miércoles, 17 de noviembre de 2010

El valor de la poesía

    
Acercamiento al gran Pablo Neruda (1904-1973), a través de su obra España en el corazón y de unas estrofas de muy especial significación de Los versos del capitán. Un españolito ha de sufrir la primera y aprovecharse de las segundas, en un guiño al destino, contradictorio, pero justo al cabo. Grande como la mar o tierna como una violeta que empieza a abrirse; universal y panfletaria, o susurrada al oído del que pasa. ¿Quién puede decir para qué vale la poesía, si es que realmente tiene algún sentido?

1.   El viejo y el cuadro
     En la ciudad en que vivo existe un hospital ya centenario, ni blanco ni azul, cuyas sucesivas ampliaciones y reformas no han logrado ocultar del todo la solemnidad de la piedra franca, ni la alegría del ladrillo rojo de antaño. Una gran capilla neogótica y una botica henchida de madera y cerámica completan sus atractivos para quienes disfrutamos con las antigüedades. Aunque no tanto, naturalmente, como para ingresar por gusto. Quiere decirse, por ende, que mi estancia en él, en mayo de mil novecientos noventa y tantos, tuvo que ver con un tratamiento quirúrgico, cuyos detalles les ahorraré por innecesarios para el relato.
     Por prescripción facultativa, hube de pasear por los pasillos del pabellón y planta de mi habitación tan pronto estuve en condiciones de levantarme y, por costumbre y breve reposo, me entretuve en contemplar los grabados que adornaban las paredes de las galerías. Dos de ellos llamaron especialmente mi atención, por responder al curioso modelo de ilustrar, más o menos alegóricamente, un texto literario que figuraba al pie. Uno correspondía a un literato en lengua inglesa, de cuyo nombre no puedo acordarme. El otro pertenecía a Pablo Neruda y, tal y como estaba transcrito, rezaba así:
Y cuando la soledad quiera que cambies
la sortija en que está mi nombre escrito,
dile a la soledad que hable conmigo,
y que allí donde estoy,
bajo la lluvia o bajo
el fuego,
amor mío, te espero.
Te espero en el desierto más duro
 y junto al limonero florecido,
en todas partes donde esté la vida,
donde la primavera está naciendo,
amor mío, te espero. [1]

Estos versos me dijeron tantas cosas, que a la enésima vez que pasé junto al cuadro lo hice pertrechado de papel y bolígrafo para copiarlos literalmente. Y, en eso estaba, cuando oí tras de mí una voz masculina, baja y cascada:

-          ¿Bonito, eh?

     Sin volverme apenas a mi interpelante, hice un gesto de asentimiento y seguí copiando hasta concluir el texto. Para entonces, el anciano, ayudado de bastón, me había tomado una delantera que no quise, o no pude, superar. Sin duda, se trataba de uno de los acogidos a la residencia aneja e intercomunicada con el hospital, que solían pasear y platicar por los pasillos generales de este. Buena idea, la de los modernos rectores del nosocomio, de completar sus instalaciones con un asilo y unos tanatorios. Así podían prestar a la humanidad dolorida un servicio completo.

     Un par de días más tarde, a punto de recibir el alta, coincidí en uno de mis paseos con el mismo anciano, pero esta vez era él quien contemplaba el cuadro. Me hice el remolón para no perderlo de vista, pues parecía embelesado y hasta, un poco a escondidas, rozaba el marco con los dedos. Decidí devolverle la interrupción ya reseñada:

-          ¿Bonito, eh?, dije con cierto retintín.

     El viejo se volvió, un tanto sorprendido y, reconociéndome, sonrió, no sin cierta solemnidad:

-          Desde luego. Suelo venir todos los días a releerlo y comprobar que sigue aquí. Es muy importante para mí –concluyó misteriosamente.
-          ¿Y eso?, le pregunté sin mucho interés.
-          Son cosas mías. Ya sabe, los viejos… Por cierto, ¿cuando se marcha usted?
-          Mañana mismo, aunque tendré que volver a revisión y a quitar los puntos, la semana que viene.
-          Pues, si quiere conocer mi historia con Pablo Neruda, haga por verme cualquier día y le cuento. No hace falta que me avise; yo suelo estar casi siempre en casa.

     Y llevándose gentilmente la mano a la gorra, se despidió sin más palabras.

