martes, 31 de agosto de 2010

Últimas horas de un compositor


El último día en la vida del gran compositor romántico alemán Carl María von Weber (1786-1826) resume, al mismo tiempo, su vida y su personalidad, al entrar en contacto con los adolescentes puros de la familia que lo acogió en sus últimos momentos.

1. La mañana

Venciendo la pereza y el sufrimiento –como en él era costumbre- Carl María tomó su diario y anotó escuetamente: Muy mala noche. Tos. Opresión en el pecho. Día de mi beneficio. Seguidamente, hizo los honores con escaso apetito al desayuno, preparado con tanto esmero por Lucy, se aseó lo mejor que le permitía el temblor de sus manos y, aún en batín y pantuflas, se sentó al piano Stodart de su habitación y tocó al desgaire algunos motivos de El cazador furtivo. Sus bellas manos, delgadas y níveas, apenas eran capaces de percutir con firmeza el teclado. El menor esfuerzo agitaba su respiración y parecía aumentar la fiebre. Se levantó de la banqueta, volvió a remojarse el rostro y, sentóse al escritorio, para iniciar la cotidiana carta a su amada Lina, mezcla de sentimientos ciertos y de datos inexactos, para tranquilizarla:


“Querida: Por fin ha llegado el día tan anhelado de mi concierto de beneficio. Si mi situación fuera la de antaño, te diría que lo esperaba con ansiedad, porque marca el fin de mi estancia en Inglaterra y el retorno a ti y a los pequeños. Pero Dios ha querido que, quien nunca se inclinó ante la riqueza, haya de estar ahora obsesionado por el dinero. Bien sabes, Lina, que sólo pienso en tu seguridad y la de nuestros hijos. Por lo demás, mi estancia en Londres ha respondido plenamente a las expectativas financieras y personales que pusimos en ella. Lástima que la vida sea aquí tan cara y tu marido, tan considerado con los demás. En fin, espero que mañana pueda escribirte que el concierto ha sido un éxito y que, con sus ganancias, he podido redondear nuestra economía. Los pronósticos no pueden ser más halagüeños. Todos los músicos que son alguien aquí participarán activamente y sir George Smart y su hermano Henry me han augurado un lleno de público.


“¡Qué podré decirte de mi salud! Según avanza la primavera, voy haciendo algunos progresos, aunque las noches son difíciles. Pero esto ya es pasado. Pronto estaremos todos juntos bajo el cielo azul de Hosterwitz y ello hará por mí más que todas las medicinas y cuidados del doctor Kind.


“En cuanto a los detalles de mi viaje de regreso…”


Un fuerte ataque de tos interrumpió bruscamente la redacción de la carta. Carl se levantó precipitadamente para evitar mancharla con sus flujos. El acceso duró varios minutos. Lucy llamó a la puerta –cerrada por dentro, como de costumbre-, seguramente alarmada:

- Señor, ¿se encuentra bien? ¿Necesita alguna cosa?

- Descuide, Lucy, ya va pasando.


Se recostó en la cama, con el torso realzado por las almohadas. La luz del sol penetraba a raudales por la amplia ventana de guillotina de su habitación. Pese a la disnea, sonrió y pronunció entre dientes unas palabras, a la vez, de constatación y de deseo:


- ¡Qué hermoso día! Parece que ya voy encontrándome mejor.


El sopor se fue apoderando de él y, por un breve tiempo, se quedó dulcemente traspuesto.



2. La tarde


Le sacó de su duermevela el sonido del piano del salón del primer piso. ¿Realidad o ensueño? Eran las notas de la Invitación al baile, ejecutadas con bravura juvenil, no exenta de finura. Carl María se incorporó y constató que, efectivamente, la música formaba parte del mundo real. Un mundo transfigurado por la luz solar que refulgía en la luna del armario y centelleaba en los mil y un colgantes de cuarzo de la lámpara central de la habitación. El ramo de flores tempranas del búcaro desprendía un suave perfume. La vida perecía renacer, incluso en su cuerpo enfermo. Se levantó, alzó el cristal de la ventana y hasta él subió el bullicio de la calle Great Portland, en alas de una ligera corriente de aire. Nuevo aseo y, esta vez, vistió ropa de calle y calzó con dificultad sus pies tumefactos, decidido a comer en el restaurante de costumbre, para no molestar a la servidumbre. Decididamente, se encontraba mejor y hasta se sentía capaz de dirigir alguna de las piezas del concierto vespertino. Pero era poco más de mediodía y –como bien sabía- el mal podía aún dar muchas vueltas.


Al pasar por el primer piso, se tropezó con Lucy, quien, alarmada por su decisión de salir, le rogó:


- Mister von Weber, por favor, coma usted hoy en casa. Tenemos invitado al sobrino de sir George, que arde en deseos de conocerle.
Iba a declinar la invitación, cuando se abrió la puerta del comedor y apareció en el umbral Margaret Rose, Meg, la encantadora jovencita, hija única del señor de la casa.


- ¡Oh, von Weber, no se marche usted, precisamente hoy, que estará tan atareado ensayando para el beneficio! Mi padre come fuera de casa y mi primo y yo nos sentimos un poco abandonados.


El interpelado sonrió con dulzura. Bien hubiera querido él cultivar el trato de la encantadora personita, que hasta le recordaba a la Lina de su primer encuentro, pero la tisis era contagiosa y había que tomar precauciones. Tácitamente y con toda cortesía, su anfitrión y él habían evitado situaciones frecuentes de coincidencia entre el maestro y la joven. Tres meses de estancia de aquel en la casa no habían impedido que ambos fueran recíprocamente casi perfectos desconocidos. Pero este día, Carl cayó en la tentación:

- Está bien, un ligero refrigerio y así podré saludar a tu primo.
El joven Henry Smart era un esbelto adolescente de trece años. En sus manos y su mirada detectó algo el compositor, que le llevó a suponer en voz alta:
- Así que este es el pianista que, hace un rato, tocaba mi Invitación.
El chico enrojeció y, a duras penas, farfulló unas palabras de salutación y disculpa. Su prima, ejerciendo de anfitriona, invitó a pasar a la mesa, donde Lucy terminaba de colocar un nuevo servicio. La conversación fue pronto fluida, una vez que la simpática sirvienta hubiera roto el hielo, entre las risas de los comensales:
- En honor de mister Weber, poca sopa, mucho cordero y nada de verduras. Así que hoy comerán sus señorías a la alemana.
Carl se sentía feliz. Cualquier tema de conversación contaba con las acertadas consideraciones de Meg y las respetuosas preguntas y apostillas de Henry. Por supuesto, ambos le manifestaron la admiración por su música y el propósito de estar presentes en el concierto de esa tarde. De hecho, este era el motivo de que los dos primos comieran juntos. Carl habló y habló: del beneficio; de sus pequeños, Max y Alexander; de sus progresos con el idioma inglés (que provocaron algunas sofocadas risitas de sus contertulios); de su amor por los animales (¡si hasta había tenido un mono!); del doctor Kind y el horrible sabor de algunas de sus medicinas… Procurando, por cortesía, no ser el centro exclusivo de la conversación, se dirigió a Henry y le dijo:
- Ya conocía las excelencias musicales de tu prima, pero ignoraba que fueses un buen pianista, y tan joven.

- Por favor, maestro, estoy estudiando música, en particular, piano y órgano, pero aún estoy muy lejos de ser un pianista, ni mediano siquiera.

- Pero tu ejecución de la Invitación…

- Ha sido mucho mejor sentado que de pie, interrumpió Meg, entre sonrisas de complicidad.

- ¿Y eso? ¿Acaso el joven Smart no llega al teclado en posición sedente? –siguió la broma Carl-.
El corrido adolescente no tuvo más remedio que explicar la burla de su prima, relativa a su fracaso como bailarín de vals, recientemente evidenciada en un baile en casa de lord Lennox. Carl sintió la vergüenza de Henry como propia y, con desacostumbrada seriedad, explicó:
- Tal vez hayáis pensado, a raíz de mi pieza y del sentido programático que se le ha dado, que yo era un diestro danzante, capaz de enamorar a mi dulce Carolina y de declararme a ella mientras giraba como una peonza. Pues no, jovencitos, no fue así. ¿O es que no os habéis fijado, además de en mi nariz de pavo, en la cojera que trato de disimular, con más dedicación que éxito?
Los dos primos bajaron la cabeza, un tanto avergonzados. Carl prosiguió:
- Yo también soy mejor bailarín sentado que de pie, y no digamos de vals. Pero la música se crea como un acto de amor y se siente de las más diversas formas, como el verdadero idioma universal. Yo compuse la Invitación a la danza para felicidad de mis semejantes, aunque no pudiera disfrutarla con ellos, ni ser el protagonista de sus temas. Y con ella declaré mi amor a Lina –ya mi esposa-, no como efectivamente fue, sino como pudo haber sido, al aceptarme ella tal como soy.
Los chicos escuchaban emocionados, con los ojos muy brillantes. Tanto que, para rebajar la tensión de la escena, Weber prosiguió:
- La verdad es que no sé cómo pude conquistar a Lina. Una colega suya me perseguía a sol y a sombra. Yo no tenía un tálero en aquella época; de hecho, tuvimos que esperar dos años a ganar lo suficiente para casarnos. Mi esposa adoraba el baile, en tanto yo arrastraba mis piernas por los salones. Y, para rematar, Lina era una buena cantante de ópera y yo –que tenía bastante buena voz- acabé graznando como un grajo, cuando me quemé las cuerdas vocales con un producto químico de litografía, que bebí por confusión. En fin, amigo Henry, no pierdas nunca la esperanza, ni de aprender a bailar el vals, ni de llegar a ser el gran músico que anhelas. Y ahora, tomemos los tres, para brindar por el éxito de mi beneficio, un dedito de oporto…, suponiendo que no se trate de matarratas, colocado ahí por equivocación.
Los tres juntaron sus copas y Carl pronunció el brindis: Amor para el hombre y música para la humanidad. Afuera, las nubes eran cada vez más negras y en lontananza gruñían los truenos.


3. La noche

El beneficio fue un éxito musical y un fracaso económico. La lluvia se desplomó sobre Londres aquella tormentosa tarde y el aforo del Covent Garden no se ocupó ni en su mitad. La sala tenía un aspecto desangelado cuando von Weber hizo su aparición entre la emocionada efusión de los presentes. Una sonrisa, mezcla de amargura y de orgullo, apareció en el rostro del compositor, al constatar que la tormenta había podido con la fidelidad del público londinense. Con todo, el concierto se desarrolló conforme a lo previsto. El homenajeado participó cuanto pudo; hasta improvisó una brevísima partitura para ser cantada en la ocasión. Después, triste y agotado, se dejó caer en un sofá y allí fue a recogerlo a la conclusión el pleno de la familia Smart. Apenas se atrevía nadie a pronunciar una palabra y menos en lo referente al fracaso económico. Cuánto menos aludir al motivo de ausencia aportado por mister Ward, miembro del Parlamento por la ciudad de Londres: ¡A quien se le ocurre programar un concierto en el Oaks Day de las carreras de Epsom!
El regreso a casa fue patético. Parecía un funeral y la verdad es que a Weber se le iba la vida por momentos. Subiendo las escaleras, ayudado por sir George, le atacó una tos violentísima. El anfitrión se alarmó por los síntomas de fiebre muy alta, tal vez, fruto de la mojadura al entrar y salir de casa y del teatro hasta los coches. Venciendo la resistencia del músico, le despojaron de su vestimenta y le acostaron. Llamaron al doctor Kind, quien recetó compresas frías para la fiebre y láudano para llamar al sueño. Carl parecía ausente, casi sin conocimiento. El doctor comentó en voz baja con sir George sobre la conveniencia de aplazar sine die el viaje de regreso a Alemania. Como si volviese en sí, el enfermo se sobresaltó y dijo con voz ronca pero clara:
- De ninguna manera. Tengo que ver a mi esposa y a mis hijos. Luego, que Dios haga de mí lo que me tenga reservado.
Sir George le tranquilizó y los presentes fueron retirándose. Lucy se ofreció a velar a su estimado mister Weber, pero este se mostró tranquilo y firme: no era necesario y le privaría de intimidad. El doctor hizo señas como de que no le contrariaran. Todavía, al alejarse, les pareció oír el ruido de la llave al girar en su cerradura. Efectivamente, como todas las noches, el gran autor de óperas había bajado el telón. Y esta vez, para siempre.


