miércoles, 27 de octubre de 2010

Volar como los pájaros



Pocos episodios históricos tan impactantes en la historia de Brasil, como la Revolución Constitucionalista de Sâo Paulo (1932). El relato se acerca a ella de la mano ilustre del pionero de la aviación, Alberto Santos Dumont (1873-1932) quien, en cierto modo, fue una víctima civil de la contienda. Un joven, trabajador e ilusionado, dará la réplica al ilustre prócer, porque no habría guerras sin una juventud que quemar en ellas

1.      La despedida
     El salón de baile del Grand Hôtel La Plage de Guarujá relucía en la noche invernal, como si los vientos de guerra civil no zumbaran en derredor. Es verdad que el número de huéspedes no era crecido, pero probablemente porque la mayoría había preferido los atractivos del casino a los de la música de cámara. Pues aquel 17 de julio de 1932, sobre el pequeño escenario montado en la cabecera de la sala, un quinteto de profesores estaba tocando La Trucha de Schubert. Eran ellos el cuarteto de cuerdas de la Sinfónica de Campinas y el afamado pianista Cléber da Costa. Los oyentes se distribuían caprichosamente por mesas y divanes, sin privarse de cuchichear entre sí, ni de fumar y hacer los honores al licor, conforme a los usos de las veladas musicales, tras las copiosas cenas del balneario.
     En una de las mesas próximas a la entrada, un caballero de mediana edad, moreno, enjuto y bigotudo, seguía distraídamente las notas del bucólico cuarto movimiento de la obra, con la mirada perdida en los frescos del techo y los dedos de su mano derecha tamborileando suavemente sobre el mantel, al compás de la música. Momentos antes, aprovechando la pausa entre tiempo y tiempo, un caballero de edad parecida a la suya y otro, más joven, se habían ausentado de la mesa, tras cuchichear al oído alguna excusa. Fue el momento que aprovechó –como si lo hubiese estado esperando- un jovencísimo camarero, vestido de rigurosa etiqueta, para acercársele:
-          Don Alberto, disculpe la interrupción, pero quería despedirme de usted y no encontraba el momento.
-          ¿Despedirse, joven? Entonces… ¿No le habrán echado del trabajo?
-          No, señor. Es que mañana mismo marcho para Santos, a alistarme.
-          Entonces, no he conseguido disuadirle, por lo que veo.
-          Perdone, señor ingeniero, usted ha hecho lo que ha podido, pero la decisión es mía y está tomada. Cuide su salud y, si me permite el atrevimiento, no deje que lo utilicen.
     El camarero quedó de pie, junto a su interlocutor, tal vez, esperando una mano tendida, pero fue en vano. Don Alberto había fijado la mirada en el estrado de los músicos, aunque su gesto abstraído no llegaba a enmascarar la tristeza. Echó mano al billetero y volvió el rostro hacia el lugar donde, hasta un momento antes, había permanecido el muchacho, pero éste ya había desaparecido. Con cierta dificultad y signos de dolor, el hombre se puso en pie. El traje gris marengo parecía colgar de la percha de su tronco escuálido y las perneras del pantalón apenas llegaban a la caña de sus botines. Apoyado en un bastón, caminó buscando infructuosamente al destinatario de su frustrada dádiva. Insensiblemente, accedió a la veranda que, como espléndido telón de fondo, tenía la playa de las Pitangueiras y el mar color noche con la plata de las olas rompientes. Una fuerza superior a su razón se apoderó de él y emprendió trabajosamente el descenso de la escalinata, hacia las fauces del mar que repetía su nombre con sordo murmullo. En un instante, tuvo a su lado a dos alarmados y gesticulantes compañeros:
-          Pero, tío, ¿a dónde diablos vas, solo y a estas horas?
-          ¿No querrías darnos esquinazo, querido colega, para ir a coger mejillones?
     Don Alberto titubeó un instante; luego, respondió de una vez a sus dos interpelantes:
-          Intentaba comprar la tranquilidad de espíritu por unos cientos de contos[1].



