda de su hijo, quien quedaba obligado a presenciar la ejecución, la cual se llevaría a cabo mediante decapitación a espada. El cadáver permanecería en el lugar durante varias horas, para mayor contemplación y escarmiento del príncipe, que a la sazón contaba dieciocho años de edad.
     Albert Lützow fue el encargado de despertar ese día a Federico a las cinco y media de la mañana, sin darle ninguna razón de ello. No obstante, el joven prisionero comprendió de qué se trataba; empezó a temblar y las lágrimas afloraron a sus ojos. A eso de las seis y cuarto, compareció el comandante de la fortaleza, acompañado de otras autoridades militares y del pastor Müller, e hizo explícito lo que el príncipe ya recelaba, indicándole que –de orden expresa y tajante de su padre- había de presenciar la ejecución desde un lugar en que le fuera visible con todos los detalles. Hacia las siete de la mañana, tras una torturante espera, se iniciaron los trámites de la ejecución. Finalmente, ante los ojos de Federico, apareció el cortejo (al que se había incorporado Müller, como ayuda espiritual para Katte) y, por unos momentos, condenado y testigo mantuvieron un sentido diálogo desde sus respectivos puestos, que a todos emocionó por la grandeza de los sentimientos de ambos y por la serenidad de Katte. Finalmente, rezando en voz alta, este se quitó la peluca, recogió sus cabellos con un ligero gorro, abrió el cuello de la camisa y se arrodilló ante el montón de arena que hacía de apoyo para su cabeza.
     En ese momento, el sargento Lützow apartó de la ventana a Federico con un firme ademán e interpuso su fornida y gigantesca anatomía entre la minúscula del príncipe y la reja de la ventana. Simultáneamente, la espada del verdugo se alzó y cayó sobre el cuello de su víctima, que rebanó de un solo tajo.
     El teniente coronel segundo jefe de la fortaleza fue el primero en darse cuenta de la maniobra del sargento y trató de apartarlo del primer plano de un empellón, musitando al tiempo palabras de amenaza; intento vano, pues la humanidad y voluntad de Lützow resistieron sus acometidas. Finalmente, entre varios de los militares presentes, consiguieron retirarlo, mientras el general Buddenbrock le gritaba:
-          ¿Sabe usted lo que ha hecho? ¡Ha desobedecido las órdenes expresas de Su Majestad!
-          Está bien, general. Si por inadvertencia o por piedad he estropeado el espectáculo al príncipe, pueden repetirlo. Ejecútenme a mí.
     Como se sabe, no llegó a tanto, ni mucho menos, la sanción del sargento, entre otras cosas, porque los presentes acordaron no dar cuenta al rey de lo sucedido. No obstante, había que seguir adelante con lo ordenado; así que empujaron nuevamente a Federico hacia las rejas, con tiempo suficiente para que lo contemplado le hiciera perder el conocimiento. Cuando lo recuperó, en un gesto de afirmación e inconsciencia a la vez, no se apartó de la ventana ni un solo momento hasta que, a primera hora de la tarde, retiraron el cuerpo de Katte y lo colocaron en un ataúd. Para entonces, Federico ya había visto lo bastante, incluso en opinión de su padre y señor.
***
     Cuentan en la familia von Lützow (y así me lo hicieron saber) que, cuando Federico quiso entregar personalmente a Albert su credencial de teniente, le mandó sentar, para así abrazarle más fácilmente desde sus cinco pies y dos pulgadas de estatura. El flamante oficial y el futuro Grande, intercambiaron estas breves palabras:
-          Lamento la molestia, Majestad, pero es bien sabido que a los hombres no se les mide por su estatura.
-          A usted, sí, teniente, porque su tamaño corre parejo con su capacidad para amparar al rey.




HABLA CIPIÓN


     Siempre se ha lamentado que Cervantes concluyese su Coloquio de los perros sin permitir a Cipión que contase sus aventuras. ¿Qué tal si resucitamos al inteligente can y lo colocamos en el mundo de nuestros días para que, habiendo recuperado el habla cuatro siglos y pico después, se sincere con Berganza?

1.      Preámbulo. De los primeros tiempos de Cipión[1]

-          C. Válgame Dios. ¿Pues no es éste mi colega Berganza, de los perros de Mahudes del Hospital vallisoletano de la Resurrección? ¡Qué alegría verte, después de tantos años!
-          B. El júbilo y la algazara también son míos, Cipión de mis entretelas. Sabiendo que nuestros congéneres no suelen vivir más de quince años, se me hacía extraño despertar esta noche y percatarme, por el mundo que me rodea, de que han debido pasar unos cuantos siglos desde nuestra última charla al humano modo. Así pues, no es fantasía, ni me encuentro en el Hades de los perros.
-          C. No, por cierto, a no ser que a mí me suceda lo propio. Pero no parece probable, pues allá al fondo percibo entre el elevado caserío, una gran corriente de agua, que yo diría es el Tormes, a juzgar por el puente que lo cruza y lo ameno de sus orillas.
-          B. Si el río es el que tú dices, y no la Esgueva de mis pecados, entonces esta ciudad no es Valladolid, ni el pulido hospital que nos acoge es el de la Resurrección.
-          C. Ciertamente y, a juzgar por el gran número de estudiantes que pasan ante nosotros, me atrevo a asegurar que nos hallamos en la ciudad de Salamanca, cuna de saberes y solar de nuestros antepasados, que habían de pastorear las manadas de toros bravos.
