jueves, 2 de septiembre de 2010

El hombre de la motocicleta

El hombre de la motocicleta, es una aproximación a la peculiar vida del frente que supone una ciudad sitiada, donde combatientes y población civil se entremezclan y confunden inextricablemente, permitiendo –como es el caso- la decisiva relación de unos niños con un guerrero avezado, de vuelta de casi todo. Asturias será la gloria, y la tumba, de un poco conocido héroe de dos guerras civiles, que tan sólo quería correr en moto y vivir en paz.



A toda velocidad

Hermann Abel llevaba varios años dando vueltas por Europa, en concreto, desde que los nazis llegaron al poder en Alemania y la sangre semítica se había convertido en algo más que en objeto de análisis clínicos. Mecánico y probador de las motocicletas Zündapp de Núremberg, en abril de 1933 embaló sus tres máquinas más queridas y las facturó por tren a Estrasburgo, con el pretexto de participar en una “demostración de la potencia alemana”. En realidad, sólo dos eran teutónicas, una flamante K-500 de su propia empresa y una BMW R-5, con motor bóxer, de su rival muniquesa. La tercera era una joya italiana de carreras, Benelli 250 c.c., con velocidad tope de 170 kilómetros a la hora, que Hermann había preparado para alcanzar los 190. Le habían costado un ojo de la cara, pero no tenía otro vicio ni afición, aparte alternar los domingos con una administrativa de la fábrica, que no ejercía de aria en los ratos libres. Sacó un billete de ida y vuelta, para disimular. Cuando llegó a la capital de Alsacia, fue a la taquilla de la estación y dijo:
Amigo, mire a ver si puede devolverme algo de lo pagado pues no pienso utilizar la vuelta.

Lo siento, señor, es un billete internacional y tendrá que hacer las gestiones en el consulado alemán.

Ni lo piense. Lo guardaré como recuerdo.
Pasó los tres años siguientes haciendo alardes de pilotaje en los circos y, cuando ganaba algún dinero, compitiendo en las carreras. Daban fe de ello varias cicatrices y fracturas, que le servían de inútil experiencia y para pronosticar el tiempo. En un hospital de Milán, le dijo una enfermera:
¿No es usted demasiado mayor para andar por ahí haciendo locuras?

¡Qué va, signorina! Cada vez que salgo de una de estas, se me hace que he vuelto a nacer y me siento como un niño.

 
La verdad es que exageraba un poco, pero ya se había hecho a la idea: mucho mundo, poco dinero y morir agarrado al manillar de una moto. No sabía hacer otra cosa.
***

 
Tuvo la mala suerte de que San Federico de 1936 le pillase en España. En realidad, había estacionado por aquí sus motocicletas desde abril de dicho año, cuando quedó tercero en una carrera barcelonesa y primero en el corazón de una contorsionista del circo Olympia, que lo sujetó a la Ciudad Condal durante unos meses. No obstante, al llegar el verano, las motos ganaron la partida:

 
Viky, me asfixio en la sala. Me voy a hacer la temporada de carreras del Norte.

Eres un culo de mal asiento, Hermann. En fin, si vuelves por aquí en el otoño, tal vez te dé otra oportunidad.

Gracias, preciosa. Te escribiré.

El 10 de julio, le tocó correr en La Felguera, en la cuenca minera asturiana. Ganó el segundo premio, cien pesetas y un gocho. No tenía dinero ni para la gasolina; cuanto menos, para el pienso del bicho. Así que se enganchó al circo Feijoo, en “gran tournée por España”. Siguientes paradas, Pola de Siero y Oviedo. En la capital del Principado, levantaron la carpa en el Prado de Maniobras. Tuvo el honor de figurar en tercer lugar del cartel de propaganda:
El gran Abel, el motorista volador.
También participó en la caravana publicitaria y dio unas carreras alrededor del recinto circense, con derrapes incluidos. Un señor de mediana edad, algo fondón y con gafitas, comentó a un acompañante:

 
¡Vaya pilotaje! ¡Menudo enlace haría este, a campo traviesa!

