lunes, 30 de agosto de 2010

El alfiler de corbata

Un policía demasiado sentimental, a punto de retirarse; una diva de la canción, cuyo matrimonio es menos sólido de lo que parece; un profesor demasiado libre y un alumno muy aventajado; una joya histórica espectacular, que juega un decisivo papel en la historia. Todo ello, en la Roma actual y sus alrededores, con el aroma que me gusta dar a las narraciones de misterio: analizar a los personajes, tanto o más que los hechos.



1. Recuerdos de un policía de la Giudiziaria

   En parte, por mi soltería, en parte, por mi buena salud, no me retiré del cargo de subcomisario de la policía judicial en la Central de Roma hasta que cumplí los sesenta y uno, edad a la que la mayor parte de mis colegas llevaban varios años paseando nietos o jugando a las cartas. Pero, antes de nada, permítanme que me presente. Me llamo Enzo di Martino. Edad y estado civil ya se los he confesado a ustedes. Añadamos tez morena, estatura mediana y complexión delgada y sabrán de mi físico cuanto es evidente. Los aspectos psicológicos prefiero que los vayan conociendo según avancen en la lectura de este relato. ¡Ah, sí!, soy muy aficionado a la música y bastante a las joyas (sobre el papel, se entiende). Una y otra cosa podían haberme sido muy útiles para resolver con facilidad mi último caso importante; pero, lejos de ello, me provocaron la sensación de fracaso y carga moral mayor que pesa sobre mi conciencia de policía de limpio historial, con treinta y cinco años de servicios. Ya va para dos años que pasé al retiro y todavía me escuece el recuerdo de aquel caso; importante, como les digo.

   Para un policía de la Giudiziaria, un caso importante suele ser casi siempre uno de homicidio. Y aquel lo era, al menos presuntamente, cuando el asunto llegó a nuestras manos, después de varias semanas dando tumbos entre los carabinieri y mis colegas de la comisaría de Ostia. Las pesquisas estaban empantanadas y la embajada de Brasil apretaba las clavijas en el Ministerio, dado que el fiambre había resultado ser un joven brasilero, hijo de un magistrado de Sâo Paulo. Mi superior inmediato, el comisario Bartelli me confió el caso y su pequeño dossier, con el laconismo acostumbrado:

   - Anda, Enzo, desatasca este asunto, que los de arriba están empezando a ponerse nerviosos.

   Cuando hojeé el expediente en mi casa, aquella misma tarde, comprendí que, aunque con mucho trabajo por delante, había algunas cosas que resultaban llamativas y podían ponerme sobre la buena pista. Les haré un resumen de los datos del caso.

   El difunto fue en vida Thiago de Sousa Antunes, de 26 años de edad, que cursaba un máster bienal de relaciones internacionales en la Universidad de Roma. Había sido estrangulado con su propia corbata y habían abandonado el cadáver en el aparcamiento de un local de música y copas del Lido di Castel Fusano, en la noche del 13 al 14 de septiembre. Un músico que actuaba en el local lo había descubierto al ir a coger su coche para marcharse a casa, ya de madrugada. Ni el cuerpo, ni las ropas y efectos personales, parecían haber sufrido robo o mayores violencias de las precisas para producir la muerte. En la cerrada mano izquierda del finado había aparecido un alfiler de corbata de extraña y llamativa forma, tal vez, arrancado a alguna de las personas que lo habían estrangulado. Pesquisas ulteriores, infructuosas. El tal Thiago, además de estudiar, llevaba una vida movidita, de sexo y drogas, no muy diferente de la de tantos otros de su edad y condición. Los empleados del local, Il Salnitro, no lo habían visto nunca por allí, según decían. En fin, unas cuantas declaraciones, las consabidas fotos del lugar del crimen y de la autopsia y un par de ellas, del alfiler de corbata. Su diseño era tan hermoso, que no me resisto a incluir la mejor fotografía, aunque a escala más reducida.
   Por la parte de atrás, llevaba grabada en incisión la letra mayúscula L.

   Si hubieran pasado pocas fechas, no habría dudado en repetir, punto por punto, toda la indagación. Pero había transcurrido casi mes y medio, por lo que la memoria de las personas y los datos objetivos del hecho estarían ya más que borrosos. Así que decidí dar por bueno casi todo lo practicado. No obstante, tomé la avenida Cristóforo Colombo adelante y me llegué hasta el mar, en cuya primera línea de playa se encontraba la famosa discoteca. Curiosamente, cuando casi todos eluden el contacto con la policía, me hallé con un caso contrario. Sabedor de mi visita, estaba esperándome el músico que encontró el cadáver en la madrugada del 14 de septiembre. Tomé nota tan detalladamente de lo que me refirió, que voy a ponerlo en primera persona, como si fuese él quien les hablara. Los incisos, naturalmente, corresponden a mis preguntas e interrupciones.

2. El trompeta de via Stradella

   - No crea que, porque lleve un año empleado en este local de tres al cuarto, no haya tenido tiempos mejores. Yo tuve mis oportunidades de haber llegado a ser alguien en esto de la música. Fui primer trompeta en la orquesta de Gianfranco Monaldi e hice una prueba muy digna para ingresar en la Sinfónica de la RAI. Pero, ¡qué quiere!, la edad y cierta afición por la bebida –lo confieso- me fueron relegando a tocar en orquestinas de club y en eventos esporádicos. Pero, ¡qué torpe soy! Todavía no me he presentado –aunque usted, comisario, seguro que no lo necesita-. Me llamo Stéfano Rampolla y vivo no muy lejos de aquí, en el barrio de Infernetto, en via Stradella. A lo que iba: aún alcancé a tocar para Modugno y Gianni Morandi, y con Mina, la Tigresa de Cremona. Pero mi favorita ha sido siempre Graziella Cenci. ¿No sabe?, mi momento de gloria fue un breve solo acompañándola en la Canzonissima del 74, cuando ganó la Cinquetti y obtuvo el pasaporte a Eurovisión... ¡Y qué decir del concierto para celebrar sus veinticinco años de carrera musical, en su ciudad natal de Siena! No me lo hubiese perdido por nada del mundo, aunque el regidor fuera precisamente el vividor de su marido…

   - ¿El vividor? Tengo entendido que lleva su propia carrera profesional y que sólo actúan juntos en acontecimientos muy concretos y en algunos programas de televisión…; bueno y en los lugares privados de costumbre en una pareja bien avenida.