4. Amanecer

Dieciocho años más tarde, los restos mortales de Carl María von Weber emprendían, al amanecer, su último y anhelado viaje a Dresde. Bien es verdad que ni su amada Lina ni el pequeño Alexander estarían ya allí para recibirlo. Pero en Londres sí estaban en la despedida nuestros conocidos, sir George Smart, Margaret Rose y su primo Henry, a la sazón afamado organista y notable compositor. La semilla había fructificado.
Y dos días más tarde, en la mansión de sir George, ahora en Bedford Square, se celebró un concierto en recuerdo de Weber. Como puntualizó Margaret al iniciarse la velada, se habían reunido allí no para honrar a Carl María von Weber, sino para honrarse honrándolo. Seguidamente, su primo Henry tomó la batuta y la orquesta atacó la Invitación a la danza, en la brillante versión orquestal de Berlioz. Sorprendentemente, concluidos los apagados acordes de la introducción, Henry dejó la varita al concertino, bajó del estrado, se dirigió a su prima Meg y, con voz clara, preguntó:
- ¿Me concede usted este vals?
Verdaderamente, las cualidades como bailarín de Henry seguían siendo poco brillantes, pero Carl se habría sentido orgulloso de ellas.

lunes, 30 de agosto de 2010

El alfiler de corbata

Un policía demasiado sentimental, a punto de retirarse; una diva de la canción, cuyo matrimonio es menos sólido de lo que parece; un profesor demasiado libre y un alumno muy aventajado; una joya histórica espectacular, que juega un decisivo papel en la historia. Todo ello, en la Roma actual y sus alrededores, con el aroma que me gusta dar a las narraciones de misterio: analizar a los personajes, tanto o más que los hechos.



1. Recuerdos de un policía de la Giudiziaria

   En parte, por mi soltería, en parte, por mi buena salud, no me retiré del cargo de subcomisario de la policía judicial en la Central de Roma hasta que cumplí los sesenta y uno, edad a la que la mayor parte de mis colegas llevaban varios años paseando nietos o jugando a las cartas. Pero, antes de nada, permítanme que me presente. Me llamo Enzo di Martino. Edad y estado civil ya se los he confesado a ustedes. Añadamos tez morena, estatura mediana y complexión delgada y sabrán de mi físico cuanto es evidente. Los aspectos psicológicos prefiero que los vayan conociendo según avancen en la lectura de este relato. ¡Ah, sí!, soy muy aficionado a la música y bastante a las joyas (sobre el papel, se entiende). Una y otra cosa podían haberme sido muy útiles para resolver con facilidad mi último caso importante; pero, lejos de ello, me provocaron la sensación de fracaso y carga moral mayor que pesa sobre mi conciencia de policía de limpio historial, con treinta y cinco años de servicios. Ya va para dos años que pasé al retiro y todavía me escuece el recuerdo de aquel caso; importante, como les digo.

   Para un policía de la Giudiziaria, un caso importante suele ser casi siempre uno de homicidio. Y aquel lo era, al menos presuntamente, cuando el asunto llegó a nuestras manos, después de varias semanas dando tumbos entre los carabinieri y mis colegas de la comisaría de Ostia. Las pesquisas estaban empantanadas y la embajada de Brasil apretaba las clavijas en el Ministerio, dado que el fiambre había resultado ser un joven brasilero, hijo de un magistrado de Sâo Paulo. Mi superior inmediato, el comisario Bartelli me confió el caso y su pequeño dossier, con el laconismo acostumbrado:

   - Anda, Enzo, desatasca este asunto, que los de arriba están empezando a ponerse nerviosos.

   Cuando hojeé el expediente en mi casa, aquella misma tarde, comprendí que, aunque con mucho trabajo por delante, había algunas cosas que resultaban llamativas y podían ponerme sobre la buena pista. Les haré un resumen de los datos del caso.

   El difunto fue en vida Thiago de Sousa Antunes, de 26 años de edad, que cursaba un máster bienal de relaciones internacionales en la Universidad de Roma. Había sido estrangulado con su propia corbata y habían abandonado el cadáver en el aparcamiento de un local de música y copas del Lido di Castel Fusano, en la noche del 13 al 14 de septiembre. Un músico que actuaba en el local lo había descubierto al ir a coger su coche para marcharse a casa, ya de madrugada. Ni el cuerpo, ni las ropas y efectos personales, parecían haber sufrido robo o mayores violencias de las precisas para producir la muerte. En la cerrada mano izquierda del finado había aparecido un alfiler de corbata de extraña y llamativa forma, tal vez, arrancado a alguna de las personas que lo habían estrangulado. Pesquisas ulteriores, infructuosas. El tal Thiago, además de estudiar, llevaba una vida movidita, de sexo y drogas, no muy diferente de la de tantos otros de su edad y condición. Los empleados del local, Il Salnitro, no lo habían visto nunca por allí, según decían. En fin, unas cuantas declaraciones, las consabidas fotos del lugar del crimen y de la autopsia y un par de ellas, del alfiler de corbata. Su diseño era tan hermoso, que no me resisto a incluir la mejor fotografía, aunque a escala más reducida.
   Por la parte de atrás, llevaba grabada en incisión la letra mayúscula L.

   Si hubieran pasado pocas fechas, no habría dudado en repetir, punto por punto, toda la indagación. Pero había transcurrido casi mes y medio, por lo que la memoria de las personas y los datos objetivos del hecho estarían ya más que borrosos. Así que decidí dar por bueno casi todo lo practicado. No obstante, tomé la avenida Cristóforo Colombo adelante y me llegué hasta el mar, en cuya primera línea de playa se encontraba la famosa discoteca. Curiosamente, cuando casi todos eluden el contacto con la policía, me hallé con un caso contrario. Sabedor de mi visita, estaba esperándome el músico que encontró el cadáver en la madrugada del 14 de septiembre. Tomé nota tan detalladamente de lo que me refirió, que voy a ponerlo en primera persona, como si fuese él quien les hablara. Los incisos, naturalmente, corresponden a mis preguntas e interrupciones.

2. El trompeta de via Stradella

   - No crea que, porque lleve un año empleado en este local de tres al cuarto, no haya tenido tiempos mejores. Yo tuve mis oportunidades de haber llegado a ser alguien en esto de la música. Fui primer trompeta en la orquesta de Gianfranco Monaldi e hice una prueba muy digna para ingresar en la Sinfónica de la RAI. Pero, ¡qué quiere!, la edad y cierta afición por la bebida –lo confieso- me fueron relegando a tocar en orquestinas de club y en eventos esporádicos. Pero, ¡qué torpe soy! Todavía no me he presentado –aunque usted, comisario, seguro que no lo necesita-. Me llamo Stéfano Rampolla y vivo no muy lejos de aquí, en el barrio de Infernetto, en via Stradella. A lo que iba: aún alcancé a tocar para Modugno y Gianni Morandi, y con Mina, la Tigresa de Cremona. Pero mi favorita ha sido siempre Graziella Cenci. ¿No sabe?, mi momento de gloria fue un breve solo acompañándola en la Canzonissima del 74, cuando ganó la Cinquetti y obtuvo el pasaporte a Eurovisión... ¡Y qué decir del concierto para celebrar sus veinticinco años de carrera musical, en su ciudad natal de Siena! No me lo hubiese perdido por nada del mundo, aunque el regidor fuera precisamente el vividor de su marido…

   - ¿El vividor? Tengo entendido que lleva su propia carrera profesional y que sólo actúan juntos en acontecimientos muy concretos y en algunos programas de televisión…; bueno y en los lugares privados de costumbre en una pareja bien avenida.

   - ¡Ah!, veo que el señor comisario está al tanto de la vida de Graziella y de Livio Tommasi, su esposo desde hace un montón de años. Sí, ya sé que pasan por ser una pareja modelo y que presumen de ello, pero yo no estoy tan seguro. Para empezar, ella abandonó su auténtica carrera a poco de casarse y ha terminado por andar de presentadora y medio metida en política, al son de la conveniencia de su marido. Y eso…

   - Bien, Rampolla, dejemos la música y vayamos a lo que quería contarme a propósito de la muerte del brasileño.

   - Cierto, cierto. Como sabe, yo fui el primero en verlo, tirado ahí mismo, entre mi coche y el de un cliente habitual, el señor Sandrini. Estuve a punto de tropezarme con el cuerpo…

   - Y, claro, usted también mantendrá que no lo conocía de nada y que nunca lo había visto por Il Salnitro.

   - Se lo juro, señor comisario. Sí, ya comprendo que todos le dirán lo mismo, tratándose de un cadáver aparecido a la puerta de un local de no muy buena reputación, pero le aseguro que no miento y estoy dispuesto a ayudarle. Por eso he pedido hablar con usted.

   - Le recuerdo que he leído sus anteriores declaraciones y, si toda la ayuda que va a prestarme va a ser la de decir que el muerto tenía en la mano un alfiler, que probablemente arrancó a uno de sus asesinos…

   - Eso es seguro, comisario, el dichoso alfiler tiene la clave de todo. Pero no, lo que yo quiero manifestarle confidencialmente es que este local es frecuentado por homosexuales y…

   - ¡Por Dios, Rampolla! No irá a creer que eso es algo nuevo para nosotros…

   - …Y por algunos capitostes locales de la droga. No me extrañaría que alguno de ellos estuviera detrás de la muerte del chico. Ya sabe, ajuste de cuentas, cobro de deudas, o algo parecido.

   - Pero aquella noche, en concreto, ¿estuvo en Il Salnitro algún capitoste de esos que usted dice? Piénselo bien y no me ande con rodeos o falsas seguridades.

   - Desde luego, comisario, entre otras cosas, porque sé lo que me juego. Lo he estado pensando mucho y comentando reservadamente con algunos colegas de la orquesta y con la chica del guardarropa. Esa noche estuvo por aquí hasta muy tarde Antonello Parisi con algunos amigos o compinches suyos.

   - Comprobaré el dato con los policías del Lido. En cualquier caso, ¿a qué hora se marchó el tal Parisi del local?

   - Como le he dicho, tarde. Pienso que poco antes de que cerrásemos, a las cinco de la mañana. Media hora después, es cuando yo me disponía a coger el coche y me encontré con el muerto.

   - Está bien, Rampolla, gracias por su colaboración, que mantendré todo lo en secreto que me sea posible. Le voy a dar mi número de teléfono por si se le ofrece algo importante y no se ausente de su domicilio sin avisarme.

   - Descuide, comisario. La temporada en Il Salnitro termina dentro de unos días, pero tengo algunas cosillas en Roma y en Ostia. Y recuerde, el alfiler es la clave.

   - Ande, ande, y modérese con la bebida, a ver si puede volver a tocar con la Cenci, si se tercia.


3. El alfiler es la clave

   Indagué en los archivos, en busca del historial de Antonello Parisi. Efectivamente, se trataba de un traficante de medio pelo, que actuaba en la zona del Lido romano y que muy probablemente tuviera su pequeña banda de vendedores y esbirros. Delegué en mi ayudante, el inspector Malfatti, las pesquisas sobre relaciones entre Thiago de Sousa y Parisi, así como acerca de los movimientos de este en la noche del crimen, y pasé a ocuparme personalmente de la clave de todo, según el trompetista, es decir, del alfiler empuñado por la víctima. Gustándome las joyas –como ya he dicho-, la indagación me resultaba especialmente atractiva.

   Lo cierto es que, vista de un modo directo, la pieza era hermosísima y de un primor de ejecución de los que ya no se encuentran. No tuve dificultad en calificarla como de tipo modernista y, por tanto, de antigüedad próxima al siglo. Sin embargo, mi opinión parecía pugnar con el hecho de que la pieza hubiese sido calificada por los expertos policiales como confeccionada en oro de ley, en el que figuran engastados un rubí sintético de unos cinco quilates y una circonita de un quilate. La calidad del trabajo no congeniaba con el uso de piedras sintéticas ni de bajo valor. En consecuencia, algo fallaba y era menester averiguarlo.

   Llevé bajo cuerda el alfiler a mi joyero de confianza, Riccardo Saltore, que regentaba desde siempre una tienda de compraventa de antigüedades y preseas en vía Malagodi, y bromeé como de costumbre:

   - Una admiradora me ha regalado esta preciosidad. Dime cuanto puede haberle costado, antes de que me decida a pedirle relaciones. Te doy tres días, no más, para no poner demasiado nerviosa a la pobrecilla.

   Dos días después, recibí la llamada de Riccardo y me personé en su establecimiento.

   - Enzo, parece que la chica no está loquita por ti, pues el regalo que te ha hecho es una mera imitación de una antigüedad, que no creo le haya costado más de doscientos euros. Por más que… En fin, no sé. Es como si…

   - ¡Vamos, Riccardo, aclárate de una vez. ¿Qué demonios quieres decirme?

   - Pues que dudo mucho que tu chica haya podido comprar este alfiler en ningún comercio. No conozco nada parecido en el mercado; por lo menos, aquí en Roma.

