domingo, 21 de noviembre de 2010

Una noche que vale una vida

    
¿Pueden enlazarse, de forma medianamente coherente, la vida del famoso amador Casanova (1725-1798), una hermosa novela de Leónidas Andréiev (1871-1919), otra de A.R.G. Solmssen (1928-2018) y los días de la Segunda Guerra Mundial en el País de los Sudetes? Ese es el reto que se propone este relato, que ha contado con el amable apoyo documental de los funcionarios de Turismo de la encantadora localidad de Duchcov (República Checa)

  1. Un preámbulo, tal vez, excesivo

     Nunca olvidaré, mientras viva, la noche del 4 al 5 de mayo de 1945. Yo era entonces un teniente-coronel del Ejército soviético, de 43 años de edad, que había protagonizado semanas atrás un curioso préstamo entre mariscales. Mi amigo y protector, Malinovski, empantanado en el este de Checoslovaquia, me había transferido al Primer Frente de Ucrania, al mando de Kóniev, con estas irónicas palabras:
-          Mijaíl Arónovitch, el Ejército Rojo precisa de tus buenos conocimientos de alemán, más que de los de estado mayor, sin duda inferiores. Te voy a destacar junto a Kóniev, que  necesita de intérpretes, al estar ya combatiendo en suelo alemán. Procuraré arreglármelas sin ti y, en todo caso, la guerra durará ya muy poco. Cuando todo acabe, nos tomaremos una botella de vodka en el bulevar Primorsky.
-          A tus órdenes, Rodión Yakóvlevitch. Y gracias por tu paciencia y tus atenciones.
     Dije estas palabras sin ningún servilismo. La verdad es que admiraba a mi mariscal desde los tiempos en que, aunque apenas dos años mayor que yo, había sido maestro mío en la Academia Frunze. Yo era un alumno ya de edad, voluntarioso pero mediocre, encerrado en mí mismo y con frecuentes jaquecas. No obstante, el paisanaje odesano y la sangre judía habían establecido entre nosotros nexos de aproximación, que terminaron por generar afecto y respeto. Así, al estallar la guerra, Malinovski me reclamó para su estado mayor. Mi coronel del cuarto regimiento de Guardias de la Revolución, de guarnición en Járkov, se quedó de piedra:
-          ¡Qué honor, mayor Orshanski, ser llamado por un general de postín, constelado de condecoraciones!
-          Ya ve, coronel, o yo tengo virtudes ocultas, o el general no es tan inteligente como todos suponen.
     Y así, entre mis conocimientos, modestos, de estrategia y mi relativo dominio del alemán, pasaron casi cuatro larguísimos años de privaciones, combates y sufrimiento moral, que sobrellevé mejor que muchos, gracias a la tutela de Rodión Yakóvlevitch y a mi propia manera de entender la vida. A comienzos de 1943, incluso me llegó un ascenso “por méritos de guerra”, que yo valoré estrictamente como fruto del paso del tiempo. El entonces coronel-general me guiñó el ojo la primera vez que me vio con las insignias del nuevo grado y bromeó:
-          Mijail Arónovitch, si esto dura, nos vemos de mariscales.
-          De uno, por lo menos, no tengo la menor duda -repliqué yo premonitoriamente-.
-          A ver si con tanto entorchado se te olvida Sashka Yegúlev y te buscas una hermosa enfermera para el corazón.
-          Aunque pueda parecer extraño, Rodión Yakóvlevitch, me encuentro mejor entre los soldados de barba y pelo en pecho.
-          Lo sé –sonrió afablemente el general- y eso te ha mantenido firme en campaña, pero la guerra no va a durar siempre.
-          De un modo u otro, para mí, sí.
     No sé por qué lo hice pero, en vez de concluir el diálogo saludando militarmente, le tendí una mano, que él estrechó con calor. Los oficiales presentes se miraron unos a otros, extrañados. Si ellos hubieran conocido a Rodión tan bien como yo, habrían comprendido.
***
     Dos días antes de mi noche mágica, el cuartel general de la 243ª división era un hervidero de rumores y perplejidades. Abandonando la carrera por Berlín que el Primer Frente mantenía con las fuerzas de Yúkov, parte de las tropas de Kóniev habían recibido la orden de girar en redondo a la altura de Dresde y Chemnitz y ocupar la región de los sudetes, en la frontera checa. Poco después, llegué a conocer los motivos del Alto Mando: apoyar y controlar la sublevación de los partisanos y de la población civil contra los ocupantes alemanes en Praga y en otros lugares de Bohemia, y, sobre todo, evitar la expansión de las tropas norteamericanas, que habían penetrado en territorio checo, ocupando Karlsbad [1] y amenazando Pilsen. Eso era algo que Stalin no podía aceptar, al entender esta zona como de influencia soviética. En consecuencia, y aun sin comprender nada, mi división actuó de punta de lanza y, a través de terreno montañoso y embarrado, penetramos en territorio sudete y se nos ordenó a la mayor brevedad posible ocupar la zona bohemia entre el Elba y el Eger, junto a otras dos divisiones. El general Biriutin –cuya consideración tenía, aunque sólo fuese por mi relación con Malinovski- me preguntó:
-          Orhanski, ¿dónde cree usted que podríamos instalar el cuartel general de la división?
-          Sin duda, en Teplitz. Está bien comunicada y tiene excelentes instalaciones, por su brillante pasado como balneario. Las otras dos divisiones pueden ubicarse escalonadamente más al sur.
