jueves, 30 de septiembre de 2010

Un encuentro inesperado

A mi primo Gerardo, para que no se
jubile también del fútbol-sala

     No futboleros, abstenerse. He aquí que el fenomenal y dramático Garrincha (1933-1983) entra en nuestro campo de juego, visto –o, mejor, entrevisto- por un español, extremo derecha frustrado, que, por mor de las lesiones y los vaivenes de la vida (¡no por falta de clase!) hubo de conformarse con ser catedrático universitario


1. El ídolo

     Ser un buen extremo-extremo en el fútbol es un don de la naturaleza. Exige velocidad, regate seco, excelente tino para centrar a la altura y lugar adecuados, egoísmo y malicia para finalizar la jugada cuando el portero esté descolocado o los compañeros no tengan suficiente presencia en el área. Pero no crean que todo son cualidades deportivas. El jugar al borde del terreno facilita las entradas, más o menos fuertes, del defensa, los insultos y lanzamientos de objetos por el público contrario, las críticas y rociadas del entrenador desde el banquillo. Un extremo ha de acostumbrarse a todo eso, por más que las leyes de la física le impongan una anatomía aparentemente frágil, una estatura no muy aventajada y una suave curvatura de las piernas. Si, además de todo ello, es optimista, alocado y algo sordo, le será muy útil.

     No hace falta que les diga que tan temeraria descripción se acomoda precisamente a mi persona. Tal vez por ello, despunté muy pronto como extremo derecho. Supongo que también influiría la vocación deportiva del colegio y mi afanosa dedicación al balompié, en detrimento de otras ocupaciones y estudios de mayor provecho, como se encargaba de recordar mi padre, cada vez que llegaban a casa las calificaciones del centro educativo, con una frecuencia verdaderamente agobiante.

     Andando el tiempo, el fútbol y las chicas pasaron a constituir el núcleo de mi interés y mi entrega, en una mezcolanza que yo juzgaba perfecta, a tenor de los bombones que acompañaban a los futbolistas profesionales. Claro que yo estaba lejos todavía de los grandes estadios, pero por algo se empieza. En mi caso, ese prometedor comienzo fue el llamamiento para la selección juvenil de mi región, como número siete en una delantera que pasaría a la historia, cuando dos de sus componentes llegaron a jugar en la primera división; uno de ellos, el interior derecho, alcanzó a ser uno de los históricos del Real Madrid y de la Selección Española. Si me limito a consignar sus iniciales, A.A.V., será suficiente para convencerles de que no miento, sin por ello ofender la conocida modestia de mi viejo amigo.

     Eran buenos tiempos para el fútbol. Por la banda izquierda, un chico español había de tener como modelo a Gento. Por la derecha, la cosa era más discutida, aunque no para mí. Mi ídolo era, sin duda, Garrincha. No era mucha la información gráfica que nos llegaba entonces del otro lado del Atlántico, pero nuestra imaginación, forjada en las páginas de Marca, era mucho más fértil que en esta época presente de civilización audiovisual. El rostro anguloso de Mané, coronado de cabello crespo, sobresaliendo orgulloso de la camiseta blanquinegra del Botafogo, presidía la pared, justo encima de mi mesa de trabajo. En mis sueños, el as de la Canarinha ensayaba aquellos regates imposibles que culminaban con un centro endiablado, o en las redes de Inglaterra o de Chile. Creo recordar que, por aquel entonces, ni siquiera sabíamos que el ángel de las piernas torcidas tenía la izquierda seis centímetros más larga que la otra, como probable consecuencia de una poliomielitis. De haberlo sabido, no sé si lo habría admirado aún más, ni si habría tratado de ponerme un suplemento en la bota. ¡Señor, qué genio de la adaptación!
***

     El tiempo pasó, para Garrincha y para mí, de manera hasta cierto punto parecida. El fenómeno vino a mucho menos cuando, a sus veintinueve años, hubo de operarse de los dos meniscos. A mí me bastó con un buen hachazo que me dejó temblando la rodilla derecha. Mané cayó en manos del alcohol y de otras lacras de la buena vida. Yo me dejé atrapar por las redes de la tuna universitaria, en la que fungí de pandereteiro, con más suspiros femeninos que nadie, a juzgar por el número de cintas de mi capa. Claro está que las exigencias de mi carrera de Medicina también tuvieron algo que ver con la escasa frecuencia de mis entrenos y en la minoración de mis ambiciones futbolísticas. Tras un poco brillante periodo de carreras por la banda de los estadios universitarios y de los patatales de regional, me consagré (¡yo también de blanco y negro!) en el Club Deportivo Badajoz de tercera división, mientras cumplía en la ciudad pacense mi servicio militar. Si hubiese sido ahora, ya saben ustedes que la categoría habría sido la segunda B. Y es que en eso del fútbol también se han generalizado los eufemismos.

     Por aquellas fechas ya existía la globalización en el deporte. De esta suerte, pude disfrutar en directo con el juego de Didí y hasta estrechar un día la mano de Vavá en el viejo Estadio Metropolitano. Pero nunca tuve la oportunidad de ver jugar a Garrincha en persona y, la verdad, tampoco me llegaron noticias detalladas de su purgatorio político y social, a raíz de su matrimonio con la cantante Elza Soares. Supongo que algo tendría que ver con tan discreto silencio el talante y pudibundez de la dictadura española de aquel larguísimo tiempo.

     Si la maravillosa dedicación de Garrincha al fútbol no le dio equilibrio ni riqueza estable, aparte la inmaterial de convertirse en la alegría del pueblo, mi alejamiento del deporte profesional tuvo mucho que ver con que sentara la cabeza y acabase convirtiéndome en un pediatra académico de prestigio. El gran invento del fútbol-sala me permitió matar el gusanillo de la afición, aletargada pero no extinguida, y codearme (y otras acciones de contacto, igualmente violentas) con mis alumnos, poniendo en el evento mi mayor entusiasmo y mejor clase balompédica. Algunos maliciosos llegaron a sostener que fui más popular y admirado por mis carreras con el balón pegado al pie, que no por mis clases. ¡Pura envidia!


2. El hombre

     Allá por mil novecientos ochenta, se celebró en Rio de Janeiro el congreso iberoamericano de mi especialidad. No me hacía mucha gracia realizar un viaje tan largo, a un país –como Brasil entonces- presa de una dictadura militar, cuando tan poco tiempo hacía que en España la  habíamos dejado atrás. El jefe del servicio, mi catedrático y superior, puso fin a las reticencias con irrebatibles argumentos:

-          Eduardo, eres un desagradecido. No sólo permites que la política se mezcle en tu profesión, sino que desprecias los encantos de una de las ciudades más bellas del mundo. Además, siendo soltero, no me digas que no te gustaría traerte como recuerdo del congreso a una bronceada garota de Ipanema

     En fin, ¡qué le vamos a hacer! Preparé al vuelo una ponencia sobre la diálisis peritoneal en los bebés menores de un año y allá que me fui con billete de ida y vuelta de la Varig. La enfermera supervisora, con entusiasta apoyo del resto del personal, me hizo una petición de regalo, mucho menos comprometido que el sugerido por mi jefe:

-          Doctor Vicedo, a ver si nos trae un par de loros: uno, verde y rojo; otro, amarillo y azul. He leído en Pediatrics to-day que su presencia en las salas del hospital acelera la convalecencia de los chiquillos.