   Dejé que Riccardo ordenase sus ideas durante unos momentos, sin atosigarle con preguntas. Finalmente, y como de costumbre, soltó a chorro su información:

   - Vamos por partes, Enzo. Primero: el alfiler es de oro de buena ley, pero carece de contraste alguno. La letra L no coincide con ningún punzón que yo conozca. Podría ser la inicial del dueño, aunque tan escondida, que más parece una referencia que una ostentación. Segundo: las piedras son más falsas que Judas, si la chica te las ha querido hacer pasar por preciosas. Una vulgar circonita y un rubí sintético, aunque tallado con cierto esmero y originalidad, como si quisiera imitar una determinada gema auténtica. Tercero: el diseño del alfiler es cuidado y fascinante. Un dragón de tipo modernista, que me recuerda sin querer las gárgolas góticas. Indudablemente, el trabajo es muy moderno, pero imitando lo antiguo con tal gracia, que se me hace difícil creer que no haya tenido a la vista un original de casi un siglo atrás.

    - En resumen, Riccardo, que no ves lógico que una pieza contemporánea y de valor relativamente escaso tenga tal calidad de diseño y de trabajo.

   - Algo así. Yo no le veo otro sentido que el de que pretendieran una estafa…

   - Poco probable, tratándose de piedras claramente falsas, sin marcas conocidas y para clientes que supongo no muy adinerados.

   - … O bien, que se tratara de confeccionar una réplica de un alfiler de gran valor, con alguna finalidad que se me escapa. Desde luego, yo no he conocido una pieza semejante, aunque ya sabes que no me muevo en las altas esferas de las joyerías para millonarios. En fin, lamento no poder aclararte estos enigmas.

   - No te preocupes. Ya hemos avanzado bastante. Y, desde luego, no pienso pedir relaciones a la chica que me regaló el alfiler. Demasiado enigmática para mi tranquila forma de ser.

   Salí de la minúscula tienda de Riccardo con la cabeza dándome vueltas. Frente a la primitiva hipótesis de que el alfiler lo hubiera quitado la víctima a sus atacantes en la refriega, se me aparecía como más verosímil la de que el alfiler fuese propiedad del difunto y hubiese tratado de ocultarlo a sus agresores. Después de todo –y aunque fuese un poco sorprendente para un joven en época casi veraniega-, Thiago de Sousa llevaba corbata en el momento de su muerte y con ella había sido estrangulado. Así pues, ocultación… ¿o mensaje críptico del asesinado, o de los homicidas, hacia la policía? Después de todo, el alfiler era atractivo y aparentaba mucho valor. ¿Por qué no sustraerlo? ¿O es que no pudieron hacerlo, ante la sorpresiva aparición del trompetista?

   Tal vez debería dar la vuelta al argumento y partir del hecho de que los culpables se hubieran percatado de la falsedad de la joya. Pero, ¿cómo? No era tan fácil de descubrir suponiendo que no fueran expertos. ¿Y si la muerte tuviera que ver con el poco valor relativo del alfiler? Vamos, un caos de hipótesis, a las que los datos tendrían que poner verdad y orden.

   Aún desde la calle, telefoneé al inspector Malfatti y le espeté:

   - Pietro, ponte rápido las pilas, que quiero cuanto antes dos aclaraciones sobre el caso del alfiler de corbata.

   - Diga, jefe.

   - La primera, si consta que lo hubiese comprado Thiago de Sousa, o lo trajese de Brasil.

   - Eso te lo puedo contestar sobre la marcha. Cuando vino a Roma el padre del chico a hacerse cargo del cadáver, se le preguntó por el alfiler y dijo que, ni era de la familia, ni lo había visto en su vida. Y, desde luego, no consta que lo comprase en Italia, ni que vendan piezas así en parte alguna.

   - De acuerdo. En segundo lugar, averigua si el tal Thiago tenía deudas importantes por droga, en particular, con un tal Antonello Parisi, un traficante que trabaja la zona del Lido. Y no me refiero a que le vendiese droga alguna vez, sino con cierta frecuencia y en cantidades de importancia.

   - O.K. Me pongo a ello y te informaré lo antes posible.


4. Un estudiante muy aprovechado

   Aunque pueda parecer llamativo, sabíamos muy poco de la vida y milagros de Thiago de Sousa, fuera de los datos superficiales relativos a sus estudios y aficiones. Para llenar tal laguna, me puse en contacto con mis colegas de La Sapienza. Es obvio que un país democrático no va a reconocer que tenga agentes infiltrados en los ambientes académicos, pero a nadie se le oculta que –digamos- la Universidad de Roma precisa de unos servicios de seguridad y prevención, que nadie mejor que la policía puede ofrecer. Así que moví mis peones y recogí un copioso resultado.

   Tan copioso, que parecía como si el difunto Thiago hubiera sido amigo o conocido de todo el mundo.    Llegado a Roma al inicio del curso anterior, había cambiado pronto los alojamientos intramuros de la Universidad por un modesto apartamento del viale Regina Elena, por donde había ido pasando lo más granado de la colonia discente brasileña y de los compañeros y profesores del máster en relaciones internacionales que cursaba. El joven tenía un gran éxito con las mujeres, que parecía haberle servido, entre otras cosas, para organizar saraos y fiestas galantes a sus amistades y compromisos. Poco a poco, tales eventos fueron haciéndose más y más frecuentes, en tanto que las féminas de compañía eran cada vez más profesionales. Los festejos hubieron de trasladarse a sede más amplia, un grato dúplex en la via del Babuino. Nadie podía asegurar de dónde salía dinero para pagar el prohibitivo alquiler. Desde luego, no de la moderada asignación que Thiago tenía fijada por su parsimonioso padre, persuadido de que el hijo continuaba hospedado en los alojamientos universitarios y haciendo vida de estudio y cultura.

   En las fiestas de la via del Babuino, empezó a circular generosamente la droga, en sus más variadas modalidades, y no siempre aportada por los asistentes. Era de suponer que Thiago, valiéndose de intermediarios, la adquiriese de fuentes seguras, en orden a cerciorarse de su calidad y pureza. Recogí rumores acerca de la identidad de los traficantes contactados por el hospitalario paulista, pero ninguno hacía alusión precisa al consabido Antonello Parisi. Tampoco había datos claros sobre deudas o presiones para cobrar. Los vecinos del dúplex simiesco habían presentado numerosas quejas y algunas denuncias por escándalo y consumo de drogas, pero no por peleas ni broncas. Según algunos de los más respetables protestantes –y me duele decirlo-, la respuesta policial había sido prácticamente nula; tal vez, por la calidad social de los asistentes a las fiestas, en opinión de varios de los afectados.

   Al parecer, Thiago de Sousa se encontraba en este ambiente y situación como pez en el agua. Naturalmente, suspendió la mayor parte de las asignaturas del primer año del máster (con honrosas excepciones, debidas a sabe Dios qué influencias) y, para recuperar el tiempo perdido, permaneció en Roma durante el bochornoso verano. Aquí es donde entraba en escena el paliativo de las excursiones y baños en el Lido romano, entre Ostia y Castel Fusano. No son suposiciones mías: Thiago era conocido en aquellos lares, por más que no se hubiera dejado caer nunca por Il Salnitro, hasta que lo tiraran en su aparcamiento en la noche del 13 al 14 de septiembre.

   Con toda esa serie de informes sobre la vida disipada del finado Thiago de Sousa, me extravié en los vericuetos de las más variadas hipótesis, sin poder ponerle cara ni nombre a ninguna de ellas. Pocos casos son más difíciles que los que afectan a personas que se mueven en ambientes sórdidos y entre gentes de mal vivir; sobre todo si, como es el caso, son especialmente vulnerables por su falta de prudencia y de conocimiento del medio. Me sentía perdido: ¡si hasta me había olvidado de que el alfiler era la clave de todo! Y en esas estaba cuando, hablando del rey de Roma, hete aquí que, un sábado de finales de noviembre, me llamó por teléfono Rampolla, el trompetista, y, a voces y balbuciendo, me soltó algo como esto:

   - ¡Comisario, comisario!, soy Stéfano. Necesito verle inmediatamente.

   - Pero, hombre de Dios, ¿se ha dado cuenta de la hora que es?

   - ¡Le repito que tengo que verlo ahora mismo! He encontrado en la RAI el alfiler de corbata. ¿Y sabe quién lo llevaba? Livio Tommasi, el marido de Graziella Cenci.



5. Un hallazgo inesperado

   Me costó trabajo entender, a las tres de la mañana, cuanto Rampolla barboteaba sobre el alfiler y, más aún, convencerle de que la pieza cuerpo del delito seguía a buen recaudo en la caja fuerte del juzgado de instrucción. En suma, o el trompetista había sufrido una alucinación, o el alfiler que había visto en Tommasi era gemelo del hallado sobre el cadáver. Lo primero era que mi confidente se serenara y explicase en detalle la fuente de su conocimiento:

   - Verá, comisario, la noche pasada me habían contratado para actuar con una sección de la orquesta de la RAI en el concurso en directo Stasera danziamo. Al terminar, coincidí en los pasillos con un cámara amigo que trabaja en los programas informativos y de opinión. Me comentó que acababan de grabar un capítulo a emitir la semana siguiente, en el que la presentadora era mi admirada Graziella Cenci. Me faltó tiempo para dirigirme a los camerinos, intentando volver a verla en persona, después de varios años. Desgraciadamente, no fue a ella a quien encontré, sino que me crucé con su marido, productor del mismo programa. El tío se conserva de fábula: buen pelo, pocas arrugas, canas teñidas y tan tieso y adusto como siempre; si acaso, unas bolsas demasiado ostensibles bajo los ojos. De pronto, me fijé en su corbata, nada estridente por otra parte, y casi me desmayo. Allí estaba el alfiler del crimen; bueno, por lo que usted me dice, otro igual.

   - O muy parecido…

   - Nada de parecido: ¡igualito! Me lo va a decir a mí que lo tuve a un metro durante casi un minuto. ¡Si hasta le pregunté a Livio la hora y el camino de salida, para tener la ocasión de confirmar la primera vista! Él me miró de forma muy severa pero atendió con educación mis peticiones.

   - Bueno, bueno, Rampolla. De todo esto, ni media palabra. Vaya a saber si ese tipo de alfiler resulta que esté poniéndose de moda y lo vendan en los mercadillos de Porta Portese.

   - No me embrome, comisario. Esta noticia es pura dinamita… y espero le estalle en las narices al estirado e hipócrita de Livione.

   - No insista, Rampolla. Ya conozco sus sentimientos hacia el marido de su cantante predilecta. Si he de serle sincero, también a mí está empezando a no caerme bien.



   El que el periodista-profesor-productor-semipolítico Tommasi no me cayese bien no era, por supuesto, motivo para abordarle de golpe y porrazo e inquirirle oficialmente por poseer un alfiler de corbata, que un trompeta encontraba parecido a otro que tenía algo que ver con un muerto. Por desgracia, los productores y regidores están detrás de las cámaras, con lo que de nada me iba a servir tragarme el programa de la Cenci, televisado en diferido el miércoles siguiente. No obstante, tuve una corazonada y puse la tele a las tres de la tarde de dicho día… y me llevé una sorpresa mayúscula. Allí estaba, como invitado con otros tres, el inevitable Tommasi, esta vez, en su condición de profesor de Geopolítica de la Sapienza. Vamos, que todo quedaba en casa: productor, conductora del programa y personaje entrevistado. Está visto: familia que trabaja unida, permanece unida.

   Puse en marcha el grabador, aunque mi vista era lo suficientemente buena como para coincidir con las apreciaciones de Rampolla: el alfiler de corbata era exactamente igual que el que Sousa tuvo en el puño. Faltaba por saber si era tan falso como el otro, o se trataba del auténtico. Desde luego, una cosa era evidente: la coincidencia resultaba decisiva. Aquellos alfileres no se habían puesto de moda ni, por supuesto, se vendían en el Trastévere.

   Entre el inspector Malfatti –un manitas de la técnica informática- y yo, ampliamos las imágenes del alfiler y obtuvimos unos fotogramas perfectos. No había duda posible: los dos alfileres eran idénticos en forma y tamaño. Por otra parte, el inspector me tenía noticias frescas y estimulantes:

   - Bien, jefe, tengo noticias. Thiago de Sousa y Antonello Parisi mantuvieron relaciones comerciales el pasado verano. Hasta qué punto y con qué efectos es lo que estoy indagando en unión de nuestros colegas de Ostia. Habrá que trabajar con confidentes y camellos, pero todo se andará.

   - Siendo así, me dan ganas de mandar a paseo la línea de investigación basada en el alfiler y centrarnos en la de la compraventa de droga. Tengo el pálpito de que Thiago pretendió pagar con el alfiler falso y se vengaron por ello.

   - Tú verás, Enzo, pero no sé si las dos líneas no acabarán teniendo puntos en común. He hecho indagaciones en la Universidad y ¿a que no sabes quién era uno de los más asiduos asistentes a las orgías del brasileño?

   - ¡No me lo digas! El ilustre profesor de Geopolítica, señor Tommasi.

   - ¡Justo! Cómo serían de amigos, que le aprobó con una nota muy alta.

   - Vale, vale. Habrá que ir por él. Después de todo, ya me había advertido el exaltado de Rampolla, el alfiler es la clave de todo.

