domingo, 5 de septiembre de 2010

Un asunto rutinario

   Policías concienzudos y aficionados; rescoldos de amor y enfermedades letales; venganzas y ajustes de cuentas de la época de nuestra Guerra Civil. El flujo de la vida en Castellar, una ciudad castellana que nada tiene de imaginario, hasta el punto de reconocerla a primera vista. El misterio se desvela, pero la muerte de la hermosa mujer que lo provoca impedirá el típico final feliz. Es mi relato más extenso, hasta ahora, que espero tomen los lectores, no como un cuento largo, sino como una novela corta

Primera parte: Un policía ilustrado


El caso y sus protagonistas

     Enrique Renovales no era un policía al uso en la gris y bullente España de la época, es decir, la de los primeros años sesenta. De hecho, cuando tiempo atrás había entregado la documentación para presentarse a las oposiciones a la Secreta, vecinos y conocidos recibieron varias visitas recabando informes. No contento con ello, el comisario Meléndez, de la comisaría de Castellar, había decidido examinar al aspirante en una infrecuente entrevista previa:

-  Así que licenciado en Filosofía y Letras y con buenos conocimientos de tres idiomas… No parece la formación más específica para la Policía.

- Bueno, llevo un año preparándome en la academia Bahamonde de Madrid y creo tener vocación para este trabajo.

- ¿Vocación? Tampoco quería yo pedirle tanto, pero en fin, lo que intento decirle es que en este trabajo –como usted lo llama- hay que tragar bastante quina y pringarse con mucha mierda.

- Descuide, señor comisario, ya me lo figuro. Déme la oportunidad y, si no puedo con ello, pues lo dejo y en paz.

     De eso hacía ya diez años y el ahora inspector Renovales, tras pasar por Barcelona y La Coruña, había acabado recalando en la brigada criminal de su ciudad de origen. Y, por esas coincidencias que tiene la vida, le había tocado presentarse a un Jefe Superior que le resultó bastante familiar:

- Creo conocerle, señor. Hace cosa de diez años, me entrevistó usted cuando yo aspiraba a ingresar en la Secreta.

- ¡Claro, ahora caigo! Enrique Renovales, el filósofo políglota. ¿Y qué tal, no se ha cansado todavía de chorizos y bujarrones?

- Al contrario. En Barcelona tuve un excelente bautismo y aquí, en la Criminal, espero hacer un buen trabajo.

- Si, ya veo que tiene usted un expediente notable, con un par de condecoraciones y todo.

- Un tiro en una pierna y un asesinato muy complicado -resumió el galardonado-.

- Pues nada. A seguir por el mismo camino; a ser posible, sin heridas, concluyó el Jefe.

     Y justamente tres meses después, tuvo que tocarle, precisamente a él, su primer caso con fiambre en Castellar. A cualquier otro compañero, le hubiera parecido un asunto rutinario y le hubiera durado cuarenta y ocho horas. Pero Renovales era muy leído y, gracias a ello, estuvo a punto de liar una gorda, como tendrán ocasión de comprobar los amables lectores que continúen ojeando este relato.

***

     La página treinta y siete de “El Noticiero de Castellar” traía una esquela que llamó poderosamente la atención de Enrique, neófito como era en la Policía de la ciudad:

     Doña Pilar Alvarado Alcalde

     Falleció en Castellar, el día 16 de abril de 1963, a los 50 años de edad.

     Su hermano, Carlos Alvarado; hermana política, Rosario Fortes; sobrinos, tíos, primos y demás familia, así como sus compañeros y alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras, ruegan una oración por su alma, etc., etc.

     Enrique Renovales no se encontraba entre los alumnos de la ilustre profesora, pero había tenido ocasión de consultar, cuando universitario, su excelente Historia Compendiada de la Literatura en Lengua Española, publicada en dos tomos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Años después, el Fondo de Cultura Económica había editado los Cuentos de la otra orilla, de la misma autora, que Enrique había devorado –aunque a salto de mata- en sus guardias de la comisaría de Las Corts. Finalmente, unas vacaciones en Sanjenjo le habían permitido entusiasmarse con Mujer al pairo, novela de la Alvarado ya aparecida en España, con el sello de Aguilar. En la solapa de la cubierta de esta última obra, lucía el retrato de una hermosa mujer, aún joven, con una nota biográfica que reflejaba un itinerario marcado –como tantísimos otros- por la Guerra Civil. De todas formas, Enrique desconocía que, a su regreso, la escritora hubiera ido a parar a Castellar, la ciudad donde había visto la luz medio siglo antes.

     Más por curiosidad que por interés, Renovales se dejó caer por la iglesia de la Merced a la hora del funeral. Se asomó desde la puerta y constató, con cierta satisfacción, que el templo estaba prácticamente lleno. Hizo tiempo tomando café en un establecimiento próximo y se arrimó luego al desgaire a uno de los grupos que esperaban para dar el pésame a la familia, al concluir la ceremonia. Tal vez fuera el olfato profesional lo que le permitió cazar al vuelo un extraño comentario que le puso sobre aviso:

     ¡Pobre Pili! Y todo tan repentino. ¿Qué le pasaría para…?

     Enrique volvió al coche y, llegado que fue a la comisaría, comentó al jefe de la Criminal, subcomisario Vidrián:

  -  Jefe, ¿sabes si hay algo extraño en la muerte de la profesora Alvarado? He oído algún rumor, como si…

  - Bueno, parece que la encontró su hermano cuando llevaba varios días muerta, y el médico del Registro Civil no quiso certificar fallecimiento natural. Así que le practicaron la autopsia y todavía no nos ha comunicado nada el Juzgado. ¿Quieres encargarte, si es que nos mandan hacer una investigación?

   -  Pues, hombre, sí que me gustaría. Tengo –en fin, tenía- simpatía por ella, como lector de algunas de sus obras.

   -  Vale. Adjudicado, pero sin liberación de otras tareas –sentenció irónicamente Vidrián-.

***

Dos días después, llegó la orden judicial de investigar. Enrique fue en cuanto pudo a la clínica forense y despachó con el facultativo que había hecho la autopsia. Nuestro policía leyó las conclusiones del informe. La cosa parecía clara: ausencia de signos de violencia; un frasco medio vacío de pastillas muy fuertes en el cuarto de baño; cuatro o cinco días sin dar señales de vida; el hermano, que la encuentra sobre el lecho. Para completar el panorama, pidió algunas aclaraciones. Sólo dos respuestas del forense merecieron el trámite de anotarlas en su pequeño bloc: la fecha casi segura de la muerte (el viernes santo, 12 de abril) y el hecho de que el específico letal era una fórmula norteamericana, de uso y conocimiento muy limitados en España como hipnótico y antidepresivo. Enrique se despidió del médico cortésmente y le rogó:

   - Cuando llegue el informe del Instituto de Toxicología, avíseme.

   - Descuide, pero por los síntomas y análisis previos, no tengo duda de que falleció a causa de la ingestión de no menos de quince pastillas del medicamento en cuestión.

     A la tarde siguiente, aprovechando una guardia del juzgado instructor, Enrique pidió consultar el sumario. El secretario –conocido suyo- le hizo algunos comentarios, que ahorraré a los lectores, sobre aspectos sensorialmente poco gratos del levantamiento del cadáver. El policía inquirió:

   -  ¿Y no había ninguna carta de esas de “al señor Juez”, ni notas o papeles por el estilo?

   -  Nada en absoluto, como tampoco huellas de violencia, desorden o sufrimiento. Y el hermano no encontró nada a faltar, ni fuera de su sitio.

   -  Vamos, que la profesora quiso morir dulcemente, pero no facilitarnos la tarea.

   -  Eso parece, aunque no hemos dado con ningún motivo para el suicidio.

   -  En fin –suspiró Enrique-, habrá que tomarse algún tiempo.

   -  Tampoco hay que excederse. Ya sabe usted que legalmente no interesan los motivos ni las circunstancias; sólo determinar si la indujo o auxilió alguien para suicidarse.

     Renovales asintió, aunque interiormente algo le decía que lo legalmente relevante solía ser bastante menos de lo que le interesaba o preocupaba a él, como policía ilustrado que era.



Acopiando datos


     Cuando Enrique no sabía muy bien por dónde empezar, solía hacerlo como un curioso cualquiera. De modo que cogió por banda a su padre y le animó a contar todo lo que supiera de la Alvarado y de su familia. Don Enrique senior era un técnico del Servicio Nacional del Trigo, castellarense de toda la vida, que para él suponía unos sesenta años. Ninguna dificultad, por tanto, para complacer a su hijo, que fue tomando notas mientras su padre hablaba y hablaba. Unas preguntas, estratégicamente situadas en el monólogo paterno, y he aquí –más o menos- lo que Enrique junior sacó en limpio para su investigación:

     La familia de Pilar Alvarado había tenido una cierta notoriedad política. Su padre, encargado de un importante comercio de tejidos, había militado sin especial relevancia en Acción Republicana, en tanto su esposa –modista de profesión- había estado afiliada a la Unión Republicana Femenina. Los hijos, Pilar y Carlos, habían sido buenos estudiantes y simpatizantes de la FUE. Una y otro (separados por tres años de edad) habían llevado a cabo estudios universitarios durante la República. Pilar, la mayor, había concluido los de Filosofía y Letras en el verano de 1935 y preparaba su doctorado sobre Larra en la madrileña Residencia de Estudiantes, cuando estalló el Movimiento. Carlos transitaba por la mitad de su carrera de Derecho, al iniciarse la guerra incivil.

   -  ¿Y cómo es, papá, que Pilar pudo escapar a Méjico?

   -  Pues porque en el verano del 36 estaba haciendo un cursillo, o de lectora de español, en una universidad francesa; creo que en Montpellier. Pero déjame seguir y no me interrumpas.

     No es probable que, con esos precedentes, la familia Alvarado hubiese sufrido más que una represión moral, o alguna depuración de poca monta. Pero, en la tarde del 18 de julio, no se le ocurrió cosa mejor al bueno de don Anselmo, el padre, que contagiarse del valor de los más bravos y pasarse por la Casa del Pueblo, a ver lo que se cocía o qué podía hacerse en pro de la República. Ya sabes que la cosa acabó en defensa a tiros del edificio hasta que, a la mañana siguiente, les amenazaron con cañonearlos. En fin, el señor Alvarado fue sentenciado en consejo de guerra a treinta años, pero tanto hubiera dado que lo condenasen a muerte: sometido a un tremendo régimen de frío y privaciones, murió en la cárcel de Pamplona, todavía durante la guerra. Su hijo fue fulminado con la expulsión de la universidad y su inmediato reclutamiento en un batallón de desafectos. Afortunadamente para él, libró ileso la guerra, se ganó los galones de sargento y pudo concluir la carrera en los años cuarenta. Ya sabes que es uno de los abogados que más suenan en Castellar, aunque para ser admitido en la buena sociedad, tuvo que casarse con una niña bonita de la burguesía agraria y distanciarse de su propia familia. Y la madre hubo de valerse por sí sola, y bastante bien por cierto, ya que tenía unas manos primorosas para la costura.

   -  Pero, papá, y del viaje de ida y vuelta de Pilar, ¿qué me cuentas?

   -  Y dale con Pilar. Chico, qué insistencia. Déjame seguir en orden…

…Pues bien, ante el panorama familiar que te he descrito, supongo que aconsejarían a la chica que no regresara a Castellar. El caso es que no volvió a aparecer por aquí hasta hace tres o cuatro años. Debió de andar por América y hacerse un nombre porque, tan pronto regresó, la contrataron de profesora en la Universidad y se dice que, bajo seudónimo, tuvo algunas colaboraciones con “El Noticiero”. La verdad es que contra ella los del Régimen no tenían nada, como no fueran sus apellidos. Por lo demás, como buen lector, ya sabrás que le han publicado un libro en España. Yo mismo lo vi muy anunciado en Santarén, lo que me llamó la atención, pues tenía a los de esa librería por unos meapilas.

   -  ¿Por qué crees que volvió a Castellar?, inquirió nuestro policía.

   -  Vaya usted a saber: problemas en América, nostalgia, ancianidad de la madre… Ahora que caigo, por las mismas fechas se rumoreó que doña Aurita estaba gravemente enferma. Le dijeron a tu madre que la habían operado de algo serio. Vivía con un cuñado, manirroto y un tanto tarambana. Todo induce a pensar que la desarreglada situación familiar, apenas paliada por el despegado hermano, pudo aconsejar a Pilar el regreso a España, al menos, temporalmente.

   -  ¿Cuándo murió doña Aurita?

