miércoles, 11 de agosto de 2010

La velada en Montauban

  
   1. Introducción


   En el otoño del año 2002, tuve ocasión e interés de visitar, en el Palacio de Cristal del Retiro madrileño, la exposición Exilio, magna y emocionante muestra de la diáspora que provocó nuestra guerra civil. El presidente de la Fundación organizadora de tal evento, A.G., el conocido político, presentaba uno de los dramas personales del exilio como un caso excepcional, la cumbre de la dignidad... la cima de la entereza moral y la belleza espiritual de los exiliados, que en la más cruel de las situaciones tenía la gallardía de la fidelidad a sus ideas y a sus amigos. Aquel modelo de hombre se llamaba F.G.P., médico personal de Azaña, y esta es la historia de su vida en la mía, tal y como quedó perfilada, tres años después de aquella exposición, en una velada en la sala del Príncipe Negro del Museo Ingres, en Montauban.
***
   No soy persona muy curiosa, tal vez, porque me gusta la soledad y no me entusiasma el estudio. Con todo, he de reconocer que no me perdí los dos documentales que se emitieron por televisión, en paralelo temporal a la Exposición. Poco después, adquirí el libro publicado al hilo de aquélla, en el que se recogían los dos documentos esenciales para resumir el caso del doctor G.P. Era el primero una breve carta dirigida por él al diplomático mejicano, protector esencial de Azaña en sus últimos días. Decía así:
Mi querido Ministro: pocas líneas para decirle adiós. Le había jurado a don Manuel inyectarlo de muerte cuando lo viera en peligro de caer en las garras franquistas. Ahora que lo siento de cerca, me falta valor para hacerlo. No queriendo violar este compromiso, me lo aplico yo mismo para adelantarme a su viaje. Dispense este nuevo conflicto que le ocasiona su agradecido, P.
   Si breve y emotiva era la epístola, el comentario del ministro plenipotenciario de la embajada de Méjico en Francia, Luis Ignacio Rodríguez, resultaba, en verdad, encomiástico y colorista:
Mayor sacrificio en la vida de un hombre no es posible esperarlo. La inmolación de este pundonoroso soldado de la República en aras de su jefe y amigo no debe perderse en las modestas páginas de este diario. Su nombre reclama perpetuarse en bronce cuando España sea libre, para ejemplo de las generaciones futuras y vergüenza de los sayones que acompañaron a Franco en su nefasta tarea de exterminio.
   Seguramente, en 2002 España había alcanzado la libertad, puesto que, aunque no en bronce, ciertos prohombres divulgaron admirativamente el nombre del doctor G.P. Si éste merecía tal honor es cosa que mis lectores pueden deducir de los dos documentos precedentes. Y, si el político A.G. cumplía con ello el dicho la verdad os hará libres, es algo que ustedes podrán responder con mayor fundamento al terminar esta historia. Una historia que no tuvo para mí conclusión, siquiera provisional, hasta una noche de verano en Montauban, donde –no por casualidad- duerme el sueño eterno don Manuel Azaña Díaz, el jefe y amigo de nuestro pundonoroso médico.



   2. Diálogos y reflexiones


   Llegamos a Montauban de regreso de una excursión a los castillos del Loira. Teníamos la intención de pernoctar en Toulouse, pero Mario –nuestro experto en Historia- aconsejó:

   ¿Por qué no nos detenemos en la ciudad de los cuatrocientos golpes? Total, está cerquita de Toulouse y merece la pena visitarla.

   ¿Los cuatrocientos golpes?, inquirí yo –especialista en nada, pero buen conocedor del francés-. Así que Truffaut ambientó su película en Montauban. No recordaba...

   No así, replicó Mario. Los cuatrocientos golpes originales fueron un duro asedio de la ciudad, en 1621, durante las Guerras de Religión. Cuatrocientos era el número legendario de los cañones que dispararon contra Montauban durante más de tres meses, pese a lo cual las tropas reales no doblegaron la resistencia de los valientes hugonotes.

   ¡Qué tíos! –terció Aurora, vicedirectora del Museo provincial de N. y, por tanto, experta en Arte-. En cualquier caso, voto por parar en Montauban. Es una ciudad muy atractiva, pequeña y con un interesante museo que visitar.

   Pues no se hable más, concluyó Gabriel –concejal de N., por un partido cualquiera-. Comemos y dedicamos la tarde a cultivarnos y estirar las piernas. Luego seguiremos viaje, que los días son largos.
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   Durante la comida, salió inevitablemente a relucir el episodio de los últimos días en Montauban de quien fuera el segundo presidente de la República Española. La animada conversación al respecto todavía duraba, cuando nos sentamos en una terraza de la hermosa y porticada Place Nationale. Naturalmente, la charla había tomado diversos giros y vericuetos, pero el que más dio de sí resultó ser el del médico G.P. (coloquialmente, P.) y su elevado sacrificio. Con todo, se estaba lejos de la unanimidad en el cuarteto.
   Chico, qué quieres que te diga. A mí, eso de dar muerte a una persona, aunque sea a petición suya y en circunstancias tan terribles, no me parece nada digno de encomio en un médico –fue, en resumidas cuentas, la valoración de Aurora-.

   Más que postura de médico, yo creo que era de amigo. A fin de cuentas, un médico personal parece deberse a la opinión del paciente, con quien acaba entablando lazos muy poco profesionales –era mi modesta opinión al respecto-.

   No está muy lejos el caso, del que se hubiera producido si Sócrates hubiera pedido a Jenofonte que fuera a cortar la cicuta y le preparase la infusión –disparató un tanto Gabriel, nuestro político favorito-. Lo que le esperaba a Azaña, si caía en manos de los sabuesos de Franco, era muy previsible.

   Yo pienso que el doctor actuó un tanto a la ligera – concluyó Mario, sonriendo aún con la muy discutible comparación de Gabriel-. Si te comprometes a algo, debes cumplirlo, llegado el caso.

   O sea, que ninguno de los cuatro estábamos por la labor de loar la conducta del médico personal de Azaña, ni –en consecuencia- de apoyar los ditirambos de A.G. y del plenipotenciario mejicano.
   Inspirado por un delicioso perroquet con hielo , acerté dar un giro a la discusión:
   Y, por otra parte, no le veo la coherencia a quitarse la vida, en lugar y antes que el paciente, por el hecho de que no se vea salida entre la palabra dada y los escrúpulos derivados de la amistad o la profesión.

   ¡Eso mismo iba a resaltar yo!, adhirió Aurora. ¿Qué es eso de adelantarse a su viaje? Con su propio suicidio, el doctor dejaba a Azaña sin medio de viajar.

   Además –añadió Mario-, si el suicidio era bueno, nada impedía facilitárselo al amigo; si era malo, con no apoyarlo era bastante, sin necesidad de llegar al extremo.

   Fijaos por un momento –terció Gabriel- en las palabras de la carta, según la recuerda Enrique (servidor de ustedes): no queriendo violar el compromiso, me lo aplico a mí mismo. No sólo hay incongruencia: es que no hay quien lo entienda…

   Bueno, señores –dijo Aurora, dando por terminado el diálogo-. Son casi las cuatro y el Museo cierra a las seis. Así que ¡andando!
***
   No es mi propósito hacer el artículo del Museo Ingres (para mi gusto, tan de Ingres, como del escultor Bourdelle), pero sí hacerme eco de la amabilidad de la señorita Jocelyne Paillet, conservadora de aquél. Bastó con un comentario en voz algo elevada de Aurora, para que la simpática montalbanesa, cogiéndolo al vuelo, sacara a relucir su cortesía:

   ¡No me diga que es usted colega en el Museo de N.! Precisamente estuve allí hace dos años con una excursión de alumnos del Liceo Michelet.

   Pues sí que es casualidad. En fin, estamos de regreso de una rápida excursión por los castillos del Loira y decidimos parar en Montauban, a fin de visitar el Museo.

   Bueno, el Museo y otras muchas cosas. ¡Hay tanto que ver en esta pequeña villa, calificada como ciudad de arte e historia!

   Hicimos las presentaciones y pude comprobar que las coincidencias no habían acabado. Así, estaba el propio apellido de nuestra guía, cuyo parecido con el de nuestro doctor era sorprendente. Mientras subíamos un piso por la hermosa escalinata del Museo, hice un breve aparte con Jocelyne:

   Su apellido, Paillet, me recuerda al del médico de Azaña.

   Pues lamento decepcionarle: no soy nieta suya –bromeó-.

   Debió de notar que me había quedado extrañado, ya que prosiguió:

   ¿No conoce usted la especie que corrió por Montauban en los años cuarenta del pasado siglo? Pues se han hecho eco de ella ciertos historiadores.

   Deseando no dar muestras de ignorancia, me fui por los cerros de Úbeda y le resumí cuanto les he narrado en la introducción de este relato. Jocelyne me cortó, dispuesta a reanudar su explicación artística:

   Todo eso no es la verdad o, por mejor decir, no es toda la verdad. Si tuviéramos tiempo, ya le contaría.

   A partir de ese momento, presté más atención a la logística que al arte. Empecé a dar vueltas sobre cómo conseguir que tuviéramos tiempo para que Jocelyne contase. Finalmente, en el vestíbulo, al despedirnos, me decidí:

   Jocelyne, son casi las seis y todavía tenemos muchas cosas que ver: la Catedral, Saint Jacques, el Puente Viejo, el Colegio de los Jesuítas. ¿No habrá algún hotel con encanto en Montauban, en vez de ir a pernoctar a Toulouse?

   Aquí al lado tienen el Hôtel du Commerce. Lo han remozado recientemente, pero conserva su vieja prestancia. Y, para Francia, no es nada caro.

   Pues no se hable más. ¿Podemos invitarla a cenar?

   Mis amigos, aunque perplejos, también hicieron fuerza. Jocelyne, finalmente, consintió:

   Está bien, en la Place Nationale, a eso de las ocho. Pero de la sobremesa me encargo yo.


   3. Lo que la verdad esconde


   Entre monumento y monumento, hube de aclarar a mis compañeros el porqué de mi deseo de pasar la noche en Montauban. No hubo muchas objeciones: la pequeña ciudad había enganchado al grupo. Por otra parte, aunque menos interesados que yo, mis tres amigos sentían curiosidad por lo que Jocelyne tuviera que contarnos durante la cena. ¡Y bien que iba a hacerse de rogar!

   Bien, no exactamente. Lo que hizo fue demorar la narración. Cenamos a plena satisfacción en el ultramoderno –entonces- Le Sampa y recorrimos el corto trayecto que nos separaba del Museo Ingres. Nuestra conservadora llamó y habló brevemente con el vigilante nocturno. Seguidamente, muy misteriosa ella, nos condujo, escaleras abajo, hasta el segundo sótano, a la espléndida sala medieval llamada del Príncipe Negro, que habíamos admirado aquella misma tarde.

   Jocelyne había preparado, en el centro de la gran estancia, un cómodo ambigú, consistente en apetitosos productos de la famosa repostería Poult, dos grandes termos de café, una botella de anís Pernod y otra de pastis Ricard, así como los servicios de mesa correspondientes para cinco personas. Una vez asentados, apagó todas las luces cenitales y quedamos en la suave penumbra de los focos que iluminaban las breves columnas en que apoyaban las ojivas de la bóveda. Probablemente todos nosotros esperábamos que, de un momento a otro, se presentara el gran guerrero que daba nombre a la sala. Pero el respetuoso temor no impidió que hiciésemos los honores a los productos de la tierra. Las bebidas espirituosas elevaban voces y corazones. La verdad, yo, por falta de hábito, estaba para pocas reflexiones.

   Cuando menos nos acordábamos de lo que nos había llevado allí, Jocelyne tomó una cucharilla, dirigióse a una gran campana medieval que descansaba junto a nuestra mesa, y percutió por tres veces su rajado bronce:

   Damas y caballeros. Presten atención, pues van a oír de mis labios la verdad sobre el doctor P.
   Se hizo el silencio. Erguida, arrebolada, con la melena refulgente a la luz amarillenta que parecía brotar de sus pies y dotar de halo a toda su silueta, Jocelyne habló, breve, solemne, claramente. La cabeza me daba vueltas y trataba de concentrarme en su verbo glorioso, pero mi mente escapaba una y otra vez hacia su arrebatadora belleza y la gracia de aquella lengua mixta francoespañola, con la que –cual nuevo Pentecostés- se hacía comprender de todos nosotros. Aunque esté lejos de ser una versión literal de sus palabras, me permito la licencia de exponerlas, cual si fuese una transcripción literal:

   Amigos españoles. Guárdense del atractivo de las mujeres francesas. Su compatriota, el doctor P., aun agobiado por el dolor y cercado por la guerra, no puso fin a sus días por cariño a sus pacientes, ni por no poder hacer honor a la palabra dada, sino por amor a una mujer de mi país.

   Se hizo el silencio durante unos momentos. Jocelyne volvió a sentarse, con una sonrisa acorde con nuestro pasmo. Los vapores del Pernod se me disiparon como por ensalmo y acerté a enhebrar la primera réplica:

   Entonces, la carta del doctor P. al Encargado de Negocios de Méjico…

   Pura fachada, mon ami. Bueno, no seré yo quien niegue su promesa a Azaña y todo eso pero, muy por encima, estuvo el desengaño amoroso.

   Supongo que tendrás buenas razones para afirmar tal cosa, replicó Gabriel.

   Fue la comidilla del Montauban de la época. Y, por si dudáis de la tradición popular, está el testimonio del general Saravia.

   ¿Y quién es ese señor?, dijo Aurora, reconociendo paladinamente su ignorancia.

   Un hombre respetable y muy de fiar –respondió Mario-. Ayudante militar y amigo personal de Azaña, pasó junto a él sus últimos meses. Si lo ha dicho él, eso va a Misa .

   Y, por otra parte, sea de ello lo que fuere, ¿qué os parece más digno de elogio –o menos acreedor al vituperio-, matarse por amor o por vergüenza?

   Esta última pregunta de Jocelyne, dio lugar a una animada discusión, de la que haré gracia a mis lectores, no tanto por su extensión, cuanto porque mi memoria no es muy buena, y menos, en aquel momento de nocturnidad y libaciones. Sí recuerdo que, cuando ya nos disponíamos a recoger los restos del convite, le lancé a nuestra conservadora una comprometida pregunta:

   Pero, entonces, si había versiones contradictorias y no se sabe a ciencia cierta la verdad de lo sucedido, ¿por qué A.G. ha presentado el caso como un cántico a la dignidad y la amistad hace, como quien dice, cuatro días?

   Jocelyne se encogió de hombros y esbozó un rictus de desprecio, para pronunciar tan sólo dos palabras:
   Políticos... ¡bah!

   4. Final


   Meses después, Azaña y el doctor G.P. (P., coloquialmente) habían sido olvidados. Parece ser que Gabriel llegó a dirigir una carta al ilustre político del patinazo histórico que, naturalmente, quedó sin respuesta. Por mi parte, seguía soñando con el cabello cobrizo de Jocelyne, aunque su rostro fuera perdiendo definición, cuando cerraba los ojos y trataba de regresar con la imaginación a la mole de ladrillo del Museo Ingres. Aprovechando la Navidad, le escribí una cariñosa carta, que me devolvieron con una nota garrapateada en el sobre:

   La señorita Paillet ya no trabaja aquí

   Bastante compungido, comenté el hecho a Aurora, la primera vez que la vi, después de aquél chasco. Mi amiga sugirió:

   Ya sabes que, hace un par de años, Jocelyne vino por aquí, acompañando a una excursión del Liceo Michelet. ¿Por qué no la escribes al liceo?

   Dicho y hecho: nueva misiva, aún más cariñosa que la anterior, con invitación incluida para volver a visitar N. Recuerdo que, al acabar, le hacía la siguiente pregunta, vagamente maliciosa: Por cierto, ¿no has encontrado todavía a tu príncipe azul?

   A vuelta de correo, recibí la respuesta:
Las montalbanesas no buscamos ningún príncipe azul, sino Negro, como cumple a nuestra historia. Ahora bien, no todos proceden de Inglaterra, sino que algunos vienen de mucho más al sur...

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