martes, 31 de agosto de 2010

Últimas horas de un compositor


El último día en la vida del gran compositor romántico alemán Carl María von Weber (1786-1826) resume, al mismo tiempo, su vida y su personalidad, al entrar en contacto con los adolescentes puros de la familia que lo acogió en sus últimos momentos.

1. La mañana

Venciendo la pereza y el sufrimiento –como en él era costumbre- Carl María tomó su diario y anotó escuetamente: Muy mala noche. Tos. Opresión en el pecho. Día de mi beneficio. Seguidamente, hizo los honores con escaso apetito al desayuno, preparado con tanto esmero por Lucy, se aseó lo mejor que le permitía el temblor de sus manos y, aún en batín y pantuflas, se sentó al piano Stodart de su habitación y tocó al desgaire algunos motivos de El cazador furtivo. Sus bellas manos, delgadas y níveas, apenas eran capaces de percutir con firmeza el teclado. El menor esfuerzo agitaba su respiración y parecía aumentar la fiebre. Se levantó de la banqueta, volvió a remojarse el rostro y, sentóse al escritorio, para iniciar la cotidiana carta a su amada Lina, mezcla de sentimientos ciertos y de datos inexactos, para tranquilizarla:


“Querida: Por fin ha llegado el día tan anhelado de mi concierto de beneficio. Si mi situación fuera la de antaño, te diría que lo esperaba con ansiedad, porque marca el fin de mi estancia en Inglaterra y el retorno a ti y a los pequeños. Pero Dios ha querido que, quien nunca se inclinó ante la riqueza, haya de estar ahora obsesionado por el dinero. Bien sabes, Lina, que sólo pienso en tu seguridad y la de nuestros hijos. Por lo demás, mi estancia en Londres ha respondido plenamente a las expectativas financieras y personales que pusimos en ella. Lástima que la vida sea aquí tan cara y tu marido, tan considerado con los demás. En fin, espero que mañana pueda escribirte que el concierto ha sido un éxito y que, con sus ganancias, he podido redondear nuestra economía. Los pronósticos no pueden ser más halagüeños. Todos los músicos que son alguien aquí participarán activamente y sir George Smart y su hermano Henry me han augurado un lleno de público.


“¡Qué podré decirte de mi salud! Según avanza la primavera, voy haciendo algunos progresos, aunque las noches son difíciles. Pero esto ya es pasado. Pronto estaremos todos juntos bajo el cielo azul de Hosterwitz y ello hará por mí más que todas las medicinas y cuidados del doctor Kind.


“En cuanto a los detalles de mi viaje de regreso…”


Un fuerte ataque de tos interrumpió bruscamente la redacción de la carta. Carl se levantó precipitadamente para evitar mancharla con sus flujos. El acceso duró varios minutos. Lucy llamó a la puerta –cerrada por dentro, como de costumbre-, seguramente alarmada:

- Señor, ¿se encuentra bien? ¿Necesita alguna cosa?

- Descuide, Lucy, ya va pasando.


Se recostó en la cama, con el torso realzado por las almohadas. La luz del sol penetraba a raudales por la amplia ventana de guillotina de su habitación. Pese a la disnea, sonrió y pronunció entre dientes unas palabras, a la vez, de constatación y de deseo:


- ¡Qué hermoso día! Parece que ya voy encontrándome mejor.


El sopor se fue apoderando de él y, por un breve tiempo, se quedó dulcemente traspuesto.



2. La tarde


Le sacó de su duermevela el sonido del piano del salón del primer piso. ¿Realidad o ensueño? Eran las notas de la Invitación al baile, ejecutadas con bravura juvenil, no exenta de finura. Carl María se incorporó y constató que, efectivamente, la música formaba parte del mundo real. Un mundo transfigurado por la luz solar que refulgía en la luna del armario y centelleaba en los mil y un colgantes de cuarzo de la lámpara central de la habitación. El ramo de flores tempranas del búcaro desprendía un suave perfume. La vida perecía renacer, incluso en su cuerpo enfermo. Se levantó, alzó el cristal de la ventana y hasta él subió el bullicio de la calle Great Portland, en alas de una ligera corriente de aire. Nuevo aseo y, esta vez, vistió ropa de calle y calzó con dificultad sus pies tumefactos, decidido a comer en el restaurante de costumbre, para no molestar a la servidumbre. Decididamente, se encontraba mejor y hasta se sentía capaz de dirigir alguna de las piezas del concierto vespertino. Pero era poco más de mediodía y –como bien sabía- el mal podía aún dar muchas vueltas.