   -  Va para un año. Lo recuerdo porque tu madre asistió al funeral en vísperas de San Pedro Regalado.

   -  Bueno, papá, gracias. Creo que me has informado de cuanto necesitaba saber.

   -  ¿No quieres que te cuente nada más?

   -  No me vendría mal, pero tengo que ejercer de policía. Si tú me resuelves el caso, ¿qué narices voy a hacer yo?

***

     Creo que el paso siguiente de Enrique fue el de entrevistarse con el profesor Del Arco quien, como catedrático de Literatura, había sido el mentor y apoyo de Pilar en su última singladura docente. La conversación fue cordial y fluida, dado que el citado catedrático aún recordaba a Renovales como uno de sus buenos alumnos, quince años atrás. Bajito, miope y un poco desaliñado, no hubiera tenido dificultad en pasar por un bedel, él, que era profesor insigne, ex decano de la Facultad y académico corresponsal de la Española. Al ser informado por su interlocutor del objeto de la visita, encargó un par de cafés, pasaron a la sala de profesores y se explayó. Enrique, por cortesía, se abstuvo de tomar apuntes (¡bastantes le había cogido cuando alumno!), pero memorizó fácilmente lo esencial. Helo aquí, conforme a la transcripción que realizó esa misma tarde y que –no me pregunten cómo- conservo en mi poder:

   -  Fui ya profesor de Pili en los años treinta. Era un encanto de chica: guapa, despierta, laboriosa y con indudable don de gentes. Buena estudiante, respetuosa y políticamente comprometida, aunque sin excesivos sectarismos. Me encantó saber que quería doctorarse en Literatura y le sugerí algunos temas, así como que se fuera a la Residencia de Estudiantes. En Castellar, el ambiente se estaba tornando irrespirable. Luego, ya sabe, se exilió en Méjico, como tantos otros, y llegó a ser profesora de mérito. Durante veinte años o más, no dejó de mandarme sus trabajos docentes, de investigación o meramente literarios, que yo le agradecía –como es natural-, sin dejar nunca de glosarlos y, en ocasiones, de criticarlos. Ya recordará usted que, entre los textos que les recomendaba en clase, nunca faltaba el Compendio histórico de Pilar Alvarado.
     Abreviando, ¡vaya sorpresa que me llevé cuando vino a verme al acabar el curso 58-59! Yo tenía constancia por terceros de que ella había venido a España de visita en años anteriores, para estar con su familia y dar alguna charla o conferencia de tapadillo en Madrid. Lo del cincuenta y nueve era distinto. Habían diagnosticado a su madre un tumor maligno, con todo lo que ello suele representar: grandes gastos médicos, dificultad o imposibilidad de seguir trabajando, depresión… En fin, Pili pidió en la Autónoma de Méjico una excedencia sine die y acá que se vino, dispuesta a hacer de hija, enfermera y financiadora, todo de una pieza.

   -  ¿Y el hermano? Ya sé que no estaban en muy buenas relaciones, pero no obstante…

   -  Permítame ser discreto, como Pili me habría pedido. Digamos, con sus propias palabras, que “no estaban en muy buenas relaciones”.

   -  Ya. Siga, por favor, profesor.

   -  Afortunadamente para Pili, su situación anterior no la ataba en exceso. Casada y divorciada en Méjico, no había tenido hijos. Por otro lado, había ahorrado un capitalito, bastante favorecida por el cambio de la peseta. La pobre lamentaba, no obstante, lo mucho que se había gastado en joyas. En parte, por inversión, en parte, por afición, el caso es que tenía un espléndido conjunto de piezas, preciosas por diseño y materiales, que moderadamente lucía, entre la envidia y la admiración de sus colegas y discípulos. Porque –y perdone la digresión-, al quedar una plaza vacante de profesor contratado, logré que el claustro aprobara su designación, con la ayuda de su aplastante currículum y de haber conservado la nacionalidad española. Fue algo fantástico. Pili pareció revivir, más por reentrar en contacto con la juventud y ser útil, que por las míseras dos mil pesetas mensuales de sueldo. Y el caso es que no le fue fácil: era exigente –con quien más, consigo misma-, no tenía pelos en la lengua y le asqueaba “el ambiente clientelar y de autocensura” que se vivía en la Facultad (y, perdóneme la licencia, que se sigue viviendo). Se hizo buena amiga de mis hijos y de contados profesores, pero casi todos los alumnos la admiraban, desde el respeto. Yo, como ella decía, actuaba con Pili como los buenos toreros, parando y templando. Lo de mandar no era necesario: tenía la rara virtud de saber en todo momento estar en su sitio.
Ya conocerá usted que, primero su tío y, luego, su madre murieron en un año. Concretamente la madre, a finales del curso pasado. Pili lo sobrellevó con gran entereza, ayudada por la simpatía y el cariño que sentía en la gente, seguramente, como compensación o desagravio al abandono y el desprecio de cuando la guerra. Yo estuve tentado de preguntarle si, desaparecida la razón de venir a España, pensaba regresar a tierras mejicanas, pero me abstuve: me habría dado mucha pena el recibir una respuesta afirmativa. Y a ella le pasaba lo mismo: trataba de anudar cada vez más lazos y ensanchar las raíces en Castellar, pero no siempre era bien recibida, por celos o por miedo a los gerifaltes.

   -  Don Juan, no querría entretenerle más. Dígame dos palabras sobre los últimos tiempos de Pilar. No sé si sabe usted…

   -  Sí, hijo, sí, lo sé y me quedé atónito. Pili había tenido desarreglos de salud y creo que aprovechó algún viaje a Méjico, o a Madrid, para tratarse. Nada serio, según me dijo, y el hecho es que siguió atendiendo las clases con toda puntualidad. Estaba muy contenta, además, por el éxito de su primera novela en España, excelente, por cierto. Es más, a partir de las navidades pasadas –en que viajó a Méjico-, la encontrábamos más abierta y tolerante. Por cualquier cosa, organizaba una reunión o un festejo. Nos invitó a comer a todos los profesores de la cátedra el día de su cumpleaños, cosa que nunca antes había hecho. Yo empecé a sospechar que estaba preparando su despedida de nosotros, pero, naturalmente, por marchar al otro lado del Atlántico. Lo que nunca imaginé es que el adiós fuera a ser definitivo.

     A don Juan se le llenaron los ojos de lágrimas. Yo también notaba un nudo en la garganta. En consecuencia, me levanté sin una palabra, apreté mi mano por encima de la suya y salí de la sala. ¡Este profesor Del Arco, entrañable Bradomín de nuestras pullas estudiantiles: un don Juan feo, católico y sentimental!


Palos de ciego


     Tras dos sesiones tan prolijas y sustanciosas, Enrique decidió tomarse un respiro y orientar la investigación por un camino muy diferente. Parecía indudable que la muerte de Pilar se había debido a la ingestión masiva de comprimidos de un determinado específico. Pues bien, averigüemos el médico que se lo recetó o, al menos, cuándo y dónde fue adquirido, y habremos abierto una vía de gran interés. Y eso no parecía difícil, tratándose de una medicina cuya expendición precisaba de una receta especial y que se vendía en España desde hacía relativamente poco tiempo.

     Los registros de Farmacia en Castellar no arrojaron datos significativos. Tan sólo había anotadas siete prescripciones del medicamento y ninguna de ellas para Pilar Alvarado, ni nadie que tuviera relación con ella. A pesar de todo, Enrique decidió visitar las farmacias más próximas al domicilio de la difunta y, en especial, la de Bellogín, de la que parecía ser clienta habitual. Todo, en vano. Si acaso, una frecuencia llamativa en la adquisición de analgésicos, pero dentro de principios activos y concentraciones que ni siquiera precisaban de receta para expenderlos. Y, además, podía haberlos comprado para su madre…

     Extender la investigación a otros lugares de España era tanto como buscar una aguja en un pajar. No obstante, la alusión del profesor Del Arco a Madrid incitaba a indagar en la capital de España. Una llamada de ayuda a un compañero de promoción y obtuvo de él una respuesta abrumadora: en los últimos dos años, se habían extendido mil quinientas trece recetas con el medicamento de marras; y, dentro de la dudosa legibilidad y completitud de tales documentos, podía afirmarse que el nombre de Pilar Alvarado no estaba entre las pacientes.

     Tras la indagación farmacéutica, se imponía la médica. Pero aquí se topaba con el secreto profesional, inatacable de no contar con el indicio de la prescripción del medicamento mortífero. Enrique decidió sondear a su superior inmediato, el subcomisario Vidrián:

   -  ¡Alto, alto, amigo Enrique! Una cosa es curiosear de modo informal y otra llamar a un consultorio y pedir que nos desvelen las interioridades entre médico y paciente.

   -  Pero ¿cómo vamos a informar el caso como suicidio, si no sabemos el motivo?

   -  Hombre, el motivo sería la guinda del pastel, pero al juez –y a nosotros- nos basta con estar seguros de que se trata de un suicidio. ¿O es que tienes alguna duda a este respecto?

   -  No, desde luego, pero estoy hecho un lío sobre el tema del posible auxilio, es decir, quién y por qué facilitó a la Alvarado las pastillas.

   -  Eso es otra cosa y por ahí puedes seguir investigando unos días más. Lo de los motivos, déjalo de mi cuenta. Procuraré sonsacar un poco al médico de cabecera de la familia (que da la casualidad que es también el de mis suegros), pero te prohíbo que sigas la pista de galenos de Madrid u otros lugares.

   -  A la orden –ironizó Enrique-. Por lo menos, espero que usía me informe de lo que sonsaque en la forma acostumbrada. Y, seguidamente, esquivando el lanzamiento de un código penal Aranzadi con jurisprudencia, salió precipitada y jocosamente del despacho del jefe de la Criminal.

     Para concluir con el tema, y aunque rompamos el orden cronológico, dejemos constancia de que el sonsaque resultó infructuoso. El médico de la familia Alvarado, el viejo doctor Laguna, estaba al tanto de todo lo concerniente a la salud de doña Aurita y de su cuñado, pero apenas había tratado a Pilar de afecciones corrientes y leves, si bien –al decir del doctor- “había algo en esa chiquilla que a veces me hacía temer un desenlace así…, aunque resulta muy fácil hacer de adivino de desgracias cuando estas ya se han producido”. Al escuchar esas palabras de boca de Vidrián, pensó Enrique que, si él hubiera sido Pilar, tampoco se hubiera puesto en manos de un buen médico… de ochenta años de edad.

***

     El inspector Renovales tenía ya algunas manías. Una de ellas era la de consultar las hemerotecas, en busca de referencias sobre las personas investigadas. Se pasó, pues, por las oficinas de “El Noticiero” y charló con Medina, confidente y auxilio de la Policía en el centenario periódico.

   -  Si no me lo tomas en consideración –le confesó Medina-, te diré que el diario aceptaba con cierta asiduidad colaboraciones de la Alvarado, que firmaba con el seudónimo de Ulises, por aquello de su periplo. Eran artículos bastante densos, muy académicos, que Miguel ubicaba en la sección de “Opinión”. Nunca tuvo problemas con la censura, ni mayor notoriedad. Haciendo de cotilla, pienso que era una forma de ayudar económicamente a una notable escritora, maltratada por la guerra. En fin, ahí tienes la hemeroteca, si quieres consultar sus trabajos.

   -  No, gracias, me conformo con lo que me dices. Lo que sí querría examinar son las noticias referentes a la profesora, en particular, las del último año.

   -  De acuerdo. Vuelve mañana y te tendré localizado el material que te interesa.

   -  Gracias, tío. Te debo una caña con gambas en el Suizo.

     El trabajo de Medina, puntual como siempre, arrojó un resultado poco esperanzador: reseña de dos conferencias-lecturas, sobre Aldecoa y José Hierro; una necrológica de la madre, habitual gentileza del periódico para con sus empleados y colaboradores; y una comida-homenaje en el hotel Inglaterra de sus condiscípulos del Instituto Don Juan y de la Facultad, con motivo de la concesión a Pilar del premio de novela Ateneo de Castellar, por su obra Fuera del Paraíso, aún inédita cuando falleció. Esta última noticia, de tres meses atrás, venía ilustrada con una instantánea de amplio campo, en que apenas se identificaban algunas caras. Enrique solicitó una copia en gran formato y de la mejor calidad posible. Medina preguntó, socarrón:

   -  ¿Qué, vas a empapelar a alguien?

   -  Anda, habla con Cacho y tenedme el encargo para el viernes.