-          B. Y el hospital, por lo que colijo de su lema y emblema, ha trocado su nombre por el de la Trinidad. ¡A saber cómo haya sucedido al otro y de qué manera hayamos llegado hasta aquí!
-          C. No seré yo quien responda a tu primera pregunta, pero, por lo que a mí respecta, sí contestaré a la segunda. Tengo mi vida hasta ahora bien presente en el recuerdo y desatada la lengua para expresar su peripecia en forma de palabras, no de ladridos. Así que, si tienes tiempo y te sirve de contento, pagaré esta noche la deuda que contigo tengo contraída y relataré mi existencia con el escaso pormenor que en mí es habitual.
-          B. Sí. Ya recuerdo, Cipión, tus acerbas críticas a mi prolijidad. De modo que, aunque nos sobre tiempo y la hierba esté seca y mullida, seré juez riguroso de tus minuciosidades y excursos. Por lo demás, te escucharé con gran atención, por ver si extraigo de tus palabras alguna explicación o enseñanza sobre este mundo al que he despertado y que apenas reconozco como el que antaño olfateé y recorrí.
-          C. Si puedo orientarte o darte consejo, miel sobre hojuelas. Recuerda, empero, que no cualquier tiempo pasado fue mejor y que poco importa que cambie el mundo, si nosotros y nuestros amos seguimos siendo los mismos de otrora.
-          B. Comienza, pues, tu relato. Soy todo orejas.
***
-          C. No sé si me falla la memoria, o si he pasado por varias reencarnaciones, pero no recuerdo otro comienzo para mi vida que en Valladolid, en una casa de la calle que ahora denominan de Miguel Íscar, a cuya medianería está adosada la fachada de aquel Hospital que ambos recordamos, fuera de la puerta del Campo; sólo que ahora, tras el Cristo resucitado, no hay hospital, ni puerta, ni campo, sino un minúsculo jardín, con fuente en medio, y unas casas de ladrillo enmascarado con hiedra, que dicen ser las de un famoso escritor de nombre Cervantes.
-          B. Oír ese nombre, Cipión, y acordarme de mi padre, todo ha sido uno; que no soy capaz de imaginar al alano que fue mi progenitor pero, en cambio, se me sobresalta el corazón al escuchar ese apellido.
-          C. No me extraña. También yo debo la vida a una tal doña Fernanda, al punto de que la tengo por madre, por más que, por cómo me trató después, merecería el título de madrastra.
-          B. ¿Cómo es ello? ¿Reniegas de nuestra especie y prefieres la progenie humana?
-          C. No hay tal, sino que el mundo ha cambiado tanto para nosotros, que nuestro nacimiento debe más a los hombres que a los canes. Mi caso bien lo demuestra, según doña Fernanda me contó en más de una ocasión.
-          B. Ve, pues, al caso, que no he de interrumpirte como no despunte el alba.
-          C. Dígote que, para nacer, dependemos tanto de los hombres como de nuestros padres, porque casi todas las perras son maltratadas a base de potingues y pinchazos, llamados la inyección, que las dejan imposibilitadas de tener hijos. Aducen que ello es más humano que tirar las crías al río –como en otro tiempo se hacía-. Será más humano, pero no más perruno, pues así nuestro nacimiento no es fruto de la afición y encuentro de nuestros antecesores, sino del gusto y designio de nuestros amos. Pues bien, en mi caso fui hijo de la avaricia de los dueños de mis padres, que decidieron tolerar su fecundidad y forzar su unión, por aquello que dicen el pedigrí y que no es sino juntar a los perros por su raza, no por el cariño o el azar.
-          B. No está lejos de la forma de entender los hombres eso que llaman el matrimonio, que dicen no dejar al acaso ni al sentimiento, por ser demasiado importante para ello.
-          C. Muy anticuado estás, Berganza amigo, que ahora hombres y mujeres se juntan y matrimonian por querencia y libremente. Pero no dejan tal suerte a sus perros, a los que incluso llegan a encerrar en una estancia para que procreen, quieran o no, y hasta en ocasiones ayudan en su coyunda, si es que los que ellos llaman animales no encuentran satisfactoria a su impuesta pareja.
-          B. Decías, Cipión, algo de la avaricia…
-          C. En efecto. Tan pronto mi madre dio a luz a mí y a mis cinco hermanos, nos destetaron y separaron, cada cual a la casa y dueño que había comprometido nuestra compra. Doña Fernanda me compró, con mi hermana Cuqui, y nos llevó a la casa que te digo, a la vera de la del tal Cervantes, donde nos dio toda clase de cuidados de los que cumplen a los hijos de los hombres, tales como alimentarnos con una repugnante leche de vaca en teta artificial, que llaman biberón; lavarnos y perfumarnos, hasta hacernos constipar y estragar el olfato; vestirnos con jerséis de colores y lacitos en la cabeza, que nos agobiaban y avergonzaban ante nuestros compañeros. Pues habrás de saber que nuestra ama nos sacaba mañana y tarde a pasear, por las calles más concurridas de la ciudad, haciendo toda clase de visajes y exclamaciones para llamar la atención de los transeúntes hacia nosotros. Plugo al cielo que una tarde, en el Campo que ahora adjetivan de Grande, una anciana se fijase en mi hermana, la del ridículo apelativo de Cuqui, y, entrando en regateos, la vendiese con todos sus perifollos, en la cantidad de 250 euros, que no sé cuánto será en reales de vellón, pero que no sería mala transacción, a juzgar por lo que doña Fernanda dijo a su esposo al regreso: Si también vendo a éste –por mí- me compraré ese abrigo que tanto me gusta.