1.      De saltamontes y de pájaros

     Don Alberto había llegado dos meses antes al Gran Hotel. Deprimido y presa de agotamiento nervioso, afectado de esclerosis múltiple, había sido rescatado en Francia por su sobrino Jorge. El retorno a la tierra natal no parecía haberle sentado especialmente bien. En unos meses, habían probado con diversos ambientes y ciudades, todo en vano. Finalmente, el sobrino había optado por aquel lugar paradisiaco, la perla del Atlántico, en la isla de San Amaro. En el libro de registro del hotel-casino-balneario, un apellido ilustre, ya para siempre compuesto: Santos-Dumont[2]. El tío había bromeado con el sobrino:

-          Aquí estamos. Vamos de brinco en brinco, como los saltamontes[3].

     El enfermo  no parecía disfrutar de los atractivos de aquel paraíso. Perdía el dinero en las mesas de juego sin emoción. Recibía la caricia de la brisa y los besos de las olas en sus pies, sin aparente beneficio. Recorrió los bananeros con indiferencia y tentó la suerte en la pesca con hastío. Jorge cambió impresiones con el director médico de la estación balnearia, quien le recomendó frecuentar a personas conocidas. Pero, a esas alturas de la estación y con la tensión política existente, ¿qué paulista amigo podría encontrarse? Finalmente, dio con la persona adecuada.

     Edu Chaves era un viejo amigo y compañero de glorias aeronáuticas[4]. Jorge le telefoneó y, una semana más tarde, recibían su visita. Santos-Dumont no pareció mostrar mucho interés por el encuentro, hasta que Edu comenzó a hablar con cierta aprensión de la revolución que se estaba preparando en São Paulo. Comentó:

-          Las cosas no están nada claras. No me cabe duda de que Getúlio es un arribista sin escrúpulos, que está tratando a los Estados, São Paulo entre ellos, como tierra conquistada. Pero, de eso a conspirar en pro de una sublevación militar, va un abismo. Por otra parte, ¿qué posibilidades tendrían los rebeldes contra el Gobierno Provisional? El ejército los aplastaría.

     Don Alberto fijó sus grandes y tristes ojos negros en Chaves y, por unos minutos, le sometió a un interrogatorio implacable. Jorge empezó a sentirse a disgusto pues, a cada respuesta del interrogado, su tío parecía más y más excitado. La tensión llegó al culmen cuando Edu le confesó sus aprensiones de que el Gobierno federal emplease, incluso, la aviación en caso de conflicto. Santos-Dumont rugió con fuerza imprevista:

-          ¡No se atreverán!
-          ¿De qué te extrañas, amigo Alberto? –replicó Chaves-. ¿No escribiste tú varias veces al Presidente de la República, hace años, pidiéndole que potenciara la aviación militar de Brasil?
-          ¡Para caso de guerra internacional, no para matarnos entre nosotros!
-          Así están las cosas, concluyó Edu, encogiéndose de hombros. No creo que importe mucho que te disparen desde un avión o en tierra.

     Decididamente, Jorge no había tenido una buena idea al programar la visita. De camino a sus habitaciones, el tío interpeló al sobrino:

-          ¿No podrías escribir a tu amigo Henry Ford, a ver si los Estados Unidos pueden parar la que se nos viene encima[5]?
-          Pero tío, ¿qué tienen que ver mis negocios de hace años con la política presente?
-          Ya veo que tendré que arreglármelas solo. Espero que mis compatriotas se acuerden todavía de mí.

***

     Eurico de Melo Neves era pariente lejano del conocido político João Neves da Fontoura[6], sorprendente simpatizante de la revolución paulista. No debía de haber mucha relación entre ellos, siendo así que Eurico, natural de Piratini, había tenido que emigrar en busca de trabajo, sin formación y sin referencias. Su buena presencia y talento natural habían sido suficientes para ser empleado en el Gran Hotel como maletero y recepcionista. En un año, había ascendido a camarero y, en sus escasos ratos libres, tomaba clases nocturnas de francés e inglés en la escuela estatal Barnabé de Santos que, un día, también acogería su reclutamiento como voluntario.

