jueves, 30 de septiembre de 2010

Un encuentro inesperado

A mi primo Gerardo, para que no se
jubile también del fútbol-sala

     No futboleros, abstenerse. He aquí que el fenomenal y dramático Garrincha (1933-1983) entra en nuestro campo de juego, visto –o, mejor, entrevisto- por un español, extremo derecha frustrado, que, por mor de las lesiones y los vaivenes de la vida (¡no por falta de clase!) hubo de conformarse con ser catedrático universitario


1. El ídolo

     Ser un buen extremo-extremo en el fútbol es un don de la naturaleza. Exige velocidad, regate seco, excelente tino para centrar a la altura y lugar adecuados, egoísmo y malicia para finalizar la jugada cuando el portero esté descolocado o los compañeros no tengan suficiente presencia en el área. Pero no crean que todo son cualidades deportivas. El jugar al borde del terreno facilita las entradas, más o menos fuertes, del defensa, los insultos y lanzamientos de objetos por el público contrario, las críticas y rociadas del entrenador desde el banquillo. Un extremo ha de acostumbrarse a todo eso, por más que las leyes de la física le impongan una anatomía aparentemente frágil, una estatura no muy aventajada y una suave curvatura de las piernas. Si, además de todo ello, es optimista, alocado y algo sordo, le será muy útil.

     No hace falta que les diga que tan temeraria descripción se acomoda precisamente a mi persona. Tal vez por ello, despunté muy pronto como extremo derecho. Supongo que también influiría la vocación deportiva del colegio y mi afanosa dedicación al balompié, en detrimento de otras ocupaciones y estudios de mayor provecho, como se encargaba de recordar mi padre, cada vez que llegaban a casa las calificaciones del centro educativo, con una frecuencia verdaderamente agobiante.

     Andando el tiempo, el fútbol y las chicas pasaron a constituir el núcleo de mi interés y mi entrega, en una mezcolanza que yo juzgaba perfecta, a tenor de los bombones que acompañaban a los futbolistas profesionales. Claro que yo estaba lejos todavía de los grandes estadios, pero por algo se empieza. En mi caso, ese prometedor comienzo fue el llamamiento para la selección juvenil de mi región, como número siete en una delantera que pasaría a la historia, cuando dos de sus componentes llegaron a jugar en la primera división; uno de ellos, el interior derecho, alcanzó a ser uno de los históricos del Real Madrid y de la Selección Española. Si me limito a consignar sus iniciales, A.A.V., será suficiente para convencerles de que no miento, sin por ello ofender la conocida modestia de mi viejo amigo.

     Eran buenos tiempos para el fútbol. Por la banda izquierda, un chico español había de tener como modelo a Gento. Por la derecha, la cosa era más discutida, aunque no para mí. Mi ídolo era, sin duda, Garrincha. No era mucha la información gráfica que nos llegaba entonces del otro lado del Atlántico, pero nuestra imaginación, forjada en las páginas de Marca, era mucho más fértil que en esta época presente de civilización audiovisual. El rostro anguloso de Mané, coronado de cabello crespo, sobresaliendo orgulloso de la camiseta blanquinegra del Botafogo, presidía la pared, justo encima de mi mesa de trabajo. En mis sueños, el as de la Canarinha ensayaba aquellos regates imposibles que culminaban con un centro endiablado, o en las redes de Inglaterra o de Chile. Creo recordar que, por aquel entonces, ni siquiera sabíamos que el ángel de las piernas torcidas tenía la izquierda seis centímetros más larga que la otra, como probable consecuencia de una poliomielitis. De haberlo sabido, no sé si lo habría admirado aún más, ni si habría tratado de ponerme un suplemento en la bota. ¡Señor, qué genio de la adaptación!
***

     El tiempo pasó, para Garrincha y para mí, de manera hasta cierto punto parecida. El fenómeno vino a mucho menos cuando, a sus veintinueve años, hubo de operarse de los dos meniscos. A mí me bastó con un buen hachazo que me dejó temblando la rodilla derecha. Mané cayó en manos del alcohol y de otras lacras de la buena vida. Yo me dejé atrapar por las redes de la tuna universitaria, en la que fungí de pandereteiro, con más suspiros femeninos que nadie, a juzgar por el número de cintas de mi capa. Claro está que las exigencias de mi carrera de Medicina también tuvieron algo que ver con la escasa frecuencia de mis entrenos y en la minoración de mis ambiciones futbolísticas. Tras un poco brillante periodo de carreras por la banda de los estadios universitarios y de los patatales de regional, me consagré (¡yo también de blanco y negro!) en el Club Deportivo Badajoz de tercera división, mientras cumplía en la ciudad pacense mi servicio militar. Si hubiese sido ahora, ya saben ustedes que la categoría habría sido la segunda B. Y es que en eso del fútbol también se han generalizado los eufemismos.

     Por aquellas fechas ya existía la globalización en el deporte. De esta suerte, pude disfrutar en directo con el juego de Didí y hasta estrechar un día la mano de Vavá en el viejo Estadio Metropolitano. Pero nunca tuve la oportunidad de ver jugar a Garrincha en persona y, la verdad, tampoco me llegaron noticias detalladas de su purgatorio político y social, a raíz de su matrimonio con la cantante Elza Soares. Supongo que algo tendría que ver con tan discreto silencio el talante y pudibundez de la dictadura española de aquel larguísimo tiempo.