   - Pero ve con tiento, jefe. El tal Tommasi tiene buenas agarraderas y está a partir un piñón con los gerifaltes del Ulivo y de la RAI.



6. El profesor se explica

   Quedamos citados a primera hora de la mañana del 6 de diciembre en una discreta cafetería del Piazzale del Verano, no lejos del famoso Cementerio y a un paseo del despacho académico de Tommasi. De entrada, trivialicé cuanto pude y le expuse la cuestión de manera un tanto ambigua:

   - Verá, profesor, el caso es que tengo entre manos un asunto en que resulta clave un alfiler de corbata. Vea, aquí tiene una fotografía.

   Le mostré la instantánea del alfiler de Thiago, con un flamante sello de la Central de Policía Judicial, para impresionarle un poco. Tommasi palideció a ojos vistas y se tomó un tiempo antes de devolverme el documento. Decidí ir rápido, aun a riesgo de un patinazo:

   - El alfiler de la fotografía es una simple réplica de un original que nos han asegurado obra en su poder.

   El profesor estuvo en un tris de negar tal posesión. Me di cuenta de sus vacilaciones y, antes de que se le ocurriera mentirme, proseguí:

   - Vamos, Tommasi, no tiene nada de extraño; fue una mera casualidad que usted se lo pusiera en el último programa de Politica oggi. No hemos tenido que hacer investigación ninguna. Por otra parte, cuento con que usted colaborará de buen grado en nuestras pesquisas.

   - Pero ¿qué pesquisas? ¿Qué están ustedes investigando?

   El tipo empezaba a reaccionar y era todo menos torpe. Así que decidí llegar a un pacto, aprovechando mis ventajas iniciales.

   - Verá, Livio, no puedo divulgar el contenido de una investigación sub iúdice, pero comprendo que usted quiera saber el alcance y trascendencia de lo que me revele, por ahora, informalmente. Así que limítese a contarme la historia del alfiler que tiene en su poder. Cuando llegue el momento de tratar del alfiler de la fotografía, yo le daré toda la información necesaria.

   Tras unos momentos de titubeo, mi interlocutor entró al trapo y, con toda naturalidad, me dijo lo siguiente:

   - Hace ocho años, mi mujer y yo celebramos las bodas de plata matrimoniales. Haciendo un gran esfuerzo hipotecario, yo hice realidad su deseo de toda la vida y nos trasladamos a vivir a la Piazza del Colosseo, con espléndidas vistas al monumento. Ella me despachó con lo que en principio creí un alfiler de corbata de cierta prestancia, pero nada más. ¡Sí, sí! Resultó que se trataba de una joya de primera firma, con dos gemas imponentes, que le había costado una fortuna en una joyería de Florencia. No me pregunte cómo descubrió el portento, ni por qué artes había este llegado al establecimiento florentino. Lo cierto es que, aunque ella no me dijo nunca su precio, no estaría lejano del medio millón de euros actuales.

  - ¡Arrea! ¿Y cómo se atreve usted a salir con él a la calle? Anda que si se le pierde…

   - La verdad es que sólo me lo pongo en las grandes ocasiones, como el programa televisivo de la otra noche. Para el resto de los casos, uso una réplica exacta que mi mujer encargó en Siena, a un orfebre de su familia.

   Vaya, vaya, mi profesor ya se había ido de la lengua y revelado buena parte de lo que concernía al alfiler de Thiago. Sólo me faltaba precisar un poquito más:

   - Y esa réplica lleva grabada la letra L, supongo que por su nombre de pila.

   - Pues sí, pero… (ya se estaba dando cuenta de que había llegado demasiado lejos).

   - Bien, Tommasi, es el momento de que hablemos del duplicado. Por tanto, le voy a revelar cuanto pueda, para hacer honor a mi palabra. ¿Le dice algo el nombre de Thiago de Sousa?

   - Por supuesto –el profesor tenía una cenicienta cara de póquer-. Fue alumno mío el año pasado en el máster de relaciones internacionales. Supe de su trágico fin por la investigación que los colegas de usted llevaron a cabo entre profesores y alumnos que lo habían conocido.

   - Un buen alumno –ironicé-, a tenor de la nota que le dio usted a final de curso.

   - Sí. La verdad es que tenía mucho interés por mi asignatura, lo que no puede decirse de otras, replicó Tommasi con signos de sentirse molesto.

   - ¿Tenía usted con él vínculos de amistad, o trato mayor que el de simple discípulo?

   - Muy poca cosa. En su condición de extranjero bien informado de un país emergente, charlé con él en algunas ocasiones, tanto en su piso, como en mi domicilio. Cosas nimias, aunque su padre, el magistrado de Sousa, me lo agradeció cuando vino a hacerse cargo del cadáver.

   - Pues, siendo tan superficial el trato, se me hace extraño que el chico estuviera en posesión del alfiler de réplica. ¿Se lo robaría, tal vez?

   Livio se quedó atónito. A lo que parecía, nadie le había informado del hallazgo del alfiler ni, menos aún, de las circunstancias del mismo.

   - ¿Y cómo…?, acertó a preguntar.

   - Como que Thiago lo llevaba en la mano cuando encontraron su cadáver en Castel Fusano.

   Yo había esperado que la revelación le hiciera venirse abajo, por lo inesperada y ominosa. Pero el profesor reaccionó como hombre curtido y experto en leyes:

   - Disculpe, subcomisario. Para una charla informal, hemos profundizado más de lo debido. Hay una instrucción judicial en curso y, a lo que supongo, nada menos que por homicidio. Me temo que, si quiere volver a hablar conmigo de estas cosas, tendrá que ser con citación judicial y asistencia letrada.

   - Lejos de mí la intención de confundirle o de extralimitarme. De hecho, no haré otro uso de sus revelaciones que el puramente orientativo de las diligencias policiales de investigación. Y, en todo caso, le quedo muy agradecido.

   Tommasi aceptó la explicación y la cortesía y, con aparente sinceridad, se despidió:

   - Tranquilo, señor di Martino. Los dos conocemos nuestros derechos y nuestras obligaciones y a ello nos atenemos. No tengo queja ninguna de su comportamiento. En fin, se hace tarde y tengo que asistir a una rueda de prensa del primer ministro.

   Se levantó e hizo ademán de pagar las consumiciones, pero ¿cómo iba yo a permitir que una persona tan importante pagara mi capuccino? Así que lo vi alejarse sin detenerse ni mirar atrás. Pedí otro café y dediqué la siguiente media hora a pasar a limpio los apuntes tomados mentalmente al profesor. Según iba acabando mi tarea, intuí que volveríamos a vernos y, muy probablemente, sin presencia de abogados.


7. La casta diva

   Bien mirado, la entrevista con Tommasi me había dado la seguridad de que el alfiler de Sousa era la réplica del auténtico y que había tenido que conseguirlo por regalo o sustracción, dado que el brasileño había tenido acceso al piso de la Piazza del Colosseo. Yo me inclinaba por la opción del obsequio, habida cuenta de las amistosas relaciones entre Flavio y Thiago, con ciertos ribetes vergonzantes, que las hacía propicias a la extorsión y al chantaje. Quedaba también a la imaginación la respuesta al siguiente interrogante: ¿había sabido Thiago que cogía o recibía una imitación, o bien creyó estar en posesión de la pieza auténtica? Nuevo rasgo de olfato policial por mi parte: lo verosímil era que hubiese sido defraudado, pues ninguna utilidad tenía para él una baratija de unos cientos de euros. En resumen, meros detalles que no merecían seguir la pista del alfiler, sino centrarse en las pesquisas sobre la compra de la droga, hasta llegar a los autores del crimen.

   Pero el hombre propone… Estaba yo en la Central de Policía Judicial, una semana después de mi encuentro con Tommasi, cuando me pasaron una llamada femenina, que no había querido identificarse. Mi perplejidad subió de tono cuando, al otro lado de la comunicación, una agradable voz pronunció las siguientes palabras:

   - ¿Subcomisario di Martino? Al habla Graziella Cenci. ¿Sería posible concertar una entrevista lo antes posible, en lugar discreto? Tengo algo importante que decirle sobre el caso de Thiago de Sousa.


   Al día siguiente, en hora adecuada, al parecer, para eludir la presencia de su marido, nos encontramos en el domicilio de Graziella. Yo había escogido el lugar, con el secreto propósito de ver con mis propios ojos el alfiler maravilloso, que razonablemente suponía guardado en la caja fuerte del piso.

   Comprendo que algunos de ustedes tengan interés en saber cómo era dicho apartamento, o qué impresión me produjo la gran diva de la canción italiana, como diría Rampolla. Pero soy poco ducho en descripciones literarias y la narración ya va resultando larga. De modo que me limitaré a los hechos. Y el hecho fue que, de buenas a primeras, la bella cincuentona (con perdón) me largó la confesión siguiente:

   - He sabido por mi esposo que el alfiler de imitación constituye una prueba importante en un caso de asesinato y que ustedes sospechan que él pueda haber sido el origen de su paso a manos de Thiago, por amistad o por argucias del muchacho. Pero no es así, señor comisario. Tengo el convencimiento de que la causa de esta desagradable circunstancia soy yo.

   Y, a partir de aquí, me hizo un relato, tan viejo como el mundo, de la seducción de una mujer de edad por un vivales veinteañero. Primero, fueron los cumplidos y atenciones dispensadas por Thiago, con ocasión de las visitas que hacía a su marido. Luego, los requiebros y flirteos a solas, con cualquier ocasión o motivo, como el de recordar los viejos tiempos en que la Cenci visitaba Brasil en olor de multitudes, para dar conciertos y grabar discos en portugués con sus éxitos. Finalmente, un grado de ocultación e intimidad, que ella no me llegó a precisar o detallar en ningún momento, pero que yo percibí que había ido todo lo lejos que llegarse puede. En suma, la casta diva, el modelo de esposa y madre de familia, el ojito derecho de asociaciones familiares y de la gente de sotana, caído por los suelos, hecho trizas por culpa de imprudencias, abandonos y anhelos. Vamos, que el trompeta tenía razón y no era oro todo lo que relucía.

   - … Y así, señor comisario, aunque yo no lo haya visto con mis propios ojos, estoy segura de que Thiago, en algún momento de descuido por mi parte, cogió el alfiler de pega, en la creencia de que era el bueno, y marchó con él. Lo curioso es que no nos percatásemos de ello y que él siguiera viniendo por aquí, hasta que nos fuimos de veraneo a Como.

   - De acuerdo, señora. ¿Le importaría enseñarme el alfiler de corbata original?

   Graziella se dirigió a otra habitación, tras cerrar la puerta del salón en que nos encontrábamos, y apareció a los pocos momentos con una cajita forrada de terciopelo rojo que, al abrir, depositó en mis manos. No sé si sería por la costumbre de manejar su réplica, o como reacción al sufrimiento que estaba costando, pero lo cierto es que no me dio ni frío ni calor su contacto y contemplación, por más que la Cenci, olvidando por un momento sus penas, me completó la historia conocida de la joya:

   - Este alfiler es un ejemplar único, diseñado y fabricado en 1912 por Louis Cartier para el gran artista del modernismo Héctor Guimard. Inspirado en la admiración y respeto que Guimard sentía por Viollet-le-Duc, Cartier escogió el motivo de las gárgolas de Notre Dame de París y quiso representar con las gemas la personalidad del arquitecto homenajeado: un brillante puro en la boca, para simbolizar la verdad y la sinceridad, y un gran rubí color sangre de pichón entre las garras, expresión de la fuerza y vitalidad de sus aportaciones artísticas. Vea en el reverso las letras L C, marca del gran joyero.

   - Según parece, compró usted la pieza en Florencia por un precio exorbitante.

   - En efecto, un pariente mío joyero de Siena, que confeccionó luego la réplica, descubrió por casualidad la pieza en un establecimiento especializado en compraventa de joyas obtenidas de pignoraciones, decomisos y almonedas. Comentó muy elogiosamente sus calidades y lo tremendo del precio y yo lo cogí al vuelo, pues estaba tras un gran regalo para Flavio, con motivo de nuestras bodas de plata. En fin, eso es todo.

   - ¿Y lo de que se le pudiera ocurrir a Thiago coger, o intentar coger, el alfiler?

   - Tuve la ligereza de comentarle los regalos intercambiados entre Flavio y yo con motivo de los veinticinco años de casados. Le mostré el alfiler auténtico, él me preguntó lo que me había costado, yo se lo dije y de ahí debió surgir todo. Claro está, yo no le hablé de la réplica, ni le indiqué la combinación de la caja fuerte. Así que aprovecharía que mi marido dejase en algún sitio visible el alfiler señuelo y lo cogería, en la absoluta creencia de que era la joya auténtica.

