viernes, 3 de septiembre de 2010

Confidencias del Hofburg

El trágico primer matrimonio del futuro emperador de Austria, José II (1741-1790), visto desde una perspectiva cuasi-policiaca, a través de los ojos del caballero Gluck, el famoso compositor (1714-1787). Una muestra de que la homosexualidad (en este caso, la femenina) ha tenido un importante y larguísimo recorrido en la gran Historia.



Trabajos de amor sufridos

El caballero Gluck parecía estar en la cima de su talento. Unos días antes, el 5 de octubre de 1762, había estrenado en Viena Orfeo y Eurídice, el primer gran fruto de su nueva forma de entender la ópera. Como le había dicho el conde Durazzo, factótum del teatro de la Corte, “había madurado”. Una afirmación que nada tenía de extraña, si se tomaba en cuenta que el compositor frisaba los cincuenta años y hacía unos diez que había entrado al servicio de la casa real con el cargo de maestro de capilla. La reina María Teresa (emperatriz consorte y sólo un poco más joven que él) le había confiado la formación musical de sus hijas, aquel ramillete numeroso y variopinto de archiduquesas. No todas le habían salido alumnas aventajadas; incluso, diríase que su hermano y príncipe heredero, José, las superaba musicalmente a casi todas. A casi todas, pero no a la totalidad. Ahí estaba María Cristina, la bella y alegre Mimi, para demostrarlo.
Nuestro músico, caballero de la pontificia orden de la Espuela de Oro, no era un novato en eso de tratar –y enamorar- a jovencitas. Su dedicación al itinerante mundillo de las compañías operísticas le había regalado una inestimable experiencia de amoríos y conquistas, la cual incluía el haberse contagiado una enfermedad venérea a través de una prima donna. “Siempre ha habido clases”, se dijo a sí mismo, cuando constató su procedencia. Cambió a una compañía más seria, se sometió a un tratamiento lacerante y, decidido a sentar la cabeza, contrajo matrimonio con una rica heredera vienesa, con influencias en palacio: ¿qué más se podía pedir?

Lo cierto es que sus imperiales discípulas habían ido creciendo. Sin ir más lejos, Cristina había cumplido los veinte años. ¡Quién los pillara!, pensaba Gluck el día, meses atrás, en que había ido a felicitar a la veinteañera por su cumpleaños. Como regalo, en una carpeta de genuino cordobán con cantoneras de plata, la partitura escrupulosamente transcrita de un ballet inédito. La princesa, sin embargo, parecía un poco decaída, como en ocasiones anteriores. Gluck se atrevió a preguntar:

¿Pero cómo, archiduquesa, también hoy estamos con esas?

Querido maestro, lo siento, pero me resulta imposible olvidarle.

Señorita, como vuestro profesor y devoto amigo, me permito recordaros que tenéis el deber de ser feliz y hacer felices a los que os rodean. ¿No hay otro galán a mano para la princesa más bella y divertida de este castillo?

Mimi estuvo a punto de echarse a reír, ante el énfasis y apasionamiento de su viejo maestro. Sintiendo sincero su interés, le confió:

He hablado seriamente con mamá y me ha prometido que podré elegir el pretendiente que yo desee, sin intromisiones por su parte. Sólo exige que sea de la alta nobleza y que no esté “infectado del morbo gálico”, como ella llama a los filósofos y librepensadores del estilo de Rousseau y Voltaire.

Vamos, que de Luis Eugenio, nada de nada, pero en cuanto al resto, libre elección. ¿Sabéis que no es mal panorama, después de todo?

Sí, supongo que otros vendrán, pero sólo yo sé lo que sufro y me devano los sesos, pensando en lo que pudo haber sido y no fue. Le aseguro, querido maestro, que muchas veces he pensado en escaparme con él, si hubiera tenido el valor de pedírmelo.