-          B. Así pues, quedaste solo y sin familia en este mundo tan cruel, a lo que dices.
-          C. Y no fue eso lo peor, aunque dicen que no hay mal que por bien no venga. Quiero significar que mi dueña lo era también de su marido y de sus dos hijos pequeños. Gorda, autoritaria y con estudios, gobernaba sin oposición la casa, a base de gritos y tacañería. Su marido, corto de luces y de espíritu, la dejaba hacer, hasta que amainase la tormenta y pasando en casa el menor tiempo posible. Sus hijos, que Dios guarde, pues para mí fueron piadosos, aunque entonces eran niños, habían de cuidar de sí mismos, ya que allí no había comida a sus horas, ni limpieza a hora ninguna, ni lección sin palos, ni corrección sin berridos. Yo no podía quejarme, pues me criaba con más regalo que a sus propios hijos y me dio una educación esmerada sin deslomarme: que si no hay que ladrar; que el pis y la caca se hacen en la calle y no hay que preocuparse de enterrar la muestra; que no hay que morder aunque te estén saliendo los dientes… Cosas, como ves, utilísimas para vivir entre los humanos, como humanos; y, sobre todo, muy necesarias para encontrarme comprador, como era su deseo.
-          B.  No es mala vida, ni modales desaconsejables, pues ya estoy viendo que la existencia de perros de esta época no se desarrolla en campo abierto, ni corriéndola por toda la ciudad, sino en casa o acompañando al amo en sus breves paseos, asfixiado por una correa.
-          C. Noto que te vas percatando del mundo en que hemos de vivir. Pero terminemos el episodio de doña Fernanda. Conforme iba yo creciendo y alcanzando la lozanía de la primera juventud, mi ama iba volviéndose conmigo más y más cicatera y violenta. Se conoce que el negocio esperado era tanto mayor, cuanto más pronto se lograra y que resultaba tanto más improbable, cuanto más viejo me fuese haciendo. Es el caso que, tras varios intentos infructuosos de colocarme a bajo precio con unos vecinos, un día festivo de madrugada, me metió en uno de esos carruajes sin caballos que llaman coches y, en llegando a las afueras de Valladolid, en el lugar que denominan La protectora, abrió la puerta y me dejó abandonado, regresando ella a la ciudad. No me hubiera sido difícil hallar a mi vez el camino de retorno, pero no era el paraíso perdido tan atractivo como para volver a él. Un alano no teme a nadie ni se empeña en morar allí donde no es querido. Así que volví la vista a la tapia tras la cual efluvios y ladridos me hacían saber que podría encontrar amistad y cobijo y, buscando un hueco, la franqueé e ingresé en el misterioso recinto. El instinto nos dice, amigo Berganza, que poco bueno puede esperarse de tapias, jaulas y cadenas; pero, después de todo, ¿qué perdía? Donde tantos congéneres vivían bajo protección, ¿no hallaría un poco de amistad y un trozo de pan?

2.      En la protectora de animales

-          C. Levantábase La Protectora en lo que fue el páramo o alto de San Isidro, modesta atalaya sobre la ciudad del Pisuerga. De aquellos tiempos dataría el acotamiento del recinto en despoblado, pues lo que es ahora, los aledaños de la ciudad confinan con sus tapias, y racimos de casas todas iguales, llamadas chalés, las rodean a todos los vientos, privando a los allí asilados de tranquilidad y esparcimiento. Claro que los vecinos, en el colmo del egoísmo, y aun siendo ellos los últimos en llegar, renegaban de nuestros olores y ladridos, denunciándonos al corregidor y lanzándonos piedras y basuras.
-          B. Observo, Cipión, que los años no pasan en balde y que te estás volviendo premioso y amigo de los óbiter dicta, como los leguleyos.
-          C. Procuraré corregirme en adelante. Pues bien, La Protectora era un mundo, no redondo, sino cuadrado, inmóvil, cerrado y poblado de las criaturas más curiosas que serían de imaginar. Cierto que las más numerosas e interesantes eran, con mucho, las perrunas, pero allí había gatos, cabras, pájaros diversos, loros, conejos, lagartos y todo género de sabandijas, que llaman mascotas y que parecen salidas de un libro de quimeras. Creo yo que algunos de esos animales fabulosos vendrían de las Indias, de China o de los presidios de África. Pero todos tenían algo en común: sus familias rotas, sus vidas destrozadas, el abandono de sus amos, cicatrices y amputaciones. A éste faltábale una pata, a aquél un ojo; quien renqueaba, quien tenía por cola un muñón. Los había que, faltos de cordura, aullaban durante todo el día, o daban vueltas sobre sí mismos constantemente. Era el reino de la dolencia, de la carencia, de la insania. En suma: allí penaban y se consumían los juguetes rotos, los caprichos olvidados, las víctimas de la crueldad y la violencia de los reyes de la Creación.
-          B. Triste cuadro me pintas, pero no creo fuese mejor nuestra vida en tiempos pasados, como no fuera porque nos despenaban con mayor rapidez.