-          De acuerdo. Adelántese y tome las medidas pertinentes.
     Y así fue como, a la caída de la tarde del 3 de mayo de 1945, invadí Teplitz, entre la indiferencia de sus habitantes y la presurosa retirada de las tropas de guarnición, más deseosas de entregarse a los americanos que de rendirse a nuestros hombres: ellos sabrían por qué.
     Pasamos las veinticuatro horas siguientes dedicados a la intendencia y la ubicación de nuestras tropas. Ya a la caída de la tarde, unos pocos kilómetros al sur de nuestras posiciones, oímos un intenso tiroteo, que las avanzadas interpretaron como enfrentamientos con armas ligeras entre regulares alemanes y partisanos checos. Biriutin me interpeló:
-          ¿Qué diablos cree usted que está pasando?
-          Probablemente, general, alguna escaramuza entre guerrilleros y soldados alemanes en retirada, o con sudetes que tratan de defenderse. Parece que el tiroteo viene de Dux, un pequeño lugar histórico, con castillo y todo eso.
-          Está bien, coja usted un batallón de fusileros y vaya a poner orden y tomar la posición. Una vez afirmado en ella, progrese hacia el sur, pero sin entrar en combate con el enemigo. Mande exploradores y déme cuenta de cuanto averigüe.
-          Mi general, la noche se está echando encima y amenaza lluvia. ¿No sería mejor dejarlo para mañana?
-          De ninguna forma. Vaya usted a ese Dux y acabe con la violencia. De lo que haga luego, será usted responsable, en función de lo que encuentre y observe. Así que apresúrese: a los camiones y con armamento ligero.
-          A sus órdenes. Si no tiene inconveniente, me llevaré el batallón del mayor Nikíforov. Están en Hundorf, a mitad de camino entre Teplitz y Dux.
     En consecuencia, hacia las siete de la tarde del 4 de mayo de 1945, un judío odesano entraba, al frente de quinientos infantes soviéticos, en la población de Dux, famosa otrora por acoger el castillo-palacio de la riquísima y culta familia de Waldstein o Wallenstein, mecenas, entre otros, de Beethoven y Casanova. Ahí es nada.
***
     La llegada de tropas regulares y animosas acabó inmediatamente con la refriega que, en efecto, se desarrollaba entre unas decenas de soldados alemanes, atrincherados en la gran iglesia del palacio, y un grupo más numeroso de partisanos checos, que incluso habían tratado de prender fuego al templo para desalojar a los teutónicos. Estos huyeron de forma dispersa, en la penumbra del atardecer, sin que diera orden de perseguirlos. En cuanto a los guerrilleros, ordené formasen en la explanada frente a la fachada palaciega y me dirigí a sus jefes en alemán, ordenándoles que se retirasen de la población, toda vez que la misma quedaba bajo la exclusiva autoridad armada del ejército soviético. Ellos rezongaron, pero, muy en mis puntos, subí el tono y alegué:
-          Tienen trabajo suficiente en Praga o, si no tienen medios de transporte, acosando a los alemanes en retirada, de aquí hasta el Eger. Todo, menos alterar el orden o importunar a mis tropas. Así que ¡andando!
     Resuelto, mal que bien, el tema militar inmediato, sugerí a Nikíforov que aposentara a sus hombres para cenar y descansar un buen rato. La lluvia empezaba a caer con fuerza y los muros del palacio ofrecían una esperanzadora hospitalidad, tras la gran verja y las estatuas mitológicas protectoras. Algunas personas de mediana edad iban concentrándose en la entrada principal, sin duda, servidores o huéspedes heterogéneos de la casa. Me disponía a dirigirme a ellos para ordenarles los preparativos necesarios, cuando una señora, aproximadamente de mi edad, salió precipitadamente del interior del palacio y requirió  mi atención en un idioma casi incomprensible para mí. Comoquiera que hubiese captado la palabra americans, intuí su pregunta y su equivocación, por lo que le respondí con un “nein, russen”. Ante ello, pareció derrumbarse psicológicamente, pero en seguida dio media vuelta y desapareció tan aprisa como había surgido, aunque no con la suficiente fugacidad, como para no percatarme de la hermosa placa ovalada prendida de su chaqueta oscura: un león rampante coronado, en campo de franjas verticales rojas y negras.  
     Como jefe de operaciones, pero no directo de la tropa, me limité a ordenar a la servidumbre que se pusiera a disposición del mayor y demás oficiales, acatando sus indicaciones. Por mi parte, me instalé en una amplia dependencia que me sugirieron; sin duda, una antigua sala de billar, donde extendí los mapas y planos, departiendo durante unos minutos con Nikíforov y los capitanes. Les invité a cenar conmigo en el palacio, a eso de las nueve, dejando, en principio, para la medianoche el inicio de la tarea de exploración y avance acordada por el general. Seguidamente, acompañado por uno de los veteranos empleados, decidí hacer el recorrido de las estancias más notables del edificio, en verdad muy hermoso, pero casi enteramente despojado de muebles de valor, así como de libros, lámparas y toda clase de adornos. Sin duda, la penuria y el saqueo, hijos inevitables de la guerra, habían dejado su huella. Mi cicerone lo confirmó:
-          Son ustedes los primeros soldados rusos que vemos en Dux, pero con los alemanes y los irregulares hemos tenido bastante.
-          Luego es usted checo. Lo digo por aludir a los alemanes despectivamente y como ajenos.