***

     Probablemente no hubiera hecho nunca por verle, pero me lo topé con ocasión de una de las consultas médicas ulteriores. Estaba él sentado en un banco del jardín frente a la fachada principal del hospital, tomando el sol mañanero. El veredicto del médico me había sido favorable y me encontraba optimista. Nos saludamos y me vi un poco forzado a sentarme un momento para conversar. Tras unos instantes hablando de salud y del tiempo, me recordó:

-          Tenemos pendiente una charla sobre Neruda. ¿Se acuerda?
-          Pues la verdad es que se me había olvidado. Tal vez, este fin de semana…
-          Excelente. ¿Le gustan las cartas o el dominó?
-          No especialmente.
-          Entonces la cafetería de la residencia, descartada. La biblioteca puede valernos. Por la tarde ya no va casi nadie a leer los periódicos. ¿Le parece el sábado a las cinco?
-          De acuerdo. Deme su número de teléfono, por si me surge algún impedimento.
-          Claro, y mi nombre. ¡Qué tonto estoy! Felipe Menéndez, para servirle.
-          Álvaro del Corral, encantado.
-          Ya lo sabía. He visto varias veces su foto en los periódicos. Por eso me he decidido a contarle mi historia.



2.    La poesía es un arma…

     Mi primer contacto con Neruda, quiero decir, con su poesía fue al final de la guerra civil. Pero vayamos por orden. Nací en un pueblo no lejos de aquí, donde aun tengo familia, pero mis padres decidieron trasladarse a Castellar, pues allí había unos grandes talleres ferroviarios en que él obtuvo trabajo como mecánico. Yo no era mal estudiante, pero ni mencionar lo de hacer el bachiller. Así que, terminada la escuela, me coloqué de ayudante de tipógrafo en El Noticiero, el periódico de más tradición en la ciudad. Ello me dio ocasión de ganar unas pesetillas y de leer y conocer a algunos de los escritores e intelectuales más famosos de aquel entonces. Y, aún más importante para mí, de cortejar a mi vecinita Marina con ciertas expectativas de futuro. Ella era hija de maestros y seguía estudios medios en el Instituto Don Juan. ¡Anda que no hice yo horas de verja, esperándola a la salida! Nos llevábamos muy bien –como usted comprenderá-, a pesar de las ínfulas que se gastaba, medio en serio, medio en broma, con sus propósitos de seguir la carrera de Químicas. Yo también la embromaba:
-          ¡Química, química! ¡Nos ha fastidiado la madame Curie! Ya te conformarás con manceba de farmacia.
-          Anda y quítate esa mancha de tinta grasienta que tienes en la mejilla, replicaba ella entre risas.
     Con todo, además de verjas y linotipias, también sacaba tiempo para hacer deporte, pues por naturaleza yo era un buen corredor de fondo. ¡La de quilómetros que me habré hecho por los pinares de los alrededores de Castellar! Los compañeros del periódico lograron, con la ayuda del director, financiar mi inscripción y viaje a la Olimpiada Popular de Barcelona de julio del 36. A mí la política me traía al fresco, pero la posibilidad de correr los mil quinientos en el estadio de Montjuich me cortaba el aliento. Aún recuerdo la despedida en la estación. Mi madre, con mucho tacto, se retiró al acercárseme Marina, que apareció en el último momento:
-          ¿Cómo eres capaz de marchar y dejarme sola, con la que se avecina?
-          Pero, Marina, si no es nada. Ir, correr y volver.
-          Ya veremos. Y, además, dentro de cuatro días es mi santo.
-          ¿Crees que se me ha olvidado?
     Hurgué en el bolso de viaje y saqué su regalo, envuelto en brillante papel satinado rojo. Era la Flor de Leyendas de Casona. Apenas había empezado Marina a desenvolverlo, la locomotora dio el pitido de inicio de la marcha. Besé raudo su cabello y monté en el vagón. Ella no sabía qué hacer, ni yo qué decir. Mi madre, en cambio, dominaba la situación: tomó a Marina del brazo y me dijo a voz en cuello:
-          ¡No pierdas de vista el equipaje!
     El equipaje… Un sencillo bolso, en que la tortilla era compañera de las zapatillas de clavos, y una mente confusa, donde la imagen de las dos mujeres entre el humo era vecina de sueños de gloria olímpica. Luego, el sol de la tarde me hirió en los ojos y fundió en dorado y negro las hermosas vivencias de mi juventud.
***
     Mi juventud… Yo tenía entonces dieciocho años, de modo que me quedaba mucha mocedad por delante, pero la guerra me la robó. Ya sabrá usted que la famosa Olimpiada Popular hubo de suspenderse por el Alzamiento. Castellar quedó muy dentro de la zona nacional, mientras Barcelona pudo mantenerse fiel a la República. Como tantos otros, mi opción bélica consistió en aceptar el bando dominante en donde me encontraba y elegir entre ir voluntario o esperar el llamamiento. En lo que a mí respecta, me empleé en La Vanguardia, aprovechando mis conocimientos y los huecos que dejaban las incorporaciones a filas. Procuré mantenerme al margen de violencias y querellas y llegué al verano de 1938 sin haber disparado un tiro. La batalla del Ebro fue determinante para mi movilización y, durante unos meses, combatí como todos mis compañeros, entre la desmoralización y el heroísmo. No le voy a cansar con la crónica de mi milicia, pues no es ese el objeto de nuestra entrevista. Así que nos trasladaremos a finales del treinta y ocho, cuando estaba a punto de caer Barcelona y los restos de un ejército vencido y desorganizado trataban de establecer el último frente, en la zona montañosa limítrofe con la provincia de Gerona, a lo que me parece, sin más objetivo definido que el de facilitar la huida a Francia de cuantos no quisieran convertirse en esclavos o víctimas de Franco.