-          C. Pues bien. En aquel reino del dolor y el abandono, en aquel purgatorio de las culpas ajenas, ni libertad había para elegir los compañeros de fatigas. Encerrados en jaulas o encadenados tras el alambre, convivían el perro con la cabra, el gato con el conejo, el pato con el canario. A nosotros, los perros más membrudos, nos guardaban en grupos de cinco o seis, en tan pequeñas celdas, que apenas podíamos dar dos pasos sin tropezarnos unos con otros o resbalar en los excrementos. Imaginarás cómo lamentaba yo haberme metido voluntariamente en aquel lugar de tormento, engañado por el reclamo de protección y acuciado por la soledad y el hambre.
-          B. Si algo aprendí yo de mis muchos amos de antaño es a fiar de los hombres menos que de las ratas.
-          C. Gobernaba aquel averno, y hasta tenía a gala haber sido su fundadora, una tal doña Wences, ayudada por dos o tres almas cándidas que, con poco pan y muchas buenas palabras, trataban de conservar nuestra vida y nuestra esperanza. Ignoro de dónde saldrían las limosnas para mantener esa antesala del cementerio, pues no me llevaban de ayudante de limosnero, como el bueno de Mahudes. Tengo por cierto que los mismos que habían llenado aquel lugar de horror y de miseria, luego darían su óbolo para tranquilizar la conciencia. Digo esto porque algunos de los asilados parecían estar allí como simples huéspedes temporales, que sus amos recogían cuando les parecía bien. Imagino que el resto seríamos inquilinos permanentes, a cargo de la bolsa del común, cuyo desembolso periódico tanto alegraba a doña Wences, que gritaba emocionada: ¡Ya llegó la subvención! Ignoro que sería aquello pero a todos convenía, pues en los días siguientes nos doblaban la ración y hasta limpiaban las jaulas y atendía a los enfermos una especie de médico que decían el veterinario.
-          B. Sería uno de los dos mil de Alcalá, que no encontraría otro destino para evitar morirse de hambre. Desde luego, amigo Cipión, juro por el sagrado Cerbero que en mi vida pasé tantas penalidades, como las que tú hubiste de sufrir en ese lugar donde los que entran han de abandonar toda esperanza.
-          C. No así, Berganza, que la esperanza es virtud teologal que ha de permanecer a lo largo de toda esta vida. También en La Protectora existía, incluso para quienes, como yo, habíamos perdido amo y libertad. Existen algunos hombres –no diré buenos, pero sí mejores que otros- que, puestos a adquirir mascota, por pobreza o por benevolencia, acudían a doña Wences y otras tales, para elegir compañía. Una mañana, cuando ya llevaba yo cuatro meses en aquel infierno, se presentó una señora de mediana edad, regordeta y peripuesta, que conocía a nuestra guardiana por ser su peluquera. Venía en busca de un perro sano y de toda confianza, para regalar a su hija de trece años, que se había encaprichado de tener un animal de compañía. Ya fuera por las indicaciones de doña Wences, ya por mis prendas personales (en particular, la mancha negra que tengo alrededor del ojo izquierdo y que, según doña Fernanda, me hace muy gracioso), es lo cierto que la peluquera decidió llevarme a su casa, aunque rezongando de mi aventajada corpulencia. Ahí dejé atrás aquella época tan triste de mi vida y me trasladé, o trasladaron, a una casa de la Huerta del Rey, donde viví los años siguientes, con el proceso y resultado que, con tu benevolencia y la ayuda de unas buenas lametadas de agua para mi boca seca, relataré.
-          B. Yo he de escucharte de muy buena gana, que la noche es templada y aún no es la hora de hacer la ronda del hospital.


3.      Entre esteras
-          C. La Protectora había hecho conmigo lo que la prisión con los hombres, es decir, me había vuelto retraído, violento y egoísta. El barniz de educación que doña Fernanda me había aplicado para convivir con los humanos desapareció, dejando a la vista mi pelaje de perro asilvestrado, que ladraba cuando quería, se rascaba si le picaba, hacía sus aguas donde le apetecía y mordía y arañaba sin recato. No dejaba de comprender que tendría que cambiar de costumbres, si no quería volver a la gehena, pero mi natural, espontáneamente bondadoso y sociable, quedó prendido para siempre en los alambres de aquel presidio.
-          B. Olvida ya, Cipión, aquel terrible lugar, que parece tenerte obsesionado, y pasa a esa nueva página de tu vida, con la peinadora y su hija adolescente.
-          C. Dices bien, Berganza, pues eran las únicas personas que vivían conmigo en aquella casa, porque la peluquera, doña Estera, era divorciada, y su hija mayor habíase casado poco antes de llegar yo.