   - ¡Ah!, veo que el señor comisario está al tanto de la vida de Graziella y de Livio Tommasi, su esposo desde hace un montón de años. Sí, ya sé que pasan por ser una pareja modelo y que presumen de ello, pero yo no estoy tan seguro. Para empezar, ella abandonó su auténtica carrera a poco de casarse y ha terminado por andar de presentadora y medio metida en política, al son de la conveniencia de su marido. Y eso…

   - Bien, Rampolla, dejemos la música y vayamos a lo que quería contarme a propósito de la muerte del brasileño.

   - Cierto, cierto. Como sabe, yo fui el primero en verlo, tirado ahí mismo, entre mi coche y el de un cliente habitual, el señor Sandrini. Estuve a punto de tropezarme con el cuerpo…

   - Y, claro, usted también mantendrá que no lo conocía de nada y que nunca lo había visto por Il Salnitro.

   - Se lo juro, señor comisario. Sí, ya comprendo que todos le dirán lo mismo, tratándose de un cadáver aparecido a la puerta de un local de no muy buena reputación, pero le aseguro que no miento y estoy dispuesto a ayudarle. Por eso he pedido hablar con usted.

   - Le recuerdo que he leído sus anteriores declaraciones y, si toda la ayuda que va a prestarme va a ser la de decir que el muerto tenía en la mano un alfiler, que probablemente arrancó a uno de sus asesinos…

   - Eso es seguro, comisario, el dichoso alfiler tiene la clave de todo. Pero no, lo que yo quiero manifestarle confidencialmente es que este local es frecuentado por homosexuales y…

   - ¡Por Dios, Rampolla! No irá a creer que eso es algo nuevo para nosotros…

   - …Y por algunos capitostes locales de la droga. No me extrañaría que alguno de ellos estuviera detrás de la muerte del chico. Ya sabe, ajuste de cuentas, cobro de deudas, o algo parecido.

   - Pero aquella noche, en concreto, ¿estuvo en Il Salnitro algún capitoste de esos que usted dice? Piénselo bien y no me ande con rodeos o falsas seguridades.

   - Desde luego, comisario, entre otras cosas, porque sé lo que me juego. Lo he estado pensando mucho y comentando reservadamente con algunos colegas de la orquesta y con la chica del guardarropa. Esa noche estuvo por aquí hasta muy tarde Antonello Parisi con algunos amigos o compinches suyos.

   - Comprobaré el dato con los policías del Lido. En cualquier caso, ¿a qué hora se marchó el tal Parisi del local?

   - Como le he dicho, tarde. Pienso que poco antes de que cerrásemos, a las cinco de la mañana. Media hora después, es cuando yo me disponía a coger el coche y me encontré con el muerto.

   - Está bien, Rampolla, gracias por su colaboración, que mantendré todo lo en secreto que me sea posible. Le voy a dar mi número de teléfono por si se le ofrece algo importante y no se ausente de su domicilio sin avisarme.

   - Descuide, comisario. La temporada en Il Salnitro termina dentro de unos días, pero tengo algunas cosillas en Roma y en Ostia. Y recuerde, el alfiler es la clave.

   - Ande, ande, y modérese con la bebida, a ver si puede volver a tocar con la Cenci, si se tercia.


3. El alfiler es la clave

   Indagué en los archivos, en busca del historial de Antonello Parisi. Efectivamente, se trataba de un traficante de medio pelo, que actuaba en la zona del Lido romano y que muy probablemente tuviera su pequeña banda de vendedores y esbirros. Delegué en mi ayudante, el inspector Malfatti, las pesquisas sobre relaciones entre Thiago de Sousa y Parisi, así como acerca de los movimientos de este en la noche del crimen, y pasé a ocuparme personalmente de la clave de todo, según el trompetista, es decir, del alfiler empuñado por la víctima. Gustándome las joyas –como ya he dicho-, la indagación me resultaba especialmente atractiva.

   Lo cierto es que, vista de un modo directo, la pieza era hermosísima y de un primor de ejecución de los que ya no se encuentran. No tuve dificultad en calificarla como de tipo modernista y, por tanto, de antigüedad próxima al siglo. Sin embargo, mi opinión parecía pugnar con el hecho de que la pieza hubiese sido calificada por los expertos policiales como confeccionada en oro de ley, en el que figuran engastados un rubí sintético de unos cinco quilates y una circonita de un quilate. La calidad del trabajo no congeniaba con el uso de piedras sintéticas ni de bajo valor. En consecuencia, algo fallaba y era menester averiguarlo.

   Llevé bajo cuerda el alfiler a mi joyero de confianza, Riccardo Saltore, que regentaba desde siempre una tienda de compraventa de antigüedades y preseas en vía Malagodi, y bromeé como de costumbre:

   - Una admiradora me ha regalado esta preciosidad. Dime cuanto puede haberle costado, antes de que me decida a pedirle relaciones. Te doy tres días, no más, para no poner demasiado nerviosa a la pobrecilla.

   Dos días después, recibí la llamada de Riccardo y me personé en su establecimiento.

   - Enzo, parece que la chica no está loquita por ti, pues el regalo que te ha hecho es una mera imitación de una antigüedad, que no creo le haya costado más de doscientos euros. Por más que… En fin, no sé. Es como si…

   - ¡Vamos, Riccardo, aclárate de una vez. ¿Qué demonios quieres decirme?

   - Pues que dudo mucho que tu chica haya podido comprar este alfiler en ningún comercio. No conozco nada parecido en el mercado; por lo menos, aquí en Roma.

   Dejé que Riccardo ordenase sus ideas durante unos momentos, sin atosigarle con preguntas. Finalmente, y como de costumbre, soltó a chorro su información:

   - Vamos por partes, Enzo. Primero: el alfiler es de oro de buena ley, pero carece de contraste alguno. La letra L no coincide con ningún punzón que yo conozca. Podría ser la inicial del dueño, aunque tan escondida, que más parece una referencia que una ostentación. Segundo: las piedras son más falsas que Judas, si la chica te las ha querido hacer pasar por preciosas. Una vulgar circonita y un rubí sintético, aunque tallado con cierto esmero y originalidad, como si quisiera imitar una determinada gema auténtica. Tercero: el diseño del alfiler es cuidado y fascinante. Un dragón de tipo modernista, que me recuerda sin querer las gárgolas góticas. Indudablemente, el trabajo es muy moderno, pero imitando lo antiguo con tal gracia, que se me hace difícil creer que no haya tenido a la vista un original de casi un siglo atrás.