     Parecería que la imprenta me persiguiera. Uno de esos días, fríos y húmedos, de aquel difícil otoño, vinieron a pedir voluntarios para una misión patriótica que requería ciertos conocimientos de mi oficio. Aunque sólo fuera por salir de la monotonía y del barro di, con algunos otros, el paso al frente y, en un instante, nos encontramos en un altivo monasterio convertido en abigarrada empresa editorial, donde parecía estar al mando un amable hombre aún joven, soldado de apariencia bohemia, andaluz por más señas, aunque llevara el rotundo apellido vasco de Altolaguirre. En cuanto se enteró de mi currículo, sonrió de oreja a oreja y pareció designarme su ayudante, con el siguiente rasgo de confianza:
-          Déjate de formalismos. Puedes llamarme Manolito o Manoli.
***
     El objetivo de aquella empresa bélico-editorial era dar cima a la publicación de una vitriólica obra poética de un tal Neruda, chileno por más señas, que había ido escribiendo a golpe de episodios y desgracias guerreras. Al parecer, ya divulgada con éxito en Chile, había tratado de editarse en Madrid, pero el caso es que la última oportunidad de darla a la luz era en Cataluña, para así difundirla también por Europa, como propaganda de calidad al servicio de la República. Manolito nos arengó:
-          Hermanos, esta es una batalla tan importante como la del Ebro y, aunque menos sangrienta, no menos trabajosa.
     ¡Y qué razón tenía! Nadie lo ha descrito mejor que el propio Neruda, en sus hermosas y fantásticas Memorias. No le crea usted aquello de que su libro era nuestro orgullo, pero sí en casi todo lo demás: en que improvisamos el papel con todo cuanto pudiera contener celulosa, banderas enemigas y túnicas ensangrentadas de moros incluídas [2]; en que los libros, aún calientes, fueron cargados en sacos a hombros de soldados, como si fueran valioso y mágico equipaje; que muchos quedaron desparramados por los caminos, al bombardear la aviación enemiga; finalmente, que los ejemplares que lograron pasar la frontera fueron requisados y quemados por los gendarmes franceses, cual discípulos de Torquemada. En fin, dicen que de aquella edición, tan pulida y amorosamente compuesta, sobrevivieron cinco ejemplares para dar fe de nuestros afanes. Si cumplieron los objetivos políticos propuestos, sería ante la Historia, pues la guerra ya sabe usted que concluyó enseguida y cómo acabó.
***
     Fue pena que no pudiera conservar los dos ejemplares del libro España en el corazón que guardé un par de semanas bajo los calzoncillos: a estas horas, sería millonario. Pero no me habría sido fácil eludir los registros, habiendo pasado por tantas cárceles y campos de concentración. En fin, la vida sí logré conservarla y, allá por el año cincuenta, volví a Castellar y, con el permiso de la policía y las bendiciones de los antiguos propietarios de El Noticiero, reanudé mi trabajo. Claro que había que represaliarme por desafecto: de cajista pasé a repartidor. Aquí donde me ve, parte de mi encorvadura se debe, no a la edad, sino a cargar con pesados fardos de periódicos y a lanzarlos, si se terciaba, desde el motocarro o la furgoneta. Pero se está haciendo tarde y no quiero que se vaya usted sin una anécdota muy jugosa, para echar el cierre a esta parte de mi historia.
     En 1959, me enteré por la prensa que Manolito Altolaguirre vendría a España, desde Méjico, a presentar en el Festival de San Sebastián, fuera de concurso, una película que había dirigido, nada menos que sobre el Cantar de los Cantares. Me faltó tiempo para ir a esperarle a Barajas. Yo estaba harto de este país y pensaba que algún trabajillo podría tener para mí, a mis cuarenta y un años, en tierras aztecas. La verdad es que estuvo encantador: me reconoció, me invitó a comer y hasta me dio todo un recital sobre los poetas del exilio. Yo, por decir algo, le saqué el tema de Neruda. Manoli se entusiasmó:
-          Ya sabes que ha confirmado lo que esperábamos de él y se ha convertido en uno de los grandes poetas de este siglo; y, lo que es más importante, en conciencia y ejemplo para todos, aficionados a la poesía o no.
No sé si llegóme la hora o si me acordé de aquel soldado muerto junto al camino con un saco de Españas a su lado. El caso es que le repliqué:
-          Sí, ya he leído su elegía a Stalin y los elogios a los barbudos que acaban de hacerse con el poder en Cuba. ¡Pobrecito don Pablo!, lo que habrá sufrido por cuanto ha tenido que callar para que el árbol rojo floreciera.
     Comprenderá usted que mis esperanzas de trabajo en Méjico acabaron aquí. De hecho, me levanté incontinenti, estreché la mano de Altolaguirre y me despedí con una sonrisa:
-          Te deseo lo mejor en el Festival. Después de todo, el cine es más manipulable que la vida.
     ¡Pobre vate malagueño! Días más tarde fallecía, regresando de Donosti, en un accidente de circulación. Verdaderamente, me ratifico en lo de que la vida es menos manipulable… y más frágil.
***
     El bueno de Felipe Menéndez calló por fin e hizo ademán de levantarse. Me incomodé, aunque en tono jocoso:
-          Hombre, don Felipe, no me irá a dejar con la miel en los labios. ¿Qué fue de la dulce Marina? ¿Y de su relación con el cuadro del pabellón de San José?
-          Lo siento, don Álvaro, pero es la hora de la merienda y, por otra parte, la próstata me está reclamando su tiempo. Así que, si quiere conocer el final de esta historia, podemos quedar para el próximo sábado, a la misma hora.