-          Checo o sudete, no puedo dejar de reconocer que esta tierra está abandonada de la mano de Dios desde la caída del Imperio austriaco, allá por 1918.
    Aceleré el recorrido cuanto pude, pues estaba preocupado por las operaciones nocturnas y lo que veía me causaba cada vez más tristeza. Llegado a un punto, dije a mi acompañante:
-          Vamos a ver las habitaciones de Casanova.
-          ¡Ah, señor militar!, son las dependencias privadas de frau Waldstein.
-          ¿Cómo dice?
-          Es la guía del palacio. Está aquí desde hace casi veinte años. Dicen que lo ordenó el presidente Masáryk. De todas formas, será mejor que sea ella quien le enseñe esa parte de la casa.
     Aunque cada vez más sorprendido, acepté la sugerencia de mi mentor. Así que dejé que se retirara y llamé a la puerta de Casanova, perdón, de la mujer que –según parecía- había convivido con su legado y sus recuerdos durante veinte años. Tras un segundo intento, la puerta se abrió parsimoniosamente y una figura femenina se perfiló en el umbral: era la anhelante señora de la entrada; la placa metálica, apenas visible bajo una luz eléctrica mortecina, la delataba.

2.   La huésped de Casanova
-          La señora Waldstein, supongo –pregunté directa y socarronamente-.
-          En efecto –encajó rápida la situación, con una sonrisa-. ¿A quién tengo el honor?
-          Soy el teniente-coronel Orshanski, jefe accidental de las tropas soviéticas en Dux.
     La señora me franqueó la entrada de sus aposentos, que eran tal y como suelen describirse: modestos y reducidos. Apenas tres habitaciones, que el tiempo y la incuria habían despojado del mobiliario original y, al parecer, de los libros y objetos del famoso aventurero, heredados a su muerte por los familiares legítimos más directos. La señora hacía los honores con agrado y profesionalidad, superando nuestro desconocimiento personal y el hecho de que lo que mostraba era, en buena medida, su hogar y sus cosas. Como ya he dejado dicho, la luz, por restricciones o por falta de puntos lumínicos, era de todo punto insuficiente. Se lo comenté, por salir del monotema casanoviano, pero ella no le dio importancia. Ante mi sorpresa, invitó:
-          Me he quedado sin combustible para el hornillo, de forma que no puedo ofrecerle nada caliente. Si se conforma con un coñac… Y siéntese, por favor, está usted en su casa.
-           Muy agradecido. Lo tomaré rebajado con agua, aunque pueda parecer una herejía.
     Iba a sentarme en un sillón de apariencia sencilla y antigua, cuando mi anfitriona rompió a reír de buena gana.
-          ¿Qué sucede? –pregunté posando mi humanidad en el mueble-.
-          Pues que acaba usted de sentarse en el sillón del mismísimo Casanova, donde se dice que falleció.
-          ¡Ah!, no sabía…, repliqué levantándome un poco avergonzado por mi involuntario atentado al respeto histórico.
-          ¡No, no, si ya da lo mismo! –frau Waldstein seguía riéndose francamente-. Basta con un instante para que el sillón produzca su efecto. A partir de ahora –y perdone mi alusión a la leyenda- se decuplicará su capacidad sexual.
-          En fin, si sólo es eso… –repliqué con ironía- Todo depende de la cuantía del factor a multiplicar por diez.
     Los ecos de su risa fresca y cantarina (bastante más eficaz que el sillón de Casanova) se apagaron finalmente. Era la perfecta anfitriona, simpática, servicial y comunicativa. Sin apenas insinuación por mi parte, se sinceró, como si hubiera estado esperando la ocasión de encontrar un interlocutor atento y -¿por qué no decirlo?- exótico y ocasional.
***
-          Pues, en efecto, llevo en Dux dieciocho años, día a día. No quiero decir viviendo siempre aquí, pero sí dedicada a enseñar el palacio a los visitantes y a inventariar y cuidar lo mucho que el edificio guardaba hasta hace relativamente pocos años. Luego llegaron a este remanso las secuelas de la guerra, que para mí comenzó con la ocupación hitleriana en 1938. Ciertamente, yo soy alemana, pero –por razones que no es del caso relatar- viví mucho más libre y feliz bajo la férula de los checos. En fin, por mi seguridad y conveniencia, me recluí aquí hace siete años y no he salido sino a pasear por el parque y los alrededores. Las habitaciones de Casanova habían sido preparadas por él como un pequeño hogar recoleto e independiente, y al convertirse el palacio en sede de la municipalidad, esta las amuebló al estilo de una modesta vivienda del pasado. Me autorizaron a vivir en ella, como conservadora y guía ocasional, y aquí me tiene usted, cual pájaro encerrado en una jaula dorada.
-          ¿Y no está un poco harta de Casanova y de su maléfico influjo?
-          ¡Bah!, eso son paparruchas. Por otra parte, nuestro Giácomo era una figura bastante más compleja y, si me permite, feminista de lo que habitualmente se cree. Sucede que hay que contemplarle con el distanciamiento de doscientos años. En fin, no quiero aburrirle con mis historias. Sólo –si me guarda el secreto- le diré que, de tanto escudriñar entre estas paredes, he llegado a encontrar papeles inéditos y desconocidos de nuestro hombre, que constituyen un epítome de la famosa Histoire autobiográfica, así como algunos esbozos de su continuación a partir de 1774. Algún día, acabada esta guerra interminable, podrán ver la luz. Al menos, yo los he dejado donde él astutamente resolvió esconderlos.