    - En resumen, Riccardo, que no ves lógico que una pieza contemporánea y de valor relativamente escaso tenga tal calidad de diseño y de trabajo.

   - Algo así. Yo no le veo otro sentido que el de que pretendieran una estafa…

   - Poco probable, tratándose de piedras claramente falsas, sin marcas conocidas y para clientes que supongo no muy adinerados.

   - … O bien, que se tratara de confeccionar una réplica de un alfiler de gran valor, con alguna finalidad que se me escapa. Desde luego, yo no he conocido una pieza semejante, aunque ya sabes que no me muevo en las altas esferas de las joyerías para millonarios. En fin, lamento no poder aclararte estos enigmas.

   - No te preocupes. Ya hemos avanzado bastante. Y, desde luego, no pienso pedir relaciones a la chica que me regaló el alfiler. Demasiado enigmática para mi tranquila forma de ser.

   Salí de la minúscula tienda de Riccardo con la cabeza dándome vueltas. Frente a la primitiva hipótesis de que el alfiler lo hubiera quitado la víctima a sus atacantes en la refriega, se me aparecía como más verosímil la de que el alfiler fuese propiedad del difunto y hubiese tratado de ocultarlo a sus agresores. Después de todo –y aunque fuese un poco sorprendente para un joven en época casi veraniega-, Thiago de Sousa llevaba corbata en el momento de su muerte y con ella había sido estrangulado. Así pues, ocultación… ¿o mensaje críptico del asesinado, o de los homicidas, hacia la policía? Después de todo, el alfiler era atractivo y aparentaba mucho valor. ¿Por qué no sustraerlo? ¿O es que no pudieron hacerlo, ante la sorpresiva aparición del trompetista?

   Tal vez debería dar la vuelta al argumento y partir del hecho de que los culpables se hubieran percatado de la falsedad de la joya. Pero, ¿cómo? No era tan fácil de descubrir suponiendo que no fueran expertos. ¿Y si la muerte tuviera que ver con el poco valor relativo del alfiler? Vamos, un caos de hipótesis, a las que los datos tendrían que poner verdad y orden.

   Aún desde la calle, telefoneé al inspector Malfatti y le espeté:

   - Pietro, ponte rápido las pilas, que quiero cuanto antes dos aclaraciones sobre el caso del alfiler de corbata.

   - Diga, jefe.

   - La primera, si consta que lo hubiese comprado Thiago de Sousa, o lo trajese de Brasil.

   - Eso te lo puedo contestar sobre la marcha. Cuando vino a Roma el padre del chico a hacerse cargo del cadáver, se le preguntó por el alfiler y dijo que, ni era de la familia, ni lo había visto en su vida. Y, desde luego, no consta que lo comprase en Italia, ni que vendan piezas así en parte alguna.

   - De acuerdo. En segundo lugar, averigua si el tal Thiago tenía deudas importantes por droga, en particular, con un tal Antonello Parisi, un traficante que trabaja la zona del Lido. Y no me refiero a que le vendiese droga alguna vez, sino con cierta frecuencia y en cantidades de importancia.

   - O.K. Me pongo a ello y te informaré lo antes posible.


4. Un estudiante muy aprovechado

   Aunque pueda parecer llamativo, sabíamos muy poco de la vida y milagros de Thiago de Sousa, fuera de los datos superficiales relativos a sus estudios y aficiones. Para llenar tal laguna, me puse en contacto con mis colegas de La Sapienza. Es obvio que un país democrático no va a reconocer que tenga agentes infiltrados en los ambientes académicos, pero a nadie se le oculta que –digamos- la Universidad de Roma precisa de unos servicios de seguridad y prevención, que nadie mejor que la policía puede ofrecer. Así que moví mis peones y recogí un copioso resultado.

   Tan copioso, que parecía como si el difunto Thiago hubiera sido amigo o conocido de todo el mundo.    Llegado a Roma al inicio del curso anterior, había cambiado pronto los alojamientos intramuros de la Universidad por un modesto apartamento del viale Regina Elena, por donde había ido pasando lo más granado de la colonia discente brasileña y de los compañeros y profesores del máster en relaciones internacionales que cursaba. El joven tenía un gran éxito con las mujeres, que parecía haberle servido, entre otras cosas, para organizar saraos y fiestas galantes a sus amistades y compromisos. Poco a poco, tales eventos fueron haciéndose más y más frecuentes, en tanto que las féminas de compañía eran cada vez más profesionales. Los festejos hubieron de trasladarse a sede más amplia, un grato dúplex en la via del Babuino. Nadie podía asegurar de dónde salía dinero para pagar el prohibitivo alquiler. Desde luego, no de la moderada asignación que Thiago tenía fijada por su parsimonioso padre, persuadido de que el hijo continuaba hospedado en los alojamientos universitarios y haciendo vida de estudio y cultura.

   En las fiestas de la via del Babuino, empezó a circular generosamente la droga, en sus más variadas modalidades, y no siempre aportada por los asistentes. Era de suponer que Thiago, valiéndose de intermediarios, la adquiriese de fuentes seguras, en orden a cerciorarse de su calidad y pureza. Recogí rumores acerca de la identidad de los traficantes contactados por el hospitalario paulista, pero ninguno hacía alusión precisa al consabido Antonello Parisi. Tampoco había datos claros sobre deudas o presiones para cobrar. Los vecinos del dúplex simiesco habían presentado numerosas quejas y algunas denuncias por escándalo y consumo de drogas, pero no por peleas ni broncas. Según algunos de los más respetables protestantes –y me duele decirlo-, la respuesta policial había sido prácticamente nula; tal vez, por la calidad social de los asistentes a las fiestas, en opinión de varios de los afectados.

   Al parecer, Thiago de Sousa se encontraba en este ambiente y situación como pez en el agua. Naturalmente, suspendió la mayor parte de las asignaturas del primer año del máster (con honrosas excepciones, debidas a sabe Dios qué influencias) y, para recuperar el tiempo perdido, permaneció en Roma durante el bochornoso verano. Aquí es donde entraba en escena el paliativo de las excursiones y baños en el Lido romano, entre Ostia y Castel Fusano. No son suposiciones mías: Thiago era conocido en aquellos lares, por más que no se hubiera dejado caer nunca por Il Salnitro, hasta que lo tiraran en su aparcamiento en la noche del 13 al 14 de septiembre.