Al pasar por el primer piso, se tropezó con Lucy, quien, alarmada por su decisión de salir, le rogó:


- Mister von Weber, por favor, coma usted hoy en casa. Tenemos invitado al sobrino de sir George, que arde en deseos de conocerle.
Iba a declinar la invitación, cuando se abrió la puerta del comedor y apareció en el umbral Margaret Rose, Meg, la encantadora jovencita, hija única del señor de la casa.


- ¡Oh, von Weber, no se marche usted, precisamente hoy, que estará tan atareado ensayando para el beneficio! Mi padre come fuera de casa y mi primo y yo nos sentimos un poco abandonados.


El interpelado sonrió con dulzura. Bien hubiera querido él cultivar el trato de la encantadora personita, que hasta le recordaba a la Lina de su primer encuentro, pero la tisis era contagiosa y había que tomar precauciones. Tácitamente y con toda cortesía, su anfitrión y él habían evitado situaciones frecuentes de coincidencia entre el maestro y la joven. Tres meses de estancia de aquel en la casa no habían impedido que ambos fueran recíprocamente casi perfectos desconocidos. Pero este día, Carl cayó en la tentación:

- Está bien, un ligero refrigerio y así podré saludar a tu primo.
El joven Henry Smart era un esbelto adolescente de trece años. En sus manos y su mirada detectó algo el compositor, que le llevó a suponer en voz alta:
- Así que este es el pianista que, hace un rato, tocaba mi Invitación.
El chico enrojeció y, a duras penas, farfulló unas palabras de salutación y disculpa. Su prima, ejerciendo de anfitriona, invitó a pasar a la mesa, donde Lucy terminaba de colocar un nuevo servicio. La conversación fue pronto fluida, una vez que la simpática sirvienta hubiera roto el hielo, entre las risas de los comensales:
- En honor de mister Weber, poca sopa, mucho cordero y nada de verduras. Así que hoy comerán sus señorías a la alemana.
Carl se sentía feliz. Cualquier tema de conversación contaba con las acertadas consideraciones de Meg y las respetuosas preguntas y apostillas de Henry. Por supuesto, ambos le manifestaron la admiración por su música y el propósito de estar presentes en el concierto de esa tarde. De hecho, este era el motivo de que los dos primos comieran juntos. Carl habló y habló: del beneficio; de sus pequeños, Max y Alexander; de sus progresos con el idioma inglés (que provocaron algunas sofocadas risitas de sus contertulios); de su amor por los animales (¡si hasta había tenido un mono!); del doctor Kind y el horrible sabor de algunas de sus medicinas… Procurando, por cortesía, no ser el centro exclusivo de la conversación, se dirigió a Henry y le dijo:
- Ya conocía las excelencias musicales de tu prima, pero ignoraba que fueses un buen pianista, y tan joven.

- Por favor, maestro, estoy estudiando música, en particular, piano y órgano, pero aún estoy muy lejos de ser un pianista, ni mediano siquiera.

- Pero tu ejecución de la Invitación…

- Ha sido mucho mejor sentado que de pie, interrumpió Meg, entre sonrisas de complicidad.

- ¿Y eso? ¿Acaso el joven Smart no llega al teclado en posición sedente? –siguió la broma Carl-.
El corrido adolescente no tuvo más remedio que explicar la burla de su prima, relativa a su fracaso como bailarín de vals, recientemente evidenciada en un baile en casa de lord Lennox. Carl sintió la vergüenza de Henry como propia y, con desacostumbrada seriedad, explicó:
- Tal vez hayáis pensado, a raíz de mi pieza y del sentido programático que se le ha dado, que yo era un diestro danzante, capaz de enamorar a mi dulce Carolina y de declararme a ella mientras giraba como una peonza. Pues no, jovencitos, no fue así. ¿O es que no os habéis fijado, además de en mi nariz de pavo, en la cojera que trato de disimular, con más dedicación que éxito?
Los dos primos bajaron la cabeza, un tanto avergonzados. Carl prosiguió:
- Yo también soy mejor bailarín sentado que de pie, y no digamos de vals. Pero la música se crea como un acto de amor y se siente de las más diversas formas, como el verdadero idioma universal. Yo compuse la Invitación a la danza para felicidad de mis semejantes, aunque no pudiera disfrutarla con ellos, ni ser el protagonista de sus temas. Y con ella declaré mi amor a Lina –ya mi esposa-, no como efectivamente fue, sino como pudo haber sido, al aceptarme ella tal como soy.
Los chicos escuchaban emocionados, con los ojos muy brillantes. Tanto que, para rebajar la tensión de la escena, Weber prosiguió:
- La verdad es que no sé cómo pude conquistar a Lina. Una colega suya me perseguía a sol y a sombra. Yo no tenía un tálero en aquella época; de hecho, tuvimos que esperar dos años a ganar lo suficiente para casarnos. Mi esposa adoraba el baile, en tanto yo arrastraba mis piernas por los salones. Y, para rematar, Lina era una buena cantante de ópera y yo –que tenía bastante buena voz- acabé graznando como un grajo, cuando me quemé las cuerdas vocales con un producto químico de litografía, que bebí por confusión. En fin, amigo Henry, no pierdas nunca la esperanza, ni de aprender a bailar el vals, ni de llegar a ser el gran músico que anhelas. Y ahora, tomemos los tres, para brindar por el éxito de mi beneficio, un dedito de oporto…, suponiendo que no se trate de matarratas, colocado ahí por equivocación.
Los tres juntaron sus copas y Carl pronunció el brindis: Amor para el hombre y música para la humanidad. Afuera, las nubes eran cada vez más negras y en lontananza gruñían los truenos.