3.   … Cargada de futuro

     Así que el pasado sábado estaba usted muy intrigado con Marina y con el cuadro del pabellón de San José. Lo cierto es que una cosa lleva a la otra, como también que tengo pocas ganas de contarle en detalle mi relación marinera. A fin de cuentas, mi compromiso, y mi interés, es hablarle de la influencia de Neruda en mi vida. Si para eso tienen que salir a colación otras cosas, pues qué le vamos a hacer.
     En sus respuestas a mis cartas, mi madre siempre había sido muy imprecisa, so pretexto de que las abrieran y censuraran. Por otra parte, ¡qué me podía importar a mí, en el exilio, lo que fuera o no fuera de mi vecinita medio novia! Valía más vivir la vida que me tocaba en suerte –y poco fácil, no se vaya usted a creer- y no reconcomerme con lo que había dejado en España. En fin, una vez en Castellar, llegó el momento de indagar con mayor detalle. Pero tampoco es que fuera mucho lo que tenían que decirme.
     Los padres de Marina –maestros, como le dije- lo habían pasado bastante mal. Don Juan había estado incluso en la cárcel y, lógicamente, había perdido la carrera. A la madre la desterraron de Castellar y la mandaron al Burgo de Osma, adonde fue con Marina y su hermano pequeño. Ahí se perdían las noticias directas. Por referencia de unos familiares, mi madre había llegado a saber que la chica se había casado (como era de esperar) y tenía familia. Ignoraba si había terminado sus estudios ni si trabajaba fuera de casa. Con todo ello, tuve bastante para no buscarla ni escribirle. Tampoco es que yo fuera alguien: ¿qué podía yo ofrecerle, caso de que pudieran borrarse de un plumazo quince años?
     Pero la vida da muchas vueltas. La primera, fue tomando un café de madrugada con Salcedo, un redactor de El Noticiero, con el que había charlado varias veces cuando yo iba a cargar fardos de los periódicos que él y tantos otros llenaban de palabras y, con el permiso del talento y la censura, de ideas. Me preguntó:
-          ¿Sigues enfadado con Neruda y su comunismo de opereta?
-          ¡Bah!, es agua pasada. ¿Por qué me lo preguntas?
-          Pues porque me ha llegado un libro de él, algo antiguo ya, pero que es de una gran belleza. Se titula Los versos del Capitán y, si quieres, te lo presto, pero con vuelta, que no ha sido fácil conseguirlo.
    Lo leí y tuve que descubrirme. No era yo muy dado a exaltaciones amorosas, pero la verdad es que era muy bello. Con mi buena memoria de entonces, aprendí diversos pasajes de varios de los poemas. Del último de ellos, muy largo, La carta en el camino, tuve la santa paciencia de copiarlo a mano y pasarlo luego a máquina. De alguna manera, me sentía identificado con el soldado y -¡cómo no!- puse el rostro de Marina a la poética destinataria, aunque nosotros no hubiéramos llegado ni con mucho a tanta intimidad como el poema reflejaba. Lo que no me gustaba era aquello de
que yo debí marcharme
porque soy un soldado,
   