     Con no más de diecinueve años, poco o nada le hubieran significado los apellidos Santos Dumont. Por tanto, fue simple casualidad que a mediados de mayo, le tocase servir la mesa del ilustre aeronauta y de su sobrino, al que ya hemos conocido. La notable pronunciación de la palabra vichyssoise fue el casi ridículo desencadenante de la simpatía de don Alberto por el rapaz, que no dejó de ser observada por el maître de turno en el comedor:

-          ¿No sabes quién ese señor mayor? Pues el mismísimo Santos Dumont.
-          Ya. Parece algo francés.
-          Anda, ignorante. A ver si te enteras que fue el primero en sobrevolar la torre Eiffel.

     Eurico podría ser inculto, pero no desidioso. En un par de horas libres, había leído y escuchado lo suficiente sobre el padre de la aviación, como para mantener una conversación sobre el tema. Y, lo más importante, le había caído bien el tipo, con esa mezcla de desenfado y respeto de la juventud por las viejas glorias.

     Sin afectación ni insistencia, había empezado a tener atenciones con el ilustre huésped: su limón helado cuando, tras la sesión de balneoterapia, se arrellanaba en la sala de lectura rodeado de periódicos; un plato de frutas de jugo en su habitación del segundo piso; el café a la vienesa, a las cinco de la tarde. De buen grado, el maître consentía en adjudicarle el servicio de la zona de mesas de comedor correspondiente al ingeniero. Por cierto, que este título fue motivo de una breve consideración:

-          ¿Por qué me titulas de ingeniero? Nunca seguí formalmente estudios en ninguna materia técnica.
-          Ingeniero, de ingenio, don Alberto. Pocos habrá que lo tengan más abierto y desarrollado que usted.

     Una mañana, a finales de mayo, tras servirle el refresco en una mesa de la terraza, Dumont ofreció:

-          Te veo muy atareado con tus estudios de idiomas. ¿Qué dirías si me ofrezco a darte yo las clases?
-          Pero, don Alberto, ¿cómo va ocuparse de mí, con sus quehaceres y problemas de salud?
-          Es que pienso cobrarte muy bien mis lecciones, no te vayas a creer.

     A partir de ese momento, por la mañana o por la tarde, en función del horario de trabajo de Eurico, don Alberto y el joven caminaban del brazo, arriba y abajo por la playa, conversando alternativamente en francés o inglés, cuanto permitían los rudimentarios conocimientos del camarero. Si la mar estaba en calma, bogaban en una barquichuela, hasta la playa de las Asturias o cruzar el canal. Aunque con fuertes dolores, el enfermo tomaba uno de los remos con ambas manos y acompañaba a duras penas el ágil ritmo de Eurico. Sus músculos parecían recobrar el vigor de antaño y el dolor se iba calmando con la actividad. A escondidas de todos, Dumont se quedaba en traje de baño y se deslizaba hasta el agua, dejándose arrastrar suavemente por la barca, mientras sus pies chapoteaban. El médico comentó a su sobrino:

-          Encuentro a su tío mucho mejor últimamente. Cuando menos, soporta las molestias con mejor ánimo, como si no pudieran rendir su espíritu.

     Es lo mismo que, con otras palabras, decía don Alberto a Eurico quien, por supuesto, no entendía ni  jota:

-          Tal vez los saltamontes, cuando emprenden el salto, por un instante se sienten pájaros.


3. La amistad truncada

-          ¿Piensas seguir de camarero toda la vida?
-          Hombre, don Alberto, dicho así... Pongamos que, si aprendo idiomas y saco algún título, podría llegar a ser alguien en el Hotel.
-          ¿Y eso te satisface? ¿Toda la vida en esta isla, sirviendo a los demás?
-          No veo que tenga de malo. La gente paga por venir a este lugar paradisiaco y se atiende a personas estupendas; como usted, sin ir más lejos.
-          Tal vez no te falte razón. Pero quiero que sepas que, si es problema de dinero, te puedo ayudar en lo que precises.
-          Gracias, muchas gracias, don Alberto, pero, mientras tenga trabajo, poseo todo  cuanto necesito.  