Líbreos Dios, archiduquesa. Vuestra madre os ama hasta un punto, que yo me atrevo a calificar de favoritismo. Si el de Wattenberg os hubiera hecho la menor insinuación contra vuestro honor, hubiera peligrado su cabeza. Así que disfrutad de este ballet que he compuesto para vos y esperad un poco, que todo llegará.

Quizá tengáis razón. Después de todo, hay en este palacio quienes están mucho peor que yo. Gracias por vuestro regalo: espero que sea del estilo del espléndido Don Juan que compusisteis el año pasado.

Bueno, un poco menos grandioso, pero hecho con mucho más cariño –concluyó Gluck, empezando a pensar en el sentido del “mucho peor que yo” de María Cristina -.

***

El príncipe heredero, José, celebró su vigésimo cumpleaños el año anterior. Unos meses antes, había contraído solemne matrimonio con la princesa Isabel, nieta de Felipe V de España y de Luis XV de Francia. El caballero von Gluck fue llamado prontamente por la princesa, tan bella y distinguida, como excelente conocedora de la música de su tiempo. A sus diecinueve años, no estaba en edad de recibir lecciones de canto y armonía con María Antonieta y las demás archiduquesas niñas, pero el maestro de capilla constató que, tanto como hablar de música, la princesa sentía la necesidad de superar soledad y sufrimiento. Lo primero era comprensible para quien procedía de una pequeña corte ducal y tenía unas vivencias sustancialmente italianas. De lo segundo, Gluck tuvo atisbos, desde el momento en que Isabel le contó ciertas cosas de sus padres, que marcaron su infancia de manera decisiva:

Perdone, maestro, pero me han dicho que tenéis una esposa bastante más joven que vos. ¿Es ello cierto? ¿Sois felices en vuestro matrimonio?

Pues, efectivamente, es cierto. Le llevo a mi esposa unos quince años, pero eso no ha sido óbice para que ella se sienta a gusto conmigo, según creo.

Me alegro mucho y os debo una explicación por mi curiosidad. Me tocó vivir en el seno de una familia desavenida, en mi opinión, por causa de un matrimonio descompensado por la edad. Ciertamente, mi padre sólo era siete años mayor que mi madre, pero la llevaron al altar con apenas doce años y me tuvo a los catorce. Comprenderéis que mi vida girase siempre alrededor de mi madre, siendo ella tan joven y con una relación conyugal que me atrevo a calificar de desastrosa.

Pero, princesa, permitidme el exceso de calificaros de prodigio de belleza y distinción. Vuestra formación es excelente y es lugar común en la corte que vuestro marido –que tiene vuestra misma edad- está profundamente enamorado de vos. No creo, pues, que la infancia os haya marcado tan negativamente como pensáis.

No tenéis ni idea de ello, caballero. Mi madre y yo establecimos una relación tan estrecha, como puede serlo la de una madre con su hija, al menos, hasta que nacieron mis dos hermanos, cuando yo había cumplido ya los diez años de mi edad. El tener que compartir a mi madre, y sus desarreglos de salud, generaron en mí una terrible melancolía y pensamientos recurrentes de una muerte próxima.

He oído en la corte que vuestra madre falleció, aún muy joven, poco antes de que llegaseis para casaros.

Así es, en efecto. Murió a los treinta y dos años, cuando más hubiera yo necesitado de sus consejos y cuidados, ante el paso terrible que estaba a punto de dar o, mejor dicho, de que dieran por mí.

¡No digáis paso terrible! Vuestro esposo es un joven bien parecido, digno y culto y, a lo que se ve, sólo piensa en haceros feliz. Incluso es excelente conocedor de la música, el noble arte que también concita vuestras atenciones.

Sois muy considerado, señor Gluck, pero no todo es música y cariño, para poder llegar a mi corazón. En fin, os suplico olvidéis cuanto os he dicho y no os sintáis mal por mí. De todos modos, acudiré a vos para alimentar mi pasión por la música, que tanto me reconforta.