***

     No les molestaré con los detalles de mi estancia en aquel congreso, pero sí les diré que los días –y las noches- transcurrieron con alarmante celeridad. Tanto es así, que llegó la penúltima jornada de mi estancia en Rio y aún no había hecho lo más mínimo por cumplir el encargo de las enfermeras. Y no sólo era desidia, o dedicación preferente a otros menesteres, sino el disgusto de cargar con un par de aves de notable tamaño, con sus consiguientes molestos garridos, más todas las gestiones para sacarlos del país con los debidos permisos. Recuerdo que me sinceré con el doctor Pinheiro, de la Facultad de Botucatú, con quien había hecho muy buenas migas:

-          Tal y como veo yo la cosa, querido colega, -me contestó- podría quedar usted como los propios ángeles llevando, no dos pesados y protegidos loros, sino media docena de pajarillos autóctonos, de colores llamativos y armonioso canto. Creo que los niños se lo agradecerán, por no hablar de las enfermeras.
     Dicho y hecho. Valiéndome de la guía telefónica, seleccioné una pajarería de llamativo anuncio, muy próxima al Teatro Municipal y, eludiendo la asistencia a las dos últimas disertaciones de la mañana, llamé un taxi y, en media hora, me constituí en la pajarería A Floresta da Tijuca, verdadero templo de la ornitología brasileña o, cuando menos, fluminense. Desgraciadamente, el empleado que me atendió no estaba a la altura del establecimiento: entre su modesto conocimiento de lo que vendía y mis dificultades insalvables con el portugués, llevaba cosa de diez minutos en la tienda sin conseguir centrar la transacción. El individuo acabó por dejarme sólo, entre jaulas, perchas y reclamos. Ya me disponía a abandonar la empresa, cuando un sujeto de mediana edad, más bien bajito y modestamente trajeado, me abordó y, haciéndose entender de mí gracias a la lentitud de sus palabras y a los gestos que las acompañaban, me dijo:

-          Perdone el señor, pero no he podido por menos de escuchar una parte de su conversación. Creo entender que está interesado en adquirir unos pájaros vistosos, no muy caros y que no tengan mucho problema para sacarlos de Brasil.
-          Pues, sí, así es, exactamente. Sólo que este empleado…
-          ¡Qué se va a esperar de él! Está aquí por tener un trabajo, no por amor a los pájaros.
-          Será eso. Lo cierto es que yo tampoco entiendo poco ni mucho de ellos. Es por mis pacientes, ¿sabe usted?

     Y, en breves palabras, le puse al corriente de mi encargo hospitalario, por mis lectores ya de sobra conocido. Mi interlocutor sonrió de oreja a oreja, y replicó:

-          Pues en ese caso, no se hable más. Los niños se merecen lo mejor, y que los animalillos no se pongan enfermos o se mueran, pues entonces quedarían aún más desconsolados.

     Recorrimos la tienda, de arriba abajo, seleccionando media docena de especímenes, número máximo en que yo había cifrado mi aportación a la alegría infantil del hospital. Mi gentil acompañante se desvivió por hallar los pájaros más sociables y vistosos, analizando su aparente salud, sexo y edad, así como la jaula más apropiada para su transporte y los granos más indicados para su alimentación. Manuel (así se me presentó, sin más) se entendió también con el encargado, para negociar precios y documentación legal y sanitaria. Me pareció que, pese a su presencia poco llamativa, era tratado con el mayor respeto y consideración:

-          Es que yo también soy un poco pajarero –me dijo guiñando el ojo-. Si tuviese usted tiempo, podría enseñarle mi colección.
-          Imposible, repliqué. Tengo que estar en el palacio de congresos a primera hora de la tarde. Pero sí que tendría muchísimo gusto en que me acompañase a comer por aquí cerca. Estoy un poco perdido y no me gusta comer solo. Podríamos hablar de pájaros, de medicina, de fútbol o de lo que usted quiera.
-          ¡Hombre, de fútbol! Algo sé de ello. Tendré el honor acompañarle, pero, como anfitrión, seré yo quien pague. De otro modo…
-          ¡Estaría bueno, yo invito y usted paga! De eso nada. ¡Qué vergüenza para mí!
-          Bien, no vamos a disputar por tan poca cosa. Pague usted, si eso le hace feliz. Le llevaré a algún sitio que no resulte demasiado caro.

***

     De aquella comida han pasado ya treinta años, demasiados para mi endeble memoria. Tan sólo me acuerdo vagamente de la disposición del modesto comedor, de los suculentos camarões que degustamos por un precio muy razonable y de la entretenida conversación de mi interlocutor, hablando de todo lo divino y lo humano, con una simpatía y cultura que no parecían congeniar con lo descuidado de su apariencia e indumentaria. A los postres, exclamé:

-          ¡Caramba! Ahora recuerdo que no hemos hablado nada de fútbol.
-          ¿Acaso fue usted jugador?, me preguntó Manuel.
-          Del montón y por poco tiempo. El suficiente para haber tenido a mi izquierda al gran A.
-          ¿El interior del Real Madrid? No fue mala compañía, no.
-          Y usted, Manuel, ¿le pegó al balón en serio?
-          ¿En serio? De ninguna manera. Yo sólo sabía jugar divirtiéndome.

     Nos despedimos. Aún recuerdo nítidamente su última frase, ya a lo lejos:

-          ¡Doctor, si los pájaros entristecen, póngales una marchinha de carnaval!

     Y rompimos en una carcajada.

***

     Horas más tarde, se celebraba la cena de clausura del congreso. Mi colega botucatuano sacó a colación el tema de mis pájaros y hube de contar, a él y a los demás comensales próximos, mi aventura ornitológica. Noté un interés especial en un colega carioca, que iba creciendo conforme yo hablaba de Manuel. Al concluir mi relato, comentó:

-          ¿Sabe una cosa, profesor Vicedo? Empiezo a sospechar que hoy ha tenido usted un encuentro histórico.
-          ¿Cómo dice, doctor Melo?
-          Quiero decir que, por los detalles que nos ha referido, el tal Manuel bien podría ser Manuel Francisco dos Santos.
-          ¿Y?
-          ¿No le dice nada ese nombre? ¿Y si le dijera que podría tratarse del gran Garrincha?

     Me quedé helado. Ahora que lo pensaba, sí que aquel tipo le tenía un aire al enorme jugador que, veinte años atrás, había yo entrevisto en las confusas fotos de Marca y en las mediocres imágenes en blanco y negro del Mundial de Chile. Y muchas cosas más coincidían, por lo que ahora me contaban: la afición a los pájaros, la penuria económica, la abierta simpatía… Tal vez, no fuera suficiente para una identificación policial, pero sí lo bastante para arruinarme la noche: podía tratarse de mi ídolo de juventud y lo había dejado marchar sin decirle lo mucho que había significado para mí, sin haberle mostrado cariño y solidaridad. El doctor Melo se percató de mi aire apesadumbrado. Me animó:

-          Es lo mejor que pudo pasarle. Garrincha no soporta la admiración; menos ahora, que está tan degradado. De haberlo reconocido usted, es muy probable que no le hubiera atendido como lo hizo.
-          Sí, ya, pero si por lo menos pudiese estar seguro de que era él…
-          Delo por cierto. Si lo desea, le mandaré a España alguna foto reciente de Mané y podrá comprobarlo.

     Se hizo el silencio. Con esa cortesía que distingue a sus compatriotas, Melo volvió a la carga:

-          Garrincha es más escurridizo, pero, si quiere, conozco a un periodista deportivo de gran prestigio en televisión, que podría facilitarle un encuentro con Pelé, mañana mismo.
-          ¿Con Pelé?
-          Sí, sí, con Pelé, con o rei en persona.

     Debió de ser Garrincha quien le respondió, bruscamente, por mi boca:

-          No me interesa o rei. Yo soy un incorregible republicano.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

El asunto Gógol

     Una orden imperial forzará una investigación sobre las extrañas circunstancias de la muerte de Nicolás Gógol (1809-1852) y de la destrucción por el fuego de parte de sus obras. Bajo la escrutadora mirada de un policía culto y minucioso, pasarán personas y personajes, reales en su mayoría, que irán dando sus propias y peculiares pinceladas al retrato del gran literato. Al final, las dudas iniciales se habrán despejado, pero quedará siempre el gran interrogante: ¿qué puede hacer de un hombre cualquiera un excelente artista? Y, en este caso, ¿por qué el creador de una obra de arte no va a tener la fuerza y el derecho de destruirla?