-           B. ¿Doña Estera, dices? Luego era propia para solar y reposar en ella, como las esteras del Hospital de la Resurrección…
-          C. ¡Quia! Su nombre era Esther, como la judía de la Biblia, pero yo alteraba así su gracia, por seguir la de ella, que llamaba Esterita a su hija. Y ya va siendo hora de hablar de ésta, pues resultó ser la reina de la casa. Pizpireta, caprichosa, poco dada al estudio y nada al trabajo, me tomó a su cuidado como disculpa para no hacer lo que la mandaban y salir de casa cuando le apeteciera. Me tenían preparado acomodo en un pequeño patio interior, al que apenas llegaba la luz del sol. Allí habían instalado una caseta, sin duda pensada para perro de aguas o grifón enano, pues tenía que entrar en ella arrastrándome por el suelo y, al pretender salir, me la llevaba conmigo, cual galápago su concha. Tampoco era grande el patinillo donde me recluían, estándome vedado franquear la puerta que lo comunicaba con la vivienda. Y, con todo, yo bendecía mi suerte, recordando el inmediato pasado, y lo demostraba ruidosa y olorosamente, haciendo uso de mi ganada libertad. No estaban de acuerdo con ello algunos vecinos, que hacían coro a mis ladridos con sus protestas, y se asqueaban de las deyecciones que esmaltaban el suelo de mi refugio. Afortunadamente, doña Esther me trataba como a un hijo mimado, haciendo oídos sordos a las quejas y baldeando o pasando la manguera para arrastrar sumidero abajo mis excrementos. Sus admoniciones eran siempre melifluas y dichas con tal lujo de palabras, que ni Cicerón hubiese comprendido todas. ¡Como si eso de hablar y entender al humano modo fuese cosa que los perros hubiésemos de practicar más allá de una noche, cada no sé cuantos siglos!
-          B. ¿Y la joven Esterita? ¿Cómo era tu trato con ella?
-          C. Al principio, todo fueron regalos y gentilezas. Dos veces al día me sacaba a jugar y alternar con nuestros congéneres a una plaza ajardinada, a la vuelta de la casa. Aquí tuve mi primer contacto con las reuniones de los amos de perros, curiosa ceremonia social que, como pude constatar, define a las mil maravillas la relación actual entre las dos especies. Los amos hacen conocimiento, vida social y hasta relaciones amorosas, gracias a sus perros; hablan de éstos y se dirigen a ellos, como si fueran sus hijos más queridos; ríen nuestras gracias, disculpan nuestras travesuras, fomentan nuestros juegos y ladridos, aconsejan comidas, encomian a veterinarios, proyectan vacunaciones y apalabran apareamientos. Nunca vi gentes más obsesionadas, ni reuniones más repetidas. Llueva o nieve, en la salud y en la enfermedad, los amos, de toda edad, sexo y condición, se reunían dos veces al día, en el mismo lugar y a la misma hora, para verse con las mismas personas y tratar de idénticos temas. Y nosotros, entre tanto, corriendo en redondo, capturando palos o pelotas, gruñendo a los mismos enemigos, jugando con los mismos amigos y cubriendo la vecindad de ladridos y defecaciones. Recuerdo a un extranjero, que decían era pastor belga, que aullaba como un poseso cada vez que pasaba un coche de médico o de corchetes (que ahora denominan policías) y seguía así hasta que el sonido de la sirena se perdía en lontananza.
-          B. De lo que me dices, parece colegirse que los perros somos, como quien dice, el eje en torno al que gira la vida de esos amos, a lo que se ve, con tan poco que hacer.
-          C. Puedes pensar así, pero yo nunca oí a uno de ésos tales preguntar a su perro si le gustaba el lugar, si le interesaba la compañía o si eran para él las mejores horas de salida. Vamos, como si dijéramos, todo para el perro, pero sin el perro.
-          B. Filosófico te veo, Cipión. Pero pasa a los hechos, pues se acerca ya la hora de mi ronda y querría acabar de escuchar antes el episodio de las esteras.
-          C. Lo concluiré en un vuelo. He aquí que, mientras yo me convertía en un perro adulto, Esterita se transformaba en una joven en edad de merecer, mucho más dada, por descontado, a buscar novio que a pasear perro. Poco a poco, mi vida se fue confinando entre las cuatro paredes de aquel tétrico patio, olvidado de Esterita y mal atendido por su madre, que había de trabajar fuera y no congeniaba conmigo. Mi carácter se agrió, ladraba como un descosido y, un día que encontré abierta la terraza, entré en la casa y la tomé con las puertas y el tresillo del salón. Por primera vez, doña Esther se puso seria conmigo: me dio una buena paliza con el mango de la fregona y me tuvo a pan y agua durante una semana. La limpieza de mis miserias se volvió más y más esporádica. Mi mente se deprimía y trastornaba, sin poder apenas moverme y olfateando constantemente mis propios efluvios. Pero la gota que hizo rebosar el vaso vino de lo alto. Quiero decir, del sexto piso, desde donde me lanzaron un apetitoso trozo de carne de vacuno, en vez de los objetos contundentes habituales. Comer aquel manjar y entrarme una diarrea que a poco me lleva pateta fue todo uno. Demasiado tarde colegí que la carne estaba envenenada. Doña Esther casi se desmaya cuando me vio envuelto en vómito y rodeado de materia de albañal. Cuando me recobré de la intoxicación, aproveché el primer descuido de mi ama y tomé el camino de la calle, sin cejar hasta que las últimas casas de Valladolid quedaron atrás. Nadie me siguió. Supongo que las Esteras quedarían más aliviadas que mohínas. Empezaba una nueva etapa de mi vida, en que ya no volvería a escuchar el rumor del Pisuerga ni de la Esgueva. Pero sus y a ello, que ya oigo los pasos del guarda, que con él viene a llevarte para hacer la ronda.