Estoy a vuestra entera disposición, princesa. Y contad con mi absoluta discreción.

Desde aquel día, la princesa y el compositor no habían vuelto a hacerse confidencias. Parecía, incluso, que ambos sintieran vergüenza de su inicial debilidad. No obstante, la música los unía frecuentemente y Gluck tenía hacia ella consideraciones especiales, fruto de creerla necesitada de atención y cuidados. Las razones de tan peculiar manera de pensar las hallaremos en las enfermizas relaciones entre Isabel y su esposo, que resumiremos a continuación.

***

Pocos matrimonios de conveniencia despertaron pronto tan profundo amor. El príncipe heredero quedó fascinado por la belleza, inteligencia y encanto de Isabel, para no hablar de sus grandes dotes musicales. Por otra parte, toda la corte pensaba como José. La princesita de Borbón-Parma había encantado en el Hofburg vienés. En particular, había hecho muy buena amistad con su cuñada Cristina, de edad casi igual que la suya.

El heredero, que siempre había estado rodeado de féminas, un tanto abandonado de su padre -constantemente preocupado por intereses económicos, más que políticos-, había desarrollado, junto a un carácter severo y laborioso, una forma de trato tímida, sutil y muy cortés, un tanto femenina, no del agrado de su mucho más decidida madre. “Más furor y menos música”, se dice que llegó a decir la gran María Teresa, un día que el príncipe, habiendo recibido una muestra insólita de descortesía del canciller Kaunitz, no respondió de otra forma que retirándose a sus aposentos a componer unas variaciones a la espineta.

Furor y música, aunque amatorios, volcó José en Isabel, construyendo todos los momentos de su vida en torno suyo. A cambio, cuanto mayores y más constantes pruebas de amor le daba, más se encerraba la princesa en sí misma, reaccionando a su presencia y atenciones con distanciamiento y melancolía. El mal correspondido esposo supo pronto, por un medio u otro, de la triste infancia de su amada y de sus premoniciones de dolor y de muerte. José, sin confiar a nadie sus cuitas, perseguía a Isabel por las estancias de palacio, mientras esta le rehuía y buscaba la compañía de sus damas y cuñadas, para evitar quedarse con él a solas. En esta táctica, encontró la cándida cooperación de la archiduquesa María Cristina, desolada entonces por la prohibición parental de sus relaciones con Luis Eugenio de Wattenberg, tan amante de Voltaire como el rey prusiano Federico II, enemigo irreconciliable de María Teresa. ¡Cuántas mañanas de paseos por los jardines, cuántas veladas de dúos musicales, pasaron Cristina e Isabel, para felicidad mutua y desesperación del esposo de esta!

La situación de tensión llegó al paroxismo cuando, conforme a lo preceptuado, los jóvenes esposos hubieron de dedicarse a las actividades preparatorias del nacimiento de su primer hijo. Pese a todos los pesares, era llano que José “afrontaba la tarea con la mejor de las disposiciones”, como informó a su padre el propio príncipe, a preguntas del emperador. Por el contrario, Isabel, aunque mentalmente consciente de su deber de dar a luz a un heredero, sentía una aversión ante la probabilidad de quedar embarazada, que acabó volviendo contra su esposo. Sólo ella sabía la repugnancia con la que afrontaba las relaciones íntimas con José, comparable con la intensidad del disimulo o disfraz de pasividad con que actuaba, para no ofender a su esposo más allá de lo tolerable.