Yo lo vi el otro día correr en La Felguera, mi coronel. Quedó segundo.

Pues el primero debía de ser el mismísimo demonio.

 
El día de la Virgen del Carmen, el concejal Avelino Vallaure, comisionado de ferias y festejos, llevó a toda la familia al circo. No en vano era el santo de la niña. Funcionó el enchufe y don Secundino, el empresario, dijo al jefe de pista:
Que pongan al concejal y su troupe en primera fila central y, como quien no quiere la cosa, que tengan alguna atención con sus hijos.
Así que, concluidos sus espectaculares vuelos y piruetas, El gran Abel ancló a su motocicleta un sidecar de dos plazas, cogió en volandas a Carmencita y a su hermano pequeño, Alberto, y los montó a su lado, bien sujetos por cinturones. Dieron unos giros a la pista, cada vez a mayor velocidad y, como plato fuerte, terminaron con un salto de cinco metros entre dos rampas especiales. Al reintegrarse a la vera de sus padres, estaban colorados, con los ojos como platos y eran incapaces de articular palabra. Al fin, Alberto gritó una frase, que provocó la hilaridad de los circunstantes:
¡Mamá, ese señor es el ángel de la guarda!
Concluido el espectáculo, don Avelino –que era muy detallista- fue a dar las gracias al ángel. Se encontró con la grata sorpresa de que el motorista era alemán. Y es que el concejal era profesor de la Universidad y había ampliado estudios en Tubinga.
¿Y qué se le ha perdido a un nuremburgués por Oviedo?, improvisó don Avelino en alemán un tanto oxidado.

Hitler me puso en marcha hace tres años y no he parado desde entonces.

¿Hitler? ¿Es usted anti-nazi?

Digamos, más bien, que soy judío.
El concejal de festejos cambió inmediatamente la curiosidad por el respeto. Insistió en que conociera a su esposa y en que los niños lo vieran, esta vez, al natural. El motorista aceptó. Saludó a doña Emilia y volvió a tomar en brazos a los niños, tan rubios como su madre. Esta captó un mensaje de su marido al oído y dijo a Hermann:
¿Por qué no se viene a cenar con nosotros? Es el santo de Carmencita y seguro que a los niños les encantaría.

Lo siento mucho, pero hoy tenemos función de noche y acabaremos muy tarde. Tal vez, en otro momento.
El motorista hurgó en sus bolsillos y sacó una brillante moneda, que puso en la manita de Carmen. Era su talismán, que nunca olvidaba:
Este es mi regalo por tu santo. Es una moneda rusa, que trae buena suerte. No la pierdas nunca.

¿Rusa de Rusia?, preguntó inocentemente Carmencita, que aún no estaba al corriente de la geografía universal.
Hermann y sus padres se echaron a reír. Lo cierto es que el sello de la pieza, aunque de 1918, ya era de la URSS.

 
Un encargo muy especial

 
El domingo, 19 de julio, eran las últimas funciones. Ya las del día anterior habían resultado poco concurridas, pues los rumores eran muchos y grupos airados iban y venían por las calles. Don Secundino estaba muy preocupado. A primera hora de la tarde tomó una determinación repentina:
Recojan todo, que nos vamos. A ver si podemos llegar a Galicia sin problemas.
Era demasiado tarde. A las cinco, más o menos, el coronel Aranda declaró el estado de guerra, aunque vitoreando a la República, y se sumó al alzamiento. Los del circo terminaron de cargar y tomaron la carretera de Galicia pero enseguida les detuvo una patrulla militar:
De aquí no sale nadie sin salvoconducto. Además, se encontrarían la carretera cortada más adelante.

Pero somos un circo gallego y Galicia también está por el Movimiento.

A nosotros no nos digan nada. Pidan autorización a Aranda. Entre tanto, retrocedan y estacionen donde estaban antes.

 
A la mañana siguiente, tras una noche de inquietud y sobresaltos, don Secundino pidió audiencia a Aranda. Le acompañaban el jefe de pista y Hermann:
Mi coronel, ¿qué va a ser de nosotros aquí, con todo el tren móvil, los animales y cien personas? Déjenos intentar el viaje, bajo mi responsabilidad.