    No sé, me parecía como que el tipo se iba voluntario, buscando no sé qué de mejor y más necesario que el amor; aunque, después de todo, el debí marcharme podía ser una imposición de otros. Más o menos, como nos había pasado al noventa por ciento de los soldados que en el mundo hemos sido.
***
      La segunda vuelta de la rueda de la vida se completó un par de años más tarde, allá por el sesenta y cinco. En la Plaza del Campillo, me di de manos a boca con Marina. La mujer había venido a Castellar al entierro de una tía. No crea, que me costó un poco reconocerla, pero ella me identificó al momento. Muchas veces había pensado cómo sería el posible reencuentro y qué tal me portaría en tal caso. La verdad es que todo fue sencillo, como la seda. Tan es así que, después de dar más vueltas que un trompo, charlando por los codos, terminamos en mi cafetería favorita, en la calle Santiago, ante unas cañas y un platillo de gambas:
-          ¿No te descabalará el presupuesto?, me preguntó irónica.
-          Todavía puedo permitírmelo, que estamos a día diez.
     Marina no se explayó sobre el tema, pero me dio a entender que su matrimonio no iba muy allá y que los hijos eran lo que lo mantenían a flote.
-          Ya estarán muy mayores y cada vez tendrás más tiempo libre. ¿Por qué no te buscas algún empleo de no mucho trabajo?
-          No creas que no lo he pensado. Y lo que más me gusta sería colocarme en una de las farmacias del pueblo.
     Nos echamos a reír de buena gana. Después de todo, madame Curie podía acabar despachando aspirinas.
     Era casi la hora de comer y no encontrábamos la forma de despegarnos. La invité a almorzar pero –como me figuraba- ella lo descartó con una disculpa cualquiera. Yo sabía que tenía que decirle algo que me ahogaba, y también conocía su respuesta, para el caso de que me atreviera a tanto. Finalmente, cogí una de las servilletas y, sin dejar de escucharla, escribí el fragmento del poema que figura en el cuadro del pasillo del hospital; así, tal cual, sin la referencia a que el soldado tenía que irse, que ni me gustaba, ni cuadraba para la ocasión. Doblé el papel, se lo entregué, besé su cabello como el día de la estación y salí un tanto acelerado del local. Atrás dejaba toda mi osadía y mi mensaje. Apenas me acordé de parar en la barra y abonar la consumición. ¡Menudo papelón si, al final, hubiera tenido Marina que correr con el dispendio!
***
     La vida siguió dando vueltas y, en una de ellas, me llegó al periódico una carta sin remite, ni falta que hacía, pues el matasellos era del Burgo de Osma. La abrí y casi me da un infarto. Dentro iba la servilleta de marras, sólo que al pie de los versos, figuraba una nota de ella: ¿Nacerá la primavera en nuestra cafetería, el próximo día 10, a la misma hora? No era tan poética como Neruda, pero a mí me emocionó mucho más. Por supuesto que nació la primavera, o tal vez sería mejor decir el otoño. ¿Qué más da? Eso era en mil novecientos ochenta, ya sabe, un poco tarde para casi todo, menos para tomarnos la revancha de la soledad y de la guerra. Después de todo, el famoso Neruda me había devuelto con creces mi dedicación a su obra de tantos años atrás.
     Está visto que tengo que acabar siempre con alguna anécdota divertida. El otro sábado, fue la de Manolito Altolaguirre. Hoy le toca al pobre Salcedo, que en paz descanse; ya sabe, mi compañero en El Noticiero. Como yo había ingresado tan tarde en el periódico, tuve que esperar a jubilarme con setenta años. Eso fue en 1988. Me colocaron de ordenanza en la última época y me convertí en una institución. Bien, el día antes de la comida de despedida, Salcedo me llamó aparte y me dijo:
-          Felipe, estoy a régimen estricto y me revientan los adioses. Así que dame un abrazo y toma mi regalo; un libro, como es de rigor. Verás cómo te gusta.
     No quiso que lo abriera hasta llegar a casa. Era Ardiente paciencia [3]. Lo leí de un tirón. ¡Qué desgraciado, el Salcedo! Me había calado hasta el fondo. Porque, como usted supondrá, nunca le revelé a Marina que yo no era el autor de los versos mágicos. Tal vez no hiciera falta la confesión, pues no me ha llamado nunca Dios por la poesía. Y, ¡qué demonios!, como dijo no sé quién, el arte no es propiedad de quien lo crea, sino de quien lo necesita. Y nadie mejor que el comunistón de Neruda para poder entenderlo.
***
     Como el sábado anterior, Felipe hizo ademán de levantarse. Yo bien sabía que no quería que le preguntara por sus relaciones otoñales con Marina. Le embromé:
-          ¿Qué, don Felipe, la próstata?
     El sonrió con complicidad:
-          Y la merienda.
-          Si es por eso, le invito al mejor chocolate con churros de la ciudad.
-          No me tiente, don Álvaro. Ya está todo dicho.
-          Pero no escrito. Voy a pasar a limpio mis notas y mis recuerdos. Cuando lo tenga listo, volveré a que me dé el visto bueno.
-          No dudo de su pulcritud y buena fe. En todo caso, gracias. Y cuídese esa hernia.