La naturaleza no suele entender de sentimientos. A los ocho meses de casados, Isabel quedó encinta. El embarazo fue un calvario de depresión y otros problemas psíquicos, que generaron honda preocupación en la corte. Finalmente, en marzo de 1762, la princesa dio a luz a una niña, que fue bautizada con el nombre de María Teresa, en honor de su augusta abuela. Durante un breve tiempo, pareció como si madre e hija fueran a revivir la honda y exclusiva relación que la propia Isabel había tenido con su madre; pero esta no había tenido que luchar contra el indeseado amor de un marido apasionado. En contra del consejo de su madre, José se apresuró a reanudar las relaciones conyugales, con el pretexto de traer al mundo a un hijo varón. Isabel estaba débil y desesperada. En agosto del citado año de gracia, tuvo un aborto, lo que todavía agravó más sus sufrimientos morales, hasta el punto de perder la ilusión por vivir.

Durante todo este tormento, Isabel trató de apoyarse en Cristina, más que en ninguna otra persona. Su cuñada no dejaba de ayudarla con su presencia, alegre y cariñosa, pero no parecía dispuesta a permanecer constantemente a su lado. Percibía, tanto en José, como en su madre, cierto enojo por tan frecuente intromisión. Además –como ya sabemos-, tenía sus propios problemas y sinsabores. Empezó a buscar disculpas de sus ausencias y a menudear las visitas a los palacios reales de los alrededores de Viena. Pudo comenzar así una copiosa correspondencia, que ha hecho las delicias de historiadores y curiosos; cartas diarias, extensas, sinceras, en las que contrastaba la alegría y esperanza que reflejaba Cristina, con el pesimismo y la creciente obsesión por la muerte de Isabel.

La reina interviene

La reina y emperatriz consorte había seguido muy de cerca, como es natural, cuanto hemos dejado dicho en el capítulo anterior. En su mano estaban casi todos los datos, pero no era capaz de seguir el hilo conductor que le permitiera encajarlos y adoptar una decisión al respecto. Su corazón maternal se acongojaba, más que por aquel hijo en que hasta entonces ni había confiado ni lo comprendía, por la nietecita que llevaba su mismo nombre. Aplazó cualquier decisión drástica, hasta comprobar que el instinto maternal de su nuera resultaba totalmente insuficiente para remontar la situación y hacerse cargo de sus nuevas responsabilidades. Pero, cuando el aborto del mes de agosto llevó a Isabel al borde de la autodestrucción, María Teresa se decidió a actuar, con cautela pero a fondo. El problema era en quién apoyarse y confiar, pues era obvio que habría de ser alguien de toda confianza, ajeno al ámbito de la familia o de la política. La casualidad le dio una acertada elección.

Había mandado llamar a Gluck para felicitarle por su operone, como Durazzo la había calificado, y para encargarle la adaptara para su representación en el teatro imperial. El maestro de capilla tenía un día especialmente sentencioso; de modo que sorprendió a la reina:

Majestad, ningún honor mayor para mí que cumplir vuestro encargo, pero, desde la buena fe y la devoción que os profeso, me permito dudar de que sea una gran idea, al menos, por el momento.

Explicaos, caballero.

Me refiero al argumento, señora. Como sabéis, versa sobre el mito de Orfeo, con cuanto encierra de amor apasionado, hasta más allá de la muerte, pero que acaba en fracaso y tormento para el corazón del esposo.

¿Y bien? ¿No es sobradamente conocido, como para resultar acongojante?

Este es precisamente el anhelo que pretende mi música. Pero, en todo caso, temas de amor, muerte y fracaso me parecen demasiado próximos –y perdonad mi atrevimiento- a sentimientos muy dolorosos que se viven en este palacio.

Por un momento, María Teresa estuvo a punto de responder desabridamente a su empleado. No obstante, prefirió cargarse de razón y dejó explicarse al compositor, mientras ella misma rumiaba la idea que iba surgiendo en su mente:

¿Qué queréis decir? ¿A qué sentimientos dolorosos hacéis referencia?

Majestad, si soy un buen profesor de música, es porque también me intereso por mis alumnos y ellos confían en mí. No me forcéis a entrar en detalles que conocéis mucho mejor que yo. Aludo al triste sino del príncipe heredero –que Dios guarde- y de su fascinante esposa. Si la música puede hacer algo por iluminar sus vidas, no será precisamente la apasionada y trágica de mi Orfeo.

