sábado, 28 de agosto de 2010

UN ACIANO EN LA NOCHE

Por Federico Bello Landrove

Aproximación por la vía del cuento al poeta Federico de Hardenberg, Novalis (1772-1801) y a sus inolvidables Himnos a la Noche

Murió el poeta en plena juventud. La Virgen madre posó su noble cabeza en el regazo y le acarició los cabellos, aún desordenados y húmedos por el calor de la fiebre. Su hijo, el Consolador, dio arrebol con la sangre de sus llagas a los labios yertos, que tan hermosas palabras sobre Él habían pronunciado. Y, tomándole cada uno de un brazo, lo incorporaron y, como en un sueño, le llevaron a la presencia del Padre. Este recorrió con la mirada la corta vida de su criatura y dulcemente pronunció la sentencia:

- Hijo mío, has empleado con provecho los cinco talentos que se te dieron. Sufriste en el mundo terrenal como pocos los embates de la muerte. Has deseado con palabras de fuego y esperanza reposar en mi descanso. Pero, aunque sin malicia, has de escandalizar a tus hermanos con un atormentado mensaje de noche eterna y flores azules. Esta es, pues, mi voluntad: Regresarás por una noche a la Tierra y buscarás la mágica flor hasta el amanecer. De lo que hallares dependerá la paz de tu alma y el eterno encuentro con tu amada.

*****
El poeta retornó a aquel neblinoso ocaso dorado, que tan bien recordaba, y se encontró nuevamente junto a la tumba de Sophie. La inmediata caída de la noche le sorprendió aún reflexionando, angustiado, sobre el camino a seguir. El itinerario de la existencia anterior pasó ante sus ojos como una vertiginosa sucesión de imágenes y de ellas intentó obtener la solución para el insoluble enigma: ¿Cómo encontrar en la noche la flor azul, si esta toma su color de la luz del día? Trató de hallar a los mercaderes de flores pero, tan pronto llegaba a los confines del cementerio, sus tapias crecían cerrándole el paso. Probó todas las palabras con sentido y también aquellas que desconocía, pero ninguna Gran Palabra fue capaz de mudar la naturaleza de las humildes yerbas que medraban en aquel recinto. Viajó mentalmente por los mundos de la ciencia, imaginando qué fuerza galvánica o qué mineral podrían hacer brotar y crecer en una noche la flor de sus sueños. Todo era en vano.
 
Finalmente, agotado, se sentó sobre la tumba de su amada. El pájaro que anuncia el fin de la noche cantaba en algún árbol escondido la canción de Klingsohr. El poeta quiso dirigir a su Hermosa las palabras que había imaginado para cuando se encontraran, al fin y para siempre, en el Uno y el Todo, pero apenas había comenzado, la voz se transmutó en llanto y, en lugar de sonidos, fueron lágrimas las que cayeron lentas, cálidas, suaves, hasta humedecer las letras severas de la lápida. Y la flor azul tampoco surgió. El poeta, no obstante, confió, besó el mármol y quedó sobre él dulcemente dormido.


*****
A punto de amanecer, se rasgó la niebla; apareció, pálida, la luna y, al claro de su luz, dos volutas azuladas ascendieron hasta el Padre Éter, enlazándose la una con la otra, cada vez más estrechamente.

Por la mañana, sobre la tumba, en donde antes cayeron lágrimas, lucía un ramito de siemprevivas.

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