1.       Órdenes de San Petersburgo
     “A la atención de Su Excelencia el Comisario Principal, Maxim Pétrovich Artamónov, en Moscú.
     “De orden de Su Majestad Imperial, se servirá redactar y enviar a este Ministerio del Interior, en el  plazo máximo de tres meses, un completo informe sobre las causas del fallecimiento en esa Ciudad, el pasado 4 de marzo, del ilustre escritor Nicolái Vasílievitch Gógol. Hará extensivo dicho informe a investigar lo que haya de cierto en los rumores acerca de la destrucción, por esa misma fecha, de alguna o algunas de las obras del citado literato y, en su caso, de las causas de la misma.
     “S.E. dará al informe de referencia la máxima prioridad, empleando para ello los medios materiales y personales que juzgue convenientes.
     En San Petersburgo, a 26 de marzo de 1852.- El Ministro del Interior.”
      S.E. el Comisario Principal de Policía de la Ciudad y Distrito de Moscú, llamado por todos sus subordinados el Jefe o Kutúzov, no era hombre que se asombrase por casi nada. A sus sesenta y tres años de edad y diez como Comisario Principal de Moscú, había recibido numerosas comunicaciones del Ministro del Interior, con los más variados objetos. Incluso el de orden de su Majestad Imperial no era algo insólito. Hasta había llegado a pensar si algunos Consejeros imperiales no se aprovecharían de la buena voluntad del zar para forzar la mano en ciertas investigaciones policiacas. Así que, con su tranquilidad acostumbrada, releyó la orden y anotó en una hoja con membrete oficial aquellas palabras o expresiones que juzgaba más relevantes: “tres meses”, “muerte de Gógol”, “informe de máxima prioridad”. Posó la pluma en el tintero y se disponía a guardar el documento matriz en una carpeta rubricada “Urgente, en curso”, cuando sus ojos fijaron la atención en lo que resultó verdaderamente inusitado para el veterano policía: “destrucción de las obras… y las causas de la misma”.
      Artamónov sintió que un escalofrío recorría su columna vertebral, como aquél histórico día de Borodino, hacía ya cuarenta años, cuando participó en la gloriosa  y mortífera carga de caballería del príncipe Bagration. No era, por supuesto, cobardía ni indisciplina: se trataba de la inseguridad ante lo desconocido, de la desconfianza en llegar a dar cuanto se esperaba de él. Y es que el comisario no se había ganado el glorioso alias de Kutúzov por el mero hecho de que fuera bajo, macizo, cetrino y con unas pobladas cejas que imponían respeto. No, el apodo era fruto también de la similitud de caracteres, de esa manera de ser rocosa, tenaz y casi indestructible, nacida de la paciencia y de la impasibilidad. No vamos a poner en duda que Artamónov hubiera tenido, muchos años atrás, la fama de policía duro e inflexible, pero ahora su credo se resumía, como los mandamientos del decálogo, en dos: Dar tiempo al tiempo y escoger acertadamente a los colaboradores.  El primero de ellos tenía en la deformación profesional de nuestro policía una comparación, ciertamente no muy suave: “La verdad, como los ahogados, aflora a la superficie a su debido tiempo”. Y, en cuanto a la elección de sus subordinados, Artamónov se valía de una estadística casi infalible: cuatro infatigables por uno inteligente. Ello nos pone sobre la pista, no sólo de la manera de opinar del Jefe, sino también de la forma esencialmente rutinaria con que entendía la función policial.   

      Kutúzov recapituló sobre la situación con su estrategia acostumbrada. Dirigiría personalmente la investigación sobre la muerte de aquel Gógol, cuyo nombre le resultaba ligeramente familiar. Pero, ¿a quién diablos iba a confiar la información sobre la hipotética destrucción de sus obras y las causas de la misma? ¿Qué policía podría ser capaz de desentrañar los arcanos de la mente calenturienta de un literato? ¿Alguno de sus inmediatos colaboradores conocería tan a fondo la obra de Gógol como para discernir lo legado y lo destruido? El Jefe releyó, por enésima vez, la orden de San Petersburgo y una sonrisa iluminó su rostro. Su Majestad parecía interesarse directamente por la suerte de las obras de Nicolái Vasílievitch, a quien elogiosamente se calificaba de “ilustre escritor”. Pues bien, encargaría la investigación a aquél de sus inferiores que fuera capaz de explicarle el porqué del interés imperial… Eso, suponiendo que Su Majestad, Nicolás I, estuviera detrás de aquel embrollo.

  1. El Inspector Kuriakin entra en acción
     Dos días más tarde, tras convocatoria por Artamónov de sus seis colaboradores más próximos, se celebraba en la antesala de su despacho la reunión de la que saldría la designación de los policías Gógol. El Jefe tenía muy claro que el comisario Láurov sería su delegado o segundo en la investigación sobre las causas de la muerte. Para escoger al encargado del aspecto literario de la indagación, Kutúzov dejó caer la pregunta preparada:
-          ¿Por qué creen ustedes que Su Majestad se habrá interesado especialmente por la muerte del escritor Gógol?
      Pasó cosa de medio minuto sin que nadie rompiera el silencio. Cuando Artamónov estaba a punto de encargarse, mal de su grado, de la indagación completa, una voz le cortó:
-          Perdone, señor Comisario Principal, supongo que será porque el zar sentía cierta predilección por Nicolái Vasílievitch y su obra. De hecho, le defendió de la Censura en varias ocasiones. Que yo sepa, la decisión de Su Majestad fue determinante para que se autorizara la representación de El Inspector General, que tan gran éxito ha tenido desde entonces. También se dice que la opinión imperial estuvo detrás de la aprobación del título de Las Almas Muertas, que inicialmente tuvo que aparecer con el ridículo nombre de Las Aventuras de Chíchikov.
     Artamónov había ido fijándose en su interlocutor mientras este hablaba. Sí, sin duda se trataba del Inspector de Primera, Kuriakin, subjefe de la sección administrativa  de la Jefatura de Policía moscovita, que asistía a la reunión en sustitución de su superior inmediato, el comisario Ribakovski, quien se encontraba con gripe. El Jefe bendijo mentalmente tan oportuna enfermedad, que le permitía haber encontrado a su hombre. No obstante, la cuestión era peliaguda, y Kutúzov decidió apretar las clavijas:
-          ¿Y qué me dice de los rumores de que Gógol, u otra persona, pudiera haber destruido parte de sus obras?
-          Bueno, no sería la primera vez. Hace muchos años, cuando era poco más que un adolescente, Nicolái Vasílievitch ya recogió de las librerías y quemó todos los ejemplares invendidos de su primera obra –publicada a expensas suyas-, como consecuencia de haber sido causa de irrisión para la mayor parte de los críticos.
     Artamónov quedó tan asombrado de la erudición gogolesca de Kuriakin, que no pudo por menos de soltar un exabrupto:
-          ¿Pero, qué rayos…? ¿Acaso era usted amigo íntimo del escritor?
-          Espero que Su Excelencia no lo diga en serio, pues soy hombre casado y de buenas costumbres –fue la respuesta sibilina del interpelado-.
***
     A la mañana siguiente, Artamónov encargó oficialmente a Kuriakin la información oficial sobre la presunta destrucción de obras de Gógol y sus causas. Seguía sin tenerlas todas consigo, al confiar el encargo regio a un subordinado de segunda categoría. No obstante, el hombre parecía ser un tipo templado, buen conocedor del oficio (su expediente personal lo acreditaba) y notable entendido en el literato y su obra para ser un simple policía, sin concomitancias con la Censura. De todas formas, El Jefe echó el resto:
-          Lleve usted personalmente lo esencial de la investigación y déme cuenta por escrito de la marcha de la misma cada dos semanas.
-          Sí, señor Comisario Principal.   
-          No se eternice usted. Recuerde que no cuenta con más de ocho semanas para rendir el informe definitivo.
-          Sí, señor Comisario Principal.
-          Y  recuerde que  nos la jugamos. Pero, si yo termino de comisario en los Urales, me encargaré personalmente de que usted acabe de policía raso en Siberia.
-          Lo sé, señor; aunque, después de todo, Siberia no es mal sitio. Yo nací en Tobolsk.
-          Retírese, Kuriakin, antes de que acabe con mi paciencia. ¡Ah!, y ya sabe que cuenta con todos los medios legales para llevar a cabo su labor.
-          Gracias, señor. Me bastará con un par de mis hombres y con la ayuda del Ministerio de Exteriores, para algunas averiguaciones, en Roma y otros lugares.
-          ¿Exteriores? ¿Es que el tal Gógol también era diplomático?
-          Desde luego que no, señor, pero pasó buena parte de sus últimos años fuera de Rusia.
-          Lo que faltaba, un mal patriota. ¿Qué habrá visto la Corte en ese individuo para interesarse tanto por él?
     Kuriakin hizo una leve inclinación de cabeza y salió del despacho. Después de todo, ni Artamónov ni él eran nadie para decirle al zar por quien tenía o no tenía que interesarse.