Está bien, trataremos de ello en otro momento. Pero decidme, Gluck, ya que veneráis a vuestra reina y amáis a mis hijos, ¿estaríais dispuesto a hacer algo por nosotros, con toda la reserva de que seáis capaz?

Contad conmigo para lo que decidáis encomendarme, y con mi discreción absoluta.

Está bien, prestad atención.

María Teresa hizo un preciso resumen de los hechos y sentimientos que el maestro conocía ya suficientemente, y nosotros con él. Manifestó la necesidad de saber con seguridad y precisión sus causas y concluyó:

Maestro de capilla, no pido que os convirtáis en un espía, ni en un delator. Se trata de que descubráis, en bien de todos nosotros, el demonio que anida en el paraíso de ese desgraciado matrimonio. Sólo así podremos conjurarlo y expulsarlo. Vuestros esfuerzos serán recompensados y vuestra tarea, ignorada de todos, menos de esta madre y abuela que desde el trono os habla.

Haré cuanto esté en mi mano. Por esta vez pondré mi talento al servicio de un drama humano y de las pasiones cotidianas; la música y las palabras adquirirán parecida importancia. No deja de ser mi ideal operístico; así que se supone que podré complacer a su majestad,… o no mereceré el título de músico de la corte.

Id, maestro, con Dios y con vuestra sabiduría. Y rendidme cuenta de vuestros progresos.

***

No le fue difícil a Gluck integrarse temporalmente en el séquito de la princesa, cada vez más criticada y solitaria en vista de su carácter triste y depresivo. Su mayor acierto fue servirse de la intermediación de la archiduquesa Cristina, en vez de los buenos oficios de su hermano José. La larga mano de la reina hizo el resto, en orden a liberarlo de otras tareas y concitarle el apoyo de las damas más íntimas de Isabel, bien dispuestas en principio hacia el músico, dado su común uso del italiano.

El momento era difícil, pero oportuno en cierto modo. A finales de noviembre, Isabel empezó a notar síntomas de encontrarse nuevamente embarazada. Gluck se ofreció, además de a seguir con sus casi diarios recitales de los más variados instrumentos, a acompañarla en sus paseos, como “la forma más segura de evitar la nostalgia y el aborto”. Apoyada en su brazo, la princesa recorría los interminables pasillos e infinitas estancias del Hofburg, en periplos que el músico hacía gratos contando anécdotas (reales o inventadas) e improvisando juegos y ocultaciones que hacían la desesperación de la servidumbre. En los jardines, pese al frío reinante (en cualquier caso, no mayor que en palacio, pese a las estufas, al decir de Gluck), hacía reposar a Isabel protegida por mantas, y bailaba y cantaba para ella, al estilo de la ópera bufa, o imitando los sonidos de los pájaros. Finalmente, tuvo una idea feliz, que presentó a su acompañante como secreta, aunque hubiese obtenido a regañadientes la venia de la reina. Dos veces por semana, en carruaje de servicio o a pie, sacaba furtivamente a Isabel del palacio y la llevaba de incógnito a visitar los comercios, cafés y mercados más animados o elegantes de Viena. La estrategia (cada vez más sincera y grata para el maestro) iba dando sus frutos. Isabel olvidaba en ocasiones su dolor y asimilaba los aspectos positivos de un nuevo embarazo (“seguramente, el último, si resulta ser un niño”). Cercanas ya las Navidades, a tanto llegó la distracción de la princesa, que, al despedirse el músico de ella a la caída de la noche, Isabel se quedó con la boca abierta, enrojeció y exclamó:

¡Señor!, pero si no he escrito hoy la carta.

¿Qué carta, princesa?

La carta a mi cuñada Cristina. Suelo escribir todos los días, para contarle acerca de mi estado de salud.