     La conversación que acabamos de sorprender nos pone sobre la pista de que el ingeniero había llegado a encariñarse con Eurico, al menos, hasta el punto de aconsejarle e intentar ayudarlo. Tampoco es cosa de exagerar la importancia del gesto. Dumont era un hombre rico y sin compromisos familiares directos. Pero no dejaba de evidenciar que seguía siendo el mismo que, treinta años atrás, había repartido los 129.000 francos del premio Deutsch entre su equipo de vuelo y los desempleados de París.
     Y, por otra parte, tal vez Eurico tuviese a la sazón más urgentes requerimientos y peores limitaciones.  El día 10 de julio, ediciones de última hora de los periódicos y emisiones radiofónicas empezaron a divulgar la evidencia de que la rebelión latente en São Paulo había estallado abiertamente. Eurico escapó a Santos y volvió con la noticia de que el Regimiento de Caballería de la guarnición se había sumado a las fuerzas revolucionarias. Todo el hotel andaba revuelto, pese a las órdenes expresas de la dirección de mantener la normalidad y la calma. Algunos huéspedes pidieron fulminantemente la cuenta y partieron a la ventura. Nuestro camarero contó cuanto había visto y oído a don Alberto. Éste pareció más indignado que abatido:

-          Ya me lo había adelantado Edu. ¿Es que la oligarquía paulista no tiene nada mejor que hacer para imponer su dominio? Y los militares, ¿ponemos armas en sus manos para que se adhieran a la división y al desorden?
-          No sé qué decirle, respondió el joven. No entiendo de política, pero sí puedo asegurarle que la gente por las calles parecía muy entusiasta y que los jóvenes acudían en masa a alistarse como voluntarios.
-          Líbrete Dios, Eurico, de seguir sus pasos. La guerra es sólo para los imbéciles y los canallas. Te lo digo yo, que viví de cerca los primeros meses de la Europea, allá en Francia, y pude comprobar con horror cómo los aviones que yo contribuí a crear servían para instalar en ellos ametralladoras y lanzar bombas. ¡Nunca más!

     Al día siguiente, por la tarde, don Alberto, al regreso de su paseo con Eurico, estaba deprimido, como tiempo atrás. Para incordiarle aún más, un titular de A Tribuna, resaltaba con grandes caracteres: São Paulo, en una demostración de vibrante civismo, se levanta unánime por un Brasil fuerte y libre. El prohombre se descompuso:

-          ¿Has visto, Jorge, parejo cinismo? ¡Ahora resulta que Brasil será más fuerte y libre gracias al separatismo y la guerra civil!

     Varios circunstantes volvieron la cabeza ante el exabrupto. El sobrino, un tanto corrido, contemporizó a media voz:

-          Vamos, tío, no todo es tan claro como tú lo ves. Tal vez el Gobierno Provisional necesite una advertencia para no seguir por el mismo camino que hasta ahora.
-          Sí, una advertencia consistente en levantar tropas y amenazarle con renunciar o ser depuesto por la fuerza. ¡Pobres pracinhas[7], pobres voluntarios!

     A la mañana, Eurico volvió a hacer una escapada a Santos. Volvió con una nueva inquietante: Se había formado en la ciudad la Milicia Civil. Don Alberto, desvelado y todavía sin afeitar, gruñó, como de costumbre:

-          Milicia civil: ¿qué te parece el oxímoron?

     El camarero no había oído aquella palabra en su vida, pero sospechaba su significado:

-          Supongo que todos tendremos que apoyar la revolución. Se habla de que van a crearse batallones de señoras y de niños y que…

     Eurico debía tener algo de adivino pues, al día siguiente, 13 de julio, las mujeres paulistas se organizaban para apoyar la lucha por la ley. Trescientas de ellas se ofrecieron voluntarias, en esa jornada, para formar una unidad de Cruz Roja y trabajar en el campo de batalla. Los diarios acogían la presunta noticia de que tropas mineiras y paranaenses se encaminaban hacia São Paulo para sumarse a la revolución. Don Alberto, mineiro él mismo, se sentía avergonzado por la actitud de aquellos paisanos suyos.