   Con toda esa serie de informes sobre la vida disipada del finado Thiago de Sousa, me extravié en los vericuetos de las más variadas hipótesis, sin poder ponerle cara ni nombre a ninguna de ellas. Pocos casos son más difíciles que los que afectan a personas que se mueven en ambientes sórdidos y entre gentes de mal vivir; sobre todo si, como es el caso, son especialmente vulnerables por su falta de prudencia y de conocimiento del medio. Me sentía perdido: ¡si hasta me había olvidado de que el alfiler era la clave de todo! Y en esas estaba cuando, hablando del rey de Roma, hete aquí que, un sábado de finales de noviembre, me llamó por teléfono Rampolla, el trompetista, y, a voces y balbuciendo, me soltó algo como esto:

   - ¡Comisario, comisario!, soy Stéfano. Necesito verle inmediatamente.

   - Pero, hombre de Dios, ¿se ha dado cuenta de la hora que es?

   - ¡Le repito que tengo que verlo ahora mismo! He encontrado en la RAI el alfiler de corbata. ¿Y sabe quién lo llevaba? Livio Tommasi, el marido de Graziella Cenci.



5. Un hallazgo inesperado

   Me costó trabajo entender, a las tres de la mañana, cuanto Rampolla barboteaba sobre el alfiler y, más aún, convencerle de que la pieza cuerpo del delito seguía a buen recaudo en la caja fuerte del juzgado de instrucción. En suma, o el trompetista había sufrido una alucinación, o el alfiler que había visto en Tommasi era gemelo del hallado sobre el cadáver. Lo primero era que mi confidente se serenara y explicase en detalle la fuente de su conocimiento:

   - Verá, comisario, la noche pasada me habían contratado para actuar con una sección de la orquesta de la RAI en el concurso en directo Stasera danziamo. Al terminar, coincidí en los pasillos con un cámara amigo que trabaja en los programas informativos y de opinión. Me comentó que acababan de grabar un capítulo a emitir la semana siguiente, en el que la presentadora era mi admirada Graziella Cenci. Me faltó tiempo para dirigirme a los camerinos, intentando volver a verla en persona, después de varios años. Desgraciadamente, no fue a ella a quien encontré, sino que me crucé con su marido, productor del mismo programa. El tío se conserva de fábula: buen pelo, pocas arrugas, canas teñidas y tan tieso y adusto como siempre; si acaso, unas bolsas demasiado ostensibles bajo los ojos. De pronto, me fijé en su corbata, nada estridente por otra parte, y casi me desmayo. Allí estaba el alfiler del crimen; bueno, por lo que usted me dice, otro igual.

   - O muy parecido…

   - Nada de parecido: ¡igualito! Me lo va a decir a mí que lo tuve a un metro durante casi un minuto. ¡Si hasta le pregunté a Livio la hora y el camino de salida, para tener la ocasión de confirmar la primera vista! Él me miró de forma muy severa pero atendió con educación mis peticiones.

   - Bueno, bueno, Rampolla. De todo esto, ni media palabra. Vaya a saber si ese tipo de alfiler resulta que esté poniéndose de moda y lo vendan en los mercadillos de Porta Portese.

   - No me embrome, comisario. Esta noticia es pura dinamita… y espero le estalle en las narices al estirado e hipócrita de Livione.

   - No insista, Rampolla. Ya conozco sus sentimientos hacia el marido de su cantante predilecta. Si he de serle sincero, también a mí está empezando a no caerme bien.



   El que el periodista-profesor-productor-semipolítico Tommasi no me cayese bien no era, por supuesto, motivo para abordarle de golpe y porrazo e inquirirle oficialmente por poseer un alfiler de corbata, que un trompeta encontraba parecido a otro que tenía algo que ver con un muerto. Por desgracia, los productores y regidores están detrás de las cámaras, con lo que de nada me iba a servir tragarme el programa de la Cenci, televisado en diferido el miércoles siguiente. No obstante, tuve una corazonada y puse la tele a las tres de la tarde de dicho día… y me llevé una sorpresa mayúscula. Allí estaba, como invitado con otros tres, el inevitable Tommasi, esta vez, en su condición de profesor de Geopolítica de la Sapienza. Vamos, que todo quedaba en casa: productor, conductora del programa y personaje entrevistado. Está visto: familia que trabaja unida, permanece unida.

   Puse en marcha el grabador, aunque mi vista era lo suficientemente buena como para coincidir con las apreciaciones de Rampolla: el alfiler de corbata era exactamente igual que el que Sousa tuvo en el puño. Faltaba por saber si era tan falso como el otro, o se trataba del auténtico. Desde luego, una cosa era evidente: la coincidencia resultaba decisiva. Aquellos alfileres no se habían puesto de moda ni, por supuesto, se vendían en el Trastévere.

   Entre el inspector Malfatti –un manitas de la técnica informática- y yo, ampliamos las imágenes del alfiler y obtuvimos unos fotogramas perfectos. No había duda posible: los dos alfileres eran idénticos en forma y tamaño. Por otra parte, el inspector me tenía noticias frescas y estimulantes:

   - Bien, jefe, tengo noticias. Thiago de Sousa y Antonello Parisi mantuvieron relaciones comerciales el pasado verano. Hasta qué punto y con qué efectos es lo que estoy indagando en unión de nuestros colegas de Ostia. Habrá que trabajar con confidentes y camellos, pero todo se andará.

   - Siendo así, me dan ganas de mandar a paseo la línea de investigación basada en el alfiler y centrarnos en la de la compraventa de droga. Tengo el pálpito de que Thiago pretendió pagar con el alfiler falso y se vengaron por ello.

   - Tú verás, Enzo, pero no sé si las dos líneas no acabarán teniendo puntos en común. He hecho indagaciones en la Universidad y ¿a que no sabes quién era uno de los más asiduos asistentes a las orgías del brasileño?

   - ¡No me lo digas! El ilustre profesor de Geopolítica, señor Tommasi.

   - ¡Justo! Cómo serían de amigos, que le aprobó con una nota muy alta.