Estoy yo para esos detalles. En fin, son ustedes muchos, con animales y toda la pesca. Aquí no nos darían más que problemas. Vayan con Dios. Después de todo, también los hermanos proletarios gustan de la diversión circense. Pero se quedarán los hombres entre veinte y treinta años. Mejor movilizarlos donde estamos escasos, que en Galicia, donde hay de sobra.

Si no hay más remedio –suspiró resignadamente el empresario-. Serán una docena. Los demás ahora mismo nos marchamos, antes de que las cosas se pongan peor.

Por cierto, motorista, ¿no querría quedarse aquí y echarnos una mano? Podríamos emplearlo como correo, pues estamos prácticamente sitiados.

Si no le importa, yo seguiré con el circo. No estoy preparado para esa clase de servicios.

¿Está usted seguro, Abel? He hecho algunas indagaciones que me indican todo lo contrario.


Y, además, es usted alemán, fugitivo de Hitler. ¿No cree que le convendría aceptar mi oferta? Después de todo, no pienso que la cosa vaya para largo.

Está bien, coronel. Si no hay más remedio, a sus órdenes.

***
Los primeros días fueron agotadores para Hermann. Habían quedado bolsas de alzados en Trubia y Gijón. También algunos cuarteles de la Guardia Civil mantenían resistencia. El motorista mandó que le pintaran de verde oliva su querida K-500 y la regló para circular por terreno quebrado. Un comandante le preguntó:

¿Quiere que le acompañe uno de mis hombres, que conoce bien el terreno?

Sería mucho peso. No se preocupe, sólo necesito un mapa, una brújula y un máuser.

Sí, hombre, ya. ¿Y unas bombitas de mano?

Que se le dé lo que pida –intervino Aranda-, incluida vestimenta militar o mono adecuado para salidas nocturnas. Le conviene hacer buen uso de ello y regresar. Si no, lo pagarán sus compañeros que se han quedado aquí.

Descuide: volveré, a no ser que me maten.
Las primeras salidas a campo abierto fueron sencillas. El cerco no era aún prieto y había camino franco por muchas sendas y veredas. Hermann sugirió operar de día, para evitar los extravíos. Manipuló el escape de la moto para reducir el ruido. En pocas fechas, era un maestro del enlace, que empezaba a alcanzar tonos míticos, en uno y otro bando. La cosa llegó al culmen, cuando se trajo de paquete a un guardia civil de Posada de Llanera, que andaba fugado y herido. Aranda le ensalzó en público:

A este paso, señor Abel, va a acabar por ganarse la medalla militar.

Mejor, un descanso. La moto ya no me aguanta ni una semana más.
Efectivamente, lo dejó tirado en la Venta del Jamón, cuando trataban infructuosamente de enlazar con la guarnición gijonesa. Hermann besó el faro, cogió el fusil y se encaminó a una casería solitaria.
¿No me podría llevar usted hasta cerca de Oviedo?, le dijo respetuosamente al paisano.

Pues no sé qué decir, contestó este, impresionado por el arma y el acento de su interlocutor.

Podría ganarse veinticinco pesetas llevándome hasta Lugones.

El aldeano aparejó la carreta de bueyes y Hermann se escondió entre la paja y las lonas. A cosa de una legua de camino, encontraron una patrulla de nacionales, que se retiraban ya, desistiendo de ayudar a sus compañeros de Gijón. Hermann surgió de entre el heno, gritó “arriba España” y se dio a conocer:
Has cambiado los caballos por bueyes, bromeó un sargento.

Y, además, me toca pagar, en vez de cobrar, respondió el viajero, abonando puntualmente lo acordado.