-          Esta guerra interminable –como usted dice- está a punto de acabar. Corren rumores de que Hitler ha muerto y Berlín está a punto de caer en nuestras manos.
-          ¡Pobre Berlín! Es mi ciudad natal, ¿sabe? Hace muchos años que no he vuelto y mucho tiempo que vivo sin noticias de mis familiares.
     Me levanté del famoso sillón y, desde la ventana, constaté que la lluvia había cesado. Eran las ocho y media y decidí de pronto dar un giro al programa. Cancelé por un ordenanza la cena con los oficiales, pretextando una de mis jaquecas, y los cité, conforme a lo previsto, para la medianoche. Seguidamente, ordené a los cocineros del palacio que subieran un refrigerio para dos personas a las habitaciones casanovianas, no sin algunas reticencias por parte de la señora. Para superarlas, le dije:
-          Para no remover en su ignota tumba el espíritu de Casanova, no se dirá que una señora invita a un caballero casi desconocido a cenar en sus habitaciones particulares, sino que el jefe de un ejército de liberación sienta a su mesa a una hermosa dama del país redimido.
-          ¿Y estaría dispuesto ese caballeroso militar a conceder a la dama un honesto favor, si esta se lo pidiere?
-          Por supuesto, si está en su mano y dicha dama le hace la gracia de comunicarle su nombre, ya que sólo conoce el apellido.
-          Por supuesto. Soy Liliana von Waldstein, aunque mis amigos solían llamarme Lili [2].
-          Perdón, yo también me presentaré completamente. Soy Mijaíl Arónovitch Orshanski, de Odesa.
-          ¿Arónovitch? ¿Acaso es usted judío?, y perdone la indiscreción.
-          Por supuesto, y de una ilustre familia oriunda de Yekaterinoslav [3], abundosa en rabinos y hombres de ciencia.
-          Pues ya tenemos algo más en común y para mí muy importante, porque –no sé si lo sabe- los Waldstein somos judíos y ese ha sido en gran parte el motivo de mi destierro y de mi desgracia.
-          No mayor, sin duda, que la mía, aunque esta no haya sido fruto de la raza, sino de la guerra civil.
     Lili miró a Mijaíl como si su rostro reflejara los fantasmas de su pasado. Vaciló unos segundos. Luego sugirió:
-          Si le parece, hagamos de esta velada un trasunto del Decamerón. Contémonos nuestras historias y tal vez de ello surja, no tanto un entretenimiento, como un remedio o, al menos, una buena amistad.
-          De acuerdo, ¿quién ha de empezar?
-          Lo haré yo, ya que he sido la proponente.
     En ese momento, aparecieron dos servidores con la cena, acompañados por el sargento asistente de Orshanski. Este los despachó, tan pronto depositaron el servicio sobre la modesta mesa de comedor y, al poco, Lili comenzaba su personal historia.
***
-          Nací en Berlín en 1904, en el seno de una familia de banqueros judíos, emparentada con quienes levantaron este castillo y acogieron en él como bibliotecario al impenitente amador. La vida no ha sido fácil en mi país a partir de 1914, pero me protegía un trío invencible: familia, dinero y juventud. Afortunada o desdichadamente, el corazón no puede blindarse y yo lo entregué a los diecisiete años a un pintor americano, que perfeccionaba su técnica en la Atenas del Spree y se hospedaba en casa de unos amigos míos, empleados en nuestro banco. Fue mi primer amor y, dada la ocasión y el momento, me permitirá no entre en detalles sobre su desarrollo y la gran felicidad que a ambos produjo durante poco más de un año. Finalmente, mi amado (al que llamaré Peter) se involucró –o eso dijeron- con grupos anti-nazis y le creyeron sospechoso hasta de espionaje. Tras morir asesinado uno de sus amigos, temimos por su vida y le impulsamos a regresar a su país. Nos despedimos con una tristeza mortal, que apenas paliaba el compromiso de escribirnos con frecuencia y de que yo haría lo posible por ampliar estudios en los Estados Unidos, cuando terminara mi carrera en la Universidad Humboldt. Desgraciadamente, no hubo lugar al reencuentro. Por una parte, Peter abandonó la pintura y se pasó al periodismo gráfico, recorriendo casi todo el mundo libre y escribiéndome cada vez más espaciada y superficialmente. Por otra, los nazis fueron incrementando su poder y su violencia, hasta el punto de que mis padres alejaron de Alemania a sus hijos, en evitación de riesgos por ser judíos. A mí, nada menos que con la colaboración del respetado Tomas Masáryk (condiscípulo de uno de mis abuelos en Viena y buen cliente de la firma Waldstein), me colocaron en el palacio de Dux, como figura decorativa en atención a mi apellido. El tiempo pasaba y tal vez los manes de Casanova me hicieron caer en la tentación: acepté la proposición matrimonial de un profesor de la universidad de Líberec, checo y no judío, con la ilusión de que olvidaría a Peter y alcanzaría las dulzuras de la maternidad. Nada de eso sucedió y aquí regresé cinco años después, estéril y divorciada. Queden los detalles en el arcano de mi memoria. Luego, llegó hasta las puertas la marea nazi. Afortunadamente, como alemana y reliquia histórica, me han respetado; lo del judaísmo, se me perdonaba siempre que “no hiciera ostentación”, según el gauleiter de Aussig. Ni que decir tiene que me recluí en este ayuntamiento-palacio, no bajando al pueblo más que por razones médicas. En fin, amigo mío, sola y aislada, espero el final de una guerra que me parece eterna, sin saber si tal esperanza ha de serme aún más dañina, pues no se me oculta que la mayor parte de mis familiares y amigos habrán muerto en esta vorágine de odio y fuego. ¿Quién sabe si habría un lugar para mí cuando los checos vindicativos retornen al País de los Sudetes? Así que Casanova, que me acogió joven e ilusionada, me verá marchar, con el frío en el alma. 