   - Vale, vale. Habrá que ir por él. Después de todo, ya me había advertido el exaltado de Rampolla, el alfiler es la clave de todo.

   - Pero ve con tiento, jefe. El tal Tommasi tiene buenas agarraderas y está a partir un piñón con los gerifaltes del Ulivo y de la RAI.



6. El profesor se explica

   Quedamos citados a primera hora de la mañana del 6 de diciembre en una discreta cafetería del Piazzale del Verano, no lejos del famoso Cementerio y a un paseo del despacho académico de Tommasi. De entrada, trivialicé cuanto pude y le expuse la cuestión de manera un tanto ambigua:

   - Verá, profesor, el caso es que tengo entre manos un asunto en que resulta clave un alfiler de corbata. Vea, aquí tiene una fotografía.

   Le mostré la instantánea del alfiler de Thiago, con un flamante sello de la Central de Policía Judicial, para impresionarle un poco. Tommasi palideció a ojos vistas y se tomó un tiempo antes de devolverme el documento. Decidí ir rápido, aun a riesgo de un patinazo:

   - El alfiler de la fotografía es una simple réplica de un original que nos han asegurado obra en su poder.

   El profesor estuvo en un tris de negar tal posesión. Me di cuenta de sus vacilaciones y, antes de que se le ocurriera mentirme, proseguí:

   - Vamos, Tommasi, no tiene nada de extraño; fue una mera casualidad que usted se lo pusiera en el último programa de Politica oggi. No hemos tenido que hacer investigación ninguna. Por otra parte, cuento con que usted colaborará de buen grado en nuestras pesquisas.

   - Pero ¿qué pesquisas? ¿Qué están ustedes investigando?

   El tipo empezaba a reaccionar y era todo menos torpe. Así que decidí llegar a un pacto, aprovechando mis ventajas iniciales.

   - Verá, Livio, no puedo divulgar el contenido de una investigación sub iúdice, pero comprendo que usted quiera saber el alcance y trascendencia de lo que me revele, por ahora, informalmente. Así que limítese a contarme la historia del alfiler que tiene en su poder. Cuando llegue el momento de tratar del alfiler de la fotografía, yo le daré toda la información necesaria.

   Tras unos momentos de titubeo, mi interlocutor entró al trapo y, con toda naturalidad, me dijo lo siguiente:

   - Hace ocho años, mi mujer y yo celebramos las bodas de plata matrimoniales. Haciendo un gran esfuerzo hipotecario, yo hice realidad su deseo de toda la vida y nos trasladamos a vivir a la Piazza del Colosseo, con espléndidas vistas al monumento. Ella me despachó con lo que en principio creí un alfiler de corbata de cierta prestancia, pero nada más. ¡Sí, sí! Resultó que se trataba de una joya de primera firma, con dos gemas imponentes, que le había costado una fortuna en una joyería de Florencia. No me pregunte cómo descubrió el portento, ni por qué artes había este llegado al establecimiento florentino. Lo cierto es que, aunque ella no me dijo nunca su precio, no estaría lejano del medio millón de euros actuales.

  - ¡Arrea! ¿Y cómo se atreve usted a salir con él a la calle? Anda que si se le pierde…

   - La verdad es que sólo me lo pongo en las grandes ocasiones, como el programa televisivo de la otra noche. Para el resto de los casos, uso una réplica exacta que mi mujer encargó en Siena, a un orfebre de su familia.

   Vaya, vaya, mi profesor ya se había ido de la lengua y revelado buena parte de lo que concernía al alfiler de Thiago. Sólo me faltaba precisar un poquito más:

   - Y esa réplica lleva grabada la letra L, supongo que por su nombre de pila.

   - Pues sí, pero… (ya se estaba dando cuenta de que había llegado demasiado lejos).

   - Bien, Tommasi, es el momento de que hablemos del duplicado. Por tanto, le voy a revelar cuanto pueda, para hacer honor a mi palabra. ¿Le dice algo el nombre de Thiago de Sousa?

   - Por supuesto –el profesor tenía una cenicienta cara de póquer-. Fue alumno mío el año pasado en el máster de relaciones internacionales. Supe de su trágico fin por la investigación que los colegas de usted llevaron a cabo entre profesores y alumnos que lo habían conocido.

   - Un buen alumno –ironicé-, a tenor de la nota que le dio usted a final de curso.

   - Sí. La verdad es que tenía mucho interés por mi asignatura, lo que no puede decirse de otras, replicó Tommasi con signos de sentirse molesto.

   - ¿Tenía usted con él vínculos de amistad, o trato mayor que el de simple discípulo?

   - Muy poca cosa. En su condición de extranjero bien informado de un país emergente, charlé con él en algunas ocasiones, tanto en su piso, como en mi domicilio. Cosas nimias, aunque su padre, el magistrado de Sousa, me lo agradeció cuando vino a hacerse cargo del cadáver.

   - Pues, siendo tan superficial el trato, se me hace extraño que el chico estuviera en posesión del alfiler de réplica. ¿Se lo robaría, tal vez?

   Livio se quedó atónito. A lo que parecía, nadie le había informado del hallazgo del alfiler ni, menos aún, de las circunstancias del mismo.

   - ¿Y cómo…?, acertó a preguntar.

   - Como que Thiago lo llevaba en la mano cuando encontraron su cadáver en Castel Fusano.

   Yo había esperado que la revelación le hiciera venirse abajo, por lo inesperada y ominosa. Pero el profesor reaccionó como hombre curtido y experto en leyes:

   - Disculpe, subcomisario. Para una charla informal, hemos profundizado más de lo debido. Hay una instrucción judicial en curso y, a lo que supongo, nada menos que por homicidio. Me temo que, si quiere volver a hablar conmigo de estas cosas, tendrá que ser con citación judicial y asistencia letrada.

   - Lejos de mí la intención de confundirle o de extralimitarme. De hecho, no haré otro uso de sus revelaciones que el puramente orientativo de las diligencias policiales de investigación. Y, en todo caso, le quedo muy agradecido.

   Tommasi aceptó la explicación y la cortesía y, con aparente sinceridad, se despidió:

   - Tranquilo, señor di Martino. Los dos conocemos nuestros derechos y nuestras obligaciones y a ello nos atenemos. No tengo queja ninguna de su comportamiento. En fin, se hace tarde y tengo que asistir a una rueda de prensa del primer ministro.