     Renovales se entretuvo la mañana del sábado, en unión de su padre y de una lupa, pasando revista e identificando a los comensales. Nada relevante: la gran mayoría era gente conocida en Castellar, o amas de casa y oficinistas sacados de su rutina por el afecto o la nostalgia. En medio de ellos, la profesora Alvarado lucía hermosa, con traje de chaqueta y amplia sonrisa. Recordando la alusión del catedrático Del Arco, Enrique orientó la lupa en busca de preseas. Efectivamente, grandes pendientes seguramente de oro, anillo con gema de tamaño espectacular y una pulsera tipo ajorca imitando una serpiente. ¡Qué pena que el carrete no hubiera sido para color!

     Enrique senior sugirió:

   -  ¿Quieres que lleve la foto al café, para tratar de identificar a alguien más?

   -  De ninguna manera, papá. Ya me daré una vuelta por el Inglaterra, a ver si conservan la lista de asistentes, o los camareros recuerdan algo interesante.

     Todo fue en vano. Bueno, no del todo. Nuestro policía metió la foto entre las páginas del tomo IX de la Summa Artis y, con cierta emoción, se prometió descubrir el misterio –mucho o poco- que encerraba aquella muerte. Nadie sabe cuánto de esa resolución pudo deberse a la serena belleza de la víctima, que empezaba a convertírsele en mujer.

***

     Renovales iba demorando intencionadamente la entrevista con Carlos Alvarado, el hermano de la finada y –como sabemos- abogado de renombre en Castellar. Por supuesto que no iba a asustarle la llamada de un policía y hasta es posible que lo despidiera con cajas destempladas, alegando que ya había prestado sucinta declaración en el juzgado. Enrique decidió, pues, ir de humilde y buscar algún pretexto para profundizar en el tema. Pero, para empezar, se presentó de rondón en el bufete de la calle Baja, llevando como obsequio una buena copia de la famosa foto del Inglaterra.

     Tras explicarle su cometido en el caso y algún avance, más o menos imaginario, en la investigación, aludió a su condición de universitario y entusiasta de la obra de Pilar, y le rogó toda la información posible sobre los motivos que su hermana hubiera podido tener para poner fin a su vida. Enrique se contemplaba a sí mismo, cada vez más emocionado según hablaba, pero el letrado era un hueso duro: reiterativo, expectante y un poco a la defensiva. Pero, de entrada, le aduló:

   -  No sabe lo que celebro que le hayan confiado a usted el asunto y conste, ante todo, que le agradezco toda la atención que está dedicando al caso. No obstante, creo haber declarado ya ante el juez todo cuanto sé y revolver el tema no hace sino entristecer a toda la familia, empezando por mí, como el pariente más próximo.

   -  Lo comprendo, don Carlos. No obstante, si pudiera recordar algo, o ampliar lo que tiene declarado… Si lo desea, puedo indicarle lo que me sería más útil; usted reflexiona y podemos quedar para otro momento.

   -  No, no es preciso. Volveré a insistir en lo que dije en su día. Nos extrañó que, en fechas tan señaladas de Semana Santa, nadie hubiera visto a Pili. La llamé varias veces por teléfono, sin resultado. Telefoneé a Pacita, una conocida nuestra que vive en el piso de abajo y me indicó que llevaba varios días sin verla y sin que hubiera el menor ruido en la casa. En fin, el martes de Pascua, 16 de abril, fui personalmente y llamé repetidas veces, sin que hubiera respuesta. Salió la vecina de enfrente y me comentó que había percibido un olor desagradable, aunque yo, la verdad, no lo capté. No obstante, aquello fue el detonante. Fui por un cerrajero; forzamos la puerta y encontramos a Pili sobre la cama, en su dormitorio, sin huellas de violencia ni de robo en la casa. El espectáculo era espantoso. Avisé al médico, que no quiso certificar muerte natural y, a partir de ahí, el forense y el juez se hicieron cargo del caso.

   -  ¿No tenía nadie llave de la casa, aparte de su hermana?

   -  No, que yo sepa. Ni siquiera el portero. Pili era muy celosa de su intimidad. Al menos, gracias a eso podemos estar seguros de que nadie pudo llevarse papeles u objetos, ni tocar nada, hasta que yo entré.

   -  No siga rememorando, señor Alvarado. Serían momentos terribles. Únicamente, si pudiera decirme algo sobre posibles motivos de su hermana para hacerlo…

   -  ¡Qué quiere que le diga! Cuando Pili volvió de Méjico, lo hizo pensando sobre todo en mi madre. Fue un poco exagerada, pensando que mi mujer y yo no podríamos hacernos cargo de la situación, debido a mis numerosas ocupaciones y a nuestra familia numerosa. Yo creo que, secretamente, ella tenía la intención de comprobar si tenía hueco en la España actual. Lo cierto es que la adaptación le fue muy difícil, empezando por sus relaciones con el resto de la familia. ¡Era tan seria y tan independiente! Menos mal que la acogieron en la Universidad, aunque en un puesto muy por debajo de sus merecimientos. En fin, le estoy aburriendo con cosas inútiles para usted y que probablemente ya conoce lo bastante.

   -  Se lo agradezco, pero sí que le rogaría que se centrase en el último año, por poner un límite aproximado. ¿Pudo haber algo que la desequilibrara o que rompiera su entereza?

   -  No se me ocurre nada, como no fuera la muerte de nuestra madre. Encerrada un poco en sí misma y cumplida la tarea que la había traído a Castellar, debió de sentirse marginada, no sé, un poco inútil. Pero eso habría justificado el retorno a Méjico, no el poner fin a su vida.

   -  ¿No podría tener algún problema grave, sentimental o de salud, por ejemplo?

   -  No lo creo, aunque he de reconocer que no manteníamos una relación muy fluida. Desde luego, algo muy gordo tuvo que ser porque Pili no era persona que se amilanara así como así. Hasta he llegado a pensar si no sufriría un error de dosis o de medicamento…, o quizás un malentendido sobre los efectos del fármaco, si es que hubiera empezado a tomarlo poco antes.

   -  Ahí está la pega, que no hemos dado con el médico, ni con el motivo de prescribir un específico de tan peligrosa sobredosis.

   -  ¿Ha hablado usted con el doctor Laguna? Si no fue él, pudo haberla derivado a otro colega más actualizado.

   -  En efecto, ya hemos indagado por ese lado, pero el viejo doctor no sabe nada, o no quiere revelarlo.

   -  Pues poco más puedo decirle, señor Renovales. Le doy las gracias por la fotografía y por su interés, y le ruego que me informe, si llega a saber algo relevante.

   -  Descuide, usted será el segundo en saberlo; tras el juez, por supuesto.

Enrique, a lo que se ve, salió de la entrevista, no sólo indemne, sino considerado. No obstante, conforme tomaba inconscientemente el camino de la Universidad, se iba percatando de lo poquísimo que había sacado en claro de don Carlos. ¿Era eso lógico, por muy alejado que estuviese de su hermana? ¿Qué ocultaba y por qué? El policía se encogió de hombros. Bastante tenía con indagar acerca del motivo y la posible participación en el suicidio, como para pararse a analizar las relaciones entre los Alvarado.



Se hace la luz


     Ante los toques de atención de Vidrián, estaba Enrique a punto de tirar la toalla, cuando estalló la feliz casualidad. Hacía un día autenticamente primaveral. Se le ocurrió que sería una buena idea ir a comer a La Goya, el pimpante merendero junto al río. Le sirvió un camarero de la época de la fundación del negocio, que lo conocía de chaval. Por broma o por cortesía, el chaquetilla le dijo:

   -  ¡Cuánto bueno por aquí! A ver si vuelven los viejos tiempos.

   -  Gracias, Paco. Ya ves, a por una cazuela de cangrejos como Dios manda.

   -  Qué casualidad. Precisamente eso mismo pidió la pobre Pili cuando estuvo aquí, unos días antes de morir; bueno, o de aparecer muerta.

Enrique dio un respingo. Apalabró una cita con el camarero para cuando acabara su trabajo. A eso de las siete de la tarde, en torno a café y copa en el Moka, Paco contó:

   -  Fue el jueves santo próximo pasado. Pilar Alcántara y un caballero, más o menos de su quinta, habían entrado en el restaurante para comer, a eso de las dos y media. Seguro que era Pili: la había conocido de mocita y vivía ahora en el Portugalete, no lejos de él. ¿El acompañante? Moreno, estatura y complexión medianas, de traje y corbata. Creía recordar que habían llegado en un Seat grande, matrícula de Burgos. Pidieron gazpacho, cangrejos y natillas caseras: él les había servido. Ella comía poco y hablaba mucho; él se afanaba más en comer y escuchar. No tenía ni idea de la conversación, pues tenía bastantes mesas que atender y había una partida muy interesante de tabas en el patio. Pagó el señor y se marcharon alrededor de las cuatro, en el coche, naturalmente. Al salir, saludaron a un matrimonio mayor que parecía conocer mucho a la profesora. ¡Quita, ahora que me acuerdo, ella se lo presentó! Sí, sí, el nombre era Fernando. El caso es que el matrimonio hizo como si lo conociera de oídas, o algo así. ¿Qué quiénes eran la pareja mayor? Hombre, no creo que deba decírtelo, pues son clientes de la casa. En fin, si te empeñas y no dices que te lo he dicho yo… Eran los señores de Malvar; viven junto al Casino.

     Celestino Malvar era un empleado de banca retirado, que recibió la visita del policía de mala gana y con gruñidos. En cambio, su mujer, doña Queti, respondió a todas sus preguntas educada y detalladamente. Total, a estas alturas no hay nada que ocultar, decía. Pues bien, el caballero que acompañaba a Pili era Fernando Lafuente, estudiante de medicina antes de la guerra y primer novio conocido de la profesora. Hizo la campaña en Sanidad militar y… “perdone, no creo que le interesen mis historias”. La señora de Malvar lo había perdido de vista durante más de veinte años; así que no era raro que no lo hubiese reconocido a primera vista en La Goya. Pili no les había dicho dónde ejercía el galeno, pero sí se dio cuenta de que ella parecía contenta y él, aunque correcto, no tenía muchas ganas de hablar ni de detenerse. Bueno, fueron tres o cuatro minutos, pues no quisieron sentarse. Por un momento, doña Queti echó a volar la imaginación treinta años atrás y se le figuró algo romántico, un reencuentro sentimental o algo así. Después de todo, Pili estaba libre. Recordaba que se había fijado en las manos de él y comprobó que llevaba alianza. “En fin, hijo, figuraciones mías, que los viejos ya tenemos poco en que pensar”.

     Enrique se despidió ceremoniosamente y, al cerrarse la puerta, no siguió bajando la escalera. Estuvo a punto de echarse a reír cuando oyó la ronca voz de don Celestino, que reñía a su locuaz esposa, llamándola cotorra y Corín Tellado.

***

     En uno de sus fructíferos duermevelas –como los denominaba su padre- Enrique dio en el nombre de Pacita, la vecina de confianza aludida por Carlos Alvarado. Viviendo en el piso de abajo y teniendo interés por Pilar, tal vez supiera algo útil o, cuando menos, orientativo. Así que, mientras localizaba y acordaba una entrevista con Fernando Lafuente, el novio reaparecido, se pasó por el domicilio de la tal vecina, en plan de charla distendida e informal.

     Nunca lo hubiera hecho. Doña Pacita, anciana de genio vivo y malos modos, estuvo a punto de cerrarle la puerta en sus narices y, cuando al fin pudo Enrique presentarle las credenciales de su empleo, la tal señora no le dejó pasar del umbral, de pie y con la puerta de la calle permanentemente abierta. Para más inri, se escudó en una sordera, sin duda de conveniencia, para asegurarle que no había oído –ni visto- nada entre el jueves santo y el día que descubrieron el cadáver. Nuestro policía trató de conmoverla, recordando rasgos y hechos de Pilar y hasta haciéndole alguna confidencia, en plan cómplice. Ni por esas. Tampoco sirvió de nada el recurso a la amistad, pues resultó que otros miembros de la familia le eran gratos, pero Pilar no había sido santo de su devoción: “era muy suya y hasta una vez la oí llamarme bruja cotilla”. Enrique decidió meter una cuña por esa hendidura:

   -  Entonces, si con usted era tan desconsiderada, ¿con qué otras vecinas se llevaba bien?

   -  Pregunte a Rafi, la vecina de enfrente suyo. Esa sí que es una deslenguada y no dudará en perder el tiempo charlando con usted.

   -  De acuerdo, y puede estar usted tranquila señora: desde luego, no es usted cotilla…, ni tampoco sorda. De lo de bruja –musitó, tomando la escalera del piso superior- no me cabe la menor duda.