 
***
Estrechado el cerco a fondo, de Oviedo no salía ni una rata. Tampoco el motorista, privado de su mejor máquina. Trató de acondicionar para el caso la BMW, pero no era lo mismo. “Estas muniquesas, pesadas y señoritas. Cualquiera las mete por una caleya ”. Empezó a ir por los baluartes y puestos avanzados, a charlar con los soldados y dar consejos a los suboficiales. Uno de estos, un poco molesto, le dijo:
¿Por qué no te dejas de palique y te quedas a pegar tiros?

Tengo cuarenta años y, además, Aranda me contrató de especialista.

Es el hombre de la motocicleta, aclaró un defensor de la trinchera, provocando el silencio respetuoso de los demás.
Una de las veces, se cruzó con el coronel. Aranda, medio en broma, sugirió:
¿Por qué no te unes a mi estado mayor? Creo que sabes bastante de ciudades sitiadas.

Ya llovió, señor. Además, lo están haciendo ustedes muy bien. Bueno, con su permiso, me voy a preparar la otra moto, por si hubiera ocasión de emplearla.


 
En fin, para no dar más ideas, Hermann decidió mantenerse a retaguardia, por decirlo así. El asedio era cada vez más agobiante. Los bombardeos y el hambre redondeaban una situación límite. Se acostumbró a matar el tiempo paseando a horas y por lugares tranquilos, pegado a las fachadas, por si acaso. Una tarde, se encontró en la calle Marqués de Santa Cruz con la rubia mamá de los niños del día del Carmen. Aún recordaba los nombres:
¿Qué tal, doña Emilia? ¿Y los niños?

Bien, gracias. Todavía se acuerdan de usted y del tremendo paseo en moto.

A ver si los veo. Supongo que saldrán a jugar al Campo de San Francisco.

No crea, con esta situación casi no salen de casa.

En fin, que acabe todo pronto. Mis saludos a don Avelino.
Doña Emilia aguantó un sollozo, pero los ojos se le llenaron de lágrimas. Ante la sorpresa y el afecto que su interlocutor demostraba, le contó. Habían detenido a su marido, dos meses atrás, por rebelión militar y estaba desde entonces en la cárcel en espera de juicio. Les habían suspendido el pago de su sueldo; de modo que iban saliendo adelante con el de ella, que no sabía por cuánto tiempo más les sería abonado. Los niños estaban aún en edad, más de intuir, que de saber, pero su marido no parecía tener otra preocupación que la de que salieran “de esta cloaca”. ¡Tener familia en Mieres y no poderlos llevar hasta allí!
Hermann escuchó y calló. Dos días más tarde, medio a escondidas, se presentó a la puerta. Abrió el pequeño Alberto, que se le agarró a las piernas, gritando:
¡Mamá, mamá! Ha venido el ángel.
El ángel sin alas depositó en el vestíbulo los paquetones de comida y de juguetes que llevaba, liberando los brazos para alzar a Carmencita al vuelo. Doña Emilia, caminando casi a oscuras, tropezó con uno de los hatos. Alcanzó, por fin, la llave de la luz, y quedó boquiabierta:
Pero, hombre de Dios. ¿Qué es esto? ¿A quién se le ocurre?

Bah, en algo hay que gastar el dinero, antes de que entren los mineros y nos dinamiten a todos.
Pasaron una tarde deliciosa. Doña Emilia preparó un sucedáneo de café en la sala y, mientras los niños jugaban en su cuarto, trató con Hermann de las cosas serias:
Entonces, ¿cree usted que Aranda tiene perdida la partida?

Va a ser cosa de velocidad. Las tropas gallegas acaban de tomar Grado, mientras los defensores de Oviedo están cada día más apurados. Como dicen por aquí, el que primero llega, se lo lleva.

Tengo miedo de que la tomen con los presos. Ya han señalado día para el juicio de mi marido, el 5 de octubre.

Yo no puedo hacer nada por él, pero se me ha ocurrido que sí podría hacer algo por los niños.

¿Los llevaría hasta Mieres?

Lo siento, pero a los dos no me será posible. Tendrá usted que arriesgarse y escoger.

No, no, elija usted. Yo, desde luego, lo dejo en sus manos.