-          ¿No ha vuelto a saber de Peter, el pintor y fotógrafo?
-          Ha dado usted de lleno en el favor que quiero pedirle. Tengo la corazonada de que la muerte me aguarda si permanezco en Dux y que, por el contrario, voy a ver a Peter de corresponsal de guerra, si me lo propongo. Sé que es una quimera, pero es lo único que mantiene mi energía. Siento una fuerza interior irresistible que me lleva hacia él, aunque sólo sea por verlo de nuevo y que me revele su actual situación y sus sentimientos. Después de tantos años, sigue siendo el hombre de mi vida. ¿Por qué no habría de ser yo la mujer con la que siga soñando?
-          Bien, ya entiendo. Procuraré hacer algunas averiguaciones acerca de los periodistas acreditados en las unidades americanas más próximas y, entre tanto, la protegeré con mis soldados y mi influencia. ¿Cómo se llama realmente su enamorado?
-          Ellis, Peter Ellis [4], pero no es eso lo que quiero pedirle. Se trata de que me haga pasar a las líneas americanas. Sé que están muy cerca de aquí. Cuando llegaron ustedes, creí que se trataba de los americanos. Una vez más, la suerte no estaba de mi parte. Pero ahora, con usted…, si usted quisiera…
-          Lo siento, es imposible. Los americanos están a bastantes kilómetros de Dux, en la zona de Karlsbad y, entre ellos y nosotros, hay partisanos checos, tropas alemanas, desertores, voluntarios sudetes… Y yo no tengo permiso de mis superiores más que para avanzar en descubierta hasta encontrar resistencia. No sé, si espera usted unos días, otras tropas soviéticas ocuparán el territorio intermedio, o tal vez acabe la guerra.
-          No le conozco, teniente-coronel, ni usted me conoce a mí. Quiero decir, que no tiene ni idea de mi fuerza de voluntad y de lo poco que me importa morir, si es tratando de encontrar a Peter. Y, en cuanto a usted, ignoro qué es lo que pueda arrastrarle o animarle a luchar más allá de su comodidad o de las órdenes recibidas. Poco o nada tengo, pero todo está a su disposición: algunas joyas, algo de dinero, los documentos de Casanova… y todo aquello que una mujer puede ofrecer a un hombre. Dicen que tengo buena figura y no soy fea…
     En paralelo a estas últimas frases, Lili se había ido levantando y aproximándose a Mijaíl. Este, abrumado y tierno a la vez, le tomó una mano, que besó, y la empujó suavemente hacia la silla que acababa de dejar. Ella, como en una nube, no sabía si estaba viviendo una ficción, ni si era su propia persona la que daba pasos tan dramáticos. El militar le sirvió un poco de vino, permaneció junto a ella unos momentos, acariciando mecánicamente su cabello; luego retornó a su plaza en la mesa, reflexionó durante algún tiempo, sin dejar de mirarla a los ojos, y, con cierta torpeza inicial, le confesó:
-          Querida amiga, lo que acaba de suceder es para mí un honor y para usted un timbre de gloria: llevar su amor hasta el extremo. En todo caso, resulta de todo punto innecesario. Yo voy a hacer por usted cuanto esté en mi mano, contando con su valor y decisión: ya trataremos de ello a lo largo de la noche. Pero ahora me toca exponer mi historia, a través de la cual verá cómo su vida no ha sido tan miserable como la de otros y hasta qué punto su generosa oferta de entrega resultaba para mí imposible de aceptar. Relájese y escuche.



3.   El hombre del libro

     “Las familias de Rebeca y mía se conocían de antiguo. Crecimos juntos y era casi natural que nuestra unión coronase tal amistad. Pero no se trataba tan sólo de una predestinación apoyada por todos, sino de que ambos fuimos alcanzando con la edad los sentimientos y la mutua atracción que nos hacían íntimos e inseparables. Compartíamos fiestas, religión, trabajo, amistades, colegio. Teníamos un mundo propio, al que sólo accedían aquellos a quienes invitáramos a integrarse en él. El camino estaba felizmente marcado y era mera cuestión de tiempo el irlo recorriendo. Pero en ese camino iba a cruzarse un terrible imprevisto: la revolución y la guerra civil.
     “El vendaval revolucionario de 1917 me sorprendió en el último curso del liceo. Como joven y judío, me adherí ideológicamente a los rojos, aunque no di el paso de tomar las armas ni de adscribirme al Partido. Mi familia era relativamente pudiente: me aproveché de ello para iniciar por libre mis estudios de medicina, dado que la Universidad funcionaba esporádica y lamentablemente; incluso practicaba en el hospital, con la tolerancia de médicos y profesores amigos de los Orshanski. Rebeca no tuvo tanta suerte: sus padres regentaban un almacén de productos ultramarinos, que se vino abajo entre la nacionalización y las dificultades comerciales. Hubo de acabar como pudo los estudios secundarios y colocarse de bibliotecaria ayudante en la facultad de Letras. Nos veíamos mucho menos que antes, pero las dificultades acrisolaban nuestro cariño y la hostilidad y la violencia exteriores nos hacían valorar aún más el paraíso afectivo que habíamos creado para nosotros.