     En la planta de más arriba reinaba muy otro clima. Rafi resultó ser una señora de edad similar a la que tenía Pilar, simpática pero prudente. Hizo pasar a Enrique a una salita limpia como una patena, con vitrinas cuajadas de adornos de plata y figuritas de porcelana. Mesas, repisas y veladores acogían un par de decenas de fotografías artísticamente enmarcadas. Las paredes parecían un museo, por la cantidad de óleos y dibujos a carboncillo que de ellas pendían. Renovales hizo elogiosos comentarios de lo acogedor y bello del ambiente, que a la señora de la casa le llegaron al alma. Pero aún faltaba por aparecer el ornato más precioso, Raquel, hija veinteañera de doña Rafi, que hizo las delicias de nuestro policía, por su atractivo y, sobre todo, por la locuacidad.

     Ante el riesgo de perder la mañana con chismes y detalles sin cuento, Enrique fue al grano. No dudaba de que las dos mujeres le dirían todo cuanto supieran y que podían tener buenas fuentes de información, a juzgar por el retrato dedicado de Pilar que presidía uno de los veladores. Así que abrevió:

   -  Verán ustedes, sin perjuicio de que podamos tomarles alguna declaración más adelante, de lo que se trata ahora es de que me den cuanta información posean sobre un par de cosas que son de gran importancia para desvelar cuanto haya de misterio en la muerte de Pilar.

   -  ¿Misterio?, preguntó Rafi. Yo creía que estaba claro lo del suicidio.

   -  Por supuesto, replicó Enrique. Pero, ¿por qué suicidarse una mujer como ella, que era todavía joven y encantadora?

   -  Ahí le doy toda la razón, puntualizó Raquel. Era muy atenta como vecina y, según mis amigas de Letras, una profesora excelente.

   -  ¿No sería algún problema de salud? –prosiguió Enrique-. No sé, una depresión…

   -  No daba esa impresión, respondió Rafi, si bien llevaba poco en esta casa. Ya sabrá usted que no se mudó aquí hasta que murió su madre. Fue entonces cuando buscó una casa pequeña y moderna, cercana a la Universidad.

   -  Entonces, si no parece que tuviera problemas de salud, ¿qué decir? ¿Sentimentales, tal vez?

      Las dos mujeres se echaron a reír, más por la sorpresa que les produjo la franqueza de Enrique, que por lo descabellado de la sugerencia. Luego, doña Rafi tomó la voz cantante y dijo con cierta solemnidad:

   -  Señor policía, Pilar era muy recatada en sus cosas y, desde luego, si tenía relaciones, o si traía hombres a su casa, es cosa que no teníamos por qué saber, ni se lo íbamos a contar a usted, siendo ella nuestra amiga y estando muerta. Pero lo de la noche del jueves santo es otra cosa, porque puede ser de interés para ustedes. De hecho, hemos estado a punto de tomar la iniciativa e ir a decírselo al juez.

     Enrique se quedó de piedra. Abrió el bloc y no dejó de tomar notas mientras, alternativamente, Rafi y su hija iban precisando el episodio al que se referían. Esquemáticamente, la cosa fue así:

     Al volver de los oficios religiosos, madre e hija decidieron cenar pronto para ir a ver la procesión del Prendimiento, de cuya hermandad era cofrade don Matías, el esposo de Rafi. Al volver a casa, a eso de las once menos cuarto, entraron casualmente en el portal casi a continuación de Pilar y de un señor que la acompañaba. La pareja pareció un tanto cortada pero, poniendo al mal tiempo buena cara, saludaron amistosamente y subieron todos juntos en el ascensor, charlando de la procesión y de que casi se suspende por la lluvia. El caballero hizo algún comentario elogioso sobre el paso de la Oración en el Huerto, que evidenciaba un buen conocimiento del mismo. Finalmente, se despidieron en el común descansillo y cada pareja entró en su respectivo piso. Y eso fue todo. Ningún ruido durante la noche e imposibilidad ulterior de cualquier comentario, dado que no volvieron a ver con vida a Pilar. Días después, doña Rafi –que tenía un olfato de sabueso- empezó a percibir algo desagradable en el rellano, cosa que comentó al hermano de Pilar, cuando este llamó a interesarse por ella.

   -  ¿Y el caballero del jueves santo?, preguntó Enrique. ¿No le oyeron marchar?

   -  Hasta la una seguro que no se fue, sonrió Raquel, pues quedamos tan sorprendidas que, hasta irnos a la cama, estuvimos a cada rato pegando la oreja a la puerta y mirando por la mirilla. El portero tampoco vio a nadie, y eso que anda por el portal desde la ocho de la mañana. Para mí que se marchó de madrugada y, por supuesto, con mucho sigilo.

   -  ¿Y cómo era el caballero en cuestión?

     Aquí madre e hija dieron una descripción tan completa, que permitía hacer un retrato-robot casi perfecto. En todo caso, lo bastante para compararlo con Fernando Lafuente, cuando Enrique se lo echara a la cara. Y, desde luego, suficiente para poderse jugar el sueldo del mes a que el acompañante de La Goya y el de la casa del Portugalete eran la misma persona.

     Antes de despedirse, ya de pie, Enrique tomó en sus manos el retrato de Pilar. Memorizó su indumentaria y leyó la dedicatoria, sentenciosa y clara: ¿Quién es tu hermano? Tu vecino más cercano. Con cariño, Pili. Al fondo, la catedral de México. En la muñeca diestra, la ajorca en forma de serpiente. ¡Dios mío, qué ojos y qué sonrisa!

   -  ¿De cuándo es esta foto?, preguntó a las mujeres.

   -  Puede que tuviera ya unos años, pero nos la obsequió en febrero pasado, cuando Raquel tuvo la idea de comprarle un gran ramo de flores al saberla ganadora del premio Ateneo.



El sospechoso


     Si había tenido un golpe de suerte, luego todo se fue torciendo, entre las influencias y la precipitación. Resultó que el doctor Lafuente no era un médico corriente, sino un comandante de sanidad militar, traumatólogo en el Hospital “General Yagüe” de Burgos. Y, claro, no era lo mismo en aquel entonces apretar las clavijas a un paisano, por muy galeno que fuera, que a un uniformado con estrella de ocho puntas. Para empezar, no habría más remedio que trasladarse a la ciudad del Cid y entrevistarse en campo ajeno, previo aviso al sospechoso y a los propios compañeros burgaleses.

     Y, de otra parte, las prisas. Cuando le expuso los avances y le pidió permiso para viajar a Burgos, Vidrián torció el gesto:

   -  Me parece que estás llevando la investigación demasiado lejos. No veo más que sospechas y un romance de personas talluditas. Además, está el hecho de que el galán sea un jefe militar y seguramente casado. Te voy a autorizar, ya que te lo has tomado tan a pecho, pero no te pases ni un tanto así.

   -  Caramba, señor subcomisario, cualquiera diría que soy un novato o que estoy olisqueando secretos de estado.

   -  Enrique, que empiezo a conocerte. Ve con mucho tiento y, en una semana, quiero sobre mi mesa el atestado e informe para el señor juez. Y, como pase de diez folios, te hago comer el resto.

   -  Eres muy capaz. Iré comprando un antiácido, por si acaso.

     El comandante médico Fernando Lafuente coincidía punto por punto con las descripciones que le habían hecho de él. Embutido en una bata que le quedaba pequeña, de estatura y corpulencia medias y protegidos los ojos por unas sospechosas gafas oscuras, no parecía gran cosa. Pero sus gestos eran amables y su voz, acariciadora. Hablaba de forma escueta y precisa, como los de su profesión acostumbran. Al principio, actuó de forma abierta y contenida, aun trasluciendo cierta perplejidad por la entrevista:

     En efecto, conocí a Pilar Alvarado antes de la guerra y la vi una vez poco antes de su trágica muerte, pero no sé cómo pueda ayudarle. No me quedó claro por teléfono el motivo de su visita.

   -  Señor Lafuente, usted y yo queremos sinceramente llegar hasta el fondo de este suceso, hasta ahora, incomprensible y absurdo: usted, por cariño y yo, por admiración y respeto. ¿Le parece que le entre con total sinceridad?

   -  Por supuesto –el doctor se quitó las gafas, en ademán casi automático, y sus ojos revelaban gran interés-.

   -  Correcto. Le voy a poner al corriente de lo que sabemos y le concierne. Primero, usted fue novio de Pilar cuando estudiante, y no meramente amigo. Segundo, estuvo en Castellar con ella el jueves santo, probablemente el día inmediato anterior a su muerte. Tercero, pasaron juntos en su casa toda o parte de la noche del jueves al viernes santo. Y cuarto, usted se marchó de madrugada y no ha tenido hasta ahora el rasgo de informar a la Policía o al juzgado de todas estas cosas, aun sabiendo que se seguía casi a ciegas una investigación oficial.

     El silencio era de esos que dicen se pueden cortar. Lafuente, mudo y estupefacto, parecía esperar una ayuda o una orden para dar una contestación. Enrique optó por suavizar la perorata, sin darle tiempo de construir mentalmente una explicación defensiva.

   -  Doctor, yo comprendo sus limitaciones familiares y profesionales: es usted casado y tiene una posición notable. No se trata, por mi parte, de impartir lecciones de moral ni de provocar un escándalo, pero tendrá que darme, a cambio, toda la información que posea acerca de dos puntos esenciales, para que podamos resolver y cerrar este caso.

   -  Diga usted –Lafuente susurraba, entre aliviado y abatido-. Le responderé sinceramente.

   -  El primer punto es el de los motivos del suicidio. ¿Qué le dijo Pilar al respecto?

   -  Nada. Nada en absoluto. Cuando me enteré por los periódicos, me quedé helado. ¡Dios mío, si estaba llena de vida y parecía tan activa!

   -  Pues entonces va a tener que explicarme el sentido de su cita y todo lo que hablasen relacionado con los propósitos de su amiga.

   -  Con toda claridad. El lunes santo recibí una llamada aquí en el hospital, a eso de las nueve y media de la mañana (puede confirmarlo, si quiere, porque tuvieron que localizarme en la cafetería, donde estaba desayunando, tras un día de guardia). Era Pili, a quien no había visto, ni había hablado con ella, desde el treinta y seis. Me dijo que, fallecida su madre y no habiendo encontrado su sitio en España, regresaba definitivamente a Méjico, de donde probablemente no volvería más. Comentó que estaba despidiéndose de todos sus amigos y colegas, y que quería hacerlo también de mí, de quien “aunque no te lo parezca por mi silencio, guardo un recuerdo imborrable”. En fin, quedamos citados para el jueves santo, festivo para ambos, y eso fue todo.

   -  Bueno, no todo, porque pasaron juntos casi veinticuatro horas…

   -  Tiene usted razón. Llegué a Castellar a eso del mediodía y, aunque no era lo previsto, nos despedimos hacia las seis de la mañana del día siguiente. Pero insisto en que, una vez roto el hielo, Pili estuvo encantadora y nada me hizo sospechar que su despedida tuviese otras connotaciones que las alegadas por ella.

   -  ¿No aludió a alguna enfermedad o trastorno, físico o mental? Usted es médico… No sé, o a algo que la inquietase sobremanera.

   -  Nada de nada. Recuerdos, panorámicas del presente y hasta proyectos de futuro. Sólo hubo un par de asuntos en los que insistió más allá de lo que yo consideraba razonable y de mi agrado. Me refiero a nuestras relaciones –y distanciamiento- en el pasado y a lo cochinamente que se había portado el hermano con su madre y con ella: ya sabe, temas de diferencias políticas, herencias y demás. Yo traté de llevar la conversación hacia nosotros y al presente, y finalmente tuve éxito. Pasamos un día delicioso.

   -  ¡Un día y una noche, por lo que yo sé!

   -  Señor inspector –Lafuente hablaba muy en serio, aunque con la sonrisa a flor de labios-, me ha prometido ser prudente. Desde luego, yo voy a ser cauto en estos extremos. Sólo quien esté en la piel de los amantes separados y rotos por la guerra puede juzgar de estas cosas.

***

     Enrique decidió hacer un alto, para tomar algunas notas de la conversación y conceder un reposo al doctor, que sudaba copiosamente y había tenido que despachar de mala manera una visita y dos llamadas telefónicas. Haciendo de policía bueno, condescendió:

   -  ¿Le parece que nos concedamos unos minutos antes de seguir con el segundo punto de interés? Permítame recoger por escrito lo esencial que me ha contado y usted puede atender algún tema urgente. ¿Quiere que salga de su despacho?

   -  ¡Oh, no!, no es preciso. Voy a ver, con su permiso, a un par de pacientes graves y luego, si quiere, tomamos un café y seguimos.