Siendo así, prefiero la niña. Es mayor y controlará mejor el miedo y las emociones. No podré avisar de antemano; así que tenga a mano ropa ceñida de abrigo y un paquete con sus cosas. Valdrá más que no la prevenga, no vaya a ser que nos delate.
Terminado el café, Hermann volvió con los niños, para despedirse.
Adiós, Carmencita. ¿Tienes todavía la moneda de la suerte?

Claro que sí, debajo de la almohada, para que no se me pierda.

Así me gusta. Son muy difíciles de encontrar.


 
El gran viaje

 
Aranda lo mandó llamar:
Abel, nuestras tropas ya están en El Escamplero. ¿Se atreve a llevarles unos mensajes? Es de importancia vital.

Tengo la moto todo lo a punto que me ha sido posible, pero no sé si podré burlar el cerco.

Sería por la noche. Mañana se anuncian lluvias fuertes. Hoy ha llovido por Galicia.

Está bien, mañana por la noche. Voy a preparar todo lo necesario.

 
Recibidos los despachos para las columnas gallegas, Hermann voló a casa de doña Emilia. Dejó la moto temerariamente aparcada en los parterres del Bombé y llamó a la casa. Cogieron en volandas, aún dormida, a Carmencita, la vistieron a toda prisa y doña Emilia entregó al motorista un paquete mediano con las cosas de la niña, que Hermann se ató a la cintura con un bramante. Según le dijo la señora, dentro iba una carta para la familia de Mieres y otra de despedida de Avelino a su hija. Había que estar preparados para todo.
A punto de cerrar la puerta tras de sí, Carmencita recordó:
Mamá, la moneda de la suerte.
Doña Emilia dudó, pero Hermann dijo, con un tono sorprendentemente imperioso:
Haga caso a la niña. Nunca se sabe.
Llegados a la motocicleta, su conductor ató a la niña al asiento trasero, casi tumbada, y colocó por encima una lona con algunos agujeros estratégicamente situados:
Carmen, esto es como el escondite, pero en serio. En cuanto cuente diez, te agarras lo mejor que puedas y no vuelves a moverte ni a hablar, hasta que yo te lo diga.

Te lo prometo. Ya sé que vamos a hacer un viaje muy largo.

Así es, niña. Un viaje al país de la libertad.
Echó la cartera con los despachos a la espalda, cruzada con una correa, y empezó a contar la decena. Como si respondieran a la cuenta, las nubes que cubrían el cielo empezaron a echar agua y los árboles del Campo de San Francisco se agitaron con una fuerte ráfaga del noroeste. “Ya era hora”, pensó Hermann, mientras llegaba a diez y pisaba con fuerza la palanca de la puesta en marcha. La señorita muniquesa arrancó como una seda. Al llegar a los puestos defensivos de la Puerta Nueva, los centinelas le hicieron ademán de seguir adelante: ya lo conocían de sobra.
***
Con la moto al ralentí y por caminos escondidos, Hermann libró los puestos de primera línea de los sitiadores, rebasó el cementerio y tomó caminos secundarios hacia Mieres. La noche se había puesto de perros y el frente parecía tranquilo. Sin más dificultad que la de tener que sacar varias veces la moto del barro, llegó a Mieres a eso de las tres de la mañana. Levantó por enésima vez la lona y preguntó a Carmen qué tal iba. La carita expresaba temor y resolución a la vez, al pronunciar el consabido “bien”. A la entrada de la villa desde La Rebollada, encontró un grupo de semi-uniformados, junto a un camión. Decidió jugarse el todo por el todo. Estacionó la moto en la cuneta, tomó en brazos a la niña y, de forma muy natural, los interpeló:
Camaradas, ¿conocéis al doctor Lafuente, de la quinta La Pocha?

Claro, ¿qué se te ofrece?

Veréis: soy enlace del comandante Carrocera y me ha encargado que le lleve al doctor a esta niña, sobrina suya, que han logrado pasar sus familiares de Oviedo.

¡Toma!, y ¿por qué no la llevas tú? Nosotros estamos aquí de centinela.