     “La guerra civil castigó duramente a nuestra ciudad durante más de dos años. En la primavera de 1920, los blancos y los bolcheviques lucharon en las calles y Odesa fue bombardeada. La vida personal valía poco; muertos y heridos se contaban por centenares. En el hospital apenas dábamos abasto para atender malamente a las víctimas, en medio de un ambiente de tensión y de carencias. Rebeca me fue a buscar allí en algunas ocasiones, para poder vernos e intercambiar apenas unas palabras. La encontraba cada vez más deprimida y con premoniciones más funestas. No sé si creía en ello antes, pero lo cierto es que el 28 de abril de 1920 (me acuerdo como si fuera hoy), me dijo:
-          Querido Mijaíl, te amo tanto que Dios nuestro señor me ha permitido hacerte una promesa, para el caso de que no pueda sobrevivir a esta época cruel. Y es que, si muero sin haber llegado a ser tu esposa, habré de reencarnarme en otra mujer, que te amará y cuidará de ti, con la misma ternura y fidelidad que yo te profeso.
-          Rebeca, por favor, no digas esas cosas. La guerra terminará pronto y reanudaremos nuestra vida normal y sencilla, como antes; mejor dicho, más perfectamente que antes, porque habremos fortalecido y purificado nuestro amor en la adversidad.
-          Ojalá sea así pero, si muero, no olvides mi promesa. Yo seré tuya, si aceptas mi ofrecimiento y sabes encontrarme. De otra manera, mi nueva vida será en vano y purgaré con la infelicidad el que Dios haya aceptado mi ruego.
     “Diez días más tarde, cuando más arreciaban los combates callejeros y los rojos estaban a punto de conquistar totalmente la ciudad, una granada de artillería penetró por una ventana de la biblioteca en que Rebeca trabajaba y estalló a escasos metros de ella. Su cuerpo quedó mutilado y, con un hálito de vida, la llevaron a mi hospital. Sus ojos, fijos en los míos, me dijeron lo que sus labios apenas podían articular. Murió a los pocos momentos. Una enfermera me entregó un libro, manchado de sangre, que Rebeca llevaba entre sus ropas cuando la ingresaron. Era nuestro libro favorito, Sashka Yegúlev, de Andréiev, con el sello de la biblioteca, el cual tal vez estuviera leyendo o manejando en el momento de alcanzarla la metralla. Como comprenderá, era una reliquia demasiado valiosa para devolverla: llevaba su sangre, su calor y, seguramente, su promesa.
     “Yo no creo, por modo general, en la transmigración de las almas, ni tengo la menor idea de cómo puede esta actuar, caso de producirse, pero día a día, año a año, he estado esperando que Rebeca –precisamente Rebeca- cumpla su promesa y se me aparezca para vivir el amor en plenitud que la muerte nos negó. Ella murió el 8 de mayo de 1920; de forma que llegué a convencerme de que su nueva corporeidad –por decirlo así- no podía haber nacido antes, sino, probablemente, por ese mismo momento. No sé cómo ni cuándo se haya de presentar ante mí, pero, desde hace unos diez años, no pienso ni deseo otra cosa. Vivo de recuerdos y de esperanzas, cada vez más solo, más alienado, más delirante. Busco de día y de noche, sufro, me agoto y –que Dios me perdone- dudo y maldigo. Porque yo no puedo detener el avance de mi vida, envejezco, endurezco mi corazón, he llegado a matar, a detestar a las mujeres que han estado más cerca de hacerme olvidar la búsqueda, a ser feliz viviendo entre hombres, sólo porque así no tengo que mirar al fondo de su alma, buscando la de Rebeca. Hasta la guerra me ha sido fraterna: por ello me hice militar, contra toda vocación y sentimiento. Y, por eso, la hubiera odiado a usted por ofrecerme sus encantos, si no fuese porque su edad la pone a salvo de cualquier confusión y porque, como yo, sufre y busca.
     “En mi delirio, he creído encontrar el talismán que me abrirá los cuerpos para descubrir las almas. Es ese libro, esa despiadada novela, esas páginas manchadas por la sangre de Rebeca, esa tinta que corrió su sudor, que vivificó su último hálito. Lo llevo constantemente conmigo y, de forma más o menos sutil, lo pongo ante los ojos de cuantas mujeres me recuerdan a ella, de las jóvenes que pueden tener la edad conveniente. Pienso, ¡cómo no va a revelárseme, a permanecer impasible, a no amarme, quien sea sangre de su sangre! Tal vez no me reconozca a mí (¡he cambiado tanto!), pero el joven Yegúlev enlazará sus dos vidas y conmoverá su corazón. Lo llevo a todas partes, lo poso maliciosamente en todos los veladores, lo muestro al desgaire por las calles. ¡Incluso en la guerra! Mire, está aquí.”
     Mijaíl echó la mano al pecho, abriendo a la vez la guerrera del uniforme, y extrajo la fuente de su esperanza, de su locura, de su dolor. Lili, transida de emoción, se quedó con la mano a mitad de camino entre su persona y el libro. No se atrevió a más. Mijaíl le mostró las manchas de sangre, tan secas y descoloridas, que hubieran podido ser de óxido o de sombra. Acarició levemente la cubierta y volvió a depositarlo junto a su corazón. Aún pudo acabar:
     “Así que ¡menudo par de casanovianos, usted y yo! Constantes, fieles, espirituales, ¡absurdos! Ni en cien años se hubiera podido creer en una coincidencia así… Señora, tiene toda mi adhesión y mi respeto. Yo no tengo nombres, ni edades, ni rostros, pero su Peter Ellis está bien definido e identificado. Esta noche iremos a buscarlo. Mejor dicho, irá usted y yo la ayudaré en lo que pueda. Esté preparada a medianoche en el vestíbulo del palacio. Y, por favor, queme antes los papeles de Casanova. Estamos en guerra, no entre nosotros, sino con él. A perpetuidad.”