   La seguridad de la dama estaba empezando a ponerme nervioso. Por más que escrutaba sus gestos y analizaba sus palabras, no llegaba a concluir si me estaba tomando el pelo, para encubrir a su marido, o si me confesaba de corazón lo que ella creía la verdad de lo sucedido. Durante un rato, me estuve mordiendo la lengua, haciéndole preguntas tontas o tratando de pillarla en algún renuncio. Finalmente, ya de rabia, ya por compasión hacia su injusto sentimiento de culpabilidad, exploté:

   - Pero vamos a ver, Graziella. Si no vio a Thiago coger el alfiler, ¿a qué viene estarse reconcomiendo con lo que es una mera posibilidad y, por cierto, no la más probable?

   - ¿Qué quiere decir, comisario? ¿De qué otra manera o a través de quién, que no sea yo, pudo él hacerse con la réplica?

   - Pues a través de su marido, por supuesto. ¿No ha sido él quien la ha animado a dar este atrevido e inverosímil paso de confesar lo que no ha sucedido más que en su cabeza?

    La Cenci, un tanto descolocada desde que oyó que la llamaba Graziella simplemente, parecía la viva imagen de la sorpresa y el abatimiento. Comprendí que estaba in albis de las juergas de su marido y de los manejos de Thiago, pero ya era demasiado tarde para ahorrarle a mi interlocutora el conocimiento de las infidelidades y vida alegre de Flavio. Ni ella hubiera consentido que yo no me explicase, ni a mí me apetecía dejar a medias el tema, tras escuchar la confesión de la esposa. Así que, con cierto tacto y ahorrando detalles escabrosos, le referí la vida y milagros de su maridito y de Thiago en el dúplex de la via del Babuino. Ella no movió un músculo durante todo el relato, aunque los gestos y la humedad de sus ojos decían mucho de lo que iba por dentro. Concluí, más o menos, con estas palabras:

   - En consecuencia, no le extrañará que juzgue mucho más probable que Thiago obtuviera la joya ful a través de su marido, aunque tal vez la referencia del valor de la auténtica la tuviese precisamente por usted.

   - ¿Y mi marido lo ha reconocido? ¿Le ha dado detalles?

   - Aún no, pero lo hará. ¡Vaya si lo hará!

   - Téngame informada, por favor. Y no se apiade falsamente de mí. Soy más fuerte de lo que parece y, por otra parte, ya sabe usted, comisario, que la verdad nos hace libres.

   - Libres, pero no siempre felices.

   Me acompañó personalmente hasta la salida y tendió una mano que apreté con calor. Nos miramos a los ojos durante un momento y, aunque pueda sonar un poco ridículo, el recuerdo de esa mirada es lo único que me consuela de los errores y excesos que cometí en la resolución de este caso.

8. Reexaminando al profesor

   No fue necesario que yo hiciera por encontrar al profesor, sino que fue él quien me buscó a mí. La víspera de Nochebuena, recibí una llamada suya, hecho un energúmeno:

   - ¿Se puede saber qué rayos le ha contado usted a mi señora, que dice que va a pedir el divorcio? ¡Lo voy a fundir! No sabe usted con quien se está jugando los cuartos.

   - Poquito a poco, señor Tommasi. O cambia de registro, o le cuelgo y presento inmediatamente una ampliación de diligencias en el juzgado de instrucción, con su nombre en primera página.

   La cosa se fue calmando y, como ambos entendíamos que no era como para hablarla por teléfono, quedamos para la mañana siguiente en la misma cafetería de la vez anterior, en via del Verano.

   Para preparar mi arsenal, tan pronto colgué, cité al inspector Malfatti en mi despacho, con objeto de conocer los últimos adelantos en la línea de investigación de las drogas:

   - ¡Qué bueno, jefe!, precisamente tengo noticias frescas. Creo que el caso está a punto de aclararse del todo.

   - ¿Tenemos ya sospechoso sólido?

   - Desde luego, y no es precisamente el tal Parisi, sino un capo importante de la droga en todo el Lazio: Amílcare Panetta.

   - ¡No me digas! Il Rabbione en persona. Cuenta, cuenta...

   - Pues, después de todo, ha sido cierto lo de que el alfiler tenía la clave. Resulta que el tal Thiago, creyendo tener en su poder una joya fabulosa, se metió en cuantiosas compras de cocaína y hasta sugirió entrar en el negocio, con la joya como aportación.

   - ¡Nada menos!

   - Ya te puedes suponer. Durante un tiempo, la cosa coló, hasta que la cuenta alcanzó, más o menos, los diez mil euros. Luego, entrega del alfiler a Panetta, peritaje y descubrimiento de la falsedad; todo ello, a bombo y platillo, pues el buen brasileño no dejaba de blasonar del portento que tenía entre manos. Te puedes figurar el cachondeo entre los amigos y colaboradores del Rabbione y la furibunda reacción de este.

   - Por supuesto. No en vano tiene fama de violento. Así se ha ganado el apodo por el que es conocido.

   - En fin, no hay duda de que Panetta ordenó la muerte, que ejecutaron dos de los suyos en el coche en que habían ido a recoger a Thiago, para llevarle supuestamente a una fiesta a fin de celebrar su incorporación a la sociedad del Rabbione.

   - Eso explica su indumentaria tan formal, con corbata y todo. Pero, ¿y lo de ir a tirar en cadáver en Castel Fusano?

   - Una gracia de Panetta, que tiene cuentas pendientes con Parisi. Más tarde o más temprano, alguien contaría que este frecuentaba Il Salnitro y asociaría el homicidio con la droga y con él. ¡Si hasta dio la casualidad de que aquella noche Parisi estuvo en ese lugar!

   - ¡Claro! Ya me había extrañado a mí que la gente de Parisi hubiera ido a deshacerse del cadáver a pocos metros de donde su jefe estaba reunido con unos amigotes.

   - En cuanto a lo del alfiler en la mano...

   - Hombre, Pietro, eso no tienes que explicármelo. Típica conducta de mafioso, de dejar constancia del motivo de la ejecución como aviso para navegantes.

   - Exacto. Así que la hipótesis de que el difunto hubiera arrancado el alfiler a sus ejecutores, o de querer esconderlo a su vista, queda totalmente excluida.

   - ¡Menos mal! Ya empezaba a pensar que el trompetista Rampolla tenía más olfato policial que nosotros. Pero, oye, todo eso que me cuentas...

   - Tranquilo, lo sabe por lo menos una docena de personas, de las que tres están dispuestas a largar, a cambio de ciertos favores. Tenemos identificados a los ejecutores y en el coche de uno de ellos han aparecido huellas de Thiago. Se ve que el tío intentó luchar antes de morir y se agarró a diversos lugares de la tapicería de cuero y del habitáculo de metal del coche. Vamos, cosa de dar los últimos toques... y de que tú te pongas al frente de la investigación, no vayamos a fastidiarla al final.

   - Eso será tan pronto cobre una cuenta pendiente.

   - ¿Cuenta? ¿A qué te refieres?

   - Déjalo, es cosa mía. Voy a bajarle los humos a un presumido y, de paso, a colocar la última pieza del rompecabezas.


   Tomando la iniciativa, empecé la conversación con Tommasi, con estas palabras:

   - Me crea o no, el tema de cómo llegó el alfiler de pega a poder de Thiago se ha convertido en un dato de interés esencial para la resolución del caso; eso y el saber si nuestro brasileño conocía, o no, el escaso valor de su ejemplar. Así que no estoy dando la murga por capricho. Y, en cuanto a su mujer, fue ella quien me llamó y quiso enterarse. ¿No sería usted quien le metió los perros en danza, abriendo así la caja de Pandora con el objetivo de aparecer como una pobre víctima de la policía?

   Tommasi parecía abatido y con pocas ganas de pelea dialéctica. Me contestó:

   - Graziella ya me ha contado lo que ocurrió entre ustedes. En último extremo, las cosas ya no tienen remedio. Estoy dispuesto a revelarlo todo, siempre que me dé garantías de que mi nombre no aparezca mezclado en el asunto.

   - Mucho me pide, Livio, pero haré cuanto pueda. En el juicio van a salir bastantes cosas a relucir y conviene adelantarse. No va a haber más remedio que reflejar la procedencia del alfiler y la confusión producida con el auténtico. En cambio, no veo la necesidad de adentrarse en las intimidades de Thiago y ustedes, ni en la forma o causa concretas por las que usted le dio el de imitación; explicación que, por cierto, estoy esperando.

   El profesor pareció tranquilizarse o, en todo caso, conformarse con lo conseguido. No volvió a aludir siquiera a la obtención de garantías. Jugando con el servilletero y fumando nerviosamente, me contó lo que sigue:

   - En una de las ocasiones que acudí al piso de Thiago a pasar un rato de diversión, tuve la mala ocurrencia de ponerme el duplicado del alfiler, tal vez, para enseñárselo a las chicas y tener un motivo de charla elegante antes de pasar a la acción. Percatarse de ello Thiago y arrebatarme de las manos el alfiler fue todo uno. Yo protesté y fingí enfadarme, dado que sabía el poco valor de la pieza. No obstante, me molestaba su imperiosidad y que pudiera intentar alguna jugarreta, como un chantaje. Estuvimos a punto de llegar a las manos. Finalmente, nos aplacaron los presentes y la cosa quedó como estaba. Al marchar, volví a reclamar a Thiago la devolución del alfiler, pero él empezó a amenazarme con irse de la lengua con mi esposa; así que cejé.

   - ¿Y cuando fue, aproximadamente, la noche de la que está hablando?

   - Hacia finales de invierno. Recuerdo que yo ya iba a cuerpo, de traje y corbata, por supuesto.

   - ¿Y no informó a Thiago de la confusión de joya que estaba sufriendo?

   - Yo no tenía ni idea de que había recibido información de mi esposa; de forma que pensé se trataba de un capricho por lo bello del diseño, o por quedarse con algo mío para tenerme cogido de alguna manera.

   - A su esposa, claro, no le contaría lo sucedido.

   - No directamente, pero sí aproveché para decirle que el tal Thiago estaba resultando un confianzudo y que tuviera cuidado con él cuando viniese por casa. No sé por qué, pero subconscientemente temí alguna intentona del joven con mi esposa. Así que no me ha sorprendido en exceso lo que Graziella me contó la otra noche.

   - ¿Se sinceró con usted?

   - Digámoslo así. Ignoro si quiso meterme una puñalada en mi orgullo de marido, o si no quiso jugar con ventaja presentándose como la esposa fiel cruelmente engañada.

   Bien, todo estaba dicho, o eso creía yo. Ya incorporados para despedirnos y marchar, Tommasi inquirió:

   - ¿Por qué resulta tan importante para la investigación la forma de hacerse Thiago con el alfiler?

   - Pues porque le costó la vida el creer que se trataba del auténtico. Ya se enterará en el juicio del motivo.

   El profesor sonrió y lanzó una frase que me asqueó:

   - Se lo tuvo merecido.

   ¿Entienden ustedes ahora que yo no trague a Flavio Tommasi y que, a mi vez, me alegrase de sus ulteriores fracasos políticos y profesionales, consecuencia en gran parte de cuanto fue sabiéndose socialmente del caso?

9. Y fin

   Desde el punto de vista policial, el caso concluyó de forma brillante. Il Rabbione y sus sicarios fueron severamente condenados por asesinato proditorio y tráfico de drogas. El comisario Bartelli ordenó figurase una nota honorífica en mi expediente (y en el de Malfatti). La Cenci –como Rampolla suponía- volvió al mundo del espectáculo, tan pronto se libró de su marido y, al parecer, cuenta con los servicios del devoto trompetista para sus giras y conciertos. Vamos, lo que se dice un final feliz, para tratarse de un caso criminal.

   No he vuelto a saber nada del famoso alfiler de corbata diseñado y fabricado en 1912 por Louis Cartier. Su réplica se conserva en el Museo de Criminología de via Gonfalone. Bueno, eso me han dicho pues no he tenido hasta ahora la insana curiosidad de ir a comprobarlo.

domingo, 29 de agosto de 2010

El áscari de la noche

Por Federico Bello Landrove

La estancia en un evocador y real balneario, despierta en mí los recuerdos de ciertos aspectos de nuestra Guerra Civil, como la intervención de mercenarios moros y la infancia huérfana y desarraigada. ¿Por qué no va a ser posible que uno y otro aspectos se fusionen en un mundo onírico o nocturno? ¿Existe, o no, el pálido guerrero musulmán que se convierte en el paladín del pequeño Vicente? Lo siento, pero no puedo responder con seguridad: yo sólo fui a Las Salinas de Medina del Campo a descansar y tomar las aguas.

1. Una reunión y unos recuerdos.

Se llamaba Antonio y nadie hubiera dicho que rebasaba los ochenta. Había llegado al Hotel Palacio de las Salinas en una de esas expediciones lúdico-medicinales, financiadas en buena parte con subvenciones públicas. Me sorprendió husmeando por las vitrinas que exponían las reliquias del pasado de aquel balneario, que estaba a punto de cumplir el siglo. De forma respetuosa, me interrumpió:

- ¡Vaya cachivaches!, ¿eh? ¿Dónde estarán los contemporáneos de ellos?