Gluck quedó muy sorprendido. Aunque le había llamado bastante la atención que Isabel, por muy deprimida que estuviera, dedicase sus buenas dos horas (generalmente, por las mañanas) a la correspondencia, no sospechaba que la destinataria fuera invariable y, menos todavía, que escribiese a una persona que compartía residencia con ella o la veía con máxima frecuencia. De repente, le vino a la cabeza lo de “en este palacio hay quienes están peor que yo” y supuso que Cristina era el paño de lágrimas de su cuñada, siendo esa la clave del constante intercambio epistolar. En aquel momento, la hija favorita de María Teresa pernoctaba en Schönbrunn. Gluck se ofreció:

Si tan importante es, señora, yo mismo puedo llegarme con un carruaje hasta allí, o encargar a un hombre de confianza que lleve inmediatamente la carta.

¿Me haríais ese favor? La verdad es que nadie más indicado que vos, tan devoto de Cristina, para cumplir el encargo, dado la avanzado de la hora.

No se hable más, esperaré en la antecámara a que concluyáis la misiva.

Hora y media más tarde, alrededor de las siete y media, Isabel había terminado la carta. Estaba sellada con lacre, pero carecía de cualquier referencia a su destinataria. Gluck la guardó bajo la prenda de abrigo y prometió nuevamente cumplir el encargo acto seguido. Isabel sonrió:

¿No os echará de menos vuestra joven esposa?

No tan joven. Acaba de cumplir los treinta y, aunque me quiere, puede pasarse sin mí unas horas –replicó el compositor, devolviendo la ironía.

No hubieron de pasar horas, sino minutos. El maestro había tomado la decisión de manera fulminante. Los rostros de María Teresa, Cristina e Isabel se habían fundido en su cerebro, como un trío operístico. Algo tenía esa carta que no podía esperar a mañana; algo que podía ser lo que la reina estaba esperando saber para remediar la desgracia de la familia. No se cuidó de que él era el portador oficial, ni de que tenía que quebrantar el sello. Entró en su casa sin apenas saludar a Maria Anna, se recluyó en la sala de música, abrió con cuidado la misiva, arrimó una vela y leyó.

Las palabras cayeron en su mente como plomo derretido; los sentimientos, cual torrente incontenible. Se trataba de una absoluta, apasionada, tremenda carta de amor.

***

Pasó la mayor parte de la noche pensando qué hacer. Nada, desde luego, que fuera completamente bueno, honesto o inocuo: era demasiado tarde. Lo más directo era entregar la misiva a la reina y, seguidamente, alejarse de la corte. Lo más humano, deshacerse de la carta y reconocer el fracaso de la real comisión. Lo más recto, llevar el documento a Cristina, con cualquier disculpa por la rotura del sello, y callar. Lo más astuto, simular un accidente o un asalto y disculparse ante Isabel. El compositor nunca se las había visto más negras: no sólo tenía que crear la música, sino improvisar el libreto, y no había ningún Metastasio o Calzabigi que le sacase del apuro. Finalmente, ya de madrugada y tras leerla por enésima vez, avivó el fuego y echó la carta a la estufa, con una frase que quería ser graciosa:

Esto sí que da calor y no la madera que usan en el Hofburg.

Pasó por palacio al salir el sol y pidió audiencia a la reina, asegurando la urgencia del caso y entregando un escueto billete al gentilhombre de jornada:

Majestad, estoy en condiciones de desvelar el secreto que os aflige

María Teresa lo recibió en privado. Gluck le transmitió la terrible noticia, de la forma más neutra y superficial que supo, sorteando los regios anhelos de llegar hasta el fondo del asunto. La princesa no sentía ninguna atracción por los hombres, incluido el archiduque José. Los traumas de la infancia eran la causa más probable de tal inhibición. Sufría terriblemente por no poder corresponder a los anhelos de su esposo, pero lo más aconsejable era que este conociera la situación y actuara en consecuencia, con respeto y prudencia. De otro modo, Isabel no podría resistir la situación y sus hijos serían los primeros en sufrir las consecuencias.