     Mijaíl miró su reloj: eran casi las once de la noche. Se levantó, besó a Lili en la frente y salió de sus habitaciones.


4.   La búsqueda

     La noche invitaba a la contemplación. Después de la lluvia, había despejado y era estrellada, fresca, límpida. Mijaíl bordeó el edificio y paseó hasta la fachada posterior, donde una escalinata doble descendía hasta un armonioso estanque cuya lámina de agua apenas herían la claridad y el viento. Unos soldados lo reconocieron y se le cuadraron. El teniente-coronel bromeó:
-          Bien, muchachos, un esfuercillo más y la semana que viene, para casa.
-          ¡Quién le oyera, señor! ¿Nos da su palabra?
-          Os doy mi palabra de que todos vosotros volveréis sanos y salvos. Es más de lo que muchos pueden decir.
     Se detuvo unos momentos a fumar un cigarro con un par de tenientes con acento ucraniano y regresó a la sala de billar. Echó un último vistazo a los mapas y se sentó en la oscuridad, solo con sus recuerdos, a esperar la medianoche.
     La reunión con los oficiales fue fulminante. Lo tenía todo programado y estaba deseando reencontrarse con Lili:
-          La compañía del capitán Lermóntov formará con armamento de combate, en cuatro camiones y tres vehículos ligeros. Avanzaremos hasta alcanzar el Eger por Saaz, o hasta que trabemos contacto con tropas alemanas que ofrezcan resistencia. Usted, Nikíforov, quedará aquí al mando, con las otras dos compañías. Espero regresar al alba; en otro caso, vayan en nuestra ayuda y reporten con el general. Saldremos en no más de media hora. Pueden retirarse.
     Lili ya estaba sentada en una silla, al resguardo de la penumbra del zaguán. Junto a ella, una maleta y una niña. Mijaíl llamó a la mujer:
-          Veo que ya estás lista pero, ¿qué significa esa chiquilla?
-          Es Gretchen, la hija del portero. Él ha sido un colaborador muy activo con el gobierno y la policía sudetes y teme graves represalias.
-          Pero, ¿qué te va a ti ni a mi en eso? No puedo convertir la expedición en una caravana humanitaria.
-          Mijaíl, por favor. Su padre me ayudó mucho para que no me molestaran como judía y la niña se llama como mi pequeña y tiene su misma edad.
-          ¿No me dijiste que eras estéril?
-          Te dije que el matrimonio me trajo la esterilidad. Un parto inadecuadamente atendido se llevó la vida de mi niña y las posibilidades de una nueva maternidad.
-          Con todo, no entiendo…
-          ¿Te negarás, después de haber construido toda tu vida en torno a la reencarnación?
     Mijaíl gruñó, pero acabó asintiendo. Sólo le exigió:
-          En el trayecto, hazla pasar por tu hija. Quizás así se entenderá mejor.
***
     El convoy llegó sin percance alguno hasta Most, más o menos, a mitad de camino del trayecto máximo previsto. Unidades alemanas, desorganizadas y en evidente huida hacia el sur casi bloqueaban el camino. Orshanski ordenó parar  los camiones y, tras enarbolar una bandera blanca de circunstancias, avanzó con su vehículo ligero, junto al conductor, Lili, Gretchen y el sargento abanderado.
-          ¿Quién está aquí al mando?, preguntó con voz sonora y su mejor acento alemán.
-          Yo mismo, respondió un mayor de granaderos, avanzando hasta colocarse junto al jeep.
-          Está bien –saludó Mijaíl militarmente-. Tenemos aquí a una señora alemana con su hija, que ha pedido ayuda para pasar a la zona americana, por miedo a los partisanos.
     La frase final surtió un efecto inmediato. Soldados alemanes ayudaron a la señora y a su hija a bajar del vehículo y cargaron con el equipaje. El mayor ordenó que las subieran a uno de los camiones. Lili apenas tuvo tiempo de volverse hacia el teniente-coronel y decir:
-          Gracias por todo y te deseo la mejor suerte del mundo en tu búsqueda.
     Mijaíl sonrió y, con la voz menos audible que pudo, susurró casi a su oído:
-          Escríbeme. Con el nombre y el grado bastará.
     Los jefes de ambas tropas se miraron con curiosidad. Mijaíl le ofreció un cigarrillo:
-          Tome. El tabaco ruso es malo pero no mata.
     El mayor se echó a reír:
-          El americano es mejor; por eso vamos a rendirnos a ellos.
-          ¿Hasta dónde han llegado?
-          Por esta zona, hasta Karlsbad, pero se rumorea que están a punto de entrar en Pilsen.
-          En fin, mayor, todo está consumado. Cuide de ellas. Son muy amigas de un alto cargo americano, un tal Peter Ellis.
-          Y aunque no lo fueran. Ya hemos sufrido todos bastante.