  1. La investigación literaria (primera parte)
     Kuriakin pasó los dos días siguientes repasando las noticias necrológicas de la muerte de Gógol, releyendo algunas de sus mejores obras y ordenando el abundante material que la policía había ido recogiendo sobre él a través de los años. No se preocupó de los aspectos técnicos de la investigación (tales como vigilar el domicilio del escritor y registrar sus pertenencias), dado que Artamónov ya se había encargado de ello. Se trataba, ante todo, de confirmar la supuesta pérdida de parte de las obras inéditas y, de ser así, averiguar las causas y depurar responsabilidades. El inspector tenía muy claro que habría de huir de los prejuicios y hacer un trabajo lo más objetivo posible. Con todo, su olfato profesional y el conocimiento previo que tenía del entorno final del literato, le llevaron a empezar por tres fuentes básicas: los criados que habían atendido a Gógol en sus postreros días, el pope que le había dirigido espiritualmente en los últimos tiempos, y los datos y referencias policiacos más dignos de crédito. Con ese esquema mental y el pie forzado de las ocho semanas, Kuriakin puso manos a la obra. He aquí lo más relevante de su instrucción, según los resúmenes que fue pasando a Artamónov “cada dos semanas”, como imperiosamente el Jefe le había ordenado.  

***
     No encontrará nadie mejor que yo, señoría, para informarle acerca de lo que usted quiere saber. En mi condición de mayordomo del escritor Gógol –que Dios tenga en su gloria, aunque lo dudo- estuve perfectamente enterado de su vida y obras, como ya ha tenido ocasión de comprobar el comisario que me interrogó hace unos días. Y es que yo no soy un criado cualquiera. Pertenezco a la distinguidísima casa del príncipe Iliushin, quien hace dos años me confió la dirección de la del escritor, en cuya sala ahora nos encontramos. No sé qué razones pudiera tener mi señor para ayudar a Nicolái Vasílievitch como lo hizo. Soy persona muy discreta, pero le informaré –como es mi deber- de que, desde que hace cuatro años regresó el señor Gógol a Rusia, el príncipe Iliushin y otros distinguidos caballeros han corrido con los gastos de esta hermosa casa del bulevar Nikitsky en que aquél residió hasta su muerte, así como con los salarios correspondientes a la servidumbre, incluido yo mismo. Supongo que también debían de pasarle una asignación en metálico, pues el tren de vida de su patrocinado, aun sin ser ostentoso, resultaba muy superior a sus magros beneficios literarios y a las escasas rentas de las propiedades que pudo heredar de sus padres en Ucrania.
     No le ocultaré que el señor Gógol, aunque de carácter afable y considerado, me resultó un amo insoportable. En varias ocasiones pedí al príncipe mi retorno a su casa, pero él siempre se negó a mi deseo, entre carcajadas. ¿Que por qué no quería seguir al servicio del señor Gógol?  Hasta hace unos meses, el motivo principal fue el de que llegué a dudar fundadamente de su sexo. Es cierto que pasaba por un hombre y su bigote –entre otras cosas- acreditaba la condición masculina, pero tenía el vestidor lleno de las más diversas y abigarradas prendas de mujer y su baño, de cremas, perfumes y afeites. Vestía al modo femenino cada vez que se ponía a escribir en su gabinete y llegó a recibir de tal guisa a los pocos amigos (casi siempre, escritores y editores) que le visitaban. Rechazaba  la presencia de mujeres entre la servidumbre y tenía miradas y actitudes equívocas hacia los criados y proveedores jóvenes y viriles que le frecuentaban. La verdad, señor, uno no ha nacido ayer y, por otra parte, jamás habría consentido una insinuación procaz de otro hombre. Lo que me inquietaba de mi amo era ese no saber a qué carta quedarme, aunque le aseguro que en su intimidad él parecía sentirse mujer y sufría por no poder expresarse como tal en público.