4.   El perito en perros
-          B. Ya estoy de vuelta, Cipión, y dispuesto a seguir deleitándome con tu historia, por más que sea un tanto triste y desastrada. Y es que dicen que mal de muchos…
-          C. La cosa es que mis largas piernas me llevaron sin esfuerzo alguno hasta el lugar del Pinar de Antequera, a una legua de Valladolid, donde encontré una fila de grandes casetas de metal, ideales para pasar la noche. No me percaté, por la oscuridad, de que tales casas tenían ruedas y no eran sino grandes carretas, de las ahora llamadas vagones, que arrastran por unas vías de metal como alma que lleva el diablo. Tenía tanto sueño, que no me despertó el traqueteo del convoy al ponerse en marcha, sino que fui a despabilarme mucho más allá, en paz y gracia de Dios, en la estación de Medina del Campo, a juzgar por la silueta del castillo que se erguía ufano sobre una mota. Descendí del vagón y caminé sin rumbo, hasta dar con las orillas de ese río de nombre, que no de agua, que llaman el Zapardiel. Cansado y hambriento, me aovillé en el atrio de San Miguel, donde haraganeaban algunos jóvenes, y no tan jóvenes, que decidieron divertirse a mi costa. Afortunadamente para mí, acertó a pasar un individuo de aspecto juvenil, como de treinta años, ataviado con la prenda informal denominada chándal, que llevaba consigo desatados un perro pesado y viejo y una perra pequeña y de mucho carácter. El joven, llamado Paco, se limitó a hacerme una seña acompañada de silbido: lo suficiente para entender yo que quería que lo siguiese, y mis acosadores, que habían de dejarme marchar. Poco más allá, en el andén del río que queda junto a las Carnicerías, mientras los otros dos colegas estaban a lo suyo, Paco y yo tuvimos una breve conversación. Quiero decir que él se convenció de que yo era un perro abandonado, con la traumática experiencia del refugio de La Protectora, y yo no le llevé la contraria, dejando bien a las claras que no pondría objeciones si decidía adoptarme.
-          B. ¡Válgame el cielo, Cipión, y qué atrevido fuiste aceptando amo, cuando tan mal te había ido con los anteriores!
-          C.  Has de saber, Berganza, que en esta era los perros no pueden vivir a sus anchas, como no sea en el campo y en manada. En las ciudades ya no hay basuras que comer, ni calles que pasear, como no sea jugándote la vida en cada cruce. Tanto ha cambiado nuestra existencia, que te morirías de risa o de miedo, contemplando canes minúsculos hechos a propósito para no salir de casa, y feroces asesinos, que sus dueños entrenan para que ejerzan la violencia que ellos no podrían usar sin vérselas con la justicia. Pero la verdad es que, en este envite, no tuve mala suerte. Paco era un holgazán de tomo y lomo, que vivía a costa de su anciano padre, ya torpe y entontecido, y de su madre, enfermera diplomada, que continuaba en casa la jornada sanitaria, cuidando de su madre inválida y encamada. No era aquella morada un dechado de orden ni de limpieza pero, si en algo había atención y vigilancia, era en el cuidado y manutención de los perros, tres contándome a mí. Nuestro amo no tenía otra misión ni afición en la vida, que la de enseñar y mantener a sus canes. Incluso diría que el no mucho cariño que prestaba a su novia de toda la vida, tenía fundamento en que también ella era perrera y su mascota se entendía con nosotros a las mil maravillas.
-          B. No sería fácil la vida de tres perros en la misma casa. ¿No había peleas y desavenencias?
-          C. Nada de eso. Paco nos trataba a todos por igual y su temperamento indolente parecía contagiarnos. Rufo, el decano, era un rottweiler paciente y reflexivo, que no tenía mayor gusto que tumbarse en el pasillo y contarnos historias. Mina, la perrita callejera, traída años atrás de la inclusa perruna, era una víctima más de la inyección, incapaz de encelarse, que no tenía más caprichos que ser la primera en probar bocado, y en entrar y salir de la casa y del ascensor. Pues habrás de saber que vivíamos en un quinto piso de un edificio de amplia vecindad, donde servía de escándalo nuestro número y libertad de movimientos. Como de costumbre, no eran justos en esto los humanos, pues nuestro comportamiento era ejemplar y, desde luego, bastante mejor que el de la mayoría de los niños. No diré yo que no nos revolcásemos de vez en cuando en los felpudos, para aliviar picores y soltar el pelo, ni que en el verano no nos bañásemos en la fuente pública junto a casa y nos secásemos en el portal sacudiendo nuestra anatomía. Pero, por lo demás, Paco era inflexible: nada de ladridos ni mordiscos; nada de carantoñas ni peleas. Buena comida (afortunadamente, ya preparada de fábrica, no guisada por las manos de doña Juanita, la mamá de Paco), limpieza justa (no hay mejor perfume que el despectivamente llamado olor a perrizo), veterinario sólo cuando la enfermedad nos aquejase (buena gana de vacunas, revisiones rutinarias y otras zarandajas). Con eso y cuatro salidas al día para pasear, nos manteníamos en forma, aunque la vida fuese un poco aburrida. Pero la muerte a todos nos llega y un día visitó al viejo Rufo, que falleció de un cáncer, a pesar de recibir en Madrid los mejores cuidados médicos.