     Mijaíl se quedó inmóvil hasta que la falange alemana desapareció. Luego, volvió a su coche y dijo jubilosamente:
-          Venga, Dmitri, a casita y sin prisas. No es cosa de tener un accidente en una noche como esta.
***
     Un día de enero de 1947, el mariscal Rodión Yakóvlevitch Malinovski, jefe del Distrito militar de Transbaikal-Amur, recibió por reenvío una carta dirigida al teniente-coronel del Ejército Soviético, Mijaíl Arónovitch Orshanski. Le llamó bastante la atención pues se trataba de la primera misiva privada que recibía su compaisano en el último año. La remitía una tal Liliana Waldstein desde Munich y, habida cuenta de que estaba escrita en alemán, nuestro mariscal ordenó traducirla. Esta fue la versión literal que se le entregó:
     Múnich, a 24 de diciembre de 1946.
     Querido Mijaíl: Hoy es mi primera Nochebuena en Europa desde que nos despedimos y no quiero dejar de testimoniarte nuestra gratitud y afecto en fecha tan señalada. Y digo “nuestra” porque Gretchen ha vuelto conmigo, una vez que la Comisión de Refugiados ha comprobado que toda su familia desapareció en el terrible proceso de repatriación de los sudetes del año 45. Así que te debe la vida…, pero yo sólo a medias te debo mi felicidad.
     Pues sí, querido amigo, encontré a Peter, vivo, sano y divorciado. Ni que decir tiene que, tan pronto me autorizaron el ingreso en los Estados Unidos, nos casamos y pasamos a vivir en Nueva York, donde él tenía su trabajo periodístico principal. Nuestra felicidad duró… seis meses. Visto el tema a posteriori, seguramente el desenlace ha sido lógico. No puede pararse el reloj de la vida, ni llenar un vacío de veinte años con imágenes juveniles y recuerdos de un pasado más imaginado o soñado que real. Así que regresé a mi Alemania, busqué a Gretchen… y aquí estoy, como antaño, en la zona americana, que los soviéticos (salvo excepciones) me parecéis muy peligrosos.
     De la  familia, sobreviven mis hermanos, gracias a los desvelos de mis padres. De estos no se han vuelto a tener noticias, desde que los embarcaron en vagones de ganado rumbo a Buchenwald en 1942. Por tanto, aquí me tienes, con Gretchen y sobreviviendo gracias a los capitales que mi familia pudo sacar a Suiza, así como de mis clases de inglés para alemanes y de alemán para americanos. Por cierto, te hice caso y no me traje los papeles de Casanova. Pero tampoco los quemé. Así que supongo seguirán en el ayuntamiento-palacio, esperando alguna víctima cuyo espíritu tentar.
     ¿Y tú, querido, has encontrado lo que buscabas? Casi no me atrevo a escribir lo que deseo decirte, pero ahí va (siempre he sido muy impulsiva). Yo ya me he vacunado del morbo del “hombre/mujer de mi vida”. Si tú también lo has conseguido, o si lo deseas o, simplemente, si quieres que una mujer te ayude y te consuele mientras lo sufres, cuenta conmigo. A veces, una noche, una simple noche, vale por toda una vida de sabiduría y de sentimientos.
     Mi dirección va en el remite. Mi cariño, en este papel.
     Tuya,
     Lili.
***
     Lo que Malinovski tenía que contestar no quería que pasara por las manos de ningún traductor o secretario. De modo que, haciendo uso de su ya oxidado francés –que razonablemente suponía comprensible para la destinataria-, redactó unas líneas, para acompañar un libro considerablemente ajado:
     Chita, a 1 de febrero de 1947.
     Estimada señora Waldstein:
     Ante el inesperado y trágico fallecimiento de mi paisano y compañero de armas, Mijail A. Orshanski, soy yo quien –como albacea suyo- le hago llegar la triste noticia de su muerte, acaecida en la noche del 4 al 5 de mayo del pasado año, así como el ejemplar de Sashka Yegúlev que él llevaba siempre consigo. Fue su voluntad, expresada testamentariamente, que yo cumplo gustoso, tan pronto he sabido el paradero de usted. Habiendo tenido la necesidad y el atrevimiento de leer su carta, he comprendido que el hermoso y trágico legado del coronel Orshanski no podría ir a parar a mejores manos.
     Por lo demás, señora, espero me cuente entre la inmensa serie de soviéticos no peligrosos y, desde ahora, en la más reducida de las personas que le ofrecen el testimonio de su mayor consideración.
     Atentamente,
    Rodión Y. Malinovski
     Mariscal y Héroe de la Unión Soviética.

 

[1]  Por razones históricas, suelo emplear las denominaciones alemanas. Como los mapas posteriores a la guerra utilizan preferentemente las checas, indicaré que Karlsbad equivale a Karlovy Vary; Teplitz, a Teplice; Dux, a Duchcov; Bilin, a Bilina; Hundorf, a Hudcov; Aussig, a Usti nad Labem; Saaz a Zatec; Brüx a Most. Por su parte, la moderna Liberec se corresponde con la Reichenberg de su pasado germanófono. Todas esas localidades figuran citadas en el curso de este relato.
[2] Me permito hacer este guiño onomástico al novelista y abogado americano Arthur R.G. Solmssen (1928-2018), en cuya valiosa y famosa novela Una princesa en Berlín (1980) encontrarán la razón de mi atrevido homenaje.
[3]  Hoy, Dnepropetrovsk, en Ucrania.
[4]  Nuevo (y último) guiño a la novela Una princesa en Berlín, aludida en la nota 2.