4.   Epílogo
     Muchas cosas más supe de Felipe, y de su relación con Marina, gracias a mi curiosidad insaciable y a la benevolencia de sus compañeros y cuidadores de residencia, con los que aún convivió tres años más. Mas esas cosas las guardaré en mi almario, como mis discrepancias con su relato de los sucesos relativos a la edición o ediciones de España en el corazón durante nuestra guerra incivil. Es probable que la historia de Felipe Menéndez sea poco interesante, pero mi erudición libresca lo sería mucho menos aún. Así que dejemos las cosas como él las quiso.
     Por cierto, volví con el texto de este relato –según lo prometido- para que él lo aprobara. Con toda benevolencia, días después me lo devolvió con sus bendiciones. Sólo planteó una objeción, por el título de los capítulos:
-          La poesía es un arma… cargada de futuro. No me gusta –expresó-, no me gusta nada. Me huele a esos poetas que disfrutan poniendo su talento al servicio de la guerra, o de alguno de los contendientes, que no sé si todavía es peor.
-          No, hombre, no –repliqué-. Es un poema de Gabriel Celaya, que he aprovechado para definir las dos etapas de su relación con la poesía de Neruda. En fin, si no le gusta…
-          No, no, déjelo, don Álvaro. A fin de cuentas, ¿quién soy yo para discutir el valor de la poesía?

[1]  Con la importante omisión de dos versos entre el tercero y el cuarto de los citados (que yo debí marcharme/porque soy un soldado), resultó ser -como más tarde supe- un fragmento del último poema del libro Los versos del Capitán (1952), titulado La carta en el camino.
[2]  Esta y las siguientes referencias coinciden, en efecto, con el texto de Confieso que he vivido. Memorias, de Pablo Neruda. Se ve que mi interlocutor tenía aún buena memoria, aunque no es que el gran poeta sea en esto testigo de referencia fiable como contraste.
[3]   Luego llamada El cartero de Neruda. Conocida novela de Antonio Skármeta, publicada en 1985, que dio lugar, diez años más tarde, al guión de una película, así mismo de gran éxito.

 
 

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