Algo me dijo que tenía que responderle con una afirmación insinuante:

- Seguramente, no muy lejos de aquí. Apuesto por que usted conoce a alguno.

- No lo dude. Pero permita que me presente: Antonio Alonso, de Villalón de Campos.

- Federico Bello, de Valladolid, aunque avecindado en Salamanca.

Como nuestros respectivos comedores eran distintos, aunque aledaños, nos citamos para la sobremesa, en la espléndida cafetería del hotel. Antonio volvió a la carga:

- ¿Qué diría usted si le aseguro que yo he dormido aquí varios años?

- Pues que estuvo por acá cuando el establecimiento fue orfanato, después de la guerra.

- ¡Justo! Hogar “Isabel de Castilla”, de Auxilio Social. Pero, ¿cómo ha sabido…?

- Sencillo. Hay una tarjeta junto a la puerta de acceso, que así lo indica.

Tres días después, Antonio se había hecho el amo del lugar, por su labia y simpatía. Yo le había servido un poco de cicerone en una común visita a la cercana Medina del Campo. Él había hecho muy buenas migas con las tres camareras extranjeras que nos servían comidas y cafés, así como con Enrique, un ciego velludo y corpulento, que se defendía de maravilla, solo, en un ambiente que parecía conocer de pasadas ocasiones. Para mi mujer y para mí, había llegado el final de nuestras mini-vacaciones; así que, después de cenar, me dirigí al villalonés:

- Bueno, Antonio, mañana marchamos. Así que le deseamos una feliz estancia restante y ojalá que volvamos a vernos en otra ocasión.

- ¿Tienen algo que hacer en esta velada?

- El equipaje, y aguantar la televisión de los de al lado y el teléfono de la recepción, hasta que nos durmamos.

- Pues si les sobra un poco de tiempo, les invito a que me acompañen, a eso de las diez y media, en el salón de lectura. A ustedes, que son tan ilustrados, les puede resultar curioso lo que voy a contar.

Mi esposa no quiso sumarse al auditorio, pero yo decidí que podía ser más entretenido escuchar a Antonio, que pelear con los vecinos de habitación, para que fueran menos ruidosos. Así que, provisto de bolígrafo y un pequeño bloc, aparecí a la hora señalada en el penumbroso saloncito, donde ya estaban charlando Antonio y Enrique. Aquél me hizo un gesto amistoso y, al mostrarle yo el recado de escribir, asintió con una mera sonrisa. Un momento después, entró Eva, la esbelta y simpática danesa que concitaba las miradas de los comensales en el restaurante:

- Vengo yo sola. Fumiko tiene que recoger y Marie, servir en la cafetería.

- Bueno pues, en ese caso, ya estamos todos; así que podemos empezar –respondió Antonio-.

Se arrellanó en el sofá; puso a su alcance el botellín de agua mineral y empezó su relato. Creo que mi transcripción del mismo será fiel. De no ser así, espero que, de un modo u otro, Antonio me corrija o desmienta.

***
Ya saben ustedes que este balneario tuvo antiguamente épocas muy brillantes. Se dice que, antes de la guerra, la casa de baños y sus servicios complementarios llegaron a ser cinco veces mayores que ahora. Pero, claro, cuando yo los conocí, allá por 1941, hotel y balneario eran un modelo de abandono y destartalo. No en vano habían sido, durante casi toda la guerra civil, cuartel y hospital de las tropas moras, que vinieron a la Península a combatir en favor de Franco. Ciertamente, el edificio principal seguía siendo muy hermoso, y los pinos y carrizos ponían la nota silvestre en el entorno; pero el mobiliario era escaso y deteriorado; del huerto, apenas quedaban algunos perales y ciertos desniveles, que otrora fueron surcos; y de la casa de baños, mejor no hablar, pues las tuberías rotas y el tejado medio caído la hacían más propicia que para tomar las aguas, para contemplar las estrellas.

A duras penas y precipitadamente, la planta baja y el primer piso fueron convertidos en colegio y alojamiento para un buen montón de huérfanos de la Revolución y la Guerra (1) , cuyo mantenimiento y educación corrían a cargo del Fondo de Protección Benéfico Social. Creo que seríamos aquí unos cien niños y muchachos, entre los tres y los diecisiete años, aunque la mayoría estábamos por debajo de los doce. De hecho, yo, con mis once años de entonces, era de los mayores.

¿Qué hacíamos aquí, además de recibir clase y sobrevivir, lo que no era poco en aquel tiempo? Reconocidamente, nos daban instrucción patriótica, quiero decir, toda clase de adoctrinamiento político, encuadrándonos forzosamente en la Organización juvenil de Falange, como flechas y cadetes. A golpe de ensayos, y a golpes de vara, adquiríamos ciertos conocimientos musicales, para cantar a coro y desfilar a los desafinados acordes de una banda de cornetas y tambores. Yo tuve la suerte de darle bien al parche y, don Fernando, el maestro de banda, me tomó aprecio. Pero voy a procurar seguir por orden: Antonio Alonso no ha de entrar todavía en escena.

Les decía que los dos pisos de más abajo acogían las dependencias comunes, tales como comedores, dormitorios de alumnos, cocinas, duchas, aulas y demás. El piso superior estaba reservado al uso de los maestros y monitores que preferían quedarse al pie del cañón, en vez de viajar a Medina y pagar un alquiler. Quiere decirse que los huérfanos no solíamos frecuentar esa planta, ni conocíamos sus entresijos; y más nos valía, pues quienes hasta allí subían no lo hacían de buen grado, sino para recibir reprimendas, castigos físicos o cosas peores. Más arriba aún, las buhardillas servían de almacenes y trasteros, bajo llave de los responsables del mantenimiento.

- ¿Y la capilla? ¿Estaba donde ahora, en medio del parque?, preguntó Enrique.

- No tal, que los moros la dejaron arruinada. Entonces estaba instalada del lado opuesto al dormitorio general. En las grandes ocasiones, las ceremonias religiosas se oficiaban en el comedor, o al aire libre, si el tiempo lo permitía.

Bien, iré concluyendo con la presentación general, o escenario, de mi historia. Decía que todos éramos huérfanos de la guerra, pero siempre ha habido clases. Unos –pocos- ingresaban aquí con la vitola de hijos de fusilados por los rojos o de muertos en acción de guerra, caídos por Dios y por España. Otros –en el Isabel de Castilla, los más- eran hijos de paseados o fusilados como rebeldes al Movimiento Nacional, o de huidos o pasados a los marxistas. Creo que hubo algunos que no eran huérfanos, sino que se los habían arrebatado a sus familias, por tener éstas costumbres irregulares, o transmitir a sus hijos malas costumbres y mala educación.

- No lo dude, Antonio. Algo de eso está empezando a publicarse ahora –apoyé-. Pero, ¿de qué grupo de muchachos era usted?

A ello voy, aunque me permitirán que, en este punto, no ahonde mucho en mis recuerdos, pues querría que, al final de mi relato, marchasen de aquí sabiendo lo menos posible de mí. Digamos, pues, que a mi padre lo fusilaron y que mi madre, abandonada y en la miseria, no vio mal que saliese una boca de casa, camino de una institución no muy lejana y donde se comía y aprendía, mal que bien. Aún recuerdo sus palabras:

- Toño, que no es por falta de cariño, sino de posibles. Hazte un hombre y así, luego, podrás ayudar a tus hermanos.

Y no andaba descaminada. Será casualidad, pero no he sabido de un chico de los del Hogar que se convirtiera en un vagabundo, un mendigo o un facineroso. Será casualidad, o será que fuimos muy superiores a la educación que aquí nos dieron (2).

2. Mohámed se aparece.

Eva, por no entender bien nuestro idioma, o por total desconocimiento del contexto histórico, había perdido, casi desde el principio, el interés por el relato –espero no les suceda a mis lectores lo mismo-. Disculpóse con tener que madrugar al día siguiente y se retiró. Antonio decidió animarnos a Enrique y a mí:

- No se vayan, que ahora viene lo más interesante.

No les he hablado aún –prosiguió- de Vicentín. Fue mi mejor -¡qué digo!-, mi único amigo durante mi estancia en Las Salinas. Era un chavalín de Traspinedo, rubiales y muy tímido, como de ocho años de edad, que me cayó en gracia, no sé muy bien por qué. Tartamudeaba de manera ostensible en cuanto se ponía nervioso y ello lo convertía en presa fácil de la terrible dureza infantil frente al débil. Mi hermano pequeño también tartajeaba un tanto; quizá por eso lo tomé bajo mi protección y hube de dar por ello unas cuantas puñadas –y recibirlas- a quienes más insistentemente se burlaban de él. Por la tarde, durante el descanso posterior a la merienda, cogía mi tambor y me iba con Vicentín a ensayar bajo un pino, siempre el mismo, y procuraba que el niño se sintiese importante, enseñándole a redoblar. Un día, según regresábamos al edificio, para el estudio vespertino, al pasar junto a los aljibes abovedados que, años antes, habían servido de depósitos de agua para la casa de baños, Vicentín me susurró:

- Aquí es donde viene a bañarse de noche el moro, pero no se lo digas a nadie.

Contemplé con cierta atención los hermosos arcos de ladrillo y me asomé a las dos oscuras simas en que yacía el líquido, cubiertas por una tela metálica que, aunque no hermética, servía de aviso y protección para evitar caídas a los pozos. Rezongué:

- ¿Quién demonios va a bañarse ahí, con lo profundo que está?

Vicentín me llevó la contraria, dejando caer sendas piedras, para medir a groso modo el nivel:

- ¿Lo ves? Enseguida chocan contra el agua. Eso es que no está muy profunda.

No repliqué. Después de todo, Vicentín era un mocoso al que podía engañarse con cualquier patraña y, para colmo de males, padecía de sonambulismo. Más de una vez había tenido que ir tras él, por el pasillo que conducía a la capilla y a la vieja casa de baños, para volverlo al calor de su cama. Pero, ¿cuántas más veces no habría realizado periplos nocturnos hasta Dios sabe dónde, sin nadie que se percatara?

Me acuerdo como si fuese hoy de que, en medio del estudio de aquella tarde, pregunté a don Segundo, el profesor de Física:

- Señor profesor, ¿a qué profundidad estará el agua de un pozo, si tiro una piedra y tarda en alcanzarla un segundo?

- Pues a unos nueve metros, suponiendo que dejes caer la piedra desde tu mano, sin imprimirle fuerza alguna.

Así que el moro tendría que escalar nueve metros después de bañarse: vamos, un imposible. Lo que era posible, según parece, es que Vicentín hubiera despertado mi curiosidad con el cuento del moro. ¿Sería estúpido?

***
Una vez que había destapado la caja de sus confidencias, Vicentín era incansable. No pasaba ocasión de hablarme del tal Mohámed, o Mojamé, como él lo pronunciaba. Que si un lagarto se había metido por un agujero, junto a la alberca donde Mojamé se bañaba; que si el moro le había cogido en brazos, para alcanzar las peras más maduras de todo el huerto; que si las alas de los grajos eran tan negras como su barba. Por curiosidad, o por tomarle el pelo, un día le pregunté:

- ¿Y cómo es el moro tuyo ese? ¿De qué va vestido?

Me cogió de la mano y, pese a mis aprensiones, hízome subir con él hasta el segundo piso, para enseñarme una confusa fotografía enmarcada, en la que dos moros, de turbante y a caballo, hacían guardia o rendían honores frente a la fachada de nuestro Hogar. Menos mal que fuimos sorprendidos por don Fernando, no por algún otro profesor, de los muchos rijosos o de malas pulgas que había:

- ¿Que hacéis por aquí, chicos?

- Ya ve, don Fernando, que éste dice que conoce a un moro como los de la foto.

- Lo dudo. Hace años, esto estuvo plagadito de ellos pero, desde que acabó la guerra y se llevaron a sus muertos para África, aquí sólo han dejado el recuerdo, y no muy bueno, por cierto.

Cogí firmemente de la mano a Vicentín y, casi a tientas, iniciamos la bajada de la escalera, apenas iluminada. En el segundo descansillo, lo apostrofé:

- ¿Lo ves, cacho bobo, cómo no puedes haber visto a nadie parecido a esos moros de la foto?

- Parecido, no, igualito. El moro a caballo del fondo era Mojamé.

En esas estábamos, cuando un día de primavera temprana, bajo el pino de costumbre, mi pequeño amigo explotó:

- Oye, Toño, le he hablado de ti a Mojamé: de que eres mi amigo, que no te crees que exista y todo eso. No le gusta que lo vea nadie pero, por ser tú, dice que hará una excepción. Esta noche haré como si me diera el pronto, pero de mentirijillas. Tú me sigues, como si fueras a recogerme, y llegamos hasta las bañeras. Ya verás, ya…

Lo de las bañeras era, por supuesto, el antiguo balneario, donde aún permanecían, rotas o enteras, las tinas de mármol utilizadas para los baños de asiento. Aún ahora tienen un par de ellas de adorno en las nuevas instalaciones y no saben cómo me he emocionado al verlas. A lo que iba: estuve por mandar a Vicentín a la porra, pero decidí seguirle la corriente para pillarle en renuncio. Le dije:

- De acuerdo, pero como le toque vigilar al bestia de Matías, se levanta de la cama tu abuela.