     En los últimos meses de su vida, el señor Gógol  tuvo un cambio brusco, que parecía cosa del diablo, aunque tuviera que ver con hombres de iglesia. Pasaba gran parte del día en oración, usaba flagelos y cilicios y, finalmente, vino en descuidar su apariencia, velar toda la noche y ayunar brutalmente. Yo pienso, señor, que tales cosas pueden ser buenas con moderación pero, llevadas al extremo, resultan obras de Satanás. Como era inevitable, mi señor perdió la salud en el empeño y, con poco más de cuarenta años, hubo de bajar a la tumba. Y no será por falta de cuidados de quienes le atendíamos, ni de los buenos consejos de sus amigos. En fin, en sus últimos días también ayudaron a llevar su alma a la otra vida los tratamientos médicos consuntivos y los consejos del pope Konstantinovski; de modo que yo no sé si el señor Gógol se dejó morir recluyéndose en su lecho, o le ayudaron a ello con sangrías y vomitivos. En cualquier caso, para mí que ya estaba condenado, en toda la expresión de la palabra.
     Sí, sí, le informaré sobre la quema de sus obras, o de la parte de ellas que fuera. Sucedió en la noche del 24 al 25 de febrero y la vi con mis propios ojos, pues entré en su gabinete de trabajo al percatarme de que el escritor chillaba como un poseso y por la rendija de la puerta salía una claridad extraordinaria. Intenté evitarlo –ya se lo dije al comisario Láurov-, pero me fue imposible. ¿De qué obras se trataba? ¡Qué sé yo, señoría! Ni tampoco puedo decirle por qué lo hizo. Para mí que, entre ayunos, vigilias y otros excesos religiosos, mi señor perdió la razón. De hecho, a la mañana siguiente, por toda explicación decía constantemente “ha sido el Diablo que me engañó; ha sido el Diablo quien me impulsó a hacerlo”. Yo no diría tanto, pero ciertamente su tentación no habrá faltado en ello.
     De todas formas, le diré algo, señor inspector, que, por inadvertencia, pasé por alto en mi declaración anterior. No creo que la pérdida por el fuego sea irreparable. Mi señor tenía la casa llena de borradores y papeles sueltos de sus obras. Yo no soy quién para afirmarlo, puesto que nunca curioseo en las cosas de mis amos, pero creo que el señor Gógol repetía y retocaba una y otra vez pasajes de sus escritos, que luego olvidaba o revolvía, hasta verse obligado a rehacerlos. Al morir y tener que limpiar la casa para las primeras visitas y exequias, llené carpetas y carpetas con sus textos y subí todas al desván de la casa. Allí están guardadas, sin duda, y tal vez Su Señoría pueda  sacar partido de ellas y comprobar si se corresponden, o no, con trabajos ya publicados. Si lo desea, puedo acompañarle hasta el lugar donde deposité todo, un tanto precipitadamente. ¡Ah! Hubo una frase de mi señor que me quedó grabada. La pronunció dos días antes de morir. Dijo, mirando hacia la chimenea de marras, “sufrid y purificaos, almas benditas, en el Purgatorio”. ¿Qué cree usted que querría decir con eso?
***
     Ilya, el mayordomo, habló tanto y de continuo, que me ahorró tomar declaración a los dos criados subordinados a él. Simplemente, me aseguré a través el príncipe Iliushin de que era un hombre de fiar, y  confirmé por el mismo conducto la mayor parte de sus manifestaciones. Y, lo que era aún más importante, descubrí el depósito documental del desván, que había pasado desapercibido a los hombres de Láurov. Más adelante, el hallazgo resultó precioso para reconstruir algunos capítulos de la segunda parte de Almas Muertas y, sobre todo, para captar su espíritu, su esquema y –en mi modesta opinión- su escasa calidad e interés.
     Ilya había resultado accesible y hablador. No sucedió lo mismo con el pope Matvei Konstantinovski, el mentor de los últimos tiempos en la vida de Gógol. El hombre estaba entonces en el cenit de su prestigio religioso, que basaba en una imponente presencia y en su fama de ascetismo y santidad. Puso toda clase de dificultades a mi propósito de interrogarlo, hasta que me vi obligado a esgrimir los plenos poderes de Artamónov, basados en  la existencia de una especie de ukase imperial. Aún así, me forzó a celebrar la entrevista en la sede del Metropolitano, en presencia de un delegado de este. Yo repliqué sometiéndole a un interrogatorio en toda regla, detallado y formalista, que en diversas ocasiones estuvo a punto de hacerle perder los nervios. No cabe duda de que se trataba de una persona firme y serena, pero la soberbia y actitud a la defensiva jugaban en su contra. Resumiré seguidamente el contenido de sus principales respuestas. Las preguntas, lógicamente, se infieren de aquellas.
-          Conocí a Nicolái Vasílievitch hace unos tres años, cuando regresó de un largo viaje a Tierra Santa y se presentó en la sede del Metropolitano para entregarle unas reliquias allí adquiridas. En aquella ocasión, nos saludamos e intercambiamos algunas palabras. Yo apenas había oído hablar de él y, desde luego, él no me conocía de nada. Pero me admiró la devoción con la que se refería a su viaje. Saqué la impresión de que Dios le había inspirado durante el mismo.
-          Hace cosa de seis meses, el señor Gógol me pidió una entrevista, a través de uno de los vicarios del Metropolitano. Habló de la profunda religiosidad que le había inculcado su madre desde niño, así como de la terrible impresión que había sufrido luego de la muerte de su hermano menor, Iván; de su inquietud por haber llevado hasta entonces una vida alejada de Dios y merecedora de la condenación eterna; de sus deseos de conversión, no sólo en bien propio, sino de la regeneración de Rusia.
-          En aquella primera entrevista no entró en detalle de sus pecados, pero me pareció un hombre atormentado por los remordimientos. Se refirió a sus constantes desarreglos mentales y me pidió ayuda y consuelo espiritual. Era un alma sensible y tocada por el Altísimo, pero nunca supuse –como usted parece dar a entender- que fuera homosexual o tuviera cualquier otro pecado de la carne. Yo creí, y sigo creyendo, que su mayor dolor era el de haber llevado una vida ociosa y perdida, dedicada a escribir necedades, sin otras preocupación que la de encontrar la gloria como literato y lo que él llamaba “su perdida inspiración”.
-          Las gentes hablan y hablan del padre Matvei, según lo que su ignorancia les dicta. No soy un santo, sino un religioso que busca agradar a Dios, procurando la salvación de sus hermanos. En sucesivas entrevistas y contactos con Nicolái Vasílievitch le recomendé y sugerí vivamente lo que yo mismo me aplico: una vida ascética, entregada a la oración, el ayuno y el desprecio de las cosas del mundo. En ningún caso le aconsejé llevar esas prácticas hasta el extremo de perder la salud, meterse en la cama y dejarse morir. Él era un alma escogida y apasionada, que tal vez llevó su amor hasta la sin medida en que otrora había situado su ambición y su ligereza. Y no puede olvidarse la incidencia de los pecados de la carne, a los que usted ha hecho antes referencia en sus preguntas.
-          En sus últimas semanas, Gógol me hacía constantes  referencias a algo que convertiría su vida a Dios y haría un gran bien a sus hermanos. Parece que consideraba sus Almas Muertas (obra digna  de indudable reprobación) como un trasunto del infierno. Me dijo que, si Dios le daba vida y fuerzas para ello, le agregaría otras dos partes, Purgatorio y Paraíso, cantando la gloria de Jesucristo y la salvación de las almas, a través del ejemplo de los grandes hombres y de los méritos de Nuestro Señor. Yo juzgué tal propósito como una tentación de Satanás, que, en el fondo, volvía a llevar al escritor por el camino de su vocación mundana, y le exhorté a abandonar sus nefandos propósitos. Recuerdo que, haciendo un símil adecuado al caso, le apostrofé: “Nicolái Vasílievitch, el lugar para las almas del purgatorio es el fuego purificador”. No era mi propósito sugerir que quemara sus obras pero, ahora que usted me lo recuerda, no me arrepiento de ello. Tal vez, gracias al fuego para sus escritos, el autor esté ahora contemplando el rostro de Dios.
-          Hay una última cosa que quiero declarar, aunque usted no me la haya preguntado. Para mí, el mayor pecado de Gógol era el de soberbia: creerse un hombre elegido para la gloria y por encima de las gentes humildes y temerosas del Señor. Pero su muerte fue ejemplar por su piedad y desprendimiento. Recuerdo que me dijo: “Padrecito, no soy digno de esperar cara a cara el juicio de Dios. Quiero que me entierren boca abajo, mirando a la tierra de la que procedo e indigno de contemplar la gloria celeste, si Jesucristo no me toca con su mano misericordiosa”. Así se cumplió y fue muy edificante para mí y cuantos le atendíamos en su tránsito. Que descanse en paz.   
***
          Bucear en los expedientes que la policía y la Censura habían ido recopilando sobre Gógol a través de los años fue, como de costumbre, más laborioso que útil. Puse a mis dos colaboradores a trabajar; recibieron los informes de San Petersburgo, Roma, París y otros lugares visitados por Gógol, o donde este había vivido; ordenaron y seleccionaron lo más relevante y, a punto de cumplirse el mes de investigación, tenía sobre mi mesa cinco gruesos cartapacios, que yo había rotulado anticipadamente “patriotismo”, “censura”, “académica”, “homosexualidad” y “parasitismo”. Acerté con todas ellas (no en vano conocía al personaje y a mis colegas): poco o nada de la vigilancia al escritor quedaba fuera de esos cinco aspectos, de algunos de los cuales ya tienen ustedes referencias anteriores. Procuraré –una vez más- ser escueto, pero sin dejar en el tintero nada que me parezca importante. Vamos allá.
     Patriotismo. Los orígenes de Gógol se prestaban al equívoco. Su madre tenía sangre polaca y, hasta dos generaciones antes, la familia había vivido en tierra cosaca de dudosa soberanía. El escritor había hecho sus primeras armas académicas y literarias en tierra y lengua ucranianas, lo que no estaba entonces bien visto por los rusos de pura estirpe. Bien es cierto que Nicolái Vasílievitch se redimió posteriormente, al convertirse en uno de los grandes escritores en lengua rusa, y residir en Moscú y San Petersburgo. Pero entonces surgió su segundo problema patriótico. Tras el escándalo de su obra teatral El Inspector, en 1836, Gógol había respondido exiliándose voluntariamente en los más diversos países de Europa. Ciertamente, su predilección había recaído en Italia, Roma en particular. Sólo en 1848 retornó a Rusia, tras un largo viaje por Tierra Santa. Por tanto, policialmente hablando, Gógol era un desclasado, un patriota dudoso, un hombre que prefería vivir su obra y su libertad fuera de su tierra. En resumen: un hombre a vigilar.
     Censura. El humor y la sátira cultivadas por Gógol habían inquietado a la Censura, al menos, en dos ocasiones principales. En 1836 –como he dicho- se representó por primera vez en San Petersburgo El Inspector General, y su clara y rigurosa ridiculización de las autoridades provincianas motivó un informe de los censores, contrario a que se siguiera autorizando. Ante mis ojos apareció referenciada la brillante y sorprendente sentencia de Su Majestad, cuando ordenó levantar cualquier prohibición de la obra: todo el mundo ha de pechar con los gajes de su oficio, yo el primero. En 1842, Las almas muertas vio censurado su hermoso título, bajo el pretexto de que era religiosamente equívoco, y nuevamente brotaron las críticas políticas contra su autor: que si era contrario a la servidumbre; que cargaba contra la burocracia, como inepta e indolente; que presentaba una imagen de Rusia deformada y cruel… En resumen, cosas aisladas y en nada excesivas o diferentes de las atribuidas a otros escritores. Yo pienso que el efecto superior en Gógol pudo deberse a su mente atormentada, o bien a su orgullo, intolerante ante cualquier manifestación de crítica o desagrado. En suma: el censor, censurado.
     Académica. Unos expedientes, ya ajados por el tiempo, aludían a los primeros momentos de Gógol como profesor universitario. A cómo, en 1832, había sido rechazada su candidatura como profesor de historia en la universidad de Kiev, pese al apoyo de Pushkin y del ministro de educación, Sergéi Uvárov. Y a cómo, dos años más tarde, nuestro escritor había conseguido su designación como catedrático de historia medieval en la universidad peterburguesa, en los exámenes más divertidamente engañosos que se recordaban, cuando, tras una primera prueba enjundiosa y brillante, Gógol había simulado un terrible dolor de muelas, para hacer por personas interpuestas el resto de los exámenes, poco y mal preparados. El escándalo había sido mayúsculo, impulsando al defraudador a renunciar a su puesto un año más tarde, en 1835. Mi mente provinciana me lleva a sospechar que lo peor admitido del engaño no serían las consecuencias de este en los alumnos, sino que el defraudador, que no había colado en Kiev, hubiera pasado en San Petersburgo. En fin, aquí acabó la anhelada carrera de historiador de Nicolái Vasílievitch, con apenas 26 años de edad.
     Homosexualidad. Nada añadía el informe a lo que yo ya sabía por el mayordomo, como no fuera que la cosa venía de muy antiguo, desde la época de estudiante de secundaria, y de forma ininterrumpida. Los documentos estaban llenos de nombres propios y de anécdotas más o menos escabrosas. Quizás los datos más significativos (únicos que aquí he de verter) fueran dos: que, muy probablemente, Gógol abandonó su querida Ucrania natal por San Petersburgo, no tanto por razones de estudios o literarias, sino siguiendo a un amigo con el que estaba sentimentalmente muy unido; y la de que sus fijaciones afectivas tuvieron mayores consecuencias amistosas que sexuales. En efecto, no aparecían en los expedientes alusiones sólidas a relaciones homosexuales consumadas (de hecho, Gógol no parecía haber sido correspondido en casi ningún caso), pero sí a que las relaciones amistosas pervivían durante muchos años y a que de ellas obtuvo el literato apoyo material y profesional.  
     Parasitismo. ¿De qué había vivido Gógol –y bastante bien, por cierto- durante casi toda su vida? Los informes policiales recogían alusiones a empleos ridículos en la Administración (he ahí el origen de su lúcida visión del ramo), ventas y rentas escasas de tierras de su familia, o beneficios módicos por derechos de edición. Pero resultaba impresionante la lista de benefactores a título gratuito, desde grandes aristócratas, a amigos y editores. Salvo en un caso, todos eran hombres. El escritor había sido socorrido generosamente, tanto en Rusia, como en el extranjero (Francia, Bélgica, Suiza, Italia…). Empecé a pensar que el rasgo más digno de admiración de Nicolái Vasílievitch no había sido su fantasía, o la originalidad de su lenguaje, sino el haber bienvivido a costa de quienes le amaron o respetaron, sin perder él por eso su libertad. Pero mi compromiso es ser objetivo: dejaré mi admiración un tanto irónica para otro momento. Lo cierto es que, con el compendio de todas estas cinco carpetas, mi labor había prácticamente  terminado. Conocía los hechos y contaba con los motivos de los mismos, incluso con demasiados. Pero aún tenía cuatro semanas por delante; así que decidí completar la investigación, contando con la venia de Artamónov. Y la verdad, no me arrepiento de ello. Espero que ustedes tampoco, si siguen adelante con la lectura.