     Si la maravillosa dedicación de Garrincha al fútbol no le dio equilibrio ni riqueza estable, aparte la inmaterial de convertirse en la alegría del pueblo, mi alejamiento del deporte profesional tuvo mucho que ver con que sentara la cabeza y acabase convirtiéndome en un pediatra académico de prestigio. El gran invento del fútbol-sala me permitió matar el gusanillo de la afición, aletargada pero no extinguida, y codearme (y otras acciones de contacto, igualmente violentas) con mis alumnos, poniendo en el evento mi mayor entusiasmo y mejor clase balompédica. Algunos maliciosos llegaron a sostener que fui más popular y admirado por mis carreras con el balón pegado al pie, que no por mis clases. ¡Pura envidia!


2. El hombre

     Allá por mil novecientos ochenta, se celebró en Rio de Janeiro el congreso iberoamericano de mi especialidad. No me hacía mucha gracia realizar un viaje tan largo, a un país –como Brasil entonces- presa de una dictadura militar, cuando tan poco tiempo hacía que en España la  habíamos dejado atrás. El jefe del servicio, mi catedrático y superior, puso fin a las reticencias con irrebatibles argumentos:

-          Eduardo, eres un desagradecido. No sólo permites que la política se mezcle en tu profesión, sino que desprecias los encantos de una de las ciudades más bellas del mundo. Además, siendo soltero, no me digas que no te gustaría traerte como recuerdo del congreso a una bronceada garota de Ipanema

     En fin, ¡qué le vamos a hacer! Preparé al vuelo una ponencia sobre la diálisis peritoneal en los bebés menores de un año y allá que me fui con billete de ida y vuelta de la Varig. La enfermera supervisora, con entusiasta apoyo del resto del personal, me hizo una petición de regalo, mucho menos comprometido que el sugerido por mi jefe:

-          Doctor Vicedo, a ver si nos trae un par de loros: uno, verde y rojo; otro, amarillo y azul. He leído en Pediatrics to-day que su presencia en las salas del hospital acelera la convalecencia de los chiquillos.

***

     No les molestaré con los detalles de mi estancia en aquel congreso, pero sí les diré que los días –y las noches- transcurrieron con alarmante celeridad. Tanto es así, que llegó la penúltima jornada de mi estancia en Rio y aún no había hecho lo más mínimo por cumplir el encargo de las enfermeras. Y no sólo era desidia, o dedicación preferente a otros menesteres, sino el disgusto de cargar con un par de aves de notable tamaño, con sus consiguientes molestos garridos, más todas las gestiones para sacarlos del país con los debidos permisos. Recuerdo que me sinceré con el doctor Pinheiro, de la Facultad de Botucatú, con quien había hecho muy buenas migas:

-          Tal y como veo yo la cosa, querido colega, -me contestó- podría quedar usted como los propios ángeles llevando, no dos pesados y protegidos loros, sino media docena de pajarillos autóctonos, de colores llamativos y armonioso canto. Creo que los niños se lo agradecerán, por no hablar de las enfermeras.
     Dicho y hecho. Valiéndome de la guía telefónica, seleccioné una pajarería de llamativo anuncio, muy próxima al Teatro Municipal y, eludiendo la asistencia a las dos últimas disertaciones de la mañana, llamé un taxi y, en media hora, me constituí en la pajarería A Floresta da Tijuca, verdadero templo de la ornitología brasileña o, cuando menos, fluminense. Desgraciadamente, el empleado que me atendió no estaba a la altura del establecimiento: entre su modesto conocimiento de lo que vendía y mis dificultades insalvables con el portugués, llevaba cosa de diez minutos en la tienda sin conseguir centrar la transacción. El individuo acabó por dejarme sólo, entre jaulas, perchas y reclamos. Ya me disponía a abandonar la empresa, cuando un sujeto de mediana edad, más bien bajito y modestamente trajeado, me abordó y, haciéndose entender de mí gracias a la lentitud de sus palabras y a los gestos que las acompañaban, me dijo:

-          Perdone el señor, pero no he podido por menos de escuchar una parte de su conversación. Creo entender que está interesado en adquirir unos pájaros vistosos, no muy caros y que no tengan mucho problema para sacarlos de Brasil.
-          Pues, sí, así es, exactamente. Sólo que este empleado…
-          ¡Qué se va a esperar de él! Está aquí por tener un trabajo, no por amor a los pájaros.
-          Será eso. Lo cierto es que yo tampoco entiendo poco ni mucho de ellos. Es por mis pacientes, ¿sabe usted?

     Y, en breves palabras, le puse al corriente de mi encargo hospitalario, por mis lectores ya de sobra conocido. Mi interlocutor sonrió de oreja a oreja, y replicó:

-          Pues en ese caso, no se hable más. Los niños se merecen lo mejor, y que los animalillos no se pongan enfermos o se mueran, pues entonces quedarían aún más desconsolados.