Pues porque soy ruso, no conozco el pueblo y el comandante me ha ordenado volver enseguida. Vamos, no os costará tanto.

Está bien, camarada, ve tranquilo.

¡Salud!

Hermann se agachó, tomó la mano de la niña, le entregó el paquete de sus cosas y le dio un beso:
Se acabó el escondite. Ahora, a portarte bien con tus tíos. Y suerte.

Claro, angel, no he perdido la moneda.
Y abrió su mano izquierda, mostrando la pieza. Hermann saludó a los militarizados, levantando el puño, y se dio la vuelta con calma.

 
***
El alemán era terco cumplidor de sus promesas. Detuvo la moto en cuanto se creyó a salvo y ojeó el mapa que le habían facilitado en Oviedo. Por desgracia, el sector de El Escamplero estaba muy apartado de Mieres. De hecho, esta villa quedaba fuera de imagen. Pensó en volverse para la ciudad sitiada y aseverar que se había extraviado, pero lo tenían cogido. ¿Cómo explicar que había salido por un puesto de control del sur, en vez de por el oeste? Se la jugaban él y sus compañeros circenses: Aranda era un hombre tranquilo, pero no bromeaba, y menos, en la situación desesperada en que se encontraba. En fin, habría que arriesgar. Después de todo, tenía su inteligencia y una brújula. Sólo le faltaba la moneda de la suerte.
A golpe de barro y de extravíos, le amaneció no lejos de Trubia. Por fin empezaba a transitar por zona incluida en su mapa. Tal vez se relajara, o quizá le venciera el sueño. Lo cierto es que se dio de manos a boca con una patrulla de la FAI, a juzgar por el rojo y negro de sus pañuelos.
¿A dónde vas, camarada, a estas horas?
Hermann decidió jugársela. Farfulló algo sobre el comandante Carrocera y, acelerando bruscamente la moto, se echó encima de los patrulleros. Entre la sorpresa y la mala puntería, llevaba camino de burlarlos, cuando la moto se levantó de atrás y dio con sus huesos en el suelo. La culpa había sido del barro y de una gruesa rama atravesada en el camino, pero el magullado conductor era de ideas fijas:
¡Maldita BMW! ¡Tenías que hacer una de las tuyas!
Los perseguidores se le echaron encima, no sin que antes Hermann tirara a la espesura la cartera con los despachos que Aranda le había confiado. Le dio igual: el fusil y el intento de huida lo delataban. Estuvieron a punto de matarlo allí mismo, pero prevaleció la sensatez:
Llevémoslo al puesto de mando, para que le saquen todo lo que puedan.
El mando radicaba en la Fábrica de Armas trubieca. El oficial al frente, correctamente uniformado y con las insignias de teniente, no necesitó de muchas indagaciones:
¡Caramba!, si es el hombre de la moto. ¡Cuánto honor!
Resultó que lo había visto actuar en Oviedo, antes de pasarse él a los republicanos. Se sabía toda la historia y lo trató con respeto. Tal vez no hubiera resuelto en su contra, pero el comisario político fue inexorable. Era alemán, irregular y les había burlado muchas veces. ¡Trato de espía y fusilamiento en el acto! El teniente no estaba dispuesto a discutir por él. Así que Hermann jugó la última carta:
Yo que ustedes me andaría con tiento. Soy héroe de guerra de la Unión Soviética y amigo personal de Stalin.
Todos los presentes se echaron a reír. El comisario, además, puntualizó:
Camarada, aquí somos todos anarquistas. Te habría ido mejor si hubieses conocido a Kropotkin o, por lo menos, a Durruti.

Lo siento, no he tenido el gusto, fueron las últimas palabras de Hermann Abel en este mundo.

 
***
Días más tarde, en vísperas de la rotura del cerco por las columnas gallegas, don Avelino Vallaure fue ejecutado en la cárcel de Oviedo. Si algún consuelo tuvo en aquellos momentos, fue el de saber que Carmencita estaba segura y en manos amigas. Como dijo a su esposa en su última visita:
Y yo que me enfadé con el alcalde por encargarme la concejalía de ferias y fiestas. Si no hubiera sido por eso, no hubiera conocido al hombre de la motocicleta.