  1. La investigación literaria (segunda parte)
     Tenía constancia de que el ilustre literato Dmitri Vasílievitch Grigórovitch había conocido desde fecha temprana a Gógol y compartido con él empresas e inquietudes. En consecuencia, le escribí una carta que hice llegar por correo oficial a su domicilio de San Petersburgo. El destinatario, atendiendo mi súplica de pronta respuesta, me escribió casi a vuelta de correo. La carta me llegó por valija oficial y decía así:
     Estimado señor, etc., etc.: Conocí, en efecto, al difunto escritor Gógol, hace muchos años; en concreto, en 1837, cuando yo estudiaba en la Escuela Superior de Ingenieros de San Petersburgo y fui presentado a él por mi condiscípulo y amigo, Fiador Mijáilovitch Dostoyevski. En un primer momento, nos sorprendió gratamente a todos por la espiritualidad y lirismo de sus charlas y trabajos, aunque pronto nos diéramos cuenta de que no se soportaban en unos sólidos conocimientos, ni en ideas avanzadas. En aquella época teníamos a Gógol por un romántico nacionalista, aunque tuvieron que pasar muchos años para descubrir en él el fruto de aquel germen: su visión reaccionaria, ególatra e injusta, entreverada de superstición religiosa y loas a cuanto de más arcaico y menos civilizado persiste en nuestra sagrada tierra rusa. Usted me perdonará el tono indignado y, tal vez, excesivo de este pasaje de mi carta, pero yo –como tantos otros- sufrimos una decepción y un agravio gratuito con la publicación por el señor Gógol de sus Pasajes selectos de la correspondencia con mis amigos, que nada tenían, ni de selectos, ni de amistosos. De hecho, su contenido era tan sesgado y vindicativo –como Belinski expuso lapidariamente-, que dudo se correspondiera en muchos casos con cartas reales. De haber sido así, se nos habría caído mucho antes la venda de los ojos.

     Por referencias fidedignas, o por mi propia experiencia, tengo de mi colega escritor la imagen de un hombre atildado (no diré más sobre este asunto), de actitud modesta y amistosa, con escaso bagaje intelectual, aunque notablemente pagado de sí mismo. Poseía esa vitola original y atractiva de su procedencia ucraniana y del ambiente rural y hasta cosaco en que se había criado. En todos nosotros despertó simpatía y cierta admiración, pero más que en nadie, en el gran Pushkin, el hermano mayor y padre espiritual de nuestro grupo de intelectuales. Alexandr Sergéievitch tomó a Gógol bajo su protección, juzgándolo un gran literato en ciernes y tuvo hacia él la generosidad que a otros escatimó: no sólo le hizo de valedor en los círculos intelectuales, sino que le inspiró y dio argumentos para las obras que posteriormente harían su fortuna. De la mente de Pushkin, no de Gógol, brotaron Las Almas Muertas y El Inspector General, a las que su autor material no supo dar el tono personal y grandioso que merecían. En particular, me parece ridículo venerar Las Almas como una obra maestra: tras seis años de trabajo, Nicolái Vasílievitch no supo hacer otra cosa que convertirlas en escenas costumbristas, con una ligazón mediocre y estereotipada. ¡Y qué decir de sus grandes relatos de la vida de oficina o de las calles de Petersburgo o Moscú! Leído uno, leídos todos; y todos nacidos de la misma matriz de burócrata experimentado en los mismos vicios que parecía fustigar. Mi buen y atormentado amigo, Fiódor Mijáilovitch Dostoyevski, ha llegado a escribir que todos nosotros hemos surgido de El Abrigo de Gógol. Mala paternidad sería esa, puesto que el susodicho Abrigo nació, a su vez, de oficinas siniestras y de una literaria mediocridad.
     Parece preguntarme, señor, sobre las causas que pudo tener el escritor investigado para quemar la segunda parte de Las Almas Muertas antes de morir. Pero, ¿está usted seguro de que existía esa segunda parte? Desde 1842, hasta la fecha, ese posible engendro ha sido como aquellos seres fantasmales de Dikanka o Mírgorod, de los que todos hablaban pero nadie había visto. Si me permite la ironía, señor inspector, creo que la causa de la decisión pirómana pudiera haber sido la aparición del espectro de Pushkin, riéndose de Gógol y saboreando a modo su venganza: le dio la idea que pudo haber hecho su gloria, pero el declive creativo del moribundo la había convertido en obsesivo tormento y perpetua imagen de su ineptitud.
     Concluyo ya. Hubo una época en que, en torno a Pushkin en San Petersburgo, floreció una escuela literaria que podía haber sido la gloria de Rusia. El señor Gógol, por motivos de cobardía y de ambición, abandonó primero nuestro país; luego aprovechó su inmerecida fama, para instalarse en el erial de Moscú como cabeza de escuela; finalmente, no contento con esa jefatura, negó la existencia del movimiento literario y se constituyó en solitaria torre de Dios erigida en el mundo de la literatura, con él como único sacerdote. Lo siento, pero no puedo honrar a Gógol por el hecho de que haya muerto. Que sea la Historia quien lo haga, si verdaderamente su obra lo merece tanto como algunos dicen.
***
     El inspector Kuriakin quedó abrumado con la lectura de la carta de Grigórovitch. Aunque le reconociera un punto de razón, su dureza extrema y el desconocimiento de cualquier mérito en Gógol permitían calificarla de ajuste de cuentas entre escritores rivales. De todos modos, nadie sino él era culpable de haber metido –como quien dice- a Dmitri Vasílievitch los dedos en la boca. Afortunadamente para el equilibrio testimonial, una semana más tarde, tuvo ocasión de entrevistarse con el profesor Mijáil Maxímovitch, historiador y naturalista prestigioso, que había conocido a Gógol unos veinte años atrás y cuya amistad –cimentada en su común origen ucraniano- había persistido hasta la muerte del escritor. El inspector, tras sopesar cuidadosamente la cuestión, le había juzgado la persona más digna de confianza, a la hora de aportar una visión íntima de Gógol; tanto más, cuanto que no parecía haber habido en tal intimidad asomo de inclinación sentimental. Maxímovitch era, indudablemente, un científico analítico y objetivo. Diseccionó a su amigo como si se hubiera tratado de una mariposa. Kuriakin le dejó hablar sin apenas interrupciones, tomando abundantes notas, con las cuales construyó acto seguido el siguiente texto, que rotuló, de forma discutible, “Confesión del profesor Maxímovitch”:

     No conocí a Nicolái Vasílievitch Gógol en su infancia, ni tampoco fui –como algunos han dicho- compañero suyo de estudios en Nizhyn. Coincidimos en Kiev, cuando él aspiró infructuosamente a una cátedra de historia, en 1831 ó 1832. Me pareció un joven apasionado y profundamente espiritual, aunque de poca preparación académica y muy vulnerable.
     Yo  creo que todos los problemas de Gógol tuvieron su gestación en los diecinueve años que precedieron a su marcha a San Petersburgo. La muerte de su hermano menor y de su padre; la asfixiante religiosidad, vivida bajo la permanente amenaza del castigo eterno; el internado masculino cuando aún no tenía formada su personalidad sexual… En fin, nada diverso de la iniciación de otros muchos jóvenes, pero Nicolái era muy especial… y su madre también.
     Todo el mundo piensa que Gógol nació escritor y que no quiso ser otra cosa en la vida: que sí su padre era algo poeta; que si su tío representaba pequeñas obritas en el teatro de su casa. ¡Pamplinas! Nicolái se desarraigó de Ucrania y marchó a San Petersburgo detrás de un amigo adorado, un par de años mayor que él. Quiso ser muchas cosas en la vida, o por afición o por razones nutricias: actor, burócrata, historiador, profesor universitario y ¡hasta de colegio de señoritas! En todo fracasó –en mi opinión, por no desearlo lo bastante, o por ambicionarlo todo demasiado aprisa-, como también en sus anhelos de poeta, y ello le convirtió en un ser inseguro y hasta miedoso, inclinado al masoquismo y la mentira. Afortunadamente para él, traía de su tierra ucraniana un bagaje de fantasía fecunda y de lenguaje original y muy rico, que llamó la atención de Pushkin, quien lo encarriló al mundo de lo épico, es decir, del relato y la novela. Luego vendrían las obras de teatro, el reconocimiento literario, el respeto de los grandes, y Nicolái cambió su envoltura con una pátina de ambición y de superioridad. Pero, en el fondo, durante toda su vida fue el mismo ser inseguro y timorato, presto al embuste y a la huida.
     No deja de ser una conjetura, pero veo a Gógol como una víctima de su ambigüedad sexual y de su propio éxito. Pushkin –que pudo haber sido su catalizador para una reacción positiva de autoafirmación- murió de la forma violenta y temprana que todos sabemos, y Nicolái no tuvo ya a quien asirse ni respetar. Tampoco creo le ayudase la reacción virulenta ante sus obras de las fuerzas vivas de nuestra nación –dicho sea con todos los respetos hacia ellas-. El caso es que mi amigo dio en viajar y escapar a sus responsabilidades, aprovechando las facilidades económicas que le brindaban sus amigos aristócratas, pero con ello no hizo sino entregarse a la artificiosidad y la vida equívoca. Yo le sugerí que volviera a tomar en serio su vocación histórica y le ofrecí una plaza de profesor auxiliar en mi cátedra, pero ni siquiera me contestó.
     Y, finalmente, esa explosión religiosa. Una inclinación pausada y amorosa hacia Dios hubiera podido hacerle mucho bien, según creo. Nicolái fue siempre muy creyente. Pero esa inmersión en una religiosidad de fuego y azufre, de ascesis y desprecio personal, de fulminante introspección y conversión vital… No sé, señor inspector, yo no soy conocedor de la catequesis espiritual, pero hacer de un ciclo dantesco la razón de nuestra existencia me parece difícil de digerir para una persona firme y templada. ¡Cuánto más para un alma confusa, atormentada y proclive a las depresiones!
     Me pide unas conclusiones y yo debería ser capaz de darlas, como científico y como conocedor del caso. Pero me puede la amistad y hasta yo mismo me veo convertido en sueños en un trasunto de mi pobre amigo. En fin, allá van, sin orden de prioridad: falta de una verdadera familia; incomprensión social; miedo al fracaso y a la pérdida de la creatividad; excesos religiosos. ¿Debería ya pronunciar el “he dicho”, como en las disertaciones académicas? Pues no lo haré sin antes afirmar que Nicolái Vasílievitch Gógol, el hombre, ha muerto; el amigo, existirá mientras yo aliente; el artista, quiero creer que vivirá eternamente, para gloria de Dios y placer estético de las generaciones. Y muchas gracias, señor inspector, por escucharme con tanta paciencia.
***
          Estaba iniciando el informe final para Artamónov, cuando mi superior, el comisario Ribakovski, ya repuesto de la gripe, me llamó a su despacho y dijo:
-          Kuriakin, creo que, antes de cerrar el asunto Gógol, debería oír el testimonio de una persona que conoció bien al escritor. Se trata de un conocido mío que, sabedor de que existe una investigación, me ha manifestado un vivo interés por exponer su punto de vista.
-          Creo que ya tengo cuanto necesito. No obstante, en atención a usted, escucharé a su conocido en una entrevista informal.
          Tres días después, se encontraba sentado ante mí el honorable Anatoli Akákievitch Vielhorski, miembro del consejo municipal de Moscú, persona de mediana edad y que no me resultó en absoluto simpático, por su actitud severa y llena de prejuicios. No obstante, conforme iba hablando, comprendí su postura y me resultó más y más interesante su testimonio, hasta el punto de informarle de que estaba dispuesto a dar a sus palabras el valor de una declaración en toda regla. Él aceptó, siempre que lo que me dijera tuviese un carácter confidencial. Así se lo aseguré  y he aquí cuanto me manifestó:
     Como comerciante importador-exportador, mantengo relaciones con Italia, de donde traigo excelentes vinos. Por tanto, cuando uno de mis hijos, Iósif, dio muestras de haber contraído la tuberculosis, lo envié a Roma, al cuidado de uno de mis mejores proveedores de caldos. Desgraciadamente, el cambio de clima no dio el resultado apetecido y mi hijo falleció diez meses después de su partida de Moscú.
     Iósif era un buen hijo. A su madre y a mí nos escribía, cuando menos dos veces al mes, extensas cartas que eran nuestra felicidad. Unos seis meses antes de su muerte, empezó a informarnos sobre un joven caballero ruso que había conocido en un parque, persona de gran cultura y simpatía, con la que había congeniado al instante. Paulatinamente, las cartas de mi hijo fueron convirtiéndose en poco más que una narración de sus relaciones con aquel amigo, quien se mantuvo fiel en todo momento a Iósif, administrando su asignación, cuidando de la casa, atendiéndole abnegadamente en la enfermedad y, en fin, siendo para él los padres y los hermanos que estábamos ausentes, entre otras cosas, porque mi hijo nos ocultaba en parte la gravedad de su estado, a fin de evitarnos preocupaciones. En sus últimas cartas, el amigo del alma llegó a tomar la pluma, completando el relato de Iósif y haciéndonos toda clase de protestas de devoción y entrega.
     ¡Qué no habría hecho usted, señor, en nuestro lugar cuando, una vez fallecido Iósif, su amigo y enfermero se presentó en nuestra casa, trayéndonos el recuerdo y las anécdotas del hijo muerto! Compartimos con él nuestro pan y nuestro dolor; le franqueamos el acceso a las pertenencias del difunto; le acogimos casi como a otro hijo. Mi esposa, en particular, pasaba con él muchas tardes, entregados, uno y otro, a una agotadora tarea de rememoración, que yo empezaba a sentir en exceso morbosa, pero que a ella parecía traerle la paz.
     Las confidencias e intimidades del amigo de Iósif parecían no tener fin. Un día, a tanto llegó el conocimiento que aquel hombre evidenciaba del cuerpo de mi hijo, que mi mujer no pudo por menos de alarmarse y le preguntó francamente si  la amistad entre Iósif y él había rebasado los límites de lo espiritual. Y aquel canalla no tuvo el menor rebozo en declarar a mi mujer que él y Iósif se habían querido como marido y mujer y que, como tales, habían vivido y se habían relacionado. Yo sé, señor, que el amor es cosa íntima y que la naturaleza juega malas pasadas; pero le juro que nuestro Iósif no mostró, mientras estuvo entre nosotros, ninguna inclinación homosexual. Y, en cualquier caso, estaba enfermo, sin compañía femenina, entregado a los cuidados de un crápula bastante mayor que él. ¿Qué resistencia podía hacer a sus lascivos requerimientos?
     Ni que decir tiene que echamos inmediatamente de casa a aquel sujeto y que no quisimos volverle a ver. Mi esposa padece desde entonces una intensa hipocondría y yo de buena gana habría tomado medidas más severas, de no ser porque el escándalo podía manchar la honra de mi hijo muerto. Pero ustedes sí pueden hacer algo para que la memoria del corruptor sufra la lacra y el desprecio que se merece. Porque, efectivamente, la persona de que le hablo ha fallecido recientemente, cubierto de gloria y llorado por quienes debían de ignorarlo todo acerca de él.
     ¿Que a quién me refiero? ¡Por Dios, señor inspector, al hombre que están investigando, al moralizador de Rusia, al debelador de la vulgaridad, al sujeto que vendía críticas y consejos que para él no tenía, al escritor por encima del bien y del mal, al malvado que se llamó en vida Nicolái Vasílievitch Gógol!