Pero, afortunadamente, Matías libró aquella noche.

***
No era mala comitiva la de un niño en camisola, con los brazos extendidos, en la más fingida pose de sonámbulo que se haya visto, y un chaval descalzo, con un pijama cuyo pantalón se le escurría piernas abajo, con la mano sujetando aquél, y caminando ojo avizor, a media docena de pasos de su guía. Dejamos atrás el pasillo del Hogar, sin otra iluminación nocturna que un par de carbureras, y nos adentramos en la zona, hosca y tenebrosa, de las duchas y, a continuación, en el viejo balneario. Vicentín parecía avanzar como Pedro por su casa, abandonando ya incluso el gesto de extensión braquial. Llegamos al ruinoso ámbito cuadrado que antaño sirviera de baño turco, el cual todavía conservaba los hermosos cuellos de cisne cuprosos que ornaban las salidas del agua caliente, y nos sentamos, a indicación de mi mentor, en un trozo de banco azulejado, adosado a un muro. Crujidos y goteos ponían su nota discordante en el silencio de la noche. Nunca he sido miedoso, pero apenas me atrevía a susurrar al oído de mi amigo:

- ¿Y ahora, qué hacemos?

- Pues esperar. Él vendrá.

De lo que pasó después, tengo un pálido recuerdo, por no decir que una total traducción. Quiero decir que, sí, es verdad que una sombra se dibujó frente a nosotros, al otro lado del amplio cuadrilátero del caldario, y hasta es posible que se escucharan ciertos susurros y como gañidos; pero lo cierto, lo único cierto, es que Vicentín me iba traduciendo, de forma escueta y entrecortada, las presuntas frases que nuestro fantasmal interlocutor iba enhebrando. Primero, fue una retahíla ininterrumpida. Luego, me atreví a formular preguntas y observaciones, a través de mi amigo, o directamente. Esto es, más o menos, lo que saqué en limpio, aquella noche, de la entrevista con el tal Mojamé, aunque no sé si añadiré sin querer cosas que supe de él más tarde. En fin, vamos allá:

- Me llamo Mohámed el Usruti y vine a España, desde Nador, entre el grupo de contadores de cuentos y prostitutas que contrataron, para entretener y animar a los soldados de los tabores de Regulares que, en gran número, vinieron a vuestra tierra a luchar por Franco, que Allah sea con él. Pero plugo al Todopoderoso hacer de mí un áscari de verdad, y no sólo de deseo. Porque yo era (y me venía de familia) el mejor contador de historias del este del Rif, pero la conciencia me remordía cada vez que cobraba mi paga por contar cuentos, mientras mis hermanos caían y morían por una soldada algo mayor que las propinas que yo percibía. Un día, a poco de llegar a España, en el frente de Madrid, debí de acercarme en exceso a la línea de combate. Un contraataque enemigo me cogió entre dos fuegos, a punto de caer prisionero. Me refugié como pude a la vera de un tanque, simulando por mi posición encontrarme herido, o algo peor. En esto que, de soslayo, vi caer a unos pasos de mí a un oficial, que se llevaba las manos a una pierna. Era la ocasión de mi vida: demostrar mi valor y rescatar a un jefe que pudiera colmar mis aspiraciones de convertirme en soldado. Gateé lo más rápido y agachado que pude, me acerqué al herido y, a rastras, tiré de su cuerpo hasta ponerlo también al resguardo del tanque. A los pocos momentos, llegaron un sargento y varios soldados, quienes evacuaron al oficial, con riesgo de sus vidas. El sargento me encaró y dijo:

- Eres bravo. ¿Sabes a quién acabas de salvar la vida?

- A un oficial. Llevaba botas y tenía una estrella.

- Era el comandante Mizzián, el más valiente entre los guerreros creyentes, el que, hace años, salvó a su vez la vida a Franco.

Y así se hizo mi suerte. El Mizzián salvó la vida y yo conseguí vestir el uniforme color garbanzo del tabor y tocarme con un rojo tarbuch (3), con galones de cabo. Pero lo que más me gustaba era la faja carmesí del batallón de Melilla. El comandante también era de la zona de Nador y supo ser agradecido. ¡Que Allah sea con él, allí donde ahora se encuentre!

Se oyó un crujido algo fuerte y Vicentín, cogiéndome del brazo, me indicó:

- Mojamé se va. Y nosotros deberíamos volvernos a la cama. Tengo frío.

Me quedé tan atónito, que hice sin rechistar lo que me indicaba y lo seguí, como un autómata, hasta el dormitorio. Sólo a la mañana siguiente se me ocurrió preguntarle:

- Vicentín, ¿por qué habla Mohámed contigo y yo no oigo ni entiendo nada de lo que dice?

Su respuesta fue tan suficiente, que me dejó pegado:

- Es que habla en árabe y tú no lo entiendes.


3. La grandeza de Vicentín.

Esa misma tarde, Vicentín tiritaba como un pajarillo. Le toqué la frente y ardía. Sea por la expedición nocturna, sea por efecto de un tardío ramalazo invernal, el caso es que mi amigo cogió una bronquitis de campeonato. A base del jarabe del médico y de mis cuidados para que no se levantase de la cama, pudo, aunque muy lentamente, irse recuperando de la enfermedad. Pero los días pasaban y él estaba cada vez más nervioso, entre la cama y la silla en que, con la cabeza bajo una toalla, inhalaba los vahos de eucalipto, asimismo recetados. Yo sospechaba la razón de su zozobra que, no obstante, decidí confirmar:

- ¿Qué demonios te pasa? No paras quieto en la cama. Parece que hubieras comido rabos de lagartija.

- ¡Qué me va a pasar! Que llevo quince días sin ir a ver a Mojamé.

- No me digas que no puede vivir sin ti. Ya se las arreglará solito, si lleva aquí tanto tiempo.

- Pero es que no sabe lo que me pasa. Igual piensa que me he olvidado de él.

En fin, lo uno lleva a lo otro y acabé escuchándome a mí mismo prometerle que le visitaría esa misma noche, para aclararle lo que sucedía. Vicentín no dejaba de darme consejos:

- Espera a que él te hable. No le hagas muchas preguntas. Lleva un jersey puesto, que aún hace frío. Y ten bien atento el oído.

- Total, no va a servir de nada –ironicé-. ¡Como yo no sé árabe!

- Pero él, cuando quiere, chapurrea el castellano –me replicó, muy en sus puntos-.

Dejé que pasara la revista que hacía el vigilante, a eso de las once. Tampoco esa noche le tocaba al indeseable de Matías. Eso me tranquilizó, hasta el punto de amodorrarme. Me sobresaltó la presencia de Vicentín junto a mi cama, urgiéndome a tomar el camino del balneario. ¡Maldito chiquillo!

- Vuelve inmediatamente a la cama, que ya voy.

***

Me senté en el mismo poyo de la vez anterior. Los rayos de la luna espejeaban en los azulejos y los cuellos de cisne lucían espectral verdor. Ni un susurro, ni un crujido. Sólo los siseos y ásperas notas de una lechuza rompían el silencio. La mente me daba vueltas y unas ideas cada vez más precisas dialogaban conmigo mismo, forzándome a responderlas entre dientes. Poco a poco, mi cerebro pareció dividirse, alejarse, salir de mí. Hechos hasta entonces desconocidos, sentimientos que me eran ajenos, voces extrañas que zumbaban en el fondo de mis oídos. ¿Sería Mohámed? Por si acaso, hablé. Después de todo, para eso estaba allí.

- Vicente no ha podido venir. Está enfermo, en cama. Me ha pedido que te lo dijera.

El silencio se había vuelto cálido. El aire en torno mío parecía contraerse y dilatarse al ritmo de una pausada respiración. Proseguí:

- Ya va mejor. Seguro que se curará pronto. Pero no se tranquilizará si no le aseguro que te he visto. Dame una señal.

Mi mente empezó a llenarse de datos e historias, como el día de Vicentín. Sólo que esta vez nadie me traducía: era yo quien las almacenaba -o las creaba- en la mente.

- Luché a las órdenes del Mizzián en muchas tierras, que a mí nada decían, pero que tú conocerás como español: Asturias, Levante, el Ebro, Cataluña. En ocasiones, cambié las alpargatas de esparto y las polainas por las botas de montar, y el tarbuch, por el turbante de parada. Así integré, como lancero, la guardia de honor que formó frente a este palacio el día que lo visitó el ya coronel Mizzián, para honrar a los áscaris que yacían en su cementerio o penaban en las camas del hospital. A esa ocasión corresponde la fotografía que habéis visto colgada, en un pasillo del orfanato en que se ha convertido este lugar, sagrado por la sangre y la muerte de tantos y tantos creyentes. ¡Quién iba a decirme a mí que, poco después, sería uno de los hospitalizados! Fue en el Ebro. Una granada de obús estalló a poca distancia y llenó de metralla todo mi cuerpo. Sobreviví, aunque terriblemente desfigurado. ¡Así quiera Allah devolverme mi rostro en el paraíso! El Mizzián dio expresamente la orden, tan pronto estuve convaleciente, de que me trasladasen a Las Salinas, tras haber prendido de mi uniforme la Medalla Militar y ordenado que cosieran en mi tarbuch los galones de sargento. Aquí vine y aquí me he quedado. ¿A dónde voy a ir con esta horrible cara, a la que haría ascos el propio Satán? Mis hermanos partieron, pero yo no me he atrevido aún a hacerlo. Aquí vivo, solo, pastoreando mis recuerdos, vuelto a mi prístina dedicación de cuenta-cuentos, para mí y para los espíritus que quieran venir a escucharlos. Sólo mi general sabe dónde estoy: él permitió que me quedara y ha ordenado que pasen mi paga a la familia que dejé en Marruecos.

- Y supongo que también lo sabe Vicentín…

- Ese niño, ese niño... Es un espíritu puro, tocado por el dedo de Allah. Durante todos estos años, nadie me ha visto, nadie me ha entendido, sino él. Su bondad me mira a los ojos, taladrando mi deformidad y llegando al fondo de mi alma. Sus oídos entienden todas mis palabras y mis silencios, sin barrera de idioma ni de raza. Es como el hijo que nunca podré tener, o la palmera que anuncia el agua fresca del oasis. Escúchame, tú, aunque infiel e indigno de su contacto. Él me ha dicho que lo quieres y eres su apoyo en la adversidad. Fiado de eso, me he revelado a ti, por él. Sé fuerte y trátalo como a un hermano. Este lugar es un nido de víboras, un hato de corderos al cuidado de lobos. Estad juntos y unidos. Y, donde tú no puedas llegar, sabe que allí y entonces actuaré yo.

***
La revelación de aquella noche me unió más, si cabe, a mi pequeño amigo, quien curó a ojos vistas, tan pronto le resumí cuanto había aprendido. También él pareció reasegurado respecto de mí, en vista de la confianza y el encargo que Mohámed me había dispensado. Lo resumió de una forma tan precisa, que aún me parece estar oyéndole:

- Toño, ¿qué crees tú que será un espíritu puro?

- Pues algo así como un ángel. Eso creo haberle oído decir al padre Javier.

- Entonces, Mojamé está equivocado. Yo soy un niño corriente. Tú sí que eres un ángel de la guarda. El mío.


4. La tragedia.

Por San Fernando, Vicentín estaba ya curado, salvo una persistente tosecilla mañanera. La fiesta del Rey-Santo se celebró por todo lo alto, con misa mayor, desayuno de chocolate y churros, concentración en la explanada, discursos patrióticos, desfile y visita de familiares. Como es natural, nadie de mi familia pudo venir desde Villalón a encontrarse conmigo. Vicentín también estaba solo. Ahora me percato de que nunca llegamos a hablar de sus parientes. Allí dábamos por supuesto que todos éramos hijos de la muerte –casi como los legionarios- y que había cosas que era mejor no comentar. Le eché el brazo por los hombros y paseamos hasta alejarnos de los ruidosos corrillos de los afortunados. Rumiábamos nuestros recuerdos.

Junto a la cerca de alambre espinoso que delimitaba el terreno del Hogar, los pies de mi amigo estuvieron a punto de enredarse con un objeto brillante, disimulado junto a un vivar. Un conejillo tenía una pata pillada en el cepo y nos miraba con ojos aterrados. En un santiamén, Vicentín alzó la trampa con la ayuda de un palitroque. El roedor, tras un momento de aposentada libertad, se perdió fulminantemente en el agujero de la madriguera. Yo protesté:

- ¿Por qué has hecho eso? Como se entere Matías, lo vamos a pasar mal.