Epílogo
En los últimos días de la batalla del Ebro, Aranda charlaba distendidamente con sus ayudantes. Uno de ellos, veterano del cerco y asedio de Oviedo, comentó:
¡Qué tiempos aquellos, en el filo de la navaja! ¿Sabe, mi general, de quién me acuerdo a menudo? De aquel alemán que manejaba la motocicleta como los ángeles. ¿Qué habrá sido de él?

Me llegaron noticias de que lo fusilaron en Trubia. ¿Por cierto, saben que era un héroe de la guerra civil rusa? Así que iba de guerras civiles: Rusia, Alemania y, finalmente, España.
Los contertulios del general quedaron callados, como esperando que este prosiguiera. Así que Aranda, estudioso y buen conversador, les contó:
Abel llegó a sargento del ejército alemán en la Primera Guerra Mundial. En la primavera de 1918 servía en el ejército del este, que acabó con la resistencia rusa y obligó a los soviéticos a abandonar Ucrania. Los alemanes se volvieron entonces todos al frente del oeste, pero el sargento y otros muchos militares de izquierdas no estaban por la labor de continuar la guerra en Francia y dejar a los bolcheviques a merced de polacos, ucranianos y blancos. Así que Abel desertó y se ofreció al Ejército Rojo como instructor. Le mandaron al sector del Volga, donde Stalin y Vorochilov resistían desesperadamente en la ciudad clave de Tsaritsyn, hoy conocida por Stalingrado. Las fuerzas blancas de Denikin los tenían cercados, mientras en el sector del Cáucaso, Egórov y el famoso Budenny se limitaban a limpiar el terreno de los últimos enemigos, empleando en ello tropas evidentemente excesivas. Stalin logró que el mando supremo en Moscú considerara prioritario conservar Tsaritsyn y mover tropas a tal efecto. Pero los blancos se interponían en el camino y era esencial coordinarse. Y ahí es donde entra Abel, gran motorista, de 22 años entonces y en poder de una casi flamante motocicleta Indian de más de 500 caballos (la famosa Powerplus), que habían arrebatado a Denikin del material enviado por los americanos. Entre mayo y agosto de 1918, Abel recorrió incansablemente la estepa, con su moto, a la que había acoplado un depósito adicional de combustible. Llevó despachos, sirvió de enlace, espió los movimientos de tropas y animó a todos con su heroísmo. Hasta se puso precio a su cabeza, pero nadie logró descabalgarlo de su Indian. Por su valerosa conducta, fue condecorado personalmente por Lenin con la Orden de la Bandera Roja. Luego pasó a Alemania, habiendo constancia de que apoyó el movimiento comunista de Berlín, la famosa revuelta de enero de 1919, que acabó en derrota y ejecución de Rosa Luxemburgo y otros. Ahí se perdía la pista de Abel, hasta que apareció por Oviedo, donde volvió a ejercer, como ven, las artes de su juventud, sólo que para muy otras fuerzas políticas.

¡Demonios, mi general, sabe usted de ese tipo más que nadie!

No lo crea, y tampoco sería mérito mío. Hay libros sobre el cerco de Tsaritsyn y Lunacharski escribió sobre Abel una pieza teatral corta, que creo se llamaba El héroe de la motocicleta. De hecho, en cuanto vi el nombre de Abel en la propaganda del circo, me vino la idea a la cabeza,… para desgracia de él, por lo que luego se ha visto.

 
***
El héroe de la motocicleta. Tal vez debiera yo haber cambiado el título de este relato, para acomodarlo al de la obra de Anatoli Vasílievitch, que no he podido encontrar. Pero, después de todo, pienso que a Hermann Abel, a tenor de lo que yo sé de él, le habría gustado más verse valorado como hombre, que no como héroe. De lo de ángel, mejor no hablar, mal que le pesara a Albertito. Si dicen que Lunacharski juzgó y ejecutó a Dios, ¡qué no habría hecho con uno de sus emisarios!

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