   -  ¡Café! ¿No preferiría una tila o una valeriana?, bromeó atrevidamente Enrique.

     Le respondió una sonora carcajada. “Este Fernando tiene temple y me cae bastante bien”, pensó Enrique, mientras sacaba del bolsillo de la chaqueta su conocido mini-bloc.

     Casi una hora más tarde, Renovales y Lafuente regresaban al despacho de este, dispuestos a abordar la cuestión que había quedado en el tintero:

   -  Bien, vamos con ello. Ya sabe usted que Pilar murió de una sobredosis de un medicamento de tipo somnífero o antidepresivo…

   -  Lo sé y conozco el nombre del casi seguro específico letal.

   -  ¿Y eso? No creo que se haya publicado, ni yo se lo he dicho.

   -  No hacía falta. Lo vi en el cuarto de baño de Pili, la noche que estuvimos juntos.

   -  ¡Demonios! Y, habiéndolo visto, ¿no le llamó la atención, ni sospechó nada?

   -  Lo cierto es que mi especialidad es la traumatología y no se trata –como sin duda usted sabe- de un específico corriente. Me sonaba, pero nada más.

   -  Y, si le sonaba, ¿no echó un vistazo al prospecto?

   -  Creo recordar que el frasco estaba sobre la repisa, sin caja ni folleto –Lafuente empezaba a incomodarse-.

   -  ¿Y no le comentó nada a Pilar? Decía usted que ella parecía fresca como una rosa.

   -  Pues no señor. Yo estaba allí como amigo, no como médico ni como guardián. Pili era muy suya y lo estábamos pasando muy bien juntos. ¿Le parece el mejor momento para una anamnesis?

   -  Voy a serle franco, doctor Lafuente. Tengo la razonable sospecha de que pudiera haber sido usted quien –seguramente, sin mala intención- le facilitó las pastillas.

   -  ¡Pero a qué ton…! –Lafuente estaba congestionado y balbuceaba de ira-. No la había visto en casi treinta años; quedo citado con ella para despedirla, y no voy a tener otra cosa mejor que hacer que recetarle un medicamento para que duerma y no se deprima.

   -  Recetarle… o entregarle. Ella pudo confesarle algo de sus probables síntomas psíquicos y usted llevarle desde Burgos un envase de este medicamento, tan nuevo y tan caro.

   -  Le repito que nada sucedió así y que no es de mi especialidad.

   -  Vamos, doctor, de su especialidad o no, seguro que hay existencias de él en la farmacia del hospital. Vamos: ¿hay o no hay?... ¿hay o no hay?

   -  ¡Hay, maldita sea, hay! Cuando regresé del viaje, me pasé por la farmacia, lo vi y leí el prospecto. No sé si era de otra concentración, porque el color de la etiqueta del frasco era diferente. Pero la verdad es que me preocupé y, en parte como pretexto para llamarla, telefoneé a Pili para preguntar por su estado. Como es natural, nadie me contestó.

   -  ¿No cree, doctor, que esa preocupación, tan oportuna como tardía, pudo haberla tenido el viernes santo y haber tratado de impedir la crucifixión de su amada?

   -  Hemos acabado, señor policía. No creí que pudiera ser tan cruel. Haga lo que quiera: denúncieme o écheme a los perros. Pero le juro que yo no le di el medicamento ni imaginé en su momento el terrible desenlace. En él ya llevo mi pena; allá usted si extiende el dolor a otras personas, pero, desde luego, aténgase a las consecuencias.

   -  ¿Las consecuencias? –Enrique, ya casi camino de la puerta, se volvió desafiante-. No me estará amenazando en acto de servicio.

   -  Este asunto se nos está yendo de las manos –fue lo único que acertó a decir el airado doctor, batiéndose dignamente en retirada-.


El fiasco


     Las consecuencias de la tensa entrevista burgalesa son fáciles de deducir, conociendo la forma de ser de Enrique. Sin encomendarse a nadie, redactó el atestado correspondiente y, so pretexto del requerimiento judicial de pronta entrega, le hizo llegar el informe final al secretario, como anticipo del texto extenso y definitivo. Luego, pasó el borrador completo a Vidrián, que tenía que darle el visto bueno y remitirlo oficialmente. El subcomisario volvió a la carga:

   -  Mira, Enrique, que las sospechas parecen bien fundadas pero, a fin de cuentas, sólo son indicios y podemos dar un patinazo de imprevisibles consecuencias.

   -  Lo siento, pero todo está bien documentado y no estoy dispuesto a retirar ni una coma. A fin de cuentas, el juez ya está instruyendo: que sea él quien ate todos los cabos y resuelva.

   -  Desde luego, pero no es un asunto corriente, ni por la víctima, ni por el inculpado. Si metemos al juez en un berenjenal, nos va a tirar de las orejas y con razón. Anda, ¿por qué no te lo piensas hasta mañana?

   -  Tú mismo me dijiste que corría mucha prisa. Además, me encontré ayer con el secretario del juzgado, me apretó y yo le adelanté las conclusiones. A estas horas, el juez ya debe de estar informado.

   -  Pero Renovales, ¿estás loco? Con anticipos al juzgado y a espaldas mías…

Perdona, Vidrián. Asumo toda la responsabilidad, aunque me vuele la cabeza.

   -  Eso no lo dudes. Bueno es Meléndez cuando se comete un error notorio. En fin, a lo hecho, pecho, pero no dudes de que estoy más que arrepentido de haberte confiado el caso. La has liado buena.

     En efecto, Enrique la lió. El juez instructor abrió sumario por auxilio e inducción al suicidio y tomó declaración como sospechoso al doctor Fernando Lafuente. Al ser militar y enviarle la citación por conducto oficial, el hecho llegó a general conocimiento en Burgos, tanto más, cuanto que la competencia para conocer del caso podría debatirse, habida cuenta de que el mortífero específico parecía sustraído por Lafuente de la farmacia militar. En fin, durante unos meses el asunto y los rumores fueron y vinieron, entre Burgos y Castellar, en medio de los sufrimientos que Lafuente había previsto. Tampoco la cosa estaba cómoda para Enrique, entre la hosquedad de sus jefes y las pullas de sus iguales. Un día, se encontró por los pasillos con el Jefe Superior, Meléndez:

   -  ¡Ay, filósofo mío, vaya follón que has montado!

   -  Pero, Jefe, parece que tengo razón. El juez está a punto de procesar al médico, según me han comentado.

   -  Más te vale, y aún así. Cuando todo esto acabe, vamos a hablar tú y yo. Con tu cultura y tus idiomas, podrías ser más útil en extranjería y pasaportes.

   -  O en la Social, entre los estudiantes –Enrique era a veces muy irónico-.

   -  Tiempo al tiempo, inspector, tiempo al tiempo.

El auto de procesamiento nunca llegó a dictarse y no por duda razonable, ni por irrazonables influencias. Varios meses después de haber sido solicitados, llegaron los resultados analíticos del Instituto Nacional de Toxicología. Los de vísceras no dejaban lugar a dudas y corroboraban en todo el fallecimiento por intoxicación con el principio activo del medicamento en cuestión. Pero la sorpresa vino del examen del frasco recogido en el domicilio de Pilar y de las pastillas que en él habían quedado. Pero dejemos hablar a los expertos:

     "Por las características del envase y su etiqueta, así como por la forma de los comprimidos y la naturaleza del excipiente, puede llegarse a la conclusión de que no procede de una partida comercializada en España, sino que se trata de la presentación del medicamento en el mercado centroamericano, tal y como es fabricado por los Laboratorios Aztecas, S.A. de los Estados Unidos Mexicanos."

     Así que, después de todo, había sido la propia profesora Alvarado quien había adquirido el veneno, sabe Dios con qué objeto, cuando viajó a Méjico las pasadas navidades.

     Ni que decir tiene que el sumario fue archivado y que a Enrique estuvieron a punto de archivarlo, expresión que, como todo el mundo sabe, en Méjico significa meter a alguien en la cárcel.



Segunda parte: Con la ayuda de amigos


El narrador entra en liza


     Permitan que me presente. Me llamo David Torres y soy catedrático de Derecho penal y abogado en ejercicio. Pero, en aquellos lejanos días del otoño de 1963, era poco más que un jovenzuelo manchego, llegado dos años antes a Castellar en pos de mi maestro, el profesor De Vega. En mayo de dicho año había leído mi tesis doctoral, primer paso sólido en una carrera de fondo, en la que me mantenían la ilusión y unas cochinas pesetas como becario y auxiliar de clases prácticas. Menos mal que me había abierto sus puertas el colegio mayor Menéndez y Pelayo (el Menéndez) y, entre él y la Facultad, pasaba la mayor parte de mi tiempo. Ahora que pienso, Derecho y Filosofía compartían el mismo edificio: ¡quién sabe si me cruzaría alguna vez con la profesora Alvarado! Claro que, con tan gran diferencia de edad, ni ella ni yo hubiéramos tenido el menor interés en conocernos.

     Y eso que yo nunca he sido un forofo del corte generacional, como van a ver ustedes acto seguido. Es más, mirando hacia atrás sin ira, constato que de joven tenía mucho en común con los mayores, y de mayor me siento más cercano, no diré a los jóvenes, pero sí a los que no creen tenerlo todo sabido y hecho. En fin, cosas que no sé por qué se me ocurre exponer ahora.

     Lo cierto es que el segundo del profesor de Vega, el profesor adjunto y abogado Bernesga, debió de sentir afecto hacia mí y compasión por mi parsimonia y me dijo un día, al acabar las clases matinales:

   -  David, ¿por qué no te pasas alguna sobremesa por el España y tomas café con nosotros? Hay gente muy interesante y de las edades más diversas.

   -  Pues, no sé qué decir. No tengo costumbre.

   -  Ni lo dudes. Olvídate de la televisión y de la siesta, tan funestas para la juventud, y vente esta misma tarde. La charla es variada y generalmente interesante. Luego, si no te van el dominó ni la baraja, te retiras, como hago yo, y en paz.

   -  De acuerdo. Probaré.

     De aquello había pasado ya un año y –nunca lo hubiera creído- me convertí en un asiduo de la tertulia. No sólo esta resultaba muy informativa para un joven forastero como yo, sino lo suficientemente libre como para tener que mirar a veces de reojo, por si había cierto tipo de gente en las mesas contiguas. Por otra parte, siempre he sido muy dado a valorar los ambientes y el del España me atraía. Típico café de principios de siglo (del XX, por supuesto), en plena Plaza Mayor, me encantaban sus mesas marmóreas de brillante bastidor modernista; los mullidos divanes, que me recordaban los asientos de primera de los trenes; sus arcos diafragma, mixtilíneos y pesantes sobre airosas columnas de hierro forjado; la barra, infinitas veces reflejada en espejos afrontados; las paredes revestidas de vetusto papel pintado, cuyos dibujos interpretaba caprichosamente como rostros salidos del más fantástico animalario; y, por encima de todo, el espléndido reloj de ojo de buey, exacto como el paso de la vida misma, que parecía presidirlo y ordenarlo todo, desde su elevada tribuna.

     Entre los contertulios, se hallaba nuestro conocido Enrique senior, padre del policía ilustrado, técnico del Servicio Nacional del Trigo. Bastantes tardes había de faltar a la reunión, si bien el día antes invariablemente se justificaba:

   -  Mañana no vengo. La sangre del campo castellano me demanda.

Y así, dos o tres veces al mes, recorriendo en su seiscientos aldeas y caminos por toda la provincia, en particular, cuando las mieses doraban la tierra bajo un sol de justicia, “de la única justicia que la gleba castellana recibe”.

     Un día del mes de mayo anterior, don Enrique me invitó a acompañarle. En su itinerario había dos pueblos (de cuyo nombre prefiero no acordarme) de interesantísimas iglesias mozárabes. Acepté y pasamos una tarde muy grata, volviendo de la excursión con el germen de la amistad. Desde la distancia, ahora intuyo que el caso Alvarado pudo tener algo que ver en la invitación pues, aunque pipiolo, no dejaba yo de ser un alevín de penalista, que precisamente leía la tesis sobre el tratamiento punitivo del suicidio en los ordenamientos iberoamericanos. Pero el verano se echó pronto encima y yo tomé el camino de Friburgo de Brisgovia, para la inevitable estancia veraniega en Alemania. Así que hubo que esperar a octubre para que don Enrique y yo nos convirtiéramos en cómplices. Y, para entonces, es obvio que había sucedido cuanto he dejado escrito en la primera parte de este relato. Todo eso y el anunciado palmetazo a su hijo por el fiasco que había protagonizado: una comisión de servicio indefinida en Algeciras, lo que se consideró en su momento una tragedia familiar pero de la que, a lo que me consta, volvió casado con una simpatiquísima gaditana. Y es que Dios aprieta, pero no ahoga.