   Se levantó e hizo ademán de pagar las consumiciones, pero ¿cómo iba yo a permitir que una persona tan importante pagara mi capuccino? Así que lo vi alejarse sin detenerse ni mirar atrás. Pedí otro café y dediqué la siguiente media hora a pasar a limpio los apuntes tomados mentalmente al profesor. Según iba acabando mi tarea, intuí que volveríamos a vernos y, muy probablemente, sin presencia de abogados.


7. La casta diva

   Bien mirado, la entrevista con Tommasi me había dado la seguridad de que el alfiler de Sousa era la réplica del auténtico y que había tenido que conseguirlo por regalo o sustracción, dado que el brasileño había tenido acceso al piso de la Piazza del Colosseo. Yo me inclinaba por la opción del obsequio, habida cuenta de las amistosas relaciones entre Flavio y Thiago, con ciertos ribetes vergonzantes, que las hacía propicias a la extorsión y al chantaje. Quedaba también a la imaginación la respuesta al siguiente interrogante: ¿había sabido Thiago que cogía o recibía una imitación, o bien creyó estar en posesión de la pieza auténtica? Nuevo rasgo de olfato policial por mi parte: lo verosímil era que hubiese sido defraudado, pues ninguna utilidad tenía para él una baratija de unos cientos de euros. En resumen, meros detalles que no merecían seguir la pista del alfiler, sino centrarse en las pesquisas sobre la compra de la droga, hasta llegar a los autores del crimen.

   Pero el hombre propone… Estaba yo en la Central de Policía Judicial, una semana después de mi encuentro con Tommasi, cuando me pasaron una llamada femenina, que no había querido identificarse. Mi perplejidad subió de tono cuando, al otro lado de la comunicación, una agradable voz pronunció las siguientes palabras:

   - ¿Subcomisario di Martino? Al habla Graziella Cenci. ¿Sería posible concertar una entrevista lo antes posible, en lugar discreto? Tengo algo importante que decirle sobre el caso de Thiago de Sousa.


   Al día siguiente, en hora adecuada, al parecer, para eludir la presencia de su marido, nos encontramos en el domicilio de Graziella. Yo había escogido el lugar, con el secreto propósito de ver con mis propios ojos el alfiler maravilloso, que razonablemente suponía guardado en la caja fuerte del piso.

   Comprendo que algunos de ustedes tengan interés en saber cómo era dicho apartamento, o qué impresión me produjo la gran diva de la canción italiana, como diría Rampolla. Pero soy poco ducho en descripciones literarias y la narración ya va resultando larga. De modo que me limitaré a los hechos. Y el hecho fue que, de buenas a primeras, la bella cincuentona (con perdón) me largó la confesión siguiente:

   - He sabido por mi esposo que el alfiler de imitación constituye una prueba importante en un caso de asesinato y que ustedes sospechan que él pueda haber sido el origen de su paso a manos de Thiago, por amistad o por argucias del muchacho. Pero no es así, señor comisario. Tengo el convencimiento de que la causa de esta desagradable circunstancia soy yo.

   Y, a partir de aquí, me hizo un relato, tan viejo como el mundo, de la seducción de una mujer de edad por un vivales veinteañero. Primero, fueron los cumplidos y atenciones dispensadas por Thiago, con ocasión de las visitas que hacía a su marido. Luego, los requiebros y flirteos a solas, con cualquier ocasión o motivo, como el de recordar los viejos tiempos en que la Cenci visitaba Brasil en olor de multitudes, para dar conciertos y grabar discos en portugués con sus éxitos. Finalmente, un grado de ocultación e intimidad, que ella no me llegó a precisar o detallar en ningún momento, pero que yo percibí que había ido todo lo lejos que llegarse puede. En suma, la casta diva, el modelo de esposa y madre de familia, el ojito derecho de asociaciones familiares y de la gente de sotana, caído por los suelos, hecho trizas por culpa de imprudencias, abandonos y anhelos. Vamos, que el trompeta tenía razón y no era oro todo lo que relucía.

   - … Y así, señor comisario, aunque yo no lo haya visto con mis propios ojos, estoy segura de que Thiago, en algún momento de descuido por mi parte, cogió el alfiler de pega, en la creencia de que era el bueno, y marchó con él. Lo curioso es que no nos percatásemos de ello y que él siguiera viniendo por aquí, hasta que nos fuimos de veraneo a Como.

   - De acuerdo, señora. ¿Le importaría enseñarme el alfiler de corbata original?

   Graziella se dirigió a otra habitación, tras cerrar la puerta del salón en que nos encontrábamos, y apareció a los pocos momentos con una cajita forrada de terciopelo rojo que, al abrir, depositó en mis manos. No sé si sería por la costumbre de manejar su réplica, o como reacción al sufrimiento que estaba costando, pero lo cierto es que no me dio ni frío ni calor su contacto y contemplación, por más que la Cenci, olvidando por un momento sus penas, me completó la historia conocida de la joya:

   - Este alfiler es un ejemplar único, diseñado y fabricado en 1912 por Louis Cartier para el gran artista del modernismo Héctor Guimard. Inspirado en la admiración y respeto que Guimard sentía por Viollet-le-Duc, Cartier escogió el motivo de las gárgolas de Notre Dame de París y quiso representar con las gemas la personalidad del arquitecto homenajeado: un brillante puro en la boca, para simbolizar la verdad y la sinceridad, y un gran rubí color sangre de pichón entre las garras, expresión de la fuerza y vitalidad de sus aportaciones artísticas. Vea en el reverso las letras L C, marca del gran joyero.

   - Según parece, compró usted la pieza en Florencia por un precio exorbitante.

   - En efecto, un pariente mío joyero de Siena, que confeccionó luego la réplica, descubrió por casualidad la pieza en un establecimiento especializado en compraventa de joyas obtenidas de pignoraciones, decomisos y almonedas. Comentó muy elogiosamente sus calidades y lo tremendo del precio y yo lo cogí al vuelo, pues estaba tras un gran regalo para Flavio, con motivo de nuestras bodas de plata. En fin, eso es todo.

   - ¿Y lo de que se le pudiera ocurrir a Thiago coger, o intentar coger, el alfiler?