     El 14 de julio, fiesta nacional francesa, era para Dumont un día festivo. Sin embargo, todo se torció cuando, a eso del mediodía, Radio Clube de Santos dio el dato que todos temían o esperaban desde hacía días: Se han trabado en Cunha los primeros combates entre nuestras fuerzas y fusileros navales venidos de Parati. El general Isidoro Lopes ha salido hacia la zona de operaciones. Dumont no quiso escuchar más. Sin comer, subió a su habitación y, con su clara letra cursiva, que tan bien había resistido los ultrajes de la enfermedad, redactó de corrido la carta abierta que ha pasado a la posteridad[8]. Tal vez, no esté de más recordarla, aunque sea en una pobre traducción española:

     Compatriotas: Reclamado por mis coterráneos mineiros residentes en este estado, para suscribir un mensaje que reivindique el orden constitucional del país, no me es posible, por enfermedad, salir del refugio al que por necesidad me he acogido, pero sí puedo mediante estas palabras escritas asegurarles, no sólo mi total acuerdo, sino también la llamada de quien, habiendo siempre pretendido la gloria de su Patria dentro del progreso armonioso de la humanidad, juzga poderse dirigir en general a todos sus compatriotas como sincero creyente en que los problemas de orden político y económico que ahora se debaten, solamente podrán resolverse dentro de la ley y en un ámbito de plena concordia, de forma que conduzcan a nuestra Patria a la finalidad superior de lograr sus grandes destinos. Viva Brasil unido.

     Eurico pasó la tarde copiando varias veces el breve y hermoso texto y rellenando los sobres con las direcciones que don Alberto le dictaba. Llegó a aprender casi de memoria el contenido, experimentando a la vez sentimientos de emoción e inutilidad. Sólo se atrevió a hacer una pregunta:

-          Ingeniero, ¿es cierto que los mineiros le han pedido que apoye el camino de la paz?
-          Vivimos días, hijo, en que para derramar sangre sólo hace falta tener un arma, pero, para clamar por la concordia, es preciso buscarse argumentos.



4.       El final
   
     Jorge Dumont Villares estaba intranquilo. Desde la partida de aquel muchacho tan servicial, tío Alberto había vuelto a dar evidentes síntomas de depresión y ciertos indicios de maquinar el suicidio. Por ello, había vuelto a recurrir a Edu Chaves, tratando de constituir una especie de turnos disimulados de guardia, a fin de no dejar solo ni por un momento al enfermo. El doctor movió la cabeza dubitativo, al saber del montaje:

-          No sé, no sé. Cuando a alguien se le mete entre ceja y ceja suicidarse, es casi imposible evitarlo. Tal vez, si se le ocultasen las noticias de la guerra, o volviendo a Europa…

     Dumont no dejó de percibir el cerco en su torno. Una y otra vez, daba vueltas a la marcha de Eurico. El maître le reveló:

-          El muchacho dudaba sobre lo que hacer. Si hubo algo que lo decidió fue la actitud de su pariente, el señor Neves da Fontoura.
-          ¿Fontoura? ¿Y qué fue lo último que se le ocurrió a ese veleta?
-          Pues acudir a São Paulo, a ofrecer su persona y el apoyo de toda la juventud riograndense.

     Dumont soltó un juramento. El maître se retiró prudentemente.
     A mediodía del 23 de julio, aviones del Gobierno sobrevolaron Guarujá, camino de São Paulo, donde dice la historia que bombardearon el Campo de Marte. Lo que la historia no dice –aunque lo supone- es que el ruido de aquellos motores acabó de desquiciar al padre de la aviación, que abominó definitivamente de sus criaturas. Comió con aparente buen apetito, pidió un pernod, como acostumbraba en las fiestas y dijo a sus guardianes:

-          Tengo sueño. La noche pasada no dormí bien. Voy a echarme una siesta.

     Edu y Jorge se miraron complacidos. El segundo respondió:

-          ¿Te acompaño hasta arriba?
-          No es preciso. Aunque todavía no sé si estará arriba mi morada.

     Lo vieron salir pausadamente, apoyándose en el bastón. Un camarero le abrió ceremoniosamente la puerta. La puerta de la eternidad.