***

     En vísperas del Pilar –precisamente del Pilar-, don Enrique se levantó cuando yo me despedía del grupo e insistió en acompañarme. La verdad es que se trataba de un pretexto. Me cogió del brazo y casi me arrastró hasta una cafetería próxima. Tenía ganas de hablar y, de estas cosas que a veces pasan, yo me imaginé el tema:

   -  David, tengo que pedirte un favor muy grande y no sé por dónde empezar.

   -  Adelante, don Enrique, diga lo que sea y yo le responderé lo mejor posible.

   -  Se trata de mi hijo. Es un cabezota de tomo y lomo, que parece no haber tenido bastante con el destierro que le han impuesto. ¿Querrás creer que pretende que siga yo adelante con la investigación de la profesora Alvarado, con la ayuda de quienes puedan apoyarme?

     La cosa era sencilla de exponer, aunque nada fácil de implementar. El policía ilustrado quería concluir su encuesta con la ayuda de amigos, ya que él estaba lejos de Castellar y le iba la cabeza en el intento de volver a las andadas. Por propia iniciativa, o a petición de su hijo, don Enrique dirigiría las operaciones y tendría en sus manos cuanta información había acopiado nuestro policía. Y, para moverse en el proscenio, habían pensado en mí, como especialista en suicidios; ¡y en Fernando Lafuente!, al que consideraban recuperable, para intervenir en los temas médicos, debido al cariño que sin duda había tenido por Pilar… y al deseo de llegar al fondo de lo que, ya inexorablemente, había torcido su vida.

     Don Enrique insistió e insistió, minimizando dificultades y ponderando el valor del éxito. El hombre se lo tenía bien estudiado. Mi papel consistiría, en principio, en servir de intermediario con Fernando y en examinar a fondo el expediente preparado por Enrique, tratando de coger en falta al letrado don Carlos, a quien consideraban el genio malo del asunto. Yo era tímido y curioso, una mezcla muy peligrosa en aquella situación. Así que acabé por aceptar la primera parte del encargo, con la secreta esperanza de que no hubiera que pasar a la segunda:

   -  Vale, tráigame todo el informe sobre el caso y yo lo estudiaré con esmero. Luego, cuando y como decidamos, trataré de que me reciba el doctor Lafuente. Lo de Alvarado es mucho más peliagudo pero, en fin, intentaremos dar con su punto flaco.

   -  Gracias, hijo, no sabes el favor que me haces. A ver si se hace justicia en este caso y podemos traer a Enrique de vuelta a Castellar.

   -  Lo dudo mucho, pero por algo se empieza. Espero el dossier, que estudiaré a ratos perdidos, pues con el encargo para este curso de clases teóricas voy a estar muy liado. Ya iremos viendo.

   -  Gracias otra vez. ¡Ah! y chitón, por ahora. Más adelante, tal vez convenga consultar con Bernesga, que es todo un cerebro y un excelente abogado.

     Nos despedimos. Mientras me encaminaba al Menéndez iba ya arrepintiéndome de mi aceptación a medias, que olía a un sí incondicional. Sobre todo, me rondaba una idea por la cabeza: Si Bernesga tenía tan buen cerebro y mucha más experiencia que yo, ¿a qué escogerme a mí? ¿O es que estaba siendo plato de segunda mesa? En fin, a lo mejor se volvían atrás o tardaban una eternidad en preparar el completo informe del caso.

     Vana esperanza. Una semana después, don Enrique me entregaba a escondidas en el España un sobre de color sepia, tamaño folio, con abultado contenido. Era el asunto Pilar Alvarado o, dicho de otro modo, cuanto sobre el mismo ha quedado expuesto en las páginas precedentes. Así que ya saben ustedes la causa de mi ciencia y conocen sobre el tema tanto o más que yo cuando me metí en el fregado que les contaré seguidamente, si es que deciden acompañarme.



El doctor se viene a razones


     Estuve pensando un par de días como abordar al doctor Lafuente, creyendo que no estaría muy dispuesto a recordar tristes vicisitudes. Por fin, se me ocurrió escribirle con el pretexto –cierto sólo en parte- de que yo era un reciente doctor sobre temas legales de suicidio, decidido a ampliar mi investigación con un recopilatorio de casos reales, entre los que no podía faltar el de Pilar Alvarado, al ir a publicarse bajo los auspicios de la Universidad de Castellar. Envié la carta y crucé los dedos.
Me llevé una gratísima sorpresa cuando, a vuelta de correo, recibí de Fernando esta escueta misiva:

     "Estimado doctor Torres: A lo que se ve, tenemos intereses comunes. Tendré mucho gusto en recibirle en mi despacho del hospital “General Yagüe” en la tarde del próximo miércoles, 6 de noviembre. Adjunto mi número de teléfono, por si tuviese algún inconveniente con la fecha de la cita."

Contacté inmediatamente con don Enrique, que recibió alborozado la buena nueva y en seguida se ofreció:

   -  Nada de transporte público. Te llevo yo en mi coche.

   -  Pero, don Enrique, va usted a correrse un plantón de campeonato.

   -  ¡Qué menos, para lo que tú estás haciendo por nosotros! Te recogeré en el Menéndez a las tres de la tarde del miércoles.

   -  Hasta entonces, pues.

     Habiendo ya quedado en firme, me extrañó la llamada del Jim Clark del Seiscientos (como le llamaba jocosamente Bernesga), a las diez de la mañana del Día de Difuntos:

   -  David, perdona que te saque de la cama, pero ha sucedido ayer algo importante. Tomamos el vermú a las doce en la Granja Terra y te cuento.

     Lo que tenía que contarme era, más o menos, esto: La tarde anterior –como buen castellarense- había estado en el teatro Calderón viendo el Tenorio de Zorrilla. En el entreacto, se cruzó con Carlos Alvarado y su señora, a quienes meramente conocía de vista. Doña Rosario, la esposa, iba elegantísima; tanto, que se fijó en ella más de lo correcto, aprovechando la aglomeración de espectadores. De pronto, en su desnudo antebrazo derecho, vio una espléndida joya, que asoció inmediatamente con los datos del informe Alvarado. ¡Era la famosa ajorca en forma de serpiente! Allí estaba, con su maravilloso trazado de vuelta y media, las escamas en relieve, los maliciosos ojillos de esmeraldas y un rubí entre las mandíbulas abiertas.

   -  Fíjate, David, qué desfachatez. Rosario Fortes, la malmetedora de su marido según opinión general, luciendo la pulsera que tantas veces llevó su cuñada, a quien detestaba cordialmente.

   -  ¿No sería otra parecida?

   -  De ningún modo. Se la describí a mi hijo por teléfono y coincidía exactamente con la de las fotos, en especial con la en color de casa de la vecina.

   -  Vale, vale. Consideraciones morales al margen, nos puede ser útil. Creo que ya sabemos dónde pueden encontrarse las desaparecidas joyas de la profesora…

   -  … Y tener a su hermanito agarrado por las pelotas.

   -  Calma, don Enrique. Después de todo, no deja de ser el único heredero conocido, aunque no haya usado los medios más legales para entrar en posesión de la herencia.


***

     A las cinco de la tarde del 6 de noviembre, entraba en el susodicho hospital burgalés. Como me suponía, el doctor Lafuente estaba de guardia y había preparado las cosas para que no lo molestaran mientras estuviésemos reunidos. De los dos Fernandos con que había tenido que lidiar nuestro policía, a mí me tocó en todo momento el acogedor y amable, vamos, el que podía haberle hecho tilín a Pilar en sus años mozos. Parecía muy deseoso de empezar. Además, viéndome tan joven y un poco cortado, decidió llevar la entrevista a su modo. De modo que, hechas las presentaciones y preguntas de rigor sobre el viaje, me indicó:

   -  Si no te parece mal (y perdona el tuteo), te cuento todo lo que he hecho e ido sabiendo a lo largo de los últimos meses. Luego interrumpimos la sesión y merendamos. Finalmente, podemos programar lo que hacer en común, porque la verdad es que no me he creído ni una palabra de lo de tu publicación de casos prácticos.

   -  Pues has hecho bien. Digamos que soy un enlace y consultor técnico de personas interesadas en llegar hasta el final de este caso, actuando, en buena medida, por interés y afecto hacia Pilar Alvarado.

   -  Me basta con eso. Después de la tortura por la que he pasado, lo menos que puedo hacer es luchar por la verdad y desenmascarar a ciertos tipos.

   -  Como Carlos Alvarado, por ejemplo.

  -  Pero, ¿cómo demonios?... Bueno, bueno, vamos a lo nuestro y por orden. Presta atención, que te será interesante lo que voy a referir:
Cuando archivaron el sumario tenía tal grado de indignación y vergüenza, que pasé unos días maquinando venganzas. Luego se me fue pasando, me aseguraron que habían puesto a buen recaudo a aquel policía tan temerario y mi esposa se fue viniendo a buenas. Y es que el tiempo todo lo cura. Pero yo no quería que este tremendo episodio de mi vida se fuera apagando, entre la duda y el olvido. Se me ocurrió lo que a vosotros, es decir, continuar la investigación donde la había dejado el juzgado y lograr que –en lo que a mí respecta- Pili llegase a descansar en paz.
Sabiendo la procedencia mejicana de la receta y la pertenencia de Pili al claustro de la UNAM , tenía por cierto que la habrían tratado en su Facultad de Medicina y allí estaría su historial. Pero, ¿a quién dirigirme, aun siendo yo médico? Pensé en hacerme pasar por su galeno en España, pero ya estaba vacunado de mentiras piadosas y medias verdades. Por otra parte, ¿a qué cátedra dirigirme, si desconocía la naturaleza de la posible enfermedad de Pili?
Del callejón sin aparente salida, me sacó el profesor Del Arco. Pili me había hablado estupendamente de él y sabía de su sensibilidad. Así que lo visité en Castellar y le conté lo que pretendía. El bueno de don Juan se ofreció a ayudarme, siempre que fuera él quien hiciera las gestiones con la UNAM. Piense usted, me dijo, que la persona-clave va a ser su jefe mientras ejerció allí, mi colega Pedro Rulfo.
Obtuvimos respuesta a finales de septiembre y colmó todas mis expectativas. Incluso diría que me satisfizo demasiado, pues abrió vías –y heridas- insospechadas, como luego te contaré. Esquematizando al máximo, la información mejicana precisaba:
Primero. La profesora Alvarado había sido diagnosticada de leucemia el año 1955, recibiendo tratamiento exitoso en el hospital clínico de la UNAM y en la Universidad de Houston (Texas, EE.UU.).
Segundo. En las navidades de 1962-1963, la citada profesora había sido objeto de nuevo estudio oncológico, diagnosticándole una grave reactivación del proceso leucémico, hasta entonces aparentemente contenido, ofreciendo a la paciente la realización de un nuevo tratamiento, que la misma rechazó, al informársele de su severidad y escasas posibilidades de éxito.
Tercero. Ante su negativa, los doctores encargados le sugirieron un abordaje paliativo de la enfermedad, facilitándole medicación básica e informes, para la eventualidad de proseguir el tratamiento en España.
Cuarto. Entre los específicos facilitados figuraba el hipnótico y antidepresivo cuyo consumo masivo causó, a lo que parece, el fallecimiento de la profesora Alvarado en Castellar (España), el pasado mes de abril.

     El informe médico era acompañado de una cariñosa carta manuscrita del profesor Rulfo a su colega Del Arco, en la que, además de ponderar las excelencias de la finada y lamentar su trágica muerte, manifestaba literalmente lo siguiente: Me extraña la peripecia judicial penosa que el óbito de Pilar me dice causó. Es cierto que ella era muy entera y celosa de su intimidad. No obstante, es extraño que no dejara constancia de su designio en el diario que llevaba puntualmente desde hacía muchos años y que, a lo que conozco del mismo, tiene un alto interés biográfico y literario. Los volúmenes correspondientes a sus años mexicanos se custodian en la caja fuerte de nuestra Facultad hasta que se cumplan diez años del deceso de su autora –según disposición expresa de ella, al partir para España-, correspondiendo entonces su edición crítica a los responsables de esta Academia, bajo el sello del Fondo de Cultura Económica de México. ¿Cómo es posible que la doctora Alvarado interrumpiera la redacción de su diario en España durante varios años? ¿Se habrá extraviado u obrará en poder de manos ignorantes de su valor? Si aparece, estaré muy gustoso de hacer en su día (si llego allá) una publicación conjunta con lo que aquí conservamos. Muy atentamente…

     Lafuente calló. La cabeza me bullía de datos y de planes de futuro. Interrumpiendo la sesión, bajamos a la cafetería del hospital para tomar la prometida merienda. Me limité a un café con leche y un cruasán y el doctor, a poco más o menos lo mismo. En consecuencia, media hora más tarde y sin apenas variar el tema de la plática, regresamos al despacho, dispuestos –conforme al orden del día- a “programar lo que hacer en común”. La cosa estaba tan clara como el agua, y más, cuando le conté la exhibición por doña Rosario de la ajorca serpentina: había que sentarle la mano al ilustre letrado y hacerle vomitar diarios y joyas. Mientras hablaba, noté en Fernando un rictus de ceño y mandíbula apretada, que me hizo pensar en que podía tener cuentas pendientes con Carlos. Me atreví a preguntarle: 

   -  Fernando, tú debes conocer bien al hermano. Si no, no te atreverías.