- ¡Bah! También San Fernando rompió las cadenas del Guadalquivir.

- ¡Mira tú con lo que te has ido a quedar!

Esa misma noche, en el dormitorio, hablamos de ir a visitar al moro. Sería un día de éstos, pues vigilaba el susodicho y no era cosa de tentar a la Providencia. Me acuerdo que comenté:

- Estoy molido de todo el día. Voy a caer en la cama como una piedra.

Vicentín no respondió. Para mí que maquinaba algo, o tenía algún presentimiento. Sólo me sonrió y cerró los ojos.

***
De lo siguiente que me acuerdo es de un pequeño túmulo forrado de blanco, con el cuerpo de Vicentín en lo alto, y el comedor convertido en capilla mayor, con profesores y compañeros asistiendo a una misa en silencio absoluto. Tengo el pálido eco del cura, D. Javier, diciendo algo de angelitos al cielo, y de mí mismo, haciendo esfuerzos por no mirar el cadáver de mi amigo, desviando la atención hacia los bodegones frutales de los muros y las copas de los pinos que, a través de las ventanas abiertas, se asomaban respetuosamente a la ceremonia.

Terminó la función, que se me hizo eterna. Taparon el féretro y lo sacaron a hombros cuatro profesores. Pendían de él varias cintas blancas, que entregaron a compañeros de clase de Vicentín. Algo muy dentro de mí me impulsó a salir del banco, adelantarme y, de manera suave pero firme, tomé el extremo de una de las cintas retirando a su inicial portador, y acompañé así el ataúd hasta la puerta principal de la verja, donde lo cargaron en un carro de los de servicio del Hogar, camino –supuse- del cementerio de Medina.

- Pero, ¿cómo murió Vicentín?, preguntó Enrique, el ciego, mientras nuestro relator hacía una larga pausa para beber agua y reposar la voz.

- A eso vamos, pero déjeme que ponga un poco de misterio en el cuento, como Mohámed y sus antecesores hubiesen hecho.

- Si esto es sólo un cuento, me marcho –amenacé jocosamente, haciendo ademán de levantarme del sillón-. Son cerca de las doce.

- Aquí, ahora, no se retiene a nadie –replicó Antonio, con afectada severidad-; no es como en otro tiempo.

Se hizo el silencio. El villalonés dio un último sorbo al botellín de agua y prosiguió.

***
Donde las noticias fallan, los rumores vuelan. Nadie de autoridad nos dijo nunca cómo había muerto Vicentín, pero no pasaron ni veinticuatro horas sin que todo el colegio estuviera enterado de que se había caído por las escaleras, durante la noche. A partir de ahí, todo eran bulos o conjeturas: que si estaba sonámbulo; que si cayó por el hueco de la escalera, o sólo rodó hasta un descansillo inferior; que si había sido a la altura del primero o del segundo piso. Quien decía haber oído gritos o golpes; quien había visto sangre en los escalones. Había conciliábulos de profesores y comentaban que había estado el Juez de Medina, y hasta la Guardia Civil. Yo maldecía mi sueño pesado de aquella noche, pero tenía muy claras dos cosas: Vicentín peregrinaba sonámbulo sólo por la planta baja y ese día aciago estaba de vigilante Matías.

Y hablando del rey de Roma, he aquí que la misma tarde del entierro, me di de manos a boca con el perverso guardián, trajeado y compungido para la circunstancia. Me miró fijamente, como con ánimo de decirme algo, tal vez, de darme el pésame. Yo, de forma impensada pero maliciosa, llevé mis manos a las orejas e hice ademán de alargarlas en el aire, adoptando la forma y dimensiones de las de un conejo. Matías quedó lívido, crispó las manos y sus ojos, habitualmente hundidos, parecieron salirse de las órbitas. Por un momento, estuvo tentado de arrojarse contra mí, pero se contuvo. Dio la vuelta y, pausadamente, tomó el camino del huerto. Los dos habíamos comprendido. La cuestión era quién golpearía primero.

***
Me era imposible conciliar el sueño. El rostro desencajado del criminal no se borraba de mi mente. Cierto: ignoraba el cómo y, en parte, el dónde, pero no tenía duda del quién y de su porqué. Por un miserable pequeño conejo, Matías había acabado con la vida de Vicentín. O tal vez, éste había caído tratando de huir o de resistirse: ¿qué más daba? El vigilante era, en mi concepto de niño, un asesino y no tardaría en venir por mí, tratando de evitar que lo delatara.

Me parecía haber oído las tres en el carillón del reloj del gran vestíbulo. No pude aguantar más. Tenía un amigo en la casa, aunque era dudoso que pudiera salvarme. El sudor empapaba mi ropa. Salté de la cama y, lo más sigilosamente que pude, tomé la senda del moro. En la manga izquierda de la camisa del pijama, a duras penas contenido por la mano, portaba el cuchillo que había sustraído en el comedor, durante la cena.

Los pies, de puntillas, casi no tocaban el suelo, volando por sobre las grandes baldosas del pasillo. Ni una sombra, ni un ruido. Llegué a la zona de balneario y me senté, jadeante, en nuestro banco de la paciencia. La oscuridad era absoluta aquella noche y un aire, cálido y húmedo, presagiaba tormenta. Me sorprendí a mí mismo susurrando Mohámed; y, nuevamente, Mohámed. Nada; ni un roce, ni un chasquido. Sentía ganas de llorar: ¡tanto pensar y arriesgar, para encontrarme desamparado y solo! Me puse en pie, de puro nervio, y caminé sin rumbo por ruinosas dependencias que, una tras otra, abrían sus fauces, horras de puertas. El suelo era irregular y arañaba como lija mis pies desnudos. A lo lejos, sobre una losa de mármol que pudo servir para masajes, divisé lo que me pareció un montón de ropa. Me acerqué y descubrí el uniforme completo del áscari, tal y como yo lo recordaba de la fotografía del corredor: camisa, pantalón y guerrera de un tono indefinible en aquella oscuridad, con las condecoraciones prendidas, como campanillas tintineantes, como chispas de luz; botas de montar; faja oscura; bolsa de costado de repujado cuero; correaje de fantasía con cartucheras; gorro de fieltro con la insignia de los fusiles cruzados con bayoneta calada y la luna de Ramadán; y, encima de todo, resaltando en la mortecina penumbra, un deslumbrante alquicel blanco, con ribetes seguramente azules. Todo ello, perfectamente apilado, con el esmero de quien lo ama y está presto para usarlo en una gran ocasión. A la vera de las prendas, una hermosa gumía envainada, corva como la calumnia. Al pie de la losa, un mosquetón, que apenas resaltaba del oscuro entorno. De pronto, cruzó por mi mente la idea fatal: Mohámed se marcha; ya ha cumplido su tarea; ya no tiene a nadie que cuidar; vuelve a su tierra. ¿Quién soy yo para que se interese por mí, para pedirle algo?

Como si un sonido grave y sordo martillease en mi cerebro, palabras de procedencia incierta, pero de fuera de mí, formaron frases y su sentido abrió imágenes, claras y fugaces, que me dieron a entender lo acertado de mi intuición.

- He tenido un sueño. Mi padre había muerto y, desde el paraíso, me echaba en cara la cobardía de mi actitud. Yo, el soldado vocacional, el guerrero feroz, el salvador del Mizzián, escondido de por vida en tierra de infieles, llorando como una damisela por la belleza perdida; ocultando el honroso signo de mi valor; comiendo de lo que echan a los cerdos y durmiendo en antros que las alimañas rechazarían. ¡Pero yo soy un hombre, un áscari! Mis heridas lo pregonan y mis insignias lo acreditan. Vuelvo, pues, a África, a mi pueblo y con mi gente. Sólo lamento dejar a ese ángel de cabello del color del trigo, a quien no sé si he sabido dar ayuda y enseñado a olvidar el temor. ¿Cómo es que vienes tú solo? No tengo todo el tiempo del mundo para despedirme. Por más que... que..., tal vez sea mejor que tú me despidas de él.

Con voz entrecortada y sin miedo de que otros me oyeran, lancé sobre él la terrible noticia:

- Vicentín ha muerto. ¡Qué digo!, lo han matado. Y todo por un conejo. Tú le infundiste valor; tú le hiciste creer que serías su escudo y protector. Lo enterraron hoy. ¡Y yo que venía a pedirte ayuda frente a su asesino! Pero es ya la hora de las tinieblas (el padre Javier hablaba por mi boca) y los criminales enseñorearán la tierra.

El tiempo y nuestro mundo parecieron detenerse por un momento. Tal vez fue el soplo veloz del viento que traía la tormenta, pero yo lo entendí como un grito, hondo y desgarrado:

- ¿Quién? ¿Quién?

- ¡Matías!, exclamé.

Y, como si hubiese sido impelido por el fragor del trueno, eché a correr despavorido, sin sentir, sin pensar, sin temer, hasta dar con mi cuerpo en la cama, manchándola con el polvo sanguinolento de las plantas de mis pies.


5. La venganza.

Fue una noche horrible. La tormenta rugía al otro lado de los grandes ventanales de esquina, fragorosa y torrencial. De madrugada, calmadas las fuerzas naturales y vencido del cansancio, me quedé traspuesto. Cuando vinieron a despertarnos, habían pasado con creces las siete de la mañana y no fue precisamente Matías quien lo hizo, con sus berridos y zurriagazos. Las horas transcurrieron, tan monótonas y soporíferas como de costumbre en aquella época de primeros calores, que preludiaban el verano. El recreo resultó algo más entretenido para los pequeños, ante la catástrofe en miniatura de ramas rotas y setos caídos. Algunos charcos competían en extensión con el estrecho estanque ornamental frente a la fachada del Hogar y los más pequeños chapoteaban con deleite en ellos, sin tan siquiera prescindir de sandalias y alpargatas.

Un pequeño revuelo, a la hora de la comida, nos puso sobre aviso de que algo pudiera estar pasando, fuera de lo normal. Escudriñaba las mesas de profesores y auxiliares y me alegraba que Matías siguiera sin dar señales de vida. A la caída de la tarde, se organizó una pequeña expedición de búsqueda por el terreno del colegio y sus alrededores. No era fácil la tarea, pero los espontáneos abundaban, una vez que se había dado la voz de alarma. Creo que fue Ildefonso, el jardinero, quien encontró en una de las albercas de los manantiales el cuerpo del desaparecido Matías.

No quiero engañarles, ni engañarme. Muchas veces he creído recordar que vi con mis propios ojos lo que voy a narrar y otras tantas tuve que reconocer que las palabras ajenas crearon mis propias imágenes. Pero es el hecho que, cuando franquearon totalmente la entrada de aquel pozo y sacaron, con cuerdas y a lazo, el cadáver del ahogado, éste aún cerraba firmemente su mano derecha en torno de un objeto brillante y polícromo, que presuntamente habría arrancado a su ejecutor mientras éste lo tiraba al agua. Nadie me ha dicho nunca de qué se trataba, pero al regresar aquí, después de tantos años, vencida la repugnancia de hacerlo, por el tiempo y la mudanza; al volver, digo, he descubierto por fin de qué se trataba. Y, con ello, he comprendido el enigma que hasta ahora fui incapaz de descifrar: la existencia verdadera de Mohámed el Usruti, el guerrero, el contador de historias, el amigo, el justiciero… Vengan, vengan conmigo.

Tomó del brazo a Enrique y yo lo seguí, hasta una de las vitrinas que la luz de la recepción del hotel hacía bien visibles. Señaló un pequeño trozo de metal y tela roja, en que apenas resaltaban unos esmaltes de contorno impreciso, que compartía su humilde última morada con una ajada novena a la Virgen de la Salud y un vale por diez baños de asiento y dos masajes, de 1934. De pronto, Antonio recordó que su auditorio lo formábamos un ciego de la vista y otro del entendimiento. Se disculpó y dijo:

- Perdonen. Se trata de una cruz roja al mérito militar.

Y, luego, como si fuera necesario aclarárnoslo, como si resultase el corolario irrefutable a toda su historia, agregó:

- Mohámed la llevaba prendida de la guerrera aquella noche.

NOTAS:
(1) En lo que sigue, me aparto un poco del léxico y construcción del bueno de Antonio, para acoger, en aras de la verdad histórica, el Decreto de 23 de noviembre de 1940 y disposiciones que lo desarrollaron y reformaron. Aunque, como diría el otro, una cosa es la ley y otra la jurisprudencia.
(2) En esto, aunque pueda parecer un cuento, coincide Antonio con estudios de historiadores. Así, Pedro María Egea Bruno, Los huérfanos de la revolución y la guerra. Una institución franquista en la Cartagena posbélica, en Cuadernos de Historia Contemporánea, nº 18, Universidad Complutense, Madrid, 1996, página 125.
(3) Gorro rojo de fieltro, tronco-cónico, con que habitualmente se cubría la tropa de los tabores de Regulares en la época a que Antonio se refería.