  1. Un informe de ida y vuelta
     El inspector de primera Vladímir Antónovitch Kuriakin se encontraba en su despacho aquella tarde (la quincuagésima de su plazo) ante trescientas cuarenta y cinco hojas de diligencias de investigación, que tenía que reducir a un breve informe que complaciese al comisario Artamónov. La cosa no parecía especialmente complicada. El inspector sabía perfectamente lo acaecido en el gabinete de Gógol en la noche del 24 al 25 de febrero de 1852. Había identificado la obra arrojada al fuego por su autor. Incluso, había recuperado borradores y versiones en cantidad suficiente como para reconstruir lo quemado –Artamónov le había felicitado por ello, en presencia de Láurov, con gran bochorno de este-. Pero quedaba por responder la pregunta clave: ¿por qué? ¿Por qué se destruía una obra literaria por su creador? ¡Vaya pregunta estúpida! ¿Por qué la muerte sucede a la vida, por qué el amor empieza y termina, por qué la gloria es efímera? ¿Por qué el producto de la imaginación iba a ser más digno de respeto para su creador que un mueble, una joya o un perro… o que su propia existencia? Esa no era la pregunta correcta o, cuando menos, la difícil de contestar, sino su contraria: ¿Por qué maravillosos resortes se crea la vida? ¿Por qué y cuándo nace el amor? ¿Qué hace de un pobre hombre un creador, o hace brotar de una mente limitada e incluso enferma mundos de ensueño y fantasía? ¡Esas sí que eran preguntas! Se ve que el inspector tenía esa tarde la cabeza en otro lugar lejano de su despacho. Había discutido seriamente con su mujer y eso solía convertirle durante unas horas en un incorregible filósofo. ¡Vaya usted a saber por qué!
     En fin -se dijo Kuriakin-, vamos a los motivos de la destrucción de Las Almas Muertas; ¿o, tal vez, habría que decir de la autodestrucción de Gógol? El inspector suspiró, tomó un folio en blanco, fijó la vista en el grueso expediente que prácticamente tenía memorizado y escribió unas palabras sibilinas, que posteriormente habría de desarrollar como conclusiones: santo, falso, loco, sin amor, sin confianza, miedo a fracasar, nada digno de conservar. Iba a anotar una octava causa, cuando retiró bruscamente la pluma del papel y percibió la verdad como una revelación deslumbrante. No te preguntes por las causas que llevaron a Nicolái Vasílievitch a la destrucción: pregúntate, más bien, por las causas que hubiera podido tener para conservar su vida y el fruto de la misma. Ante su mente, pasó como en un relámpago la existencia atormentada del escritor, el fuego apagado de su inspiración, la construcción de un monumento muy superior a sus capacidades, su prodigioso sentimiento de culpabilidad. Luego, el relámpago engendró un trueno muy conocido, casi vulgar: ¿Qué diablos tenía que ver el autor con su obra, la vida de aquel con la grandeza de esta? ¿O es que no llevamos nuestro tesoro en vasijas de barro? ¿Se busca la gloria por egolatría, o sentimos la inexorable necesidad de comunicar a otros nuestra verdad?
     Kuriakin se sentía congestionado y con un fuerte dolor de cabeza. Se acercó al samovar y tomó una taza de té bien cargado. Abrió la ventana de la habitación e inspiró unas bocanadas de aire fresco. Del cajón inferior izquierdo de su mesa sacó un trozo de pastel de manzanas preparado por su esposa para él, tres días antes. Suspiró y se puso manos a la obra. Todo su proceso lógico lo guardaría para sí. ¡Al trabajo! Pero su dignidad y el respeto por Gógol quedarían, al menos en pie. ¡Ni un paso atrás! Decir la verdad, por compleja, incómoda o difícil que fuera. Y Kuriakin empezó a redactar el informe por las conclusiones: una, dos, tres,… las necesarias, aunque le costara acabar en Siberia.
***
     Dos días después de entregar al comisario Artamónov el expediente completo, con sus seis folios de informe final y conclusiones, Kuriakin fue llamado al despacho del Jefe. Se trataba –según este le informó- de que firmara la versión definitiva del informe, ya que en la inicial había tenido que introducir algunas correcciones. El inspector quedó estupefacto. Sus seis folios habían quedado reducidos a uno –y no completo-, que se limitaba a recoger la destrucción del manuscrito de la segunda parte de Las Almas Muertas, el “rapto de locura” sufrido en aquellos momentos por Gógol, por efecto de alucinaciones diabólicas, y la recuperación posterior de todo lo quemado, gracias a los borradores que el escritor conservaba en su propio domicilio. Kuriakin inició una vigorosa protesta:
-          Pero, señor Comisario Principal…
-          Sé lo que me va a decir –interrumpió Artamónov-, pero le recuerdo que el objeto de este informe no es plantear nuevas preguntas o meras hipótesis, sino dar respuestas y soluciones; y, dada la calidad y agobiantes ocupaciones de las personas a las que va destinado, cuantas menos y más sencillas, mejor.
-          Pero, señor Comisario…
-          No tenga cuidado por eso, Kuriakin. Su informe inicial, completito, quedará archivado, junto con el íntegro dossier Gógol. Tal vez, dentro de cien años algún historiador venga a meter La Nariz en nuestros asuntos y quiera saber más de lo que Su Majestad y el Señor Ministro ahora precisan.
-          Gracias, Sr. Comisario, pero…
-          Kuriakin, ha hecho usted un buen trabajo, recuperando lo que podría haberse perdido para siempre. Cuente con que lo mencionaré elogiosamente en mi informe general y le propondré, en su momento, para un ascenso.
-          Agradecido, señor. En fin, por lo que veo, la verdad acaba siempre triunfando –ironizó sutilmente el inspector-.
-          Demos tiempo al tiempo, Kuriakin, demos tiempo al tiempo. Vamos, firme de una vez y retírese.
***
     Tres días antes de cumplirse el plazo trimestral prescrito, Su Majestad Nicolás I, zar de todas las Rusias, recibió la quintaesencia del informe Gógol: medio folio, con membrete del Ministro del Interior y espléndida caligrafía. Pasó la vista por lo escrito y suspiró:

-          ¡Qué informe tan vulgar! El dedo de Dios toca a los artistas cuando crean y el dedo del diablo los toca cuando destruyen su creación. Debo de gobernar un país de lunáticos y de iluminados.
    Kuriakin habría disfrutado oyendo el desilusionado comentario de Su Majestad.