   -  Pasado y presente se aúnan para no considerarle santo de mi devoción. Pero dejémoslo. Sólo te pido que, para lo que tengamos que hacer con él, vayamos juntos y de acuerdo. Tú prepara el arsenal jurídico y yo me encargaré del aspecto dramático.

     Nos despedimos hasta pronto y de manera francamente amistosa. Me preguntó cómo iba a regresar a Castellar, dado que se había hecho tarde para trenes y autobuses. Le confesé:

   -  He venido con el padre del policía, en su coche.

   -  Más te vale que el padre sea más prudente que el hijo. De otro modo –sonrió- podéis acabar en la cuneta.



El gran combate


     El día de San Martín, me encontré en el seminario de Penal con Bernesga. Se me acercó muy sonriente y dijo:

   -  Enrique Renovales me ha hecho ciertas confidencias y me ha rogado que te eche una mano, porque parece que le tienes miedo a Carlos Alvarado.

   -  Hombre, te lo agradezco, aunque en el fondo tenías que haber sido tú quien toreara ese morlaco. Así que haz por nosotros todo lo que puedas.

   -  Ni más ni menos que lo que ya he hecho. En tu nombre, como compañero de la cátedra, te he gestionado una entrevista. Te recibirá el próximo jueves en su bufete, por la tarde. Ten prudencia, pero no vayas con miedo: tengo la impresión de que en el tema de su hermana no pisa terreno firme. Y c’est fini. No quiero mezclarme más en el caso, que también me llevo bien con él y quiero seguir así.

     Don Enrique, radiante con la información suministrada por el doctor Lafuente, estaba empeñado en “verse las caras” con el hermano de Pilar, pero yo prefería otro acompañante:

   -  Deje, don Enrique, que voy a ir con Fernando Lafuente y tres seríamos multitud.

   -  Pero, ¿será de fiar ese señor? Mira que si está conchabado con el abogadito…

   -  Quiá. No sabe usted lo mal que habla de él. Deben de tener cuentas pendientes.

   -  En fin, hijo, si tú no quieres… Pero no te dejes llevar al huerto, que Alvarado tiene muchas tablas.

     El jueves 14, comimos juntos Fernando y yo en La Criolla, no lejos del bufete de Carlos. Engullimos un menú bastante ligero y dedicamos la sobremesa a preparar la táctica. No voy a desvelarla todavía, pero la verdad es que no teníamos muchos triunfos en la mano: íbamos a tener que jugar de farol.

     Y lo cierto es que ganamos la primera mano. Ver entrar a Fernando y ponerse lívido Carlos fue todo uno. Hasta tal punto que, tartamudeando, se dirigió a mí y dijo:

   -  Entendí al señor Bernesga que era usted quien quería tener una conversación conmigo.

   -  Y así es, señor Alvarado, pero es que el señor Lafuente fue –como usted debe saber- el peor parado en el asunto del suicidio de su hermana. Por cierto –ironicé-, no sé si se conocen ustedes.

   -  Perfectamente, respondió Carlos.

   -  Demasiado, agregó Fernando.

Durante la primera fase de la lid, fui yo quien llevó la voz cantante y creí poner al abogado contra las cuerdas. Más o menos, estas fueron mis armas y el uso que hice de ellas:

   -  Tanto ante la policía, como en el juzgado, usted admitió que fue el único en entrar en la casa, junto con el cerrajero, antes de avisar al médico y, luego, a la justicia. Implícitamente, y cumpliendo con un deber ineludible, usted aseveró que no había cogido nada y había dejado todo como y donde estaba. Pues bien, eso no es cierto, o lo es a medias, pues en algún momento usted se quedó con las joyas de la difunta y escamoteó al juzgado el conocimiento de los diarios de aquella.

   -  Pero, ¿de qué me está usted hablando?

   -  De valiosas joyas, como la ajorca en forma de serpiente que su esposa ha lucido sin rebozo en público. Joyas que debieron quedar bajo custodia judicial, hasta que se aclararan los derechos hereditarios sobre las mismas.

   -  Pero yo soy el único heredero, como hermano de una mujer fallecida huérfana, divorciada y sin hijos.

   -  Pero que puede haber otorgado testamento, aquí o en Méjico.

   -  Desde luego, aquí no: me he cerciorado en el Registro.

   -  De cualquier manera, su actitud no tiene nombre en un letrado de prestigio. ¿Y qué me dice de los diarios? Nos consta que su hermana llevaba puntualmente una crónica biográfica y literaria de cuanto le sucedía. Tenemos perfecta constancia de ello por sus colegas y amigos mejicanos.

   -  No me irá a decir que también los ha lucido mi esposa en público. Bien pudo Pili perder la costumbre al estar tan enferma, o guardarlos fuera de casa.

   -  ¿Cómo sabía usted que estaba “tan enferma”? En ningún momento lo expuso al juez y, desde luego, se lo ocultó a la policía.

   -  No veo otra explicación lógica al suicidio. Y, en todo caso, lo que he querido decir es que estaría demasiado deprimida para llevar un diario, a juzgar por lo que acabó haciendo.

   -  Deprimida, ¿por cuánto tiempo? ¿Dónde están los diarios o documentos de los años anteriores? El diagnóstico de su enfermedad (que, efectivamente, la hubo) no se hizo hasta las pasadas navidades.

   -  Los papeles de mi hermana estuvieron en todo momento a disposición del juez. Si no se encontró ninguno que explicara su suicidio, no es problema mío. Voy a hacer más por ustedes, aunque no tengo por qué. Les dejaré consultarlos, tal y como están ahora, a ver si encuentran algo que les interese. Yo, desde luego, los he ojeado y no he visto ninguna alusión a su dramático fin.

***

     El impacto de la joya descubierta parecía definitivamente encajado por don Carlos. En el fondo, no era cosa que un abogado experto, amigo de mucha gente y presunto heredero universal, no pudiera explicar sin desdoro. Y lo del diario, bastante más peligroso para él, no dejaba de ser una suposición por nuestra parte, que él iba encerrando paulatinamente en un círculo vicioso. Yo notaba que Fernando se ponía más y más nervioso. Efectivamente, no tardó en estallar:

   -  Escucha Carlos, no me vengas con milongas. Estoy harto de subterfugios y medias verdades. Tú sabías perfectamente que Pili estaba muy enferma –bueno, todo lo perfectamente que permitía tu conocida despreocupación por la familia-. Tú tienes en tu poder unos diarios que ocultaste a la autoridad. Y tú, aunque de forma inconsciente, has sido culpable de todo lo que he tenido que pasar en estos meses. Claro que a ti te da lo mismo. Es más, bien que te habrás reído volviendo a joder al bueno de Fernando.

     Mientras pronunciaba estas frases in crescendo, se fue levantando del sillón y curvando su torso por encima de la mesa de trabajo que lo separaba de Carlos. Por un momento, creí que iba a cogerle de las solapas pero, en cualquier caso, se contuvo. Carlos no sabía qué hacer o decir: parecía petrificado, incapaz de reaccionar de cualquier forma. El pasado y el presente se confabulaban para atarle al asiento, incapaz de defenderse. Fernando bajó un tanto el tono de voz y concluyó su soflama:

   -  Abandonaste a tu madre; te desentendiste de Pili cuando te necesitó; me has arruinado dos veces la vida. Hasta ahora has salido de todas tus crueldades sacudiéndote el polvo de la chaqueta. Pero eso se acabó. Mañana voy a presentar una denuncia por tu comportamiento en el caso de tu hermana, pero no en el juzgado, sino donde más va a dolerte: en el Colegio de Abogados y ante la prensa. Seguro que “El Noticiero” nos deja explayarnos a modo. ¡Ah, y no voy a dejar al margen a Rosarito! Ya puede ir vaciando el joyero, porque Pili hizo testamento en Méjico a favor del Hospital Clínico de la UNAM y vamos a escribirles inmediatamente, contándoles el expolio.

   -  ¿Serías capaz?, acertó por fin a balbucir Carlos, tópicamente.

   -  Me has hundido moralmente, soy militar y estoy hasta los mismísimos de ti. Así que juzga por ti mismo, respondió fríamente Fernando.

     Se hizo el silencio durante unos segundos. Comprendí que era el momento de levantarse y dar por concluida la reunión, aprovechando el clímax favorable. En la cabeza me estaba naciendo la idea de que podíamos haber ganado el combate, pero que era preciso dejar alguna vía de retirada al peligroso perdedor:

   -  No creo –dije a Carlos- que Fernando tenga inconveniente en ampliar el plazo a cuarenta y ocho horas. Así que ya puede ir pensando en desprenderse, y rápido, de lo mal adquirido. Aquí le dejo mi tarjeta para que pueda ponerse en contacto con nosotros.

***

     Salimos al aire fresco del atardecer. El veranillo invitaba a pasear, lo que hicimos durante un rato relajando el ánimo y rememorando cuanto acabábamos de vivir. El silencio empezaba a hacerse opresivo, de modo que salí con lo primero que se me ocurrió:

   -  Anda que vaya farol te tiraste con lo del testamento mejicano. Lo malo será si puede enterarse inmediatamente de que tal documento no parece existir.

     Fernando me contestó, al cabo de unos momentos, de forma totalmente inconexa:

   -  No tengo ganas de coger el coche después del berrinche. Vamos a tomar algo y a reservar habitación. Y prohibido hablar de lo acaecido esta tarde.

     Cenamos frugalmente en la terraza encristalada del Hostal Florido, tras tomar Fernando habitación para pasar la noche. Le dio por hablar de su profesión y me contó toda su historia médica, con lujo de detalles sobre yesos, clavos y corsés ortopédicos. Ya cuando nos despedíamos, pareció adivinarme el pensamiento y cambió totalmente de conversación:

   -  Te preguntarás por lo que tengo desde antiguo en contra de Carlos. Lo resumiré. Aunque nos llevamos cuatro años –un mundo en la juventud-, chocamos por motivos políticos. Él era entonces un vehemente activista de la FUE y yo, tal vez, demasiado aséptico en esas materias. El caso es que, aprovechándose de mi cariño por su hermana, trató insistentemente de que me afiliara a su asociación. No sólo no lo consiguió, sino que algunos testigos de su proselitismo usaron el episodio en su contra cuando estalló la guerra y estuvo a punto de pasarlo muy mal, como casi todos los dirigentes estudiantiles de izquierdas en Castellar. Pues bien, terminada la contienda, yo traté de ponerme en contacto con Pili, pensando que nada grave le pasaría si regresaba, y que podríamos casarnos, dada nuestra edad y mi sueldo de médico. Acudí a Carlos, para que me facilitara la dirección de su hermana y me despidió de vacío, con el pretexto de que podía perjudicar a Pili y que, además, ella no quería saber nada de mí. Logró que su madre me negara también la información, acusándome falsamente de soplón cuando el Alzamiento. Estuve bastante desesperado durante un tiempo. Luego se cruzó Almudena en mi camino y hasta ahora.

   -  ¿Cómo estás tan seguro de que Pili no tuvo nada que ver y que doña Aurita te tuvo por soplón a causa de la maledicencia de Carlos?

   -  Porque fue de las cosas que Pili me contó detalladamente el jueves santo pasado. Quizá demasiado detalladamente, porque me envenenó la sangre.

   -  Perdona la pregunta, pero me preocupa poder estar contribuyendo a tus problemas matrimoniales. ¿Qué tal van las cosas con tu mujer?

   -  Hombre, figúrate. Primero, le oculté la verdad, diciéndole que venía a Castellar a una sesión clínica. Luego, todo el escándalo que se montó con el asunto judicial. Finalmente, el convencimiento de que le fui infiel. Vamos, el colmo. Pero no te preocupes, ella está ahora casi tan indignada como yo por la malicia de Carlos y me deja hacer. Ya sabes, dos que duermen en un colchón, son de la misma opinión.