-          B. No somos nada, amigo Cipión. Pero no sé si envidiarte, tú a solas con Mina, con inyección o sin ella…
-          C. Te equivocas, como casi todos los malpensados. Mi estancia en la opulenta Medina estaba tocando a su fin. Dos meses después de morir Rufo y a punto de cumplir yo dos años en aquella casa, vino a visitarnos una prima de doña Juanita, que acababa de sufrir el duro golpe de la muerte de su padre, único hombre de la casa, si se puede decir así, ya que el otro era un niño que la susodicha había tenido de soltera. Hablar del miedo que sentía tan sola en la casa y saltar doña Juanita fue todo uno: nada, nada, hija, que Paco te ceda uno de los perros; el más grande para que te proteja. Paco refunfuñó, pero hubo de consentir. Todo por la familia. A fin de cuentas, nadie es imprescindible, sobre todo, mientras haya perreras. Así que me metieron en el asiento de atrás del coche, con mi hueso de juguete y una bolsa de pienso Delicán con vitamina B, y me trajeron hasta esta ciudad de Salamanca, donde mi nueva ama residía. De lo que puedes colegir, amigo Berganza, que no estamos ya lejos de concluir la historia de mi vida hasta el presente.

5.   El perro cuida al amo
-          B. Dijo alguien que poco se adelanta cuando se cambia de lugar, pero no de costumbres.
-          C. Y habló con verdad, y más ahora que el mundo se ha hecho tan pequeño, que Colón y Magallanes se tirarían de los pelos si lo vieran. Fíjate que, para entender lo que sucede en esta tierra, es obligado referirse a la globalización y…
-          B. ¡Ay, ay, ay!, que vuelve la burra al trigo. Anda, Cipión, déjate de metafísicas y vamos al grano de tus andanzas.
-          C. Sea. En esta Perla del Tormes, me convirtieron en inquilino de una hermosa casa, en el lugar que llaman el Carmen de Merimée, porque limita al norte con la plaza de toros, al sur con un convento de monjas de clausura y al frente con un cuartel. Con eso queda dicho todo, en cuanto al emplazamiento externo. Del interior de la casa de doña Lucía habría mucho más que decir. Era mi ama como de unos cuarenta años, morena, flemática, gruesa y de salud no buena. En sus años mozos debía de haber sido una señorita de las que ni estudian, ni trabajan, paseante de libros, aprendiz de mil oficios, emprendedora de todo  y acabadora de nada, melindrosa, reina del esplín, princesa del mimo, duquesa del servicio, marquesa de la renta, condesa de la sopa boba, dama del favor, señora de la petición importuna. En un viaje al extranjero, habíase encaprichado de un varón experimentado y con espolones, divorciado a lo que dicen, y de la esperanzadora coyunda habían traído al mundo a un hijo que, contra lo que Lucía había imaginado, no sirvió para cimentar la unión y llevar al matrimonio, sino para que el padre asesara de golpe y, aconsejado por su familia anterior y ayudado por la extranjería, rompiera toda relación y se llamara andana en la atención de su hijo. Llamábase éste Ciri, por su abuelo Cirilo el que, al morir, se llevó de aquella casa las llaves del trabajo, el orden y la despensa, como muy a mi pesar tuve ocasión de percibir.
-          B. Deduzco de tus palabras que no simpatizaste, de entrada al menos, con tu ama.
-          C. ¿Ama dices? Espera y verás. Aquella mansión era la casa de tócame Roque. La madre, vaga de por sí y aquejada de las más variadas dolencias imaginarias (que ahora tildan de psico-físicas), se levantaba a las tantas, sin ni siquiera ocuparse de preparar y llevar al niño para el colegio. Apenas caminaba los pasos imprescindibles para comprar el pan y pegar la hebra con los transeúntes y las empleadas de los comercios vecinos, para lo que yo y mis necesidades éramos una buena disculpa. Ciri, libre de toda traba y tarea, deambulaba de la cama al sillón, jugando con unos instrumentos diabólicos, que él llamaba el ordenador y la consola. De tarde en tarde, se acordaba de hacer un poco de deporte, siempre a la vera de casa y, a ser posible, junto al portal. De ello tenían cumplido conocimiento los vecinos, por los golpes que atizaba con la bicicleta al ascensor, o con el balón al cristal de la puerta de la calle. El chiquillo y la mamá, con tal vida de ociosidad, echaban cada vez más carne sobre los huesos, con lo que moverse y trabajar les resultaba más y más penoso, caso de proponérselo. Y, en ese mundo de Jauja, me tienes a mí, tendido todo el día en la cocina, comiendo lo que quisieran darme o yo afanase; saliendo de casa para facilitar que Lucía formase corrillo conversador en la puerta de la calle o en el primer banco que hubiese libre; dormitando casi todo el día; poniéndome graso como un cebón; gañendo para despertarlos; ladrando para alertarlos de visitas y timbrazos; acompañándolos a pedir a sus vecinos más tolerantes un huevo o unas galletas. En fin, siendo el amo de mí mismo y el cuidador de quienes habían de velar por mí.
-          B. ¿Y cómo podía mantenerse una familia así?