***

     Quien más, quien menos, todos conocemos el destino de Alberto Santos-Dumont. Pero, ¿qué fue de Eurico de Melo? Tras múltiples pesquisas, había yo desesperado de dar con la respuesta, cuando una vieja fotografía me trajo la solución.

     La instantánea había sido tomada en el entonces descampado existente ante al Instituto Biológico de São Paulo. Un frente de blancas tiendas de campaña cubre el plano medio de la foto. Delante, algunos soldados posan o faenan. La imagen, muy conocida, suele presentarse en los libros con un pie que aproximadamente reza: Tropas gaúchas acampadas en el área del Instituto Biológico (futuro parque de Ibirapuera) durante la Revolución Constitucionalista de 1932.
Lo sorprendente es que los textos no se sienten en la obligación de aclarar si esas tropas fueron de las pocas que pudieron llegar a la capital paulista para apoyar a los revolucionarios, o de las que, adictas al Gobierno Provisional, contribuyeron a la toma de la ciudad al final de la sublevación. Y, más sorprendente aún, para mí, es que uno de los soldados que posan es, sin lugar a dudas, Eurico de Melo Neves. Como si fuera un pájaro con las alas desplegadas, reposa sus brazos sobre sendos compañeros, que con él forman un grupo compacto. Así que, ¿luchó a favor de unos, de otros, o de ambos bandos? ¿Pudo morir en los combates o sobrevivió a los mismos? ¿Llegaría, en consecuencia, a conocer la muerte de don Alberto y sus pormenores, aunque fuesen celosamente ocultados por su familia[9]?

      De lo que no cabe duda es de que, cualesquiera que fueran las fidelidades o las veleidades de Eurico, tuvo que estar de acuerdo en algún momento con su pariente Fontoura. No en vano, éste preparó en seguida la eufemísticamente denominada reaproximación a Vargas. Y es que, aunque no fuera precisamente el padre de la aviación, ¡él sí que sabía sobrevolar el mundo con vista de águila!... y sin necesidad de motor.



[1]  Cantidad virtual de moneda, equivalente a mil unidades de la de curso legal; en el caso del Brasil de la época, los réis, de muy escaso valor.
[2]  Alberto Santos Dumont (1873-1932), pionero brasileño de la aviación, cuya peripecia vital y dramática muerte pueden seguirse en cualquier enciclopedia. Por lo que a este relato respecta, he procurado mezclar fantasía y realidad, con el debido respeto a su honrosa memoria.
[3]  El relato juega en varios lugares –entre ellos, éste- con la conocida frase de Santos Dumont: quería volar como un pájaro, no brincar como los saltamontes.
[4]  Eduardo Pacheco Chaves (1887-1975), famoso aviador paulista que, entre otras hazañas, fue el primero en volar sin escalas entre São Paulo y Río de Janeiro, en julio de 1914. El viaje duró unas seis horas y media, a la velocidad promedio de casi 80 km/h.
[5]  Alusión algo maliciosa a la taimada venta por Jorge Dumont Villares a Henry Ford de 2,5 millones de acres en el valle del río Tapajós, por 125.000 dolares, cuando el Gobierno del Estado de Pará estaba dispuesto a regalarle el terreno. Los hechos sucedieron en 1923 y el objeto era crear extensas plantaciones del árbol del caucho, para servir a las necesidades del gigante automovilístico americano.
[6]  João Neves da Fontoura (1887-1963), político riograndense que, en relación con el Presidente Getúlio Vargas, cambió varias veces de opinión y de bando.

[7]  Equivalente al español “soldaditos”.
[8]  Que yo sepa, el original de esta carta abierta obra en la Colección Pedro Correa do Lago (sección de Documentos y Autógrafos Brasileños).

[9]  La familia de Alberto Santos Dumont logró, en un primer momento, ocultar que su muerte había sido debida a un suicidio, hecho difícilmente discutible hoy, a partir de las revelaciones del delegado de policía que atendió la incidencia, Dr. Raimundo de Menezes. Según ellas, Dumont se suicidó por ahorcamiento, colgándose del caño de la ducha del cuarto de baño con el cinturón de su albornoz.

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