Las aguas vuelven a su cauce


     A la tarde siguiente, no fui al café. Bernesga me llamó al seminario y adelantó:

   -  Buena la debisteis de tener ayer. Alvarado está que trina pero me ha pedido que haga de intermediario. Voy para allá y me cuentas tu versión.

     Le referí lo acaecido desde mi punto de vista. El profesor del cerebro privilegiado, de inicio serio e impenetrable, acabó con una sonrisa de oreja a oreja y me hizo esta confesión:

   -  Ya era hora de que le leyeran la cartilla a ese cacique chaquetero. No obstante, sigue siendo un rival formidable y con muchas agarraderas. Tendréis que aplazar vuestro golpe final y procurar ceder en algo. Por de pronto, me ha comisionado para que sea algo así como un amigable componedor. Tiene que estar muy nervioso para llegar a tanto con un profesorcillo ayudante y un entablillador de huesos.

   -  Eso, por no hablar de un policía loco y de un Jim Clark de camino vecinal.

     Bernesga se echó a reír. Le prometí parar el reloj de la denuncia y quedamos citados en el España para el viernes siguiente. Como colofón, me hizo una sugerencia:

   -  Si hablas previamente con el doctor Lafuente, sugiérele que vaya pensando en la opción de diarios a cambio de joyas. Yo haré lo propio con nuestro contertulio Enrique.

     En la fecha antes indicada y bajo la atenta mirada de mi querido reloj de ojo de buey, Bernesga demostró la brillantez que lo caracterizaba. Ninguno de los tres que representábamos al grupo de los amigos tuvo casi nada que objetar:

   -  Señores –solemnizó Bernesga-, acertadamente concretaron al abogado Alvarado lo que este debería devolver o, cuando menos, poner a disposición de la justicia: los diarios de su difunta hermana, para que revelen la verdad y sigan el destino que ella les reservaba, y las joyas de doña Pilar, como el acervo más valioso de su herencia. Sucede, no obstante, que conforme al Derecho español, cuya nacionalidad tenía la finada, su hermano es el heredero universal, a no ser que aparezca algún testamento válido. He comprobado que no hay constancia de ninguno en el Registro de Actos de Última Voluntad. Y, si otorgó testamento en Méjico (de lo que hay ciertos rumores), dejemos que sean sus beneficiarios, no nosotros, quienes se preocupen de reclamar sus derechos.

   -  Según eso –apostilló Fernando-, Carlos se va a quedar con el santo y la limosna.

   -  No tal, contestó Bernesga. Alvarado les va a entregar los diarios de su hermana, para que sean remitidos a la UNAM. Igualmente, pondrá a disposición del profesor Del Arco toda la documentación de Pilar que pueda tener algún interés literario o académico. Finalmente, el señor Alvarado reconoce su precipitación al hacerse cargo de los bienes de su hermana y, por mi intermediación, pide disculpas a cuantos pudieran haber sufrido incordios o perjuicios por ello.

   -  ¡Pamplinas!, gruñó don Enrique. El caso es que el daño ya está hecho y ni siquiera es capaz de dar la cara y disculparse personalmente.

   -  Bernesga –dije yo, tratando de suavizar la tensión-, mucho o poco, ya sabemos lo que ofrece Alvarado. Pero, ¿qué pretende de nosotros a cambio?

   -  Sencillamente, su palabra de caballeros de que no presentarán denuncia o queja ninguna por su conducta, ni ante las autoridades, ni mediante los medios informativos. Y observen que también él considera suficiente un compromiso verbal en su ausencia, conmigo como testigo y mensajero.

   -  Bernesga, eres un hombre cabal y muy competente –habló don Enrique-. ¿Te parece justo el ofrecimiento del abogado? ¿Es a lo más que está dispuesto a llegar?

   -  Enrique, creo que es una solución razonable y una salida digna a lo que podría convertirse en un escándalo, que haría flaco favor a la memoria de la difunta. No se lo ha inventado Carlos: he sido yo el que prácticamente se lo ha impuesto como condición para mediar. Y, desde luego, no está dispuesto a renunciar a unos bienes que, hasta ahora, le corresponden por ley.

     Nos miramos y dimos nuestro asentimiento por la tácita. En esto, Fernando, como si recordara algo de pronto, agregó:

   -  Un momento. Hay una cosa con lo que no transijo porque me revuelve el estómago, y creo que todos pensamos igual. Me refiero a la joya favorita de Pili, la que llevaba puesta casi siempre y que esa pécora de Rosario se atrevió a profanar en público la noche de difuntos. Me refiero a la ajorca en forma de serpiente. Esta tiene que salir de las manos de esos tipos y reservarle un destino digno.

   -  Totalmente de acuerdo –apoyó don Enrique-.

Bernesga sonrió:

   -  La enésima versión del huevo y el fuero. En fin, por valiosa que sea la serpiente, espero que Carlos no permitirá que nos envenene el acuerdo.

Afortunadamente, así fue.


***

     Este relato va llegando a su fin que, a partir de ahora, tiene todos los visos de un edulcorado final feliz. Les aseguro que la conclusión es tan cierta como todo lo demás; y, después de todo, no sé por qué me tengo que disculpar por un happy end, estilo Hollywood.

     Días más tarde, el profesor Del Arco recibió emocionado, de manos del abogado Bernesga, tres gruesos cuadernos de pastas duras y páginas rayadas, con margen a línea roja, que recogían los diarios de Pilar Alvarado durante sus tres años y pico de estancia en España. Estaban escritos a estilográfica, con letra redondilla, menuda y perfectamente legible, reconocida como autógrafa de la profesora. Del Arco mantuvo a rajatabla la confidencialidad deseada por la autora. Empaquetó cuidadosamente los textos, bajo sello y título de su Facultad, y los remitió por correo aéreo a la UNAM, a la atención del profesor Rulfo. No obstante, su ramalazo sentimental no le permitió dejar ayuno a Fernando y copió para él cuidadosamente la última página del diario, en lo que le concernía:
Bien, los seis meses de vida feliz están a punto de pasar y mi tarea está casi concluida. Y digo “casi” porque ahora me doy cuenta (me la he dado siempre) de que falta alguien de la lista por decirle adiós: la persona que más significó en un momento breve de mi vida, pero que –como creo haber escrito antes- fue mi primer amor y determinó decisivamente el giro que imprimí a mi juventud. Me consta por mamá que en más de una ocasión quiso ponerse en contacto conmigo. ¿Por qué no lo llamé? Supongo que hay motivos varios: deseo de no complicarme –ni complicarle-, miedo a avivar cariños que yo no podría corresponder, rutina. Pero eso es una cosa, y otra hacer una excepción con él, rompiendo la línea que yo misma me he marcado. Además, vive en Burgos, bien cerquita de Castellar, y mi hermano me consta tiene sus referencias. Así que representemos el último acto. A lo mejor, hasta resulta agradable. Pero, desde luego, procuraré que mi excusa sea plausible, pues me temo que no encaje eso de que “hace mucho que no nos vemos y podríamos comer juntos o tomar un café”, después de haberle dejado varado en esta inhóspita tierra castellana, para ir yo a comer al otro lado del mar el pan amargo del destierro.

   -  ¿Y esas eran las últimas palabras del diario? ¿No recogió nada de vuestro encuentro?

   -  Nada, David. Bueno, sí. Según Del Arco, después de este fragmento, había tres palabras, con mayúsculas y puestas como cerrando la última página:


AMOR Y ¿FIN?

     Lo de amor quiero creer que lo escribió después de nuestra noche. Lo de fin, entre interrogaciones, fue seguramente una burla al destino: Pilar creía bastante en la reencarnación. Sería una historia larga de contar.


***

     Por aquellas mismas jornadas, Fernando escribió una carta al Jefe Superior de Policía, Meléndez, manifestando su propósito de perdonar y olvidar el daño causado por el inspector Renovales, y rogando en consecuencia que fuese benévolo y no dilatara mucho la finalización del castigo. Era el resultado de una súplica del padre de Enrique, que el remitente de la misiva acogió de corazón. Algún tiempo después, el desterrado de Algeciras comunicó a su padre que había tenido noticias del subcomisario Vidrián, bastante alentadoras en cuanto al retorno. No obstante, añadía que no se preocupara por la tardanza, que él estaba bien y aclimatándose cada vez mejor “a los vientos del Estrecho”. ¡Claro, como que los bebía por una gaditana garbosa!, según se supo poco después.

***

     ¿Por qué se empeñaría Carlos en ocultar al principio los diarios de su hermana, corriendo y haciendo correr los riesgos que hemos visto? No se harían ustedes esa pregunta si hubieran leído –como un servidor- la versión impresa de los mismos, cuya primera edición es de 1975. Luego han aparecido varias más, tanto en Méjico como en España, casi todas abreviadas. Pues bien, en las versiones íntegras se constata el profundo rencor y desprecio de Pilar por su hermano y su cuñada, que llegó al paroxismo cuando trataron –según ella- de desvalijarla de su parte en la herencia materna, cuyo valor era casi exclusivamente simbólico.

     Con tanta inquina acumulada, se me hacía muy cuesta arriba entender que acudiera a Carlos para pedirle datos o referencias del paradero de Fernando, como indicaba la página del diario copiada por Del Arco. Finalmente, recapacité y llegué a la conclusión de que, o muy puntillosa era en el cumplimiento de sus planes, o mucho cariño sentía hacia Fernando. Elijan ustedes la opción que más les guste.

***
Y, en cuanto a la famosa ajorca de oro, a diferencia de la joya homónima de la leyenda de Bécquer, no trajo sacrilegio ni desgracia alguna. Al parecer, preside la vitrina en que, desde hace ya -¡ay!- muchos años, se exhiben a los visitantes las publicaciones, diarios y distinciones académicas de la profesora Alvarado, en el museo de la UNAM. En cualquier caso, yo no he visitado Ciudad de México, ni es probable que llegue a hacerlo, y no por falta de ganas. Así que, si alguno de ustedes rinde visita a tan ilustre Institución académica, puede comprobarlo e informarme del resultado.


Epílogo

     Con todo el follón que he descrito, no es extraño que la publicación de la obra galardonada con el premio Ateneo de Castellar se demorara bastante más que otros años. Finalmente, en vísperas de Navidad, se celebró el solemne acto de presentación en sociedad del libro, como sabemos, Fuera del Paraíso, de Pilar Alvarado. Presidieron el acto el alcalde castellarense y el agregado cultural de la Embajada de México. No dejó de conmoverme la casualidad de que la bandera mejicana tuviera un escudo con águila y serpiente. “Por esta vez, libramos a la serpiente de las garras del águila”, pensé.

     El pequeño salón de actos de la Casa de Cervantes estaba de bote en bote desde media hora antes del inicio del acto. Don Enrique y yo llegamos con tiempo sobrado para hallar asiento en las últimas filas. Bernesga apareció algo más tarde, me guiñó el ojo (algo insólito en él) y se sentó poco más adelante. Cinco minutos antes de la hora de comienzo entraron Carlos Alvarado y señora, yendo a colocarse en los sitios reservados de la primera fila. Por cierto que doña Rosario parecía –como dicen los asturianos- la ternera de la rifa: tan ostentosos eran sus perifollos y tan abundantes las joyas, de las que bien conocemos su procedencia. Diríase que pretendiera pasarlas por las narices al personal, incluyendo a quien, en espíritu y en imagen, protagonizaba la solemnidad.

     El discurso central del acto corrió a cargo del profesor Del Arco, que supo emocionarnos a casi todos, por la sencilla razón de que él mismo estaba a punto del llanto. Sus palabras iban llegando a término, cuando por sacudirme un poco la tensión, giré la cabeza y miré maquinalmente hacia la puerta. Allí estaban, de pie y más tiesos que un ocho, Fernando Lafuente y una señora que, por edad y por cogerse de su brazo, deduje se trataba de Almudena, su mujer. Sonreí y, al tiempo que hacia un gesto orientativo a don Enrique, le susurré:


   -  Ya estamos todos.

   -  Menos mi hijo, que no han querido autorizarle a que adelantara las vacaciones para venir a este acto.


     No sé por qué cuando, después de tantos años, recuerdo aquellos días de mi juventud, oigo dentro de mí, una y otra vez, esta nimia frase de don Enrique, que cierra suavemente la puerta de mis recuerdos, como fundiendo en gris una olvidada secuencia de amor y de muerte que acaeció en Castellar, allá por 1963.

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