La reina quiso saber el origen de la información. El maestro de capilla se remitió a las confidencias verbales de la princesa y a ciertas consideraciones que había escuchado de sus damas y a la archiduquesa Cristina –toque sibilino de atención para que esta fuera más prudente, en toda la extensión de la palabra-. Rompiendo con un último resto de pudor, María Teresa insistió:

Si a la princesa no le atraen los hombres, ¿acaso es que siente inclinación por las mujeres?

Lo ignoro, majestad. Sus confesiones no llegaron a tanto.

¿Eso es cuanto teníais que manifestarme?

Así es, señora. A fin de cuentas, para dar buen fin a este trágico asunto, no se trata sólo de saber, sino también de comprender y amar.

Soy reina y soy madre, maestro de capilla. No tenéis que recordarme mis obligaciones.

Gluck encajó la reprimenda, aunque no dejó de pensar que mal irían las cosas si se las enfocaba en términos de obligaciones. Pero bastante tenía él con pechar con las inevitables consecuencias de su propia conducta.

***

Apenas un mes después de la audiencia real, Gluck fue expulsado sin miramientos del séquito de la princesa. Sorprendentemente, no fue debido a su falta de fidelidad para con ella, sino al hecho de haber abortado nuevamente. Como comentó a su mujer, “no es la primera vez que me despiden por no apreciar mi música; pero esta ocasión es la primera en que me echan por haber fracasado como higienista”.



Epílogo al cinematográfico modo

Las páginas precedentes tienen mucho de realidad y bastante de cuento. Lo que sigue, a modo de flashes al final de una película, resume el futuro de nuestros personajes con toda verdad.

***

El caballero Gluck continuó al servicio de María Teresa hasta 1770, en que pasó a París, bajo el patronazgo de su antigua alumna, la archiduquesa María Antonieta, cuando esta contrajo matrimonio con Luis XVI de Francia. Posteriormente, regresó a Viena, en donde vivió retirado hasta su muerte, producida en 1787.

***

María Teresa de Austria continuó gobernando sus Estados y su familia con suerte varia, enviudando en 1765 y pasando a mejor vida en 1780.

***

La princesa Isabel, tras su aborto de enero de 1763, enfermó de viruela y falleció de sobreparto en noviembre del mismo año. El fruto prematuro de este embarazo recibió el nombre de Cristina y falleció a las pocas horas de nacer. Por su parte, la archiduquesita María Teresa falleció a los siete años de edad, a consecuencia de una pulmonía. Su madre había profetizado que la seguiría en el camino de la muerte, poco después que ella.

***

El archiduque heredero, José, fue asociado en el gobierno por su madre en 1765, al fallecer su padre. Entre 1780 y 1790 gobernó en solitario con dedicación y prestigio, bajo el nombre de José II, por el que ha pasado a los anales de la Historia como uno de los más destacados monarcas del Despotismo Ilustrado. Nunca superó la muerte de su primera esposa y su segundo matrimonio con María Josefa de Baviera fue infeliz y no le dio hijos, como esperaba.



***

La archiduquesa María Cristina contrajo matrimonio en 1764 con el duque Alberto de Sajonia, por amor y con felicidad. No tuvieron descendencia, por lo que adoptaron a un familiar, que pasó a ser el archiduque Carlos, vencedor de Napoleón en la batalla de Aspern. María Cristina, Mimi, falleció en 1798, tras una vida rica en responsabilidades políticas.

***

De la correspondencia amatoria entre la princesa Isabel y la archiduquesa Cristina, sólo se han conservado las cartas de Isabel. Las de Cristina fueron confiscadas poco después del fallecimiento de Isabel y se han perdido.

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