   - Tuve la ligereza de comentarle los regalos intercambiados entre Flavio y yo con motivo de los veinticinco años de casados. Le mostré el alfiler auténtico, él me preguntó lo que me había costado, yo se lo dije y de ahí debió surgir todo. Claro está, yo no le hablé de la réplica, ni le indiqué la combinación de la caja fuerte. Así que aprovecharía que mi marido dejase en algún sitio visible el alfiler señuelo y lo cogería, en la absoluta creencia de que era la joya auténtica.

   La seguridad de la dama estaba empezando a ponerme nervioso. Por más que escrutaba sus gestos y analizaba sus palabras, no llegaba a concluir si me estaba tomando el pelo, para encubrir a su marido, o si me confesaba de corazón lo que ella creía la verdad de lo sucedido. Durante un rato, me estuve mordiendo la lengua, haciéndole preguntas tontas o tratando de pillarla en algún renuncio. Finalmente, ya de rabia, ya por compasión hacia su injusto sentimiento de culpabilidad, exploté:

   - Pero vamos a ver, Graziella. Si no vio a Thiago coger el alfiler, ¿a qué viene estarse reconcomiendo con lo que es una mera posibilidad y, por cierto, no la más probable?

   - ¿Qué quiere decir, comisario? ¿De qué otra manera o a través de quién, que no sea yo, pudo él hacerse con la réplica?

   - Pues a través de su marido, por supuesto. ¿No ha sido él quien la ha animado a dar este atrevido e inverosímil paso de confesar lo que no ha sucedido más que en su cabeza?

    La Cenci, un tanto descolocada desde que oyó que la llamaba Graziella simplemente, parecía la viva imagen de la sorpresa y el abatimiento. Comprendí que estaba in albis de las juergas de su marido y de los manejos de Thiago, pero ya era demasiado tarde para ahorrarle a mi interlocutora el conocimiento de las infidelidades y vida alegre de Flavio. Ni ella hubiera consentido que yo no me explicase, ni a mí me apetecía dejar a medias el tema, tras escuchar la confesión de la esposa. Así que, con cierto tacto y ahorrando detalles escabrosos, le referí la vida y milagros de su maridito y de Thiago en el dúplex de la via del Babuino. Ella no movió un músculo durante todo el relato, aunque los gestos y la humedad de sus ojos decían mucho de lo que iba por dentro. Concluí, más o menos, con estas palabras:

   - En consecuencia, no le extrañará que juzgue mucho más probable que Thiago obtuviera la joya ful a través de su marido, aunque tal vez la referencia del valor de la auténtica la tuviese precisamente por usted.

   - ¿Y mi marido lo ha reconocido? ¿Le ha dado detalles?

   - Aún no, pero lo hará. ¡Vaya si lo hará!

   - Téngame informada, por favor. Y no se apiade falsamente de mí. Soy más fuerte de lo que parece y, por otra parte, ya sabe usted, comisario, que la verdad nos hace libres.

   - Libres, pero no siempre felices.

   Me acompañó personalmente hasta la salida y tendió una mano que apreté con calor. Nos miramos a los ojos durante un momento y, aunque pueda sonar un poco ridículo, el recuerdo de esa mirada es lo único que me consuela de los errores y excesos que cometí en la resolución de este caso.

8. Reexaminando al profesor

   No fue necesario que yo hiciera por encontrar al profesor, sino que fue él quien me buscó a mí. La víspera de Nochebuena, recibí una llamada suya, hecho un energúmeno:

   - ¿Se puede saber qué rayos le ha contado usted a mi señora, que dice que va a pedir el divorcio? ¡Lo voy a fundir! No sabe usted con quien se está jugando los cuartos.

   - Poquito a poco, señor Tommasi. O cambia de registro, o le cuelgo y presento inmediatamente una ampliación de diligencias en el juzgado de instrucción, con su nombre en primera página.

   La cosa se fue calmando y, como ambos entendíamos que no era como para hablarla por teléfono, quedamos para la mañana siguiente en la misma cafetería de la vez anterior, en via del Verano.

   Para preparar mi arsenal, tan pronto colgué, cité al inspector Malfatti en mi despacho, con objeto de conocer los últimos adelantos en la línea de investigación de las drogas:

   - ¡Qué bueno, jefe!, precisamente tengo noticias frescas. Creo que el caso está a punto de aclararse del todo.

   - ¿Tenemos ya sospechoso sólido?

   - Desde luego, y no es precisamente el tal Parisi, sino un capo importante de la droga en todo el Lazio: Amílcare Panetta.

   - ¡No me digas! Il Rabbione en persona. Cuenta, cuenta...

   - Pues, después de todo, ha sido cierto lo de que el alfiler tenía la clave. Resulta que el tal Thiago, creyendo tener en su poder una joya fabulosa, se metió en cuantiosas compras de cocaína y hasta sugirió entrar en el negocio, con la joya como aportación.

   - ¡Nada menos!

   - Ya te puedes suponer. Durante un tiempo, la cosa coló, hasta que la cuenta alcanzó, más o menos, los diez mil euros. Luego, entrega del alfiler a Panetta, peritaje y descubrimiento de la falsedad; todo ello, a bombo y platillo, pues el buen brasileño no dejaba de blasonar del portento que tenía entre manos. Te puedes figurar el cachondeo entre los amigos y colaboradores del Rabbione y la furibunda reacción de este.

   - Por supuesto. No en vano tiene fama de violento. Así se ha ganado el apodo por el que es conocido.

   - En fin, no hay duda de que Panetta ordenó la muerte, que ejecutaron dos de los suyos en el coche en que habían ido a recoger a Thiago, para llevarle supuestamente a una fiesta a fin de celebrar su incorporación a la sociedad del Rabbione.

   - Eso explica su indumentaria tan formal, con corbata y todo. Pero, ¿y lo de ir a tirar en cadáver en Castel Fusano?

   - Una gracia de Panetta, que tiene cuentas pendientes con Parisi. Más tarde o más temprano, alguien contaría que este frecuentaba Il Salnitro y asociaría el homicidio con la droga y con él. ¡Si hasta dio la casualidad de que aquella noche Parisi estuvo en ese lugar!

   - ¡Claro! Ya me había extrañado a mí que la gente de Parisi hubiera ido a deshacerse del cadáver a pocos metros de donde su jefe estaba reunido con unos amigotes.