     Recorrimos la tienda, de arriba abajo, seleccionando media docena de especímenes, número máximo en que yo había cifrado mi aportación a la alegría infantil del hospital. Mi gentil acompañante se desvivió por hallar los pájaros más sociables y vistosos, analizando su aparente salud, sexo y edad, así como la jaula más apropiada para su transporte y los granos más indicados para su alimentación. Manuel (así se me presentó, sin más) se entendió también con el encargado, para negociar precios y documentación legal y sanitaria. Me pareció que, pese a su presencia poco llamativa, era tratado con el mayor respeto y consideración:

-          Es que yo también soy un poco pajarero –me dijo guiñando el ojo-. Si tuviese usted tiempo, podría enseñarle mi colección.
-          Imposible, repliqué. Tengo que estar en el palacio de congresos a primera hora de la tarde. Pero sí que tendría muchísimo gusto en que me acompañase a comer por aquí cerca. Estoy un poco perdido y no me gusta comer solo. Podríamos hablar de pájaros, de medicina, de fútbol o de lo que usted quiera.
-          ¡Hombre, de fútbol! Algo sé de ello. Tendré el honor acompañarle, pero, como anfitrión, seré yo quien pague. De otro modo…
-          ¡Estaría bueno, yo invito y usted paga! De eso nada. ¡Qué vergüenza para mí!
-          Bien, no vamos a disputar por tan poca cosa. Pague usted, si eso le hace feliz. Le llevaré a algún sitio que no resulte demasiado caro.

***

     De aquella comida han pasado ya treinta años, demasiados para mi endeble memoria. Tan sólo me acuerdo vagamente de la disposición del modesto comedor, de los suculentos camarões que degustamos por un precio muy razonable y de la entretenida conversación de mi interlocutor, hablando de todo lo divino y lo humano, con una simpatía y cultura que no parecían congeniar con lo descuidado de su apariencia e indumentaria. A los postres, exclamé:

-          ¡Caramba! Ahora recuerdo que no hemos hablado nada de fútbol.
-          ¿Acaso fue usted jugador?, me preguntó Manuel.
-          Del montón y por poco tiempo. El suficiente para haber tenido a mi izquierda al gran A.
-          ¿El interior del Real Madrid? No fue mala compañía, no.
-          Y usted, Manuel, ¿le pegó al balón en serio?
-          ¿En serio? De ninguna manera. Yo sólo sabía jugar divirtiéndome.

     Nos despedimos. Aún recuerdo nítidamente su última frase, ya a lo lejos:

-          ¡Doctor, si los pájaros entristecen, póngales una marchinha de carnaval!

     Y rompimos en una carcajada.

***

     Horas más tarde, se celebraba la cena de clausura del congreso. Mi colega botucatuano sacó a colación el tema de mis pájaros y hube de contar, a él y a los demás comensales próximos, mi aventura ornitológica. Noté un interés especial en un colega carioca, que iba creciendo conforme yo hablaba de Manuel. Al concluir mi relato, comentó:

-          ¿Sabe una cosa, profesor Vicedo? Empiezo a sospechar que hoy ha tenido usted un encuentro histórico.
-          ¿Cómo dice, doctor Melo?
-          Quiero decir que, por los detalles que nos ha referido, el tal Manuel bien podría ser Manuel Francisco dos Santos.
-          ¿Y?
-          ¿No le dice nada ese nombre? ¿Y si le dijera que podría tratarse del gran Garrincha?

     Me quedé helado. Ahora que lo pensaba, sí que aquel tipo le tenía un aire al enorme jugador que, veinte años atrás, había yo entrevisto en las confusas fotos de Marca y en las mediocres imágenes en blanco y negro del Mundial de Chile. Y muchas cosas más coincidían, por lo que ahora me contaban: la afición a los pájaros, la penuria económica, la abierta simpatía… Tal vez, no fuera suficiente para una identificación policial, pero sí lo bastante para arruinarme la noche: podía tratarse de mi ídolo de juventud y lo había dejado marchar sin decirle lo mucho que había significado para mí, sin haberle mostrado cariño y solidaridad. El doctor Melo se percató de mi aire apesadumbrado. Me animó:

-          Es lo mejor que pudo pasarle. Garrincha no soporta la admiración; menos ahora, que está tan degradado. De haberlo reconocido usted, es muy probable que no le hubiera atendido como lo hizo.
-          Sí, ya, pero si por lo menos pudiese estar seguro de que era él…
-          Delo por cierto. Si lo desea, le mandaré a España alguna foto reciente de Mané y podrá comprobarlo.

     Se hizo el silencio. Con esa cortesía que distingue a sus compatriotas, Melo volvió a la carga:

-          Garrincha es más escurridizo, pero, si quiere, conozco a un periodista deportivo de gran prestigio en televisión, que podría facilitarle un encuentro con Pelé, mañana mismo.
-          ¿Con Pelé?
-          Sí, sí, con Pelé, con o rei en persona.

     Debió de ser Garrincha quien le respondió, bruscamente, por mi boca:

-          No me interesa o rei. Yo soy un incorregible republicano.

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