3. La noche

El beneficio fue un éxito musical y un fracaso económico. La lluvia se desplomó sobre Londres aquella tormentosa tarde y el aforo del Covent Garden no se ocupó ni en su mitad. La sala tenía un aspecto desangelado cuando von Weber hizo su aparición entre la emocionada efusión de los presentes. Una sonrisa, mezcla de amargura y de orgullo, apareció en el rostro del compositor, al constatar que la tormenta había podido con la fidelidad del público londinense. Con todo, el concierto se desarrolló conforme a lo previsto. El homenajeado participó cuanto pudo; hasta improvisó una brevísima partitura para ser cantada en la ocasión. Después, triste y agotado, se dejó caer en un sofá y allí fue a recogerlo a la conclusión el pleno de la familia Smart. Apenas se atrevía nadie a pronunciar una palabra y menos en lo referente al fracaso económico. Cuánto menos aludir al motivo de ausencia aportado por mister Ward, miembro del Parlamento por la ciudad de Londres: ¡A quien se le ocurre programar un concierto en el Oaks Day de las carreras de Epsom!
El regreso a casa fue patético. Parecía un funeral y la verdad es que a Weber se le iba la vida por momentos. Subiendo las escaleras, ayudado por sir George, le atacó una tos violentísima. El anfitrión se alarmó por los síntomas de fiebre muy alta, tal vez, fruto de la mojadura al entrar y salir de casa y del teatro hasta los coches. Venciendo la resistencia del músico, le despojaron de su vestimenta y le acostaron. Llamaron al doctor Kind, quien recetó compresas frías para la fiebre y láudano para llamar al sueño. Carl parecía ausente, casi sin conocimiento. El doctor comentó en voz baja con sir George sobre la conveniencia de aplazar sine die el viaje de regreso a Alemania. Como si volviese en sí, el enfermo se sobresaltó y dijo con voz ronca pero clara:
- De ninguna manera. Tengo que ver a mi esposa y a mis hijos. Luego, que Dios haga de mí lo que me tenga reservado.
Sir George le tranquilizó y los presentes fueron retirándose. Lucy se ofreció a velar a su estimado mister Weber, pero este se mostró tranquilo y firme: no era necesario y le privaría de intimidad. El doctor hizo señas como de que no le contrariaran. Todavía, al alejarse, les pareció oír el ruido de la llave al girar en su cerradura. Efectivamente, como todas las noches, el gran autor de óperas había bajado el telón. Y esta vez, para siempre.


4. Amanecer

Dieciocho años más tarde, los restos mortales de Carl María von Weber emprendían, al amanecer, su último y anhelado viaje a Dresde. Bien es verdad que ni su amada Lina ni el pequeño Alexander estarían ya allí para recibirlo. Pero en Londres sí estaban en la despedida nuestros conocidos, sir George Smart, Margaret Rose y su primo Henry, a la sazón afamado organista y notable compositor. La semilla había fructificado.
Y dos días más tarde, en la mansión de sir George, ahora en Bedford Square, se celebró un concierto en recuerdo de Weber. Como puntualizó Margaret al iniciarse la velada, se habían reunido allí no para honrar a Carl María von Weber, sino para honrarse honrándolo. Seguidamente, su primo Henry tomó la batuta y la orquesta atacó la Invitación a la danza, en la brillante versión orquestal de Berlioz. Sorprendentemente, concluidos los apagados acordes de la introducción, Henry dejó la varita al concertino, bajó del estrado, se dirigió a su prima Meg y, con voz clara, preguntó:
- ¿Me concede usted este vals?
Verdaderamente, las cualidades como bailarín de Henry seguían siendo poco brillantes, pero Carl se habría sentido orgulloso de ellas.

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