-          C. He de decir lo que favorezca como lo que perjudique. Quiero significar que, en medio de tantas carencias, Lucía (en su caso no me sale el doña) tenía una gran cualidad: la de hacerse la mártir, dejándose querer y ayudar de cualquiera que pudiera compadecerla. Tenía una asistenta, Zósima, buena amiga mía, que casi la había visto nacer y que ponía orden y limpieza en la casa, sin preocuparse por cobrar su soldada al acabar la semana. Una vecina le completaba la despensa (y a mí me cubría de caricias y galletas de chocolate); otro vecino, médico, la atendía y medicaba en sus múltiples achaques y desfallecimientos; el padre de un compañero de clase de Ciri sacaba a éste a orearse, un poco más lejos del umbral de su casa; otro la aconsejaba en las cuestiones legales de los alimentos del niño y de la herencia de don Cirilo; la de más allá la invitaba a su casa de la playa, mientras cuidaba de mí una amiga suya que tenía una encantadora perrita. En fin, ¡qué voy a decirte! No será la primera vez, ni será la última que quien no sepa o quiera cuidar de sí mismo y de sus hijos, se busque un perro, para hacer también su desgracia y, de paso, el tormento de quienes lo rodean. Mira mi caso: mal alimentado y descuidado en la higiene, desarrollé un mal de la piel, con tremenda comezón y caída del pelo, que me hacía ladrar y rascarme contra las esquinas, desesperando a los vecinos y al portero.
-          B. Dejemos de hablar de esas cosas, que me están entrando picores. Pasa al momento en que dejaste el Carmen de Merimée para venir a este hospital.
-          C. Sentencian que quien mal anda, mal acaba. Tanto tiró Lucía de la cuerda, que sus hermanos decidieron partir la herencia del padre, sin componendas ni tolerancias, en vista de que no era capaz de poner orden en sus cosas y reducir los gastos de acuerdo con su situación. Al fin, hubo de abandonar la casa para venderla y repartir el precio, yéndose con Ciri a vivir de inquilina a una mucho más pequeña, en el barrio del Zurguén, al otro lado del Tormes. Zósima decidió que no era cosa de trabajar sin cobrar y, en cuanto a mí, los hermanos de Lucía opinaron que era un gasto superfluo y que debía abandonarme, si quería seguir recibiendo la pensión que entre todos le pasaban. Lucía y Ciri se despidieron de mí con lágrimas en los ojos. Yo no diré que me mostrase alegre al partir: después de todo, estaba a punto de cumplir nueve años, que ya es una edad. Sólo supliqué a mi modo que no me llevasen a la sucursal salmantina de La Protectora. Lucía no era tonta y debió entenderme. Así que llamó a su primo Paco para que me recibiera de nuevo en su casa de Medina. Pero resultó que había contraído, dos años atrás, una seria enfermedad transmitida por los perros, según aseguraban los médicos. En consecuencia, se habían deshecho de los cuatro que entonces tenía y había desarrollado una dolencia mental, consistente en ir apaleando todos los perros que veía por la calle, al grito de ¡ingratos, desagradecidos! En consecuencia, mi ama (por esta vez, la llamaré así) movilizó a todas sus amigas en mi favor. Una de ellas, trabajadora social en la residencia de ancianos aneja a este hospital, propuso acogerme como terapeuta de residentes y guardián de noche, y aquí me tienes, tan contento,  y ya va para un año.


6.   En la Trinidad. Final de la historia

-          B. Ya es casualidad, Cipión amigo, que, también en Salamanca, hayamos venido a terminar trabajando en la misma Institución, aunque en diversas dependencias. Mi trabajo de vigilancia es claro y por ti conocido, como también yo entiendo lo de guardián de noche que acabas de decirme. Pero, eso de terapeuta de residentes…
-          C. Pues es algo muy hermoso, querido Berganza. Hace ya algunos años, ciertos médicos del alma humana, que llaman piscólogos, se dieron cuenta de que nada mejor hay para quien se siente abandonado que la compañía de alguien que lo quiera. Y ¿quién mejor para ello, que un animal no humano que, como sabes, suelen ser mucho más cariñosos y tolerantes que los hombres? Primero se ensayó la experiencia con niños y resultó un éxito. Si nos hubieran preguntado, o simplemente observado, lo habrían sabido desde un principio, pues nadie hay más vigilante, paciente y cuidadoso, que un perro con las criaturas. Luego, lo han probado con viejos y, como es natural, también ha dado buen resultado. Muchos tienen en sus casas la compañía y el cuidado de nuestros congéneres. Pero los ancianos más solos o enfermos son acogidos en residencias, como la que me tiene por terapeuta. Es mi misión pasear entre los asilados, acercarme a los que están en silla de ruedas, dejarme acariciar, gruñir conciliadoramente, acompañar a los deprimidos, frotarme contra los más tristes, lamer a los menos aprensivos, ladrar jubiloso a los que a deshora dormitan, llevar el periódico a los letrados, jugar a la pelota con quienes menos se mueven… En fin, ser para todos lo que cada uno ya no puede ser para sí. No me tomarás por orgulloso si te digo que algunas veces me siento yo el amo de todos ellos, puesto que soy el servidor de todos.
-          B. Contradictorio te veo. Mas he aquí que empieza a clarear el día y habremos de despedirnos, ya que perderemos el don de la palabra hasta Dios sabe qué siglo.
-          C. Amigo Berganza, no seas tan necio como los hombres que urden nuestras historias. Para entendernos con ellos, sobran las palabras. Y entre nosotros, está de más el lenguaje de los hombres para comprendernos y vivir en paz.
-          B. Pues que así sea y, en tal caso, hasta una noche de éstas.
-          C. Sea ansí, y mira que acudas a este mismo puesto.




[1]  El diálogo entre los perros figurará introducido por las iniciales C y B, según se trate de Cipión o de Berganza.