   - En cuanto a lo del alfiler en la mano...

   - Hombre, Pietro, eso no tienes que explicármelo. Típica conducta de mafioso, de dejar constancia del motivo de la ejecución como aviso para navegantes.

   - Exacto. Así que la hipótesis de que el difunto hubiera arrancado el alfiler a sus ejecutores, o de querer esconderlo a su vista, queda totalmente excluida.

   - ¡Menos mal! Ya empezaba a pensar que el trompetista Rampolla tenía más olfato policial que nosotros. Pero, oye, todo eso que me cuentas...

   - Tranquilo, lo sabe por lo menos una docena de personas, de las que tres están dispuestas a largar, a cambio de ciertos favores. Tenemos identificados a los ejecutores y en el coche de uno de ellos han aparecido huellas de Thiago. Se ve que el tío intentó luchar antes de morir y se agarró a diversos lugares de la tapicería de cuero y del habitáculo de metal del coche. Vamos, cosa de dar los últimos toques... y de que tú te pongas al frente de la investigación, no vayamos a fastidiarla al final.

   - Eso será tan pronto cobre una cuenta pendiente.

   - ¿Cuenta? ¿A qué te refieres?

   - Déjalo, es cosa mía. Voy a bajarle los humos a un presumido y, de paso, a colocar la última pieza del rompecabezas.


   Tomando la iniciativa, empecé la conversación con Tommasi, con estas palabras:

   - Me crea o no, el tema de cómo llegó el alfiler de pega a poder de Thiago se ha convertido en un dato de interés esencial para la resolución del caso; eso y el saber si nuestro brasileño conocía, o no, el escaso valor de su ejemplar. Así que no estoy dando la murga por capricho. Y, en cuanto a su mujer, fue ella quien me llamó y quiso enterarse. ¿No sería usted quien le metió los perros en danza, abriendo así la caja de Pandora con el objetivo de aparecer como una pobre víctima de la policía?

   Tommasi parecía abatido y con pocas ganas de pelea dialéctica. Me contestó:

   - Graziella ya me ha contado lo que ocurrió entre ustedes. En último extremo, las cosas ya no tienen remedio. Estoy dispuesto a revelarlo todo, siempre que me dé garantías de que mi nombre no aparezca mezclado en el asunto.

   - Mucho me pide, Livio, pero haré cuanto pueda. En el juicio van a salir bastantes cosas a relucir y conviene adelantarse. No va a haber más remedio que reflejar la procedencia del alfiler y la confusión producida con el auténtico. En cambio, no veo la necesidad de adentrarse en las intimidades de Thiago y ustedes, ni en la forma o causa concretas por las que usted le dio el de imitación; explicación que, por cierto, estoy esperando.

   El profesor pareció tranquilizarse o, en todo caso, conformarse con lo conseguido. No volvió a aludir siquiera a la obtención de garantías. Jugando con el servilletero y fumando nerviosamente, me contó lo que sigue:

   - En una de las ocasiones que acudí al piso de Thiago a pasar un rato de diversión, tuve la mala ocurrencia de ponerme el duplicado del alfiler, tal vez, para enseñárselo a las chicas y tener un motivo de charla elegante antes de pasar a la acción. Percatarse de ello Thiago y arrebatarme de las manos el alfiler fue todo uno. Yo protesté y fingí enfadarme, dado que sabía el poco valor de la pieza. No obstante, me molestaba su imperiosidad y que pudiera intentar alguna jugarreta, como un chantaje. Estuvimos a punto de llegar a las manos. Finalmente, nos aplacaron los presentes y la cosa quedó como estaba. Al marchar, volví a reclamar a Thiago la devolución del alfiler, pero él empezó a amenazarme con irse de la lengua con mi esposa; así que cejé.

   - ¿Y cuando fue, aproximadamente, la noche de la que está hablando?

   - Hacia finales de invierno. Recuerdo que yo ya iba a cuerpo, de traje y corbata, por supuesto.

   - ¿Y no informó a Thiago de la confusión de joya que estaba sufriendo?

   - Yo no tenía ni idea de que había recibido información de mi esposa; de forma que pensé se trataba de un capricho por lo bello del diseño, o por quedarse con algo mío para tenerme cogido de alguna manera.

   - A su esposa, claro, no le contaría lo sucedido.

   - No directamente, pero sí aproveché para decirle que el tal Thiago estaba resultando un confianzudo y que tuviera cuidado con él cuando viniese por casa. No sé por qué, pero subconscientemente temí alguna intentona del joven con mi esposa. Así que no me ha sorprendido en exceso lo que Graziella me contó la otra noche.

   - ¿Se sinceró con usted?

   - Digámoslo así. Ignoro si quiso meterme una puñalada en mi orgullo de marido, o si no quiso jugar con ventaja presentándose como la esposa fiel cruelmente engañada.

   Bien, todo estaba dicho, o eso creía yo. Ya incorporados para despedirnos y marchar, Tommasi inquirió:

   - ¿Por qué resulta tan importante para la investigación la forma de hacerse Thiago con el alfiler?

   - Pues porque le costó la vida el creer que se trataba del auténtico. Ya se enterará en el juicio del motivo.

   El profesor sonrió y lanzó una frase que me asqueó:

   - Se lo tuvo merecido.

   ¿Entienden ustedes ahora que yo no trague a Flavio Tommasi y que, a mi vez, me alegrase de sus ulteriores fracasos políticos y profesionales, consecuencia en gran parte de cuanto fue sabiéndose socialmente del caso?

9. Y fin

   Desde el punto de vista policial, el caso concluyó de forma brillante. Il Rabbione y sus sicarios fueron severamente condenados por asesinato proditorio y tráfico de drogas. El comisario Bartelli ordenó figurase una nota honorífica en mi expediente (y en el de Malfatti). La Cenci –como Rampolla suponía- volvió al mundo del espectáculo, tan pronto se libró de su marido y, al parecer, cuenta con los servicios del devoto trompetista para sus giras y conciertos. Vamos, lo que se dice un final feliz, para tratarse de un caso criminal.

   No he vuelto a saber nada del famoso alfiler de corbata diseñado y fabricado en 1912 por Louis Cartier. Su réplica se conserva en el Museo de Criminología de via Gonfalone. Bueno, eso me han dicho pues no he tenido hasta ahora la insana curiosidad de